domingo, 17 de abril de 2016

La vergüenza



Segismundo siempre quiso ser asesino, pero era estúpido y pobre como la mayoría de los que vivían en el pueblo. Apenas había cumplido los treinta y cinco cuando su madre lo echó de la cama por haberle tirado tres dientes mientras dormía. Como castigo lo mandaba al baño en las noches.
Junto con su hijo se dedicaban a la costura. Nunca se preocupó por enviarlo a la escuela. Cuando le preguntaban por qué, siempre respondía con toda naturalidad: Nació para idiota y para eso no se estudia.
El padre de Segismundo se había marchado con una fulana mucho antes de que él naciera y, a pesar de habérselas arreglado, después de que la fábrica textil abrió en el pueblo, la amenaza de quedarse hambrientos y en la calle, era cada vez mayor.
Con el paso del tiempo la trasnacional, dueña de la fábrica, se volvió dueña del pueblo. Los comerciantes cerraban sus negocios, uno a uno, y se convertían en sus empleados. Únicamente sobrevivían las putas del parque, una lonchería y la tienda de armas, a quienes, por alguna razón, aun no les habían encontrado sustitos para competir.
Finalmente la mujer no tuvo más remedio y mandó a Segismundo a trabajar a la textil. Ya había pasado un mes, y aun cuando lograban colocar a  cualquiera, Segismundo parecía no ser apto ni para el área de limpieza. “Para nada sirves”, le repetía ella todas las noches, antes de mandarlo al baño. Pasaron los meses hasta que pudieron encontrarle una vacante como botarga del nuevo minimercado. Sólo tendría que ponerse el traje y bailar por seis horas, seis días a la semana.
“Empiezas mañana. Tuve que ir por tu cochino disfraz, porque seguro lo pierdes”, dijo la mujer, mientras apuntaba con el dedo a la mesa del comedor. Su hijo agachó la cabeza, torció la boca y asintió.
A mitad de la noche Segismundo despertó. En silencio fue a ver lo que se pondría por la mañana. Sacó la cabeza lentamente de una bolsa negra. Le produjo horror, sin embargo no gritó. Las palizas de su madre cuando la despertaba, le asustaban aún más. Como un fantasma se dirigió al cajón de las cosas de costura. Se pasó la noche en vela haciéndole cambios a la botarga. Tijera en mano cortaba retazos de los encargos de los clientes, no paraba de pensar en la gente del pueblo mientras cosía. Remató colocando en la cabeza un sombrero viejo de su madre. Cuando terminó sonrió satisfecho, se puso el traje, regresó a la habitación y se quedó parado frente a la cama hasta que la mujer despertó.
Ella, al verlo, abrió los ojos como si tuviera al diablo enfrente. Era como mirarse las entrañas en un espejo. Así estuvo un rato, hasta que dejó de ver a su hijo y la botarga se estaba viendo a sí misma. Su boca parecía desencajarse, la respiración se le cortaba y los ojos se le pusieron en blanco. Segismundo no entendía lo que estaba pasando, pero le gustaba ver a su madre en ese estado, así que se le fue acercando, poco a poco, hasta tenerla de frente y tocarla. En ese instante la mujer cerró los ojos y murió, así, con la rigidez de una momia.
Segismundo estaba fuera de sí, dando brincos y echando carcajadas. Salió de casa con el traje todavía puesto. Una vieja fisgona que espiaba a los vecinos desde su balcón, al verlo cayó como si fuera un tronco, haciéndose añicos la cabeza. Pasó lo mismo con el policía de la avenida, la vendedora de tamales, los oficinistas del palacio municipal; todos los que se cruzaban en su camino caían como palos de escoba. Para mediodía las calles del pueblo eran un tiradero de cuerpos rígidos. La noticia se corrió y todos se atrincheraron en sus casas.
El asesino se fue a esconder al monte y estuvo ahí con el traje puesto unos días. La gente de pueblo olvida muy rápido, sobre todo lo que le provoca incomodidad. Una noche, mientras hacía una cama con hierbas y ramas, Segismundo vio cómo el cielo del pueblo estallaba, con chispas de colores, una guerra de luces que salían de la tierra. Era la fiesta por el aniversario de la transnacional. Bajó, con su disfraz puesto, hipnotizado, hasta la plaza principal donde el pueblo celebraba. Las autoridades reinaban la celebración desde sus tarimas y mesas con sirvientes, bebiendo y bailando.
Segismundo se fue abriendo paso entre la multitud que caía como fichas de dominó. Los que no morían se quedaban rígidos en el suelo, boca de pescado y ojos en blanco, con las pupilas volteadas, como si estuvieran mirando dentro de sí.

Por Ángel Aceves

jueves, 14 de abril de 2016

La mirada



Apenas había llegado hace algunos días al pueblo y de inmediato comencé a tener síntomas de cansancio y estrés. En mi piel se podían notar las quemaduras hechas por el sol. Mi apariencia por lo regular era la de una chica sana, pero ahora parecía una modelo de alguna marca de productos dietéticos. Mis huesos eran casi visibles y las bolsas debajo de mis ojos estaban tan abultadas que parecía que estallarían. Empecé a tener dificultad para conciliar el sueño. La humedad y las constantes picaduras de mosquitos contribuían a mi martirio. Algunos días no podía soportar levantarme a las cinco de la mañana y regresar hasta altas horas de la noche.
Formé parte de una asociación de rescatistas a nivel nacional. Todas las actividades que realizábamos parecían fáciles de llevar a cabo. Colaboré en programas de ayuda a indigentes, rescate de animales y en un asilo de ancianos. Mantuve largas conversaciones con ellos, la mayoría de ellos habían sido abandonados por sus familiares y apreciaban que los tomaran en cuenta. Hacía ya una semana que un huracán de categoría cinco había tocado las playas del sur del país y pronto recibí la propuesta para unirme a las labores de rescate.  No era consciente de la magnitud del desastre hasta que llegué a ese lugar. Tenía entrenamiento y creí que era suficiente para brindar apoyo.
Debido a la falta de suficientes refugios se me asignó quedarme en una casucha mal   construida de las pocas que seguían en pie. El lugar era maloliente, con apenas un cuarto de descanso, una cama vieja y un par de velas. La cocina contaba con algo de agua, comida, una   parrilla y leña podrida, aunque era un palacio comparado con la mayoría de las casas que fueron destruidas por los devastadores vientos e inundaciones. Con el paso de los días el trabajo aumentó y el nivel del agua fue disminuyendo, facilitándonos la limpieza, las labores de rescate y recuperación. Por consecuencia tendría que pasar más tiempo en el pueblo. Sólo de pensarlo me provocó molestia y frustración. Seguía sin dormir bien y al intentar hacerlo de nuevo comencé a escuchar golpecitos en la puerta. Pensé que era parte de mi imaginación, sin embargo volvieron a oírse.  Me levanté con miedo, los pies me temblaron y por mi cuerpo recorrió un frío que casi me paralizó.  Me asomé por una rendija de la puerta que se había formado en la madera con el paso del tiempo. No podía ver bien, la oscuridad me lo impedía. Decidí salir sin estar convencida, pero la incertidumbre de no saber lo que realmente pasaba me obligó.  
El ambiente era tenso, desagradable y asfixiante. El viento sopló un poco. En la esquina de la casa se encontraban un par de sillas que de milagro se mantenían en pie, cerca de ellas árboles caídos y basura acumulada. Alcancé a distinguir un sapo que brincó hacia donde me encontraba, me asusté y regresé al cuarto. El sueño al fin me venció. Al amanecer, los rayos del sol se posaron directo en mi rostro y me despertó el canto de las aves. El grupo de rescate pasó por mí poco tiempo después. Nos dirigimos a una de las zonas más dañadas por la tempestad. Solo había caos, comercios derribados, animales muertos, negocios destruidos, escuelas e iglesias deshechas. Lo peor fue cuando comenzamos a limpiar. Debajo de los escombros de lo que alguna vez fueron hogares yacían cuerpos sin vida, personas que no lograron escapar o que tal vez prefirieron quedarse en casa por miedo a ser víctimas de la delincuencia. Me quedé paralizada sin saber qué hacer. No hay entrenamiento alguno que instruya para ver la muerte y el sufrimiento de cerca.
Cuando llegó la noche y regresé a la improvisada vivienda me senté en medio de la cama sin intención de nada. Perdí la noción del tiempo recordando los rostros de desesperación, de angustia, de dolor y algunos otros de resignación.  Volví a oír los golpecitos en la puerta, pero no me importó. Estaba segura de que era mi imaginación que intentaba engañarme una vez más. El cansancio físico me venció hasta hacerme dormir.
Al otro día me levanté antes de lo acostumbrado, seguía sin apartar mis pensamientos de las caras de pena y agonía de quienes no lograron sobrevivir. Transcurrió una semana y yo apenas dormía lo suficiente. Comencé a experimentar sensaciones de terror y ansiedad.
Me encontraba nerviosa, no deseaba conversar con nadie y me sentía irritada. Mis compañeros notaron los cambios y sugirieron que regresara a la ciudad. La última noche que pasé en aquel lugar recuerdo que volví a escuchar los golpes en la puerta. Traté de ignorarlos pero su insistencia me empujó a salir. Sentí cómo la cabeza me estalló, el dolor era insoportable. No había nadie afuera y regresé a prisa. Quería dormir. Ya no podía soportar seguir despierta. Casi al llegar a la cama la insistencia en la puerta reapareció. Me detuve, di vuelta rumbo a la entrada, me asomé por la rendija. Seguía sin ver a nadie. Sentí ganas de correr, de llorar y de gritar. Un sentimiento indescriptible se apoderó de mí. Después llegó la calma y no logré recordar más.
A la mañana siguiente escuché a los rescatistas tocar con fuerza y desesperación la puerta. Deseaba ir a abrir, pero no pude. La tiraron. Mi compañera dio un grito espantoso y no paró de llorar. Yo seguía sentada en la cama, sin inmutarme y sin poder ver.
Estoy en el hospital. Me han realizado todo tipo de estudios. Los médicos dicen que ya no volveré a ver. El daño que sufrieron mis ojos es irreversible. Mejor vivir seca a sentir la mirada acusadora de aquellos cuerpos sin vida.



Por Azucena Cortés