miércoles, 8 de marzo de 2017

Los tacos de Luis

El humo mana de todas esas planchas enroscándose en todos los cuerpos que pasan, se impregnan en el cabello y ropa. Estaciono mi mustang en un centro comercial y camino hacia los puestos de tacos. Lo bueno es que es lunes y Luis no tiene gente. El olor a puerco frito me hace salivar. Ya puedo sentir los trozos de carne y salsa en mi boca, realmente extrañaba ese sabor. Entre todos los puestos, el de Luis se identifica por tener un único foco amarillo que se columpia levemente y apenas ilumina el delantal de mi amigo con manchas de aceite. Así lo recuerdo, no ha cambiado nada en este lugar.
Luis se seca el sudor de su frente, sonríe. Me pregunta por qué no había ido en tanto tiempo, que si acaso ya había cambiado de taquero. Invito a Luis a comer conmigo, le digo que prepare tres al pastor para él, y para mí otros tres y cuatro de chuleta. De los pocos amigos que tengo Luis se ha ganado mi confianza, antes venía entre tres o cuatro veces por semana, en algunas ocasiones yo traía cerveza. Le cuento lo que pasó con Cynthia Pérez.
Conocí a Cynthia justo en esta calle dentro de toda esa bulla y gritos: ¡Fin del trato cruel de los animales! ¡No a la comida muerta! ¡Amas a unos y te comes a otros! Algunas personas estaban semidesnudas cubiertas de pintura roja dentro de una jaula gritando las consignas. Pérez arrojó pintura roja a uno de los taqueros. El taquero empezó a insultar y los apuntó con su cuchillo. Don Julio me preguntó si quería mis tacos surtidos o solo la pancita, en ese momento Cinthya pasaba a mi lado, me miró y arrugó la frente, para impresionarla le contesté a Don Julio: ¡Yo sólo como carne de soya, bestia sanguinaria! Sabía que era el fin de visitar a Don Julio, pero valía la pena. Cinthya tenía un gran busto y de sus glúteos ni hablar. Ella me aplaudió y sus hoyuelos se hundieron más cuando sonrió, me preguntó si venía a la manifestación, le dije que sí.
Después de la manifestación la invité a un bar que estaba a unas cuantas cuadras, se rascó la barbilla y pasados ya unos segundos respondió que tenía prisa, le dije que le daba el aventón, ella me dijo que sí con la cabeza. Cuando llegamos al carro, ella acarició el cofre. Me preguntó si era mío o de mis padres, le contesté que era mío. Cinthya Pérez metió las manos en sus bolsillos y me dijo que acepta ir al bar solo por unos minutos. Esa noche terminamos en mi cama. Ella era muy buena haciendo el blow job.
Luis le pone salsa a su último taco y me pregunta qué es eso del blow job. Yo acerco y alejo mi puño cerca de mi boca, mientras mi lengua empuja mi cachete. Luis suelta una carcajada.
            Continué contándole a Luis el origen de mi propio matadero. Al principio me gustaba ver a Cinthya, agraciada, tumbada en la cama bocabajo, sus pecas invadían desde su nuca hasta los glúteos. Cuando me daba la espalda para abrazarla, su cabello despedía olor a coco en todo mi rostro. Me encantaba su congruencia con todo el asunto de la carne y los derechos de los animales. Tuve que mover el refrigerador de carne al tercer piso para que Pérez no sospechara nada. En las noches cuando se iba, sacaba del refrigerador unos filetes, mis manos temblaban y echaba unos trozos en mi boca, sentía la sangre recorrer mis muelas, ni siquiera hacía falta cocinarlos.
Cuando Cinthya empezó a vivir conmigo, pasaba semanas sin que fuese al tercer piso y sin comer de verdad. Comíamos cosas como ensaladas, hamburguesas sin carne, tacos al pastor con lentejas. Le pregunto a Julio: ¿Qué hamburguesa y tacos se pueden considerar como tales sin carne? Julio solo alza los hombros y se para a girar el trompo de pastor. Le sigo comentando que a partir de ese momento ya no soportaba a Cinthya, sus comidas empezaban a hacerme mal y ya ni siquiera podía escaparme a comer unos tacos. Incluso varias veces en la semana llevaba a Cinthya a comprar al supermercado los caros productos veganos que pudiese encontrar.
            Le cuento a Julio que ayer en la noche, al abrir la puerta del departamento, sentí un olor a podrido. Pérez apretó su pequeña nariz con la mano, la convencí de que eran las tuberías. Enseguida subí al tercer piso, el refrigerador estaba en medio de un charco de agua con sangre, había moscas volando alrededor, y cucarachas flotando en el agua moviendo sus antenitas. Sentí mi pecho contraerse, apreté mis puños y golpeé la pared. Lo había perdido todo. Cerré la puerta con llave y bajé. Mi novia estaba mirando el televisor, pasaban unas noticias de un gran incendio en el Amazonas de Brasil para cultivar grandes hectáreas de grano de soya y cebada. Cinthya me indicó que me sentara a su lado, que me había hecho tofu con espinacas. Traté de tranquilizarme. Ella me tomó del rostro y empezó a besarme, metió su mano debajo de mi pantalón, de repente se detuvo, la miré y ella estaba viendo fijamente hacia el piso. Su rostro enrojeció, tomó su zapato y se escuchó un crujido, era una cucaracha, las alas y antenas del pequeño insecto quedaron en una mancha verdosa. Cinthya empezó a besarme de nuevo pero yo la empujé, solo pude decirle que ya no soportaba más la relación, que me parecía una persona infantil e incongruente.
Estallo de coraje y le digo a Julio que yo puedo sacrificarme por el amor y aguantarme las ganas de comer carne, pero no puedo soportar las incongruencias. Le pregunto a Julio qué opina, él solo se echa unas carcajadas, me dice que revalore, que eso del blow job no te lo hace cualquiera. Después me convence de comerme dos tacos más al pastor y de traer las chelas. Quizás toda esta semana venga a comer tacos, y la otra llame a Cinthya.




Por: Viviana Genoveva Caamal Estrella.

domingo, 5 de marzo de 2017

El hada de los dientes



Nunca faltaban los viejitos fitness dándole vueltas al lugar, una que otra señora paseando algún perro diminuto y las parejas enamoradas. Oh sí, ésa era la razón por la que Ernesto se encontraba ahí a esa hora, soportando a los mosquitos y acostado boca abajo en una banca. Se hubiera sentado, pero después de clases el dolor ya se había vuelto insoportable. Ayer en casa lo habían castigado. Los árboles le tapaban un poco la vista, sólo un poco, ya que no había tantos como uno supondría de ese lugar. Pero sí hay bancas, caminos con grava roja y a lo lejos se podía ver los juegos para niños. Más allá se escuchaba el pasar de los carros y los claxonazos. La iluminación del lugar era pobre, una lámpara aquí, otra hasta allá. Esto ocasionaba zonas realmente oscuras, casi negras, como el cielo a esa hora. Había encontrado un buen lugar para descansar, la banca se encontraba poco iluminada y los policías no solían hacer su recorrido por ese tramo. Recordaba cuando era niño, cuando hacía mucho calor y se metía en alguna de las fuentes del lugar.  En ese entonces su mamá vendía dulces en el paradero cercano y lo miraba chapotear de vez en vez. Sonrió. Ahora recreaba otro tipo de memorias, las cuales no podía mencionarle a su mamá: memorias de cómo en cuanto anochecía las parejas se salían de los caminos y se internaban entre los árboles. Para Ernesto era porno gratis y en vivo. A sus 16 años qué más podía pedir. No supo en qué momento habían empezado, pero escuchó gemidos no muy lejos de donde estaba. Se emocionó y caminó de puntitas, con cuidado de no pisar hojas secas o ramas. Atrás de un árbol enorme pudo ver los zapatos negros de un hombre con traje gris, estaba boca arriba y una mujer blanca, rubia y muy delgada, estaba encima de su cabeza.  No era una escena realmente excitante, la mujer no se movía y el señor ni siquiera la tocaba. Podría estar dormido en el aquellito de la chava y ella ni en cuenta, pensó. Era tan extraño que se acercó para ver de qué diablos se trataba, no era la escena de sexo explícito que esperaba. La mujer estaba desnuda de la cintura para abajo y tenía rasguños en los muslos. Ernesto escuchó entre las piernas de la mujer un leve gemido y algo que sonaba como el chasquido de los dientes al comer. Era rítmico, el señor gemía y se escuchaba ese ruido. ¿Así se hace el sexo oral a una mujer?, se preguntó. El señor se estremeció e intentó quitarse a la mujer de encima, rasguñaba los muslos de ella y pataleaba. La mujer abrió más las piernas y la cara del hombre se hundió un poco. Gritó y también Ernesto.  La mujer volteó a verlo, era hermosa. En una sonrisa le mostro una hilera de dientes blancos y perfectos, parecía sacada de un comercial. Empezó a abrir más y más la boca como si le fuera a decir algo divertido, pero en lugar de eso se asomaron dos, tres, cuatro hileras de dientes puntiagudos. Ernesto dio media vuelta y corrió hacia el camino, quería salir de ahí. Sintió el peso de algo sobre su pierna izquierda y cayó al piso. El dolor de las piedritas encajadas en su cara no se comparaba con el dolor que ahora sentía en la pantorrilla, volteó y vio a la mujer sentada con las piernas abiertas sobre de su pierna, sonriéndole. Sabía que algo horrible le iba a pasar, como al hombre detrás del árbol, así que giró su cuerpo y la pateó tan fuerte como pudo. Ella perdió el equilibrio y cayó al suelo con las piernas abiertas. Entre las piernas de la mujer no se encontraba una vulva o unos labios, sino una cueva de dientes que chocaban entre sí, mordiendo el aire. El miedo hizo que Ernesto se sintiera liviano y hueco, como si todos sus órganos se hubieran ido de él corriendo juntitos a la chingada. Imitando a sus órganos imaginarios se incorporó como pudo y corrió. No sentía dolor. Veía pasar los bancos, los árboles y los juegos. Rebasó a una pareja que corría. Sentía su respiración y el bombeo de su sangre en sus oídos mientras subía las escaleras que lo llevarían al nivel de la avenida. Detrás de él, el chasquido rítmico se escuchaba ya muy lejano. El pasto fue reemplazado por el piso de loseta roja tan característica de la zona. Por instantes, mantenía la misma velocidad que los carros, después éstos ganaban potencia y lo dejaban atrás. No era una carrera justa, pero prefería perder contra ellos que perder contra esos dientes blancos. Cruzó la avenida, recibió pitidos y mentadas de madre. No importaba. Si tan solo supieran lo que le había pasado, hasta le habrían ofrecido un aventón.  A lo lejos pudo ver a un grupo nutrido de personas reunidas alrededor de unas luces improvisadas en la calle, como si se tratara de un pequeño batallón, su madre lideraba a sus soldados repartiéndoles sus armas con seriedad y rapidez. Dos quesadillas aquí, cuatro gorditas allá. Los soldados se iban satisfechos, agradeciéndole a la teniente su velocidad y devolviéndole el favor con unas monedas para la batalla de mañana.  Cuando su mamá lo vio, ella no pudo evitar dejar su puesto y dirigirse a su hijo. Ernesto era moreno, pero en ese momento estaba tan pálido como la masa de las tortillas. Él mintió y le dijo que habían intentado asaltarlo. Ella le acomodó un lugar cerca del comal y de la tele para que se distrajera un poco. Ya casi terminaban por el día de hoy y no faltaba mucho para que Arturo, el esposo de su mamá, pasara por ellos. Ernesto no supo en qué momento se fue la gente, seguía sintiéndose extraño, demasiado ligero. La pantorrilla no le dolía, pero ahora le picaba el ano. Así tal cual: tenía unas ganas enormes de rascarse y no podía esperar a llegar a casa para hacerlo.
Arturo estaba en la esquina esperándolos cuando la madre de Ernesto lo zarandeó para que la ayudara a mover las cosas a la camioneta. ¿Cuánto tiempo había pasado? Se preguntó. De repente estaba metiendo tubos a la camioneta cuando parpadeó y se encontraba en el asiento delantero mirando por la ventana. Parpadeó de nuevo y se encontraba a la orilla de su cama, ya sin el uniforme de la escuela. No supo cuándo se quedó dormido. Al día siguiente, en clases, la picazón había vuelto y con fuerza. Para poder aguantarse las ganas de rascarse, se balanceaba entre una nalga y la otra. Por fin, a la hora del receso se quedó escondido en el baño y, con bolitas de papel mojadas, intentó refrescar su ano. Esto le servía de muy poco, así que se checó. Con miedo, sintió que tenía unos granos duros alrededor. Algunos se sentían filosos, mientras que otros todavía se encontraban debajo de su piel. Salió y pidió a unas amigas suyas un espejo de mano. Regresó al baño y se inspeccionó con más atención. Los granos filosos eran blancos y duros al tacto. Intentó sacarse uno pero le dolió, esa cosa era parte de él. Salió y, sin importarle nada, saltó la barda de la escuela. Escuchó los gritos de asombro y risas de sus compañeros del otro lado. De nuevo, la sensación de ligereza lo acompañaba. Cuando cayó al piso no sintió absolutamente nada.

En casa estaba dispuesto a encontrar unas pinzas e intentar quitarse esas cosas del culo, cuando se dio cuenta de que no estaba solo. Se sintió débil y sus piernas se doblaron mientras Arturo salía de su cuarto con una cerveza en la mano. ¿Cómo pudo olvidarlo?, Arturo ya no trabajaba y se quedaba ahí hasta que tuviera que recoger a su mamá.  Hace unos años, cargaba costales para ganarse la vida y se notaba en su cuerpo: tenía los brazos gruesos y las piernas anchas; podía sujetarte y no salías de sus brazos hasta que él quisiera. Ernesto bien que lo sabía. El chico no tuvo tiempo de reaccionar, sintió el cuerpo de Arturo encima de su espalda. ¿Qué chingada madre haces aquí tan temprano?, le preguntó mientras le jaloneaba los pantalones.  Olía a alcohol y solvente. Ernesto tembló y sintió como le separaba las nalgas. Luego, el dolor punzante ya tan conocido. Su cuerpo se puso duro. Esta vez fue diferente, Arturo gruñó e intentó separarse de él, pero no podía. Ernesto lo comprendió, recordó a la mujer y a sus dientes; así que apretó tan duro como pudo y escuchó a Arturo gritar. Masticaba el pito. Apretó con más fuerza, y más, y cada vez más, hasta que todo a su alrededor se fue oscureciendo. Parpadeó y vio a Arturo tirado en el suelo.

Por Karina E. Perez