Es sencillo: los muertos y los vivos no podemos
ser comparados, así como no puede compararse al individuo con sus antecesores. Yo
lo conocí hace dos décadas y media, en el hotel Plaza. Él entraba con un aire
descuidado, mientras divagaba con la mirada hacia todas las direcciones de la
recepción. Atrás lo seguía un grupo de cuatro personas vestidas de negro, todos
susurraban frases ininteligibles a la distancia que yo me encontraba. Atrás,
cuatro botones arrastraban sus maletas en dirección al elevador.
2
Estaba por
cumplir los treinta años. No quería quedar como los demás, inhalando hasta
morir o contagiado en la cama de un hospital. La mansión Trawler contaba con
cuatro hectáreas. A un mes de mi estancia, me veía en el espejo inspeccionando
las arrugas que se me empezaban a dibujar en la frente. Después de haber comido,
los demás nadaban desnudos en la alberca. Sentía ansiedad al verlos, sobre todo
al nuevo, que tenía apenas diecinueve años y una belleza latina incomparable.
Revisaba con paciencia sus expresiones y estudiaba los favoritismos de Trawler
por alguno de nosotros.
Con el tiempo,
alrededor de tres o cuatro meses, comencé a inmiscuirme en el escritorio de la
oficina de Trawler, vagaba curioso por toda la casa. Revisaba cada recóndito
espacio del jardín o los atajos por pasillos escondidos detrás de paredes abatibles.
Parecía que mi búsqueda no llegaba a nada hasta que una noche encontré una
puerta cerca de donde estaba la alberca. Pensé que era el cuarto de máquinas,
pero el angosto espacio dejaba ver escalones de concreto que no terminaban y
daban vueltas hacia abajo. Llegué a un sombrío y espacioso cuarto de roca sin
pulir: una pantalla de proyección dividía en dos el espacio irregular. Detrás
de la pantalla haba una caja alargada de cristal. Nunca había sentido un asco
inigualable. En el interior yacía un muerto, desnudo y demasiado pálido, con
cicatrices de aberturas por todo el abdomen. El cuello estaba morado, casi
oscuro y ahí podía verse una vena que parecía todavía tener vida. Aquel féretro
estaba cerrado con tornillos y remaches.
Me quedé unos diez minutos vagando por ese cuarto y admirando la cara atrapada,
con sus labios de un ligero tono rojizo. El resto de la noche me puse como loco
a guardar mis objetos en la única maleta que tenía, los tenis que estaban
llenos de joyas y las prendas más costosas con las que contaba. La terracería
sonó y unas luces se proyectaron por un segundo en mi ventana. Tres Bentley Mulsanne
se estacionaron afuera y hombres encapuchados entraron por el jardín por una
lateral. Bajé las escaleras. Casi sin pisar la alfombra llegué a asomarme por
una pequeña ventana en la esquina. Por fin pude ver la cara de los hombres que
se descubrían las cabezas y en fila entraban por la puerta junto a la alberca. Ahora
o nunca conocería la verdad, y no supe si podría con ella, guardar los secretos
más grandes de Trawler, porque todos sabían que él era uno de los hombres más
ricos del país y que tenía prostitutos en su casa, pero su secreto no tenía que
ver con tratos con el gobierno o una investigación criminal. Después todo se
hizo público, pero lo que pocos supieron,, era que ese cadáver era su
experimento más valioso.
Bajé las
escaleras, y me quedé en las penumbras. Los mentalistas, alrededor de ocho,
estaban en círculo. El féretro reflejaba las flamas de las velas. Una voz grave
comenzó a repetir una palabra que no podía descifrar, los demás la siguieron.
Mi piel se erizó y sentí tristeza, total desesperanza. Era un nombre: Azazel,
Azazel. Dejaron de ser gesticulaciones para ser simplemente un sonido que salía
de sus bocas curveadas en una “o”. Unos minutos después, abrieron el féretro con
minuciosidad y un gas al principio blanquecino se tornó verde e invadió el
espacio. Los encapuchados barrieron el piso de arena con sus pies y
descubrieron unas placas de hierro. Las levantaron con sus manos cubiertas con
enormes guantes de metal. El resto de los hombres, usando agujas, abrieron las
cicatrices con la facilidad y deslice de una bailarina. Un bip-bip inundó el ambiente, me tapé los oídos por lo agudo que se
volvía entre más pasaba el tiempo. Conectaron cuatro mangueras y una llave giró
hasta que un líquido se introdujo en el cuerpo. Los mentalistas, a su vez,
anotaban concentrados en sus libretas.
Azazel, Azazel, hasta el día de hoy
siento por ese nombre una eterna depresión que son días rojos, desesperantes. El
cuerpo se hinchó unos dos centímetros a sus proporciones naturales. Las venas
en los brazos comenzaron a saltar. Las pestañas se irguieron por encima de la
cara y el cadáver recuperó su movilidad lenta en las extremidades y el color
rosa de su nariz. Intentó arrancarse las mangueras, pero por falta de fuerza
sólo se desmayó. Trawler detrás de esas llamas incandescentes, dejó brillar por
debajo de su ojo derecho una diminuta lágrima. El muerto se habrá despertado
cuatro veces, la cuarta fue la definitiva para volver a la vida. Ahí amarrado
se quedó despierto conmigo velándolo escondido detrás de una roca. ¿Podría
hablar?, no lo sabía pero decidí acercarme. Azazel tenía el cabello despeinado.
Se veía que tenía frío porque temblaba y los dientes le castañeaban. Le puse mi
abrigo por encima de sus atarudas. Azazel.
Una bestia bella como un pájaro de las amazonas amarrado de una pata. Nunca
dijo ninguna palabra, me veía con esos ojos grises. Intenté calcular su edad, podía
oscilar entre los diecinueve o los veinticinco años, un rubí en el fondo de un
joyero, un deseo perpetuo por un hombre que no conocía. En los entrevistas del
FBI, me preguntaron si tuve relaciones sexuales con el caso 226. No, jamás
hubiera cometido esa atrocidad, no que yo recuerde. Aunque su piel era suave,
todo en él era onírico, incluso sus gestos asustados.
Al salir el sol,
me escabullí por el salón trasero hasta mi recámara. Quizá tomé dos o tres anestésicos
y me metí a la regadera con una botella de ron, perdí el conocimiento en la tina.
Por la tarde estaba en la cama envuelto en cobijas. Al abrir los ojos, los demás
chicos estaban ahí con cara de susto. Trawler había preguntado todo el día por mí.
Tartamudeé y salí disparado de la cama. ¿Está en casa?, pregunté. No está, fue
por un chico nuevo al aeropuerto, me dijo alguno de ellos. Revisé por la
ventana, era momento de armarse de cómplices. Cerré la puerta y corrí las
cortinas. No puedo explicarlo ahora, pero hay alguien secuestrado debajo de esta
mansión, dije. Se quedaron intrigados viéndose las caras. Déjate de drogar
tanto, dijo alguno. Una furia invadió mis ojos. Lo jalé por las escaleras hasta
llegar al jardín, los otros nos siguieron con los brazos cruzados. Bajamos por
los escalones de cemento, y a la luz de día todo era distinto: en las paredes podían
verse símbolos grabados con rojo carmesí. No podían ser letras. Al llegar se
pusieron igual que Azazel: pálidos hasta la frente. Ahora no va a haber explicaciones,
ayúdenme a buscar más sobre él. Revisamos por abajo del féretro de cristal que
estaba abierto, con Azazel moviendo los ojos que nos seguían de un lado a otro.
Nada, pero había un tablero con botones. Uno de los muchachos se apresuró a
presionar y el bip-bip rápidamente
fue remplazado por un menú que apareció en la pantalla con distintas opciones.
Un apartado en específico decía: Identidad; abajo: memoria de identidad. Lo
demás eran símbolos que no podíamos pronunciar. Era una lista de
características físicas de Azazel, desde el nombre completo hasta el tipo
sangre, y características mentales. Veinte años de edad. Fecha de defunción: veintidós
de enero de 1945. Este hombre llevaba muerto más de un siglo. Todos nos
quedamos sumergidos en nuestro pensamiento hasta que Azazel gesticuló un hola. Nos
sorprendió, pero teníamos que dar prisa, Trawler podría llegar en cualquier
momento. Azazel no volvió a hablar, lo cargué y como bella durmiente se
sumergió en mis brazos dejando al aire libre su trasero. Era la tentación en
carne viva. Probablemente este fue el error más conciso, tal vez producido por
los restos del gas verdoso en la habitación, por la obsesión, por una felicidad
y tranquilidad jamás experimentada. No pudimos liberarlo en ese momento, así
que sregresamos y en el recibidor de la mansión escuchamos que Trawler había
llegado y hacía sonar unas campanas. Debajo de su brazo estaba el nuevo chico
con cara de entender poco de lo que sucedía. Era de Bora Bora. Trawler nos indicó
que lo pusiéramos cómodo y se dirigió a su recamara. Parecía más cansado que
otros días, le costaba subir las largas escaleras atestadas de blanco. Esa
noche tuve relaciones sexuales con los demás, tal vez lo hicimos dos o cuatro
veces. Lo hice por tener en mente a Azazel, sin ningún sentido aparente. Me
carcomía la necesidad de poseerlo.
3
Todo se salió de
control cuando en la pendiente principal las camionetas de color negro con los
encapuchados a bordo, nos detuvieron. Con gran dificultad, habíamos podido
liberar Azazel y ahora todo era en vano. Una alarma comenzó a ensordecer el
aire. Por atrás de las camionetas negras, dos vehículos militares se
estacionaron. Eran alrededor de ocho o nueve guardias. Comenzaron a rastrearnos
por la mansión. A los cuatro, junto a Azazel, nos llevaron al interior. Lo
jodimos muy duro y lo sabíamos. Éramos objetos, golfas andantes vestidos de
seda y no éramos nada para la sociedad.
Los cuatro
sabíamos, por el delirio que habíamos sufrido después de los electrochoques que
nos descargaron, que íbamos a guardar sus secretos sólo si moríamos. Una
bofetada con el torso de la mano hizo girar mi cara y lo vi. Azazel estaba de
nuevo amarrado en el féretro de cristal, dormía profundamente, pero su piel
volvía a perder color.
Tú, Monroe, me
agarró Trawler por el cuello y me lanzó al piso. Mi muchacho del hotel Plaza,
con su deficiente educación, al que alguien le dijo que podía vivir de su cuerpo.
Continuó: pero eres listo y por tu gran esfuerzo te diré por qué un provinciano
e ignorante como tú puede ser mi chico favorito. Lo que necesito es tu corazón,
concluyó para proseguir en un tono sarcástico. Oh, vamos, no te pongas a
llorar, no lo hiciste cuando te cogí cuatro veces el día que te conocí. A los
otros tres los sujetaron en el piso y les conectaron cables que provenían de
las placas de hierro. Era la sangre lo que corría y poco a poco sus cuerpos se
abandonaron a la muerte. La operación comenzó, una incisión con agujas que apenas
dolían sacaron mi corazón latiendo. No sentía nada. Procedieron a hacer lo
mismo con Azazel y juntaron nuestros corazones en una perfecta silueta
curveada. Latían, pero el de Azazel era menos rápido y tenía un color morado
que oscurecía como su cuello. Lo último que pudieron descifrar mis oídos fue a
Trawler pidiendo que apresuraran el proceso. En ese momento que me sentí tan
cerca de desaparecer, un pensamiento aprisionó mis ideas: Mi corazón tenía algo
de especial. Mis ojos se abrieron en un espasmo de dolor cuando juntaron nuestros
cuerpos, en la pantalla podía ver una grabación de Azazel junto a Trawler en
alguna fiesta al aire libre. Era una verdad que Azazel y yo teníamos un físico
parecido, pero sin duda yo no era el original. Se suponía que un producto nuevo
y vivo podía reemplazar a uno muerto, así es la vida; pero cuando un muerto se
construye en la memoria como algo, aparentemente irremplazable, los humanos
dejamos de ser productos para ser símbolos. En la pantalla Azazel en los
hombros de Trawler, iban por la orilla de playa. Trawler nos había traído aquí
para servir, como antílopes colgados en las paredes, que en vez de sus grandes
ojos absortos, exhibíamos nuestros cuerpos a su merced. En la pantalla, Azazel
con voz grave llamaba a Trawler para que le diera un beso, casi una súplica. Si
yo le suplicará a Trawler y le dijera que yo puedo reemplazar a su amante,
sería una mentira. Era ya tarde para intentar compararme con el muerto, ni
renaciendo podría contar con esa voz, el acento perfecto, la cara tan blanca a
tal punto de volverse transparente. Su voz me hacía recordar que aún muerto estaba
por encima de mí. En la pantalla, Azazel con ojeras acostado en la cama de Trawler,
los dos sostenían copas de cristal en un murmullo de poca alegría deseándose un
feliz año nuevo.
Era claro algo, yo
no quería vivir a costa de esto ni que Azazel viviera como un caso científico paranormal,
recluido en una estúpida mansión como animal de zoológico. Ésta era la forma de
amar de Trawler, a los vivos como animales moribundos.
La pantalla
proyectó una barra que se llenaba de verde indicando el cien por ciento. Los
mentalistas, en silencio se quedaron tras sus velas. Trawler dejó ver algo de
llanto. Dime, Trawler, ¿me veo bonito a través de esas lágrimas?, pensé.
La fusión
comenzó, volvieron a poner la tapa de cristal sobre nosotros y un humo
demasiado denso nos cubrió, sentía cómo mi piel se iba adhiriendo a la de
Azazel. Como si una gran aspiradora succionara nuestros órganos. Nuestros
corazones se habían convertido en uno que latía a un ritmo normal, el bip-bip inundó de nuevo el espacio. Ya
no éramos dos; éramos sólo un cuerpo dentro del otro, lo más seguro era que él
en mí. Cuando terminaron, volvieron al mantra de la “o” y apagaron todos los
dispositivos. Trawler me sostenía entre sus brazos.
4
Trawler murió
una mañana de domingo. En la mansión parecía que hasta a los cristales de los
candelabros les costaba brillar. Era una tristeza inmensa y al mismo tiempo una
liberación inmortal, como cuando el alma emprende el viaje a la otra vida. Azazel
recordó en su mitad de conciencia un fragmente de texto: “Alegría, alegría;
entrelazados, como los juncos bajo la luna.” Y por allá, su memoria se iba
escurriendo, “Entrelazados, inextricablemente enredados, unidos en el dolor y
amarrados en la tristeza” El servicio se
llevó acabo el mismo día, la familia Trawler asistió vestida con sus mejores
galas y joyería. La noticia se difundió por todo el país. Yo huí un mes
después, antes que se descubriera el cuarto de la alberca. Después el FBI me
encontró en Nueva York una vez más, querían saberlo todo. No les dije gran
cosa.
Lo ojos se me
tornan grises y mi cara ligeramente se afila un poco más. Aún guardo las joyas
de Trawler. Me las abrocho al cuello y a las muñecas y salgo a caminar por
Central Park. Hoy cumplo cuarenta años y Azazel treinta. La vida apenas
comienza, pero ahora estoy dispuesto a darle mis segundos para que ningún
Trawler pueda volver a atarnos los tobillos.
Por Juan Eduardo Saenz
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