domingo, 24 de marzo de 2013

Smecky well little brothers, smecky well little brothers:




Era una de esas tantas noches de sábado que todo el mundo conoce, había faltado tres días a la escuela, por pura pereza y por no soportar lo imbécil que eran mis "compañeros"; aparte, eran los días en los que daban las materias más aburridas y los profesores hacían que uno se cagara en los pantalones del tedio…. En resumen, un sábado cualquiera.
Estaba tomando un whisky en el puto boliche, el cual cabe decir, estaba lleno de pubertos muertos de hambre sexual, y de los futuros tarados que iban a vivir su vida buscando y estando en la aceptación de los demás. Los labios de las vaginas de las mujeres aplaudían poco más.Entre todo eso, estaba yo, es decir, Narciso.
Hacía algo de frío, yo sentado, por supuesto, en uno de esos sillones súper-cómodos que en algún momento fueron duros pero de tanto uso ahora son blandísimos. Estaba mirando a una chica pálida que parecía algo perdida-drogada, rechazaba a todo idiota que se le plantara para bailar. Yo seguía tomando mi whisky aguado. Puaj.
El "hombre de seguridad", es decir, el neandertal que cuidaba la puerta, no había notado que en cada pierna llevaba un dulce puñal. Mis pantalones de jeans grises y mi tapado negro, junto a mi gorro hacían una muy bonita y rara combinación, seguro me tomaban de hipster o vanguardista, alguna estupidez por el estilo. La gente pasaba y pasaba...
Horas antes había prendido fuego un auto, viniendo por la paralela a la avenida, era uno de esos autos más viejos que la esclavitud, tapados de corrosión, y obviamente, sin alarma. Fue fácil, yo sabía de antemano que estaba ahí, siempre el hijo de puta del viejo lo ponía ahí tapando media acera. Yo llevaba una botella de alcohol etílico de medio litro, le rompí un vidrio y lo prendí con el encendido. Apenas chispeó largo una llama, me carcajee mucho, era fantástico, así seguramente se sentían los cavernícolas cuando prendían fuego. Pero recordé que me podían llegar a ver. Así que salí corriendo y doblé la esquina yendo al boliche. Me aburrí (como si allí pudiera hacer algo más que eso), fui a buscar un conocido que andaba en la barra y le pedí un par de pastillas de éxtasis... Para el que no sepa, éstas aumentan los pensamientos a la velocidad de un energúmeno, agudizan la comprensión de las personas a niveles astronómicos, te deshidratan como una uva y te llenan de radiante energía. Como un sol en miniatura, paseándose por el frío, vacío y aburrido espacio. Me las dio y me seguí paseando. Vi a la chica pálida y hermosa, me miró y salió caminando para otro lado. Como no tenía idea de qué hacer, me decidí por salir un rato... Total, tenía dinero de sobra de la semana, un par de hurtos que me dieron suficiente pasta.
Afuera hacía un frío que te abría la piel por capas y se te calaba hasta el centro de los huesos. Caminé un rato y me senté en medio de la plaza a mirar el frío condensarse en el aire. De repente aparecieron un par de pequeños intentos de humanos caminando, malditos villeros. Yo me preparé para sacar los cuchillos, pero pasaron de largo, fumando sus asquerosos cigarrillos. Me dispuse a ir al otro boliche pero no, vi que el café estaba abierto (2 de la mañana más o menos, todavía no sé cómo carajos pasaba eso), me dispuse a ir. Entré, hacía calor, me dieron el té de manzanilla que pedí. Me mandé  8/12 de lsd a ver que pasaba y me lo bebí. Salí a la calle y me encontré con un par de conocidos que me hablaron de algunas de sus vaginas y se fueron para un bar donde tocaba una banda.
Me quedé dormido debajo de un tilo de la plaza. Algo entumecido me levanté unas horas más tarde, el lsd me hacía pensar desde por qué coño Beethoven tenía ese peinado a por qué la vagina era parecida a una boca. Ya de nuevo guarecido, en una estación de servicio, alrededor de las 5:30 de la mañana, empezó a salir gente, entre ellos un idiota que me fastidiaba en la escuela y que tenía un peinado en cresta. Nunca he tolerado a la gente que usa cresta y más cuando es un tarado social, así que le eché un par de pastillas de éxtasis a su café y esperé.
Al rato, el tontín con apariencia de gallo, se dio por irse caminando y yo lo seguí. Una linda oportunidad. Cuando pasaron unas seis cuadras, y no había nadie cerca, corrí y lo tackleé, saqué el puñal y se lo hundí de lleno en la mandíbula, noté un leve cosquilleo eléctrico mientras lo hacía. Cada puñalada que le metía iba en mi mente al ritmo de la Primavera de Vivaldi. Se agitaba para todos lados, con una desesperación similar al de los pescados cuando están fuera del agua. Lo golpeaba, lo tajeaba, lo golpeaba, lo tajeaba, hasta que entre uno y otro, murió, dejándome una sensación de mil ángeles haciéndome cosquillas en todo el cuerpo con la punta de sus alas, sentí hasta el tuetano moverse dentro de la médula, un alivio extático similar al volver al vicio luego de meses de abstinencia. Alegremente salí de nuevo para la estación.
Llegué a la estación.
Como es típico, me senté a hablar boludeces con unos amigos que andaban por ahí entrando en resaca, todavía no entiendo cómo a la gente le gusta emborracharse, es como que a uno le guste que lo dejen inconsciente al mismo tiempo que el cuerpo se mueve solo... Mientras hablaban, yo me había quedado fijo mirando a la chica pálida, parecía irse caminando sola, algo poco habitual entre la gente que siempre anda en manada como hienas. Iba destino a una parada que había a unas cuadras, o eso parecía. No podía creer mi suerte.
Me despedí de los pobres desgreñados con resaca y salí como tiro detrás de ella, sin hacer ruido. Llegando a la parada no se detuvo, dobló en la esquina, la seguí. Caminó otro par de cuadras y dobló para la avenida. No me quedaba otra oportunidad. Me abalancé, tapándole la boca, la tiré contra una pared, quedó algo aturdida, le arranqué la minifalda. Le bajé la tanga y la penetré, vagina carnosamente deliciosa que tenía. Recuperando su propio control putaneaba, gemía, me mordía, de todo, por fin acabé y le metí un golpazo en la cabeza con el mango del puñal. No merecía morir, y ésta, solamente con la voluptuosidad, me había causado más placer que el otro bobalicón con los quinientos mil cuchillazos y tajazos. Parece que en mi caso, la volutpstuosidad le gana al sadismo.
Me fui para la avenida, y luego, destino a mi casa. Cuando llegué, me eché a la pc a mirar un rato las redes sociales. Estaba acabado así que me tiré a dormir mientras despuntaba el alba. Una buena velada realmente. Mi primera noche de ultraviolencia, la primera de muchas.

Por Bautista Somaschini.

jueves, 14 de marzo de 2013

La excepción




Era una noche lluviosa, la venía siguiendo hace rato, unas dos o tres cuadras. Me había encontrado con diversos obstáculos pero los había salteado sin problemas gracias a mi innato don natural.
Bajé mi cabeza hasta casi tocar el suelo con la nariz y comencé a olfatear, a veces no queda más que olfatear los rastros. Puedo ver en la oscuridad, pero en la niebla no. Era el típico edificio abandonado donde entre los huecos de los ladrillos habitan los gorriones y abajo algunos humanos. Olía a rayos, eso puedo asegurarlo. Ese polvo asqueroso que me hace estornudar como el repiqueteó de las patas de un caballo en una calle de adoquines.
Proseguí mi labor. Seguí su rastro piso tras piso. Oh perdonen, me olvidé de contarles como era, si no no entenderán el motivo de la persecución.
Su pelo negro como la noche sin luna y brillante como el vidrio tras la lluvia, ojos verde claro, gélidos; uñas largas y un poco curvadas; extremidades flacas, cola larga y rellena. Toda una siamesa purasangre. No hacía nada si no le interesaba, parecía distante, nunca se acercaba a ningún cohabitante, todos se acercaban a ella y ella con una simpleza terminaba el asunto. Tenía todo un séquito de seguidores, como esos raros que entran a la iglesia a los lunes pensando que van a mejorar por algo exterior y no por ellos mismos.
Volviendo a lo que contaba, ya había subido tres pisos (había entrado por el segundo), quedaban solamente dos más. En un nivel había encontrado una pareja de ratas, pero no me iba a entretener con asuntos tan banales, así que les perdoné la vida. El rastro seguía hasta el sexto. No era algo muy común que una felina como ella viviera allí, tan distanciada. Me pregunté por qué.
Tras aventurarme al sexto, escuché algunos maullidos. Eso me desconcertó. Estaba resuelto a subir hasta allí nomás. Ella no valía tanto la pena como para subir al séptimo. También si subía uno más, llegaría tarde a la comida del restaurant y otro podría ocupar mi lugar.
En una habitación, en una esquina había un hueco. A través de esa rendija, escapaba la luz. De repente, me entró el instinto y me fui rápidamente escaleras abajo. No entendía por qué, pero decidí seguirlo. Nuevamente quinto piso, cuarto, tercero, segundo, ventana del segundo pasillo a la izquierda, salto, me agarro del tanque de agua, subo, salto al otro techo, bajo y corro derecho hacia el restaurant, unas cuantas decenas de metros más abajo.
Llego al restaurant y como el pescado que sobró. Ese hombre es realmente muy amable, le acaricio un poco y me voy a dormir a mi casa, es un hueco en una ventilación al costado de una chimenea. Duermo.


Pasan días y decido ir a ver al edificio donde andaba investigando a mi enemiga. Encontré su cadáver y el de otros cuantos gatos más en círculo alrededor de un extraño garabato en el suelo, hecho con sangre, según parecía. Debo ser el primer gato al cual la curiosidad no ha matado.


Por Bautista S, 

domingo, 10 de marzo de 2013

La príncesa veneciana






Cuando ella entró al edificio, el portero la saludo sin extrañarse por la máscara veneciana que traía puesta. Era común que cada noche aquella mujer llegase a las tres de la mañana a su departamento.

Yo la vi desde el otro extremo del salón. Entre todas esas máscaras, ninguna otra resaltó más que aquella lujosa veneciana. Ésta le cubría toda la cara, tenía plumas a los extremos, simulaba un antifaz decorado de dorado y morado, y el resto era blanco, excepto por los labios que contrastaban con su color rojo. También llevaba puesto un corset negro, una larga falda del mismo color y unos tacones.
Detrás de esa máscara se asomaban unos ojos morados, cuyo color original nunca conoceré. Me miró intensamente y pestañeó de forma lenta, invitando a mi cuerpo a acercarse, pero cuando di el primer paso para caminar hacia ella, el salón se comenzó a llenar y la perdí de vista.
Estuve horas buscándola en cada esquina. Giré y giré con la música en brazos de extrañas -y extraños-, que me jalaban hacía sus cuerpos. Apretaban sus senos y sus ingles contra mí, pero mis ojos no dejaban de buscarla. Movía la cabeza de un lado a otro. Sólo podía pensar en ella. Me sentía embriagado aunque no había tomado nada, una fuerza extraña sofocaba mi pecho y comenzaba a ver únicamente caras monstruosas en aquella mascarada.
Fue entonces cuando la vi salir por la puerta principal y yo me hice paso entre la gente. El taxi en el que se fue arrancó justo cuando yo logré salir. Corrí al vehículo más próximo y le exigí al conductor seguirla. Él solamente se rió y me dijo «Tranquilo, hay tiempo» y no encendió el vehículo hasta que el taxi en el que ella iba desapareció en la esquina. Mi cuerpo se tensó y estuve a punto de golpear al conductor para después correr a perseguirla, pero en ese momento él encendió el vehículo y la fuerza del movimiento me impulsó al asiento.
Extrañamente el conductor me había traído ahí, ante su edificio. Vi, a través de la puerta de cristal, que oprimía el piso seis en el elevador y desaparecía. Entré acelerado al edificio, para hacer bajar aquel elevador lo más pronto posible y, mientras esperaba, sentí la mirada del portero. Lo volteé a ver y él me sonrió. No me preguntó quién era o qué hacía en ese lugar. Me consoló la idea de que yo llevara un antifaz ante aquella situación. Tanto la actitud del conductor como del portero, me hicieron desconfiar, sin embargo eso no me importó. Sentía que ella me estaba llamando, que me esperaba, sólo a mí, que sabía mi nombre y que me amaba. Porque tenía que amarme.
Hubo un breve sonido y el elevador se abrió. Oprimí el número seis y el portero desapareció de mi vista. Conforme el elevador se movía su fluorescente iluminación parpadeaba y mi impaciencia crecía.
Pronto llegué al piso indicado y ante mí apareció un largo pasillo con al menos doce puertas. Por un momento, me desesperó la idea de tener que quedarme ahí a esperar que ella saliera o de tener que ir tocando cada puerta hasta encontrarla. Sin embargo, escuché el golpe de unos tacones contra el suelo, me acerqué y descubrí que la puerta con el número once estaba abierta. Ella la había dejado así, pensé, y seguramente me estaba esperando.
Entré al departamento silenciosamente, cerré la puerta e inspeccioné el lugar. Unos focos iluminaban discretamente el pasillo que guiaban a una habitación. Ahí, al fondo vi su silueta moviéndose y luego desapareció de mi campo de visión.
Me dirigí a su recamara y al entrar el olor de su perfume me golpeó. Escuché unos sonidos provenientes de lo que parecía ser el baño. Toqué el suave cobertor de su cama y sentí el impulso de dejarme caer sobre ella. Sin temor a que me descubriera, me acosté y desde ahí pude verla perfectamente. Todavía tenía el corset y la máscara puesta, pero había dejado al descubierto sus piernas. Me pareció tanto extraño como excitante el hecho de que debajo de la falda tuviese unas medias puestas, de ésas que no son completas. Llevaba puesta también una tanga negra con encaje y un pequeño moño color lila.
Me hipnotizó la manera en que no atendía mi presencia, posiblemente la ignoraba. Yo simplemente me quede contemplando cómo se veía en el espejo y con sus manos inspeccionaba su cuerpo. Le llamé Ofelia en mi mente.

No me di cuenta del momento en que me quedé dormido, sentí un objeto frió rozar mis labios y yo los presioné para continuar el beso. Al abrir los ojos, la encontré sentada sobre mi pantalón, todavía con la máscara puesta. Yo me quedé entonces boquiabierto sin saber cómo reaccionar. Ofelia empezó a frotar su pubis contra la mía, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y sentí mi miembro crecer. Entonces levanté mi torso, apreté su pecho contra el mío y comencé a besarle el cuello. Sentí su pecho elevarse y descender por la velocidad de su respiración que aumentaba pero en ningún momento gimió o dijo algo. Alcé mi cabeza y busqué sus ojos. Éstos me miraron inexpresivos.
Continué besándole el cuello y poco a poco bajé hasta sus senos aún cubiertos por el corset. Cuando comencé a quitárselo ella me empujó contra la cama y de un jalón rompió los botones de la camisa que llevaba puesta. Me quite los restos y continué deshaciendo el lazo que mantenía sujeto el corset, hasta que finalmente descubrí sus senos. Los besé, los mordí y los succioné cual jugoso fruto. Ella se levantó y bailó un poco para mí moviendo suavemente las caderas mientras se quitaba la tanga. Yo me arrodillé ante ella y puse mis labios contra su clítoris. Ella pasó sus dedos por mi cabello y finalmente la escuché emitir un sonido de placer. Comencé a desabrocharme el pantalón, mis manos me temblaban y mi corazón latía tanto que sentía su fuerza en mi pecho. Me levanté, la volteé y la incliné sobre la cama. Le besé la nuca y fui recorriendo con mi lengua su columna hasta llegar a su espalda baja. Me reencontré con su vagina y me auxilié con mis dedos para darle placer. Dejé caer mi pantalón y mi miembro quedó expuesto. Finalmente, antes de que se diera cuenta de este hecho, la penetré suavemente, cosa que hizo que ella gimiera.
Me encantaba escucharla gemir y respirar con mayor excitación, aunque al tratar de verle la cara ésta se mantuviera inexpresiva. Pero eso me permitía imaginarme la cara de mi Ofelia en pleno éxtasis. Le continué besando el cuello y la espalda. Ella con una mano guiaba las mías hasta sus pechos y con la otra acariciaba mi nuca.
Su cuerpo se comenzó a tensar y yo empecé a arremeter contra éste con mayor fuerza. Nuestra respiración aumentó y pronto formamos una armonía de gemidos. La apreté contra mí, pude ver las venas en mis brazos causadas por la fuerza que comenzaba a acumularse.
«¡Ofelia! ¡Mi Ofelia!» Grité al cerrar los ojos y descargarme entero en ella. Ofelia lanzó un último alarido y nos quedamos petrificados sobre la cama. Temblábamos los dos e intentábamos recuperar el aire.
Finalmente, nos dejamos caer sobre las sábanas y yo recosté mi cabeza sobre la almohada, mientras que ella lo hacía en mi pecho. Pasamos unos minutos en silencio, hasta que nuestros cuerpos se relajaron completamente. Yo la abracé y comencé a pasar las yemas de mis dedos por su piel. Ella alzó su cabeza y nuestros ojos se volvieron a encontrar como lo habían hecho en la mascarada. Contemplé la máscara veneciana una vez más y me desesperó desconocer la verdadera cara de mi amada. Quise besar sus verdaderos labios, me los imaginaba suaves y carnosos. Entonces, aun viendo sus ojos, puse mi mano en la comisura de la máscara y de un jalón se la arrebaté.
Justo antes de poder ver su cara, Ofelia desapareció.


T.C. Durán