I
Al salir del
trabajo me encontré con un trapo muy húmedo y sucio; se llamaba Alicia y quería
beber. Le dije que estaba de salida, que había quedado para cenar con Benjamín
y dos amigas que venían de lejos, pero que si se arreglaba un poco y cambiaba
esa cara, nos podía acompañar. Eso bastó para calmar su llanto.
Alicia era una chica atractiva,
inteligente y, además, era artista, o al menos así se presentaba. Nunca entendí
por qué estaba tan sola. En ocasiones tenía arranques raros, como tumbarse y
beberse hasta el infinito, desaparecer instantáneamente de reuniones o salir de
los cines a los diez minutos de iniciada la proyección. Creo que sólo era una
adicta a su caprichosa soledad. La conocí en una situación fuera de lo común.
Mientras esperaba un taxi, vi dos bultos peleando contra el viento, el
equilibrio y la gravedad. Reconocí el cuerpo de una mujer por la falda tan
corta y las piernas tan blancas, pensé que había problemas y me acerqué. Cuando
yo y mi costumbre de meterme en asuntos ajenos hicimos presencia, el tipo ya
estaba en el suelo. Alicia lo tenía sujeto por los brazos, lo intentaba mover
sin resultado. Pregunté si necesitaba ayuda, si podía hacer algo, me dijo que
sí, que llevara a su compañero hasta un lugar con sombra. El tipo estaba
inconsciente de borracho, vomitado y sucio como ella. Y, mientras lo
arrastraba, porque no había otra opción, me percaté que el tipejo traía el
miembro fuera del pantalón. Así, fuera. Como una prenda más, como un pequeño
adorno de su desfachatez. Llegamos hasta donde ella creía que era un lugar
seguro del sol. Claro, al tipo le ha de importar tanto broncearse un poco,
pensé. Mientras, Alicia hacía el intento por agradecer la ayuda, pero la
interrumpí para señalar al prófugo órgano y decirle que hiciera algo con ese
asunto, que la gente lo podía tomar a mal. Sin reparo, me pidió sostener su
frasco empapelado y se inclinó sobre su compañero. Con cuidado de madre, tomó
el trozo entre sus manos y lo resguardó de la intemperie. Ser testigo de tan
bella escena, el calor de la tarde, mi resaca permanente y el esfuerzo
realizado, me obligaron a beber de la botella.
—Hasta
el fondo -me dijo Alicia.
Para hacer plática y seguirme
aprovechando del trago, le hacía preguntas sobre ella y el bello durmiente. Me
dijo que lo conocía de hace tres horas, que fue en la cantina clandestina que
estaba a cuatro cuadras, que le pareció un tipo simpático porque no hablaba, y que no se fijaba en nadie ni en nada, sólo
en ella y los tragos.
El durmiente despertó. Como pudo se
levantó, apenas nos miró, se fue dando tumbos. Ese día ya no fui a trabajar, me
quedé toda la tarde y toda la noche con ella.
II
—No sabes de lo que te estás perdiendo, eh.
Sophie, la amiga de Catherine, está bien bonita. De hecho te llamo para pedir
mano -dijo Benjamín, un tanto ansioso.
—Sí, ya sabes, tú siempre
llevas la mano, güey -le contesté a Benjamín, que era un fiasco con las
mujeres. Yo siempre lo dejé ir primero para aprender de sus errores y tener
tiempo de planear la táctica más adecuada, siempre funcionaba.
—Pero oye, Benja, voy con
Alicia. Me cayó de sorpresa y anda mal. Te digo para que vayas pidiendo mesa
para cinco.
—¡Ay, no mames! Lady
Caguama está bien dañada y va a espantar a las güeras.
—Hey hey. No pasa nada, ya
trae bien puesta su correa y anda mal la chava. Dale chance.
—Pues muy tu desmadrito, eh.
Nomás te digo que si te quedas sin güera, no me culpes.
—Ajá,
sí. Llegamos en veinte.
Benjamín y yo, éramos la mancuerna
perfecta en el asunto de la conquista. Él tenía auto, pagaba las cuentas y
hacía que todas las cosas se tornaran en algo sumamente aburrido. Yo siempre llevaba lo más difícil: contactar
a las chicas, elegir los lugares, rescatar las conversaciones y, claro, cargar
y cuidar borrachos. Por eso mismo mi paga tenía que ser especial, es decir,
quedarme siempre con la más guapa. Era justo.
Desde el fondo del vaso, veía cómo
Benjamín hacía su parte, aburriendo hasta a las moscas del lugar; hablaba de
arte, de sus viajes y de todos, absolutamente todos los libros que había leído.
Siempre viví con el temor de que en algún momento se levantara en medio del
lugar y recitara alguno de sus poemas aprendidos. Así era Benjamín, una
biblioteca andante y sonora, lo único lamentable es que era mucha información y
escasa inteligencia. Pero bueno: uno
nunca escoge a sus amigos.
Llegó la cuarta botella de vino y
Alicia comenzó a soltar su correa. Fue la primera en hartarse de Benjamín. Y en
afán de venganza por el mal rato, propuso juegos de habilidad mental con castigos
de trago. Vi la primer oportunidad de dar el primer sablazo y dije que sí, que
jugáramos pero ya no con vino, sino con un trago más fuerte. Todos
aceptaron. La habilidad mental de
Benjamín, no le ayudó mucho, a la media hora del juego ya se comenzaba a
desvanecer. Y es que sí era un juego muy entretenido, hasta perdí varias veces
adrede para hacerlo aún más divertido.
III
Me despertó el
calor del cuerpo vecino, tenía esa rara sensación de no saber que rayos había
pasado, pero estaba desnudo y me sentía satisfecho. Porque, cuando uno toma
como profesión tirarse lo que encuentre, los recuerdos son lo de menos. Más
vale que así sea.
De Víctor Hugo G
De Víctor Hugo G