Segismundo siempre quiso ser
asesino, pero era estúpido y pobre como la mayoría de los que vivían en el
pueblo. Apenas había cumplido los treinta y cinco cuando su madre lo echó de la
cama por haberle tirado tres dientes mientras dormía. Como castigo lo mandaba
al baño en las noches.
Junto con su hijo se dedicaban a
la costura. Nunca se preocupó por enviarlo a la escuela. Cuando le preguntaban por
qué, siempre respondía con toda naturalidad: Nació para idiota y para eso no se
estudia.
El padre de Segismundo se había
marchado con una fulana mucho antes de que él naciera y, a pesar de habérselas
arreglado, después de que la fábrica textil abrió en el pueblo, la amenaza de
quedarse hambrientos y en la calle, era cada vez mayor.
Con el paso del tiempo la
trasnacional, dueña de la fábrica, se volvió dueña del pueblo. Los comerciantes
cerraban sus negocios, uno a uno, y se convertían en sus empleados. Únicamente
sobrevivían las putas del parque, una lonchería y la tienda de armas, a quienes,
por alguna razón, aun no les habían encontrado sustitos para competir.
Finalmente la mujer no tuvo más
remedio y mandó a Segismundo a trabajar a la textil. Ya había pasado un mes, y
aun cuando lograban colocar a cualquiera,
Segismundo parecía no ser apto ni para el área de limpieza. “Para nada sirves”,
le repetía ella todas las noches, antes de mandarlo al baño. Pasaron los meses
hasta que pudieron encontrarle una vacante como botarga del nuevo minimercado. Sólo
tendría que ponerse el traje y bailar por seis horas, seis días a la semana.
“Empiezas mañana. Tuve que ir por
tu cochino disfraz, porque seguro lo pierdes”, dijo la mujer, mientras apuntaba
con el dedo a la mesa del comedor. Su hijo agachó la cabeza, torció la boca y
asintió.
A mitad de la noche Segismundo
despertó. En silencio fue a ver lo que se pondría por la mañana. Sacó la cabeza
lentamente de una bolsa negra. Le produjo horror, sin embargo no gritó. Las
palizas de su madre cuando la despertaba, le asustaban aún más. Como un fantasma
se dirigió al cajón de las cosas de costura. Se pasó la noche en vela
haciéndole cambios a la botarga. Tijera en mano cortaba retazos de los encargos
de los clientes, no paraba de pensar en la gente del pueblo mientras cosía. Remató
colocando en la cabeza un sombrero viejo de su madre. Cuando terminó sonrió
satisfecho, se puso el traje, regresó a la habitación y se quedó parado frente
a la cama hasta que la mujer despertó.
Ella, al verlo, abrió los ojos
como si tuviera al diablo enfrente. Era como mirarse las entrañas en un espejo.
Así estuvo un rato, hasta que dejó de ver a su hijo y la botarga se estaba
viendo a sí misma. Su boca parecía desencajarse, la respiración se le cortaba y
los ojos se le pusieron en blanco. Segismundo no entendía lo que estaba pasando,
pero le gustaba ver a su madre en ese estado, así que se le fue acercando, poco
a poco, hasta tenerla de frente y tocarla. En ese instante la mujer cerró los
ojos y murió, así, con la rigidez de una momia.
Segismundo estaba fuera de sí,
dando brincos y echando carcajadas. Salió de casa con el traje todavía puesto. Una
vieja fisgona que espiaba a los vecinos desde su balcón, al verlo cayó como si
fuera un tronco, haciéndose añicos la cabeza. Pasó lo mismo con el policía de
la avenida, la vendedora de tamales, los oficinistas del palacio municipal; todos
los que se cruzaban en su camino caían como palos de escoba. Para mediodía las
calles del pueblo eran un tiradero de cuerpos rígidos. La noticia se corrió y
todos se atrincheraron en sus casas.
El asesino se fue a esconder al
monte y estuvo ahí con el traje puesto unos días. La gente de pueblo olvida muy
rápido, sobre todo lo que le provoca incomodidad. Una noche, mientras hacía una
cama con hierbas y ramas, Segismundo vio cómo el cielo del pueblo estallaba,
con chispas de colores, una guerra de luces que salían de la tierra. Era la
fiesta por el aniversario de la transnacional. Bajó, con su disfraz puesto,
hipnotizado, hasta la plaza principal donde el pueblo celebraba. Las
autoridades reinaban la celebración desde sus tarimas y mesas con sirvientes,
bebiendo y bailando.
Segismundo se fue abriendo paso
entre la multitud que caía como fichas de dominó. Los que no morían se quedaban
rígidos en el suelo, boca de pescado y ojos en blanco, con las pupilas
volteadas, como si estuvieran mirando dentro de sí.
Por Ángel Aceves