domingo, 26 de octubre de 2014

Plaza Mauá

El cabaret en la plaza Mauá se llamaba Erótica. Y el nombre de batalla de Luisa era Carla.
Carla era bailarina en el Erótica. Estaba casada con Joaquín, quien se mataba trabajando como carpintero. Y Carla «trabajaba» de dos maneras: bailando medio desnuda y engañando al marido.
Carla era bella. Tenía dientes menudos y una cintura muy fina. Era toda frágil. Casi no tenía senos pero sus caderas eran bien torneadas. Le llevaba una hora maquillarse: después parecía una muñeca de porcelana. Tenía treinta años pero parecía de mucha menos edad.
No tenía hijos. Joaquín y ella no se hacían mucho caso. Él trabajaba hasta las diez de la noche. Ella empezaba exactamente a las diez. Dormía todo el día.
Carla era una Luisa perezosa. Llegaba de noche, a la hora de presentarse ante el público, empezaba a bostezar, tenía ganas de estar en camisón en su cama. Era también por timidez. Por increíble que pareciera, Carla era una Luisa tímida. Se desnudaba, sí, pero los primeros momentos de baile y requiebro eran de vergüenza. Sólo «se calentaba» minutos después. Entonces aparecía más desenvuelta, se contoneaba, daba todo lo mejor de sí misma. Para la samba era muy buena. Pero un blues muy romántico también la estimulaba.
La llamaban para que bebiera con los clientes. Recibía una comisión por cada botella de bebida. Escogía la más cara. Y fingía beber: no era de alcohol. Hacía que el cliente se emborrachara y gastara. Era tedioso conversar con ellos. Éstos la acariciaban, pasaban la mano por sus mínimos senos. Y ella con un bikini rutilante. Preciosa.
De vez en cuando dormía con algún cliente. Agarraba el dinero, lo guardaba bien guardadito en el sujetador y al día siguiente se iba a comprar ropa. Tenía ropa para dar y tomar. Compraba blue jeans. Y collares. Montones de collares. Pulseras y anillos.
A veces, sólo para variar, bailaba en blue jeans y sin sostén, los senos balanceándose entre collares resplandecientes. Usaba un flequito y se pintaba junto a sus delicados labios un lunar para realzar su belleza, pintado con lápiz negro. Era un encanto. Usaba pendientes largos que le colgaban, a veces de perlas, a veces de oro falso.
En sus momentos de infelicidad acudía a Celsito, un hombre que no era hombre. Se entendían bien. Ella le contaba sus amarguras, se quejaba de Joaquín, se quejaba de la inflación. Celsito, un travesti de éxito, escuchaba todo y la aconsejaba. No eran rivales. Cada uno tenía su compañero.
Celsito era hijo de una familia noble. Había abandonado todo para seguir su vocación. No bailaba. Pero usaba lápiz de labios y pestañas postizas. Los marineros de la plaza Mauá lo adoraban. Y él se hacía de rogar. Sólo cedía en última instancia. Y cobraba en dólares. Invertía el dinero, el cual cambiaba en el mercado negro, en el Banco Halles. Tenía mucho miedo de envejecer y de quedar desamparado. E incluso porque un travesti viejo era una tristeza. Para tener fuerza tomaba diariamente dos sobres de proteínas en polvo. Tenía caderas anchas y, de tanto tomar hormonas, había adquirido un facsímil de senos. El nombre de batalla de Celsito era Moleirão (el Despacioso).
Moleirão y Carla le dejaban buenas ganancias al dueño del Erótica. El ambiente tenía olor a humo y a alcohol. Y pista de baile. Era duro ser sacado a bailar por un marinero borracho. Pero qué hacer. Cada uno tiene su oficio.
Celsito había adoptado a una niñita de cuatro años. Era para ella una verdadera madre. Dormía poco para cuidar a la niña. A ésta no le faltaba nada: tenía todo de lo mejor y de lo bueno. Y hasta una sirvienta portuguesa. Los domingos Celsito llevaba a Claretita al Jardín Zoológico, en la Quinta de Buena Vista. Y ambos comían palomitas de maíz. Les daban comida a los muchachos. A Claretita le daban miedo los elefantes. Le preguntaba:
—¿Por qué tienen la nariz tan grande?
Celsito le contaba una historia fantástica donde aparecían hadas buenas y hadas malas. O también la llevaba al circo. Y los dos chupaban caramelos ruidosos. Celsito quería para Claretita un futuro brillante: matrimonio con un hombre de fortuna, hijos y joyas.
Carla tenía un gato siamés que la miraba con ojos azules y severos. Pero Carla casi no tenía tiempo de cuidar al animal: ya se pasaba el día durmiendo, ya bailando, ya haciendo compras. El gato se llamaba Leléu. Y tomaba leche con su lengüita fina y roja.
Joaquín casi no veía a Luisa. Se negaba a llamarla Carla. Joaquín era gordo y bajo, descendiente de italianos. Quien le dio el nombre de Joaquín fue una vecina portuguesa. Se llamaba Joaquín Fioriti. ¿Fioriti? De flor no tenía nada.
La empleada doméstica de Joaquín y Luisa era una negra despabilada que robaba cuanto podía. Luisa apenas comía para mantenerse en forma. Joaquín se llenaba con sopa minestrone. La empleada sabía de todo pero mantenía el pico cerrado. Se encargaba de limpiar las joyas de Carla con Brazo y Silvo. Cuando Joaquín estaba durmiendo y Carla trabajando, la sirvienta, de nombre Silvina, usaba las joyas de la patrona. Tenía un color negro medio grisáceo.
Fue así como sucedió lo que tuvo que acontecer.
Carla estaba haciendo sus confidencias a Moleirão, cuando la llamó a bailar un hombre alto y de hombros anchos. Celsito lo codiciaba y le roía la envidia. Era vengativo.
Cuando acabó el baile y Carla volvió a sentarse junto a Moleirãeto, éste apenas contenía su rabia. Y Carla inocente. No tenía la culpa de ser atractiva. El hombre grandullón bien que le había agradado. Le dijo a Celsito:
—Con éste me iba a la cama sin cobrarle nada.
Celsito permanecía callado. Eran casi las tres de la madrugada. El Erótica estaba lleno de hombres y de mujeres. Muchas madres de familia iban ahí para divertirse y ganar algún dinerito.
Entonces Carla dijo:
—Qué rico es bailar con un hombre de verdad.
Celsito brincó:
—¡Pero tú no eres una mujer de verdad!
—¿Yo? ¿Cómo que no lo soy? —se sorprendió la chica que esa noche iba vestida de negro, con un vestido largo y de manga larga, parecía una monja. Hacía eso a propósito para excitar a los hombres que querían una mujer pura.
—Tú —vociferó Celsito—, ¡de ninguna manera eres una mujer! ¡No sabes ni siquiera romper un huevo! ¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Lo sé!
Carla se volvió Luisa. Blanca, perpleja. Había sido herida en su feminidad más íntima. Perpleja, se quedó mirando a Celsito que estaba con cara de furia.
Carla no dijo palabra alguna. Se levantó, apagó el cigarro en el cenicero y, sin dar explicaciones a nadie, abandonando la fiesta en pleno auge, se retiró.
Permaneció de pie, de negro, en la plaza Mauá, a las tres de la madrugada. Como la más vagabunda de las prostitutas. Solitaria. Sin remedio. Era verdad: no sabía freír un huevo. Y Celsito era más mujer que ella.
La plaza estaba a oscuras. Luisa respiró profundamente. Miraba los postes. La plaza vacía.
Y en el cielo las estrellas.


Praça Maua, Clarice Lispector, del libro «El viacrucis del cuerpo».

El cuerpo

Xavier era un hombre truculento y cruel. Muy fuerte el hombre. Le encantaban los tangos. Fue a ver El último tango en París y se excitó terriblemente. No comprendió la película: pensaba que se trataba de un filme de sexo. No descubrió que era la historia de un hombre desesperado.
En la noche en que vio El último tango en París los tres se metieron en la cama: Xavier, Carmen y Beatriz. Todo el mundo sabía que Xavier era bígamo: vivía con dos mujeres.
Cada noche le tocaba a una. A veces dos veces por noche. A la que no le tocaba se quedaba presenciando. Ninguna tenía celos de la otra.
Beatriz comía que daba gusto: era gorda y enjundiosa. En cambio Carmen era alta y delgada.
La noche del último tango en París fue memorable para los tres. En la madrugada estaban exhaustos. Pero Carmen se levantó por la mañana, preparó un opíparo desayuno —con cucharas llenas de crema espesa de leche— y lo llevó para Beatriz y para Xavier. Estaba somnolienta. Fue necesario darse un baño en la ducha helada para ponerse en forma nuevamente.
Ese día —domingo— almorzaron a las tres de la tarde. La que cocinó fue Beatriz, la gorda. Xavier bebió vino francés. Y se comió solito un pollo entero. Entre las dos se comieron el otro pollo. Los pollos estaban rellenos con masa de harina de mandioca con pasas y ciruelas, todo impregnado, rico.
A las seis de la tarde, los tres se dirigieron a la iglesia. Parecían un bolero. El bolero de Ravel.
Y por la noche se quedaron en casa viendo la televisión y comiendo. Esa noche no sucedió nada: los tres estaban muy cansados.
Y así era, día tras día.
Xavier trabajaba mucho para mantener a las dos mujeres y a sí mismo: las comidas eran abundantes. Pero a veces engañaba a ambas con una prostituta excelente. Pero en casa nada contaba, pues no estaba loco.
Pasaban los días, los meses, los años. Nadie moría. Xavier tenía cuarenta y siete años. Carmen tenía treinta y nueve. Beatriz ya había cumplido los cincuenta.
La vida les sonreía. A veces Carmen y Beatriz salían a comprar camisas llenas de imágenes de sexo. Compraban también perfume. Carmen era más elegante. Beatriz, con sus lonjas, escogía un bikini y un sostén minúsculo para los enormes senos que poseía.
Un día Xavier llegó ya muy tarde de noche: las dos estaban desesperadas. Apenas si sabían que estaba con la prostituta. Los tres en verdad eran cuatro, como los tres mosqueteros.
Xavier llegó con un hambre de nunca acabar. Abrió una botella de champaña. Estaba en pleno vigor. Habló animadamente con las dos, les contó que la industria farmacéutica de su propiedad iba bien de finanzas. Y les propuso a ambas que los tres fueran a Montevideo, a un hotel de lujo.
Fue tal el barullo por la preparación de las tres maletas.
Carmen se llevó todo su complicado maquillaje. Beatriz salió a comprar una minifalda. Viajaron en avión. Se sentaron en la fila de tres asientos: él en medio de las dos.
En Montevideo compraron todo lo que quisieron. Incluso una máquina de coser para Beatriz y una máquina de escribir para Carmen, que quería aprender. En verdad no necesitaba nada, era una pobre desgraciada. Llevaba un diario: anotaba en las páginas del grueso cuaderno empastado en rojo las fechas en que Xavier la buscaba. Le daba el diario a Beatriz para que lo leyera.
En Montevideo compraron un libro de recetas culinarias. Sólo que estaba en francés y ellas no entendían. Parecían más palabrotas que palabras.
Entonces compraron un recetario en castellano. Y se esmeraron en las sopas y en las salsas. Aprendieron a hacer rosbif. Xavier engordó tres kilos y su fuerza de toro aumentó.
A veces las dos se acostaban en la cama. Largo era el día. Y, a pesar de que no eran lesbianas, se excitaban una a otra y hacían el amor. Amor triste.
Un día le contaron ese hecho a Xavier.
Xavier se excitó. Y quiso que esa noche las dos se amaran frente a él. Pero, ordenado de esa manera, terminó todo en nada. Las dos lloraron y Xavier se encolerizó furiosamente.
Durante tres días no le dirigió la palabra a ninguna de las dos.
Pero, durante ese intervalo, y sin encargo, las dos fueron a la cama con éxito.
Al teatro los tres no iban. Preferían ver la televisión. O cenar fuera.
Xavier comía con malos modales: agarraba la comida con las manos, hacía mucho ruido al masticar, además de comer con la boca abierta. Carmen era más refinada, le daba asco y vergüenza. Beatriz tampoco tenía vergüenza, hasta desnuda andaba por la casa.
No se sabe cómo empezó. Pero comenzó.
Un día, Xavier llegó del trabajo con marcas de lápiz de labios en la camisa. No pudo negar que había estado con su prostituta preferida. Carmen y Beatriz agarraron un trozo de palo cada una y corrieron detrás de Xavier por toda la casa. Éste corría todo desesperado, gritando: ¡perdón!, ¡perdón!, ¡perdón!
Las dos, también cansadas, finalmente dejaron de perseguirlo.
A las tres de la mañana, Xavier tuvo ganas de poseer a una de las mujeres. Llamó a Beatriz porque era la menos rencorosa. Beatriz, lánguida y cansada, se prestó a los deseos del hombre que parecía un superhombre.
Pero al día siguiente le advirtieron que ya no cocinarían para él. Que se las arreglara con la tercera mujer.
Las dos de vez en cuando lloraban y Beatriz preparó para ambas una ensalada de patatas con mayonesa.
Por la tarde fueron al cine. Cenaron fuera y sólo regresaron a casa a medianoche. Encontraron a un Xavier abatido, triste y con hambre. El intentó explicar:
—¡Es porque a veces me dan ganas durante el día!
—Entonces —le dijo Carmen—, ¿por qué no regresas a casa?
Prometió que así lo haría. Y lloró. Cuando lloró, Carmen y Beatriz se quedaron con el corazón destrozado. Esa noche, las dos hicieron el amor delante de él y él se consumía de envidia.
¿Cómo es que empezó el deseo de venganza? Las dos eran cada vez más amigas y lo despreciaban.
Él no cumplió la promesa y buscó a la prostituta. Ésta lo excitaba porque le decía muchas obscenidades. Lo llamaba hijo de puta. Él aceptaba todo.
Hasta que llegó cierto día.
O mejor, una noche. Xavier dormía plácidamente como buen ciudadano que era. Las dos permanecieron sentadas junto a una mesa, pensativas. Cada una pensaba en su infancia perdida. Y pensaron en la muerte. Carmen dijo:
—Un día nosotros tres moriremos.
Beatriz replicó:
—Y así y punto.
Tenían que esperar pacientemente el día en que cerrarían los ojos para siempre. ¿Y Xavier? ¿Qué harían con Xavier? Éste parecía un niño durmiendo.
—¿Vamos a esperar que Xavier se muera de muerte natural? —preguntó Beatriz.
Carmen pensó, pensó y dijo:
—Creo que las dos debemos darle una ayudita.
—¿Qué ayuda?
—Todavía no lo sé.
—Pero tenemos que decidir.
—Déjalo de mi cuenta, yo sé lo que hago.
Y nada de nada. Dentro de poco tiempo sería de madrugada y nada habría sucedido. Carmen preparó para las dos un café bien fuerte. Y comieron chocolate hasta la náusea. Y nada, nada ocurrió realmente.
Encendieron la radio a pilas y oyeron una angustiante música de Schubert. Era piano solo. Carmen dijo:
—Tiene que ser hoy.
Carmen era la líder y Beatriz obedecía. Era una noche especial: llena de estrellas que las miraban brillantes y tranquilas. Qué silencio. Pero qué silencio. Se aproximaron las dos a Xavier para ver si se inspiraban. Xavier roncaba. Carmen realmente se inspiró.
Le dijo a Beatriz:
—En la cocina hay dos cuchillos grandes.
—¿Y luego?
—Pues que nosotras somos dos y tenemos dos cuchillos grandes.
—¿Y luego?
—Y luego, burra, nosotras dos tenemos armas y podremos hacer lo que necesitamos hacer. Dios lo manda.
—¿No sería mejor no hablar de Dios en este momento?
—¿Quieres que hable del diablo? No, hablo de Dios porque es el dueño de todas las cosas. Del espacio y del tiempo.
Entonces entraron en la cocina. Los dos cuchillos grandes estaban filosos, eran de fino acero pulido. ¿Tendrían fuerza?
Sí, la tendrían.
Salieron armadas. La habitación estaba oscura. Ellas dieron de cuchilladas erróneamente, apuñalando la manta. La noche era fría. Entonces lograron distinguir el cuerpo dormido de Xavier.
La sangre copiosa de Xavier escurría profusamente en la cama, por el suelo.
Carmen y Beatriz se sentaron junto a la mesa del comedor, bajo la luz amarilla del foco desnudo, estaban exhaustas. Matar requiere fuerza. Fuerza humana. Fuerza divina. Las dos estaban sudadas, mudas, abatidas. Si hubieran podido, no habrían matado a su gran amor.
¿Y ahora? Ahora tenían que deshacerse del cuerpo. El cuerpo era grande. El cuerpo pesaba.
Fueron entonces al jardín y con la ayuda de dos palas cavaron en la tierra una fosa.
Y, en la oscuridad de la noche, cargaron el cuerpo hasta el jardín. Era difícil porque Xavier muerto parecía pesar más que cuando estaba vivo, pues se le había escapado el espíritu. Mientras lo cargaban, gemían de cansancio y de dolor. Beatriz lloraba.
Colocaron el gran cuerpo dentro de la fosa, la cubrieron con la tierra húmeda y olorosa del jardín, tierra buena para las plantas. Después entraron en la casa, prepararon nuevamente el café y se restablecieron un poco.
Beatriz, que era muy romántica, se pasaba el tiempo leyendo fotonovelas en las que ocurrían amores contrariados o perdidos. Ella tuvo la idea de plantar rosas en esa tierra fértil.
Entonces salieron de nuevo al jardín, agarraron una matita de rosas rojas y la plantaron en la sepultura del llorado Xavier. Amanecía. El jardín impregnado de rocío. El rocío era una bendición al asesinato. Así pensaron ellas, sentadas en el banco blanco que había ahí.
Pasaron los días. Las dos mujeres compraron vestidos negros. Y apenas comían. Cuando anochecía, la tristeza recaía sobre ellas. No tenían ya gusto para cocinar. De rabia, Carmen, colérica, rompió el libro de recetas en francés. Guardó el de castellano: nunca se sabía si aún podría ser necesario.
Beatriz pasó a ocuparse de la cocina. Ambas comían y bebían en silencio. El pie de rosas rojas parecía haber pegado. Buena mano para plantar, buena tierra propicia. Todo resuelto.
Y así quedaría cerrado el caso.
Pero sucedió que al secretario de Xavier le extrañó su prolongada ausencia. Había papeles urgentes que firmar. Como la casa de Xavier no tenía teléfono, fue hasta allá. La casa parecía impregnada de mala suerte. Las dos mujeres le dijeron que Xavier había salido de viaje, que estaba en Montevideo. El secretario no las creyó del todo pero pareció que se había tragado la historia.
A la semana siguiente, el secretario fue a la delegación. Con la policía no se juega. Primeramente, los agentes de policía no quisieron darle crédito a la historia. Pero, ante la insistencia del secretario, decidieron perezosamente dar la orden de búsqueda en la casa del polígamo. Todo en vano: nada de Xavier.
Entonces Carmen habló de esta manera:
—Xavier está en el jardín.
—¿En el jardín? ¿Haciendo qué?
—Sólo Dios lo sabe.
—Pero nosotros no vimos nada ni a nadie.
Fueron al jardín: Carmen, Beatriz, el secretario de nombre Alberto, dos agentes de policía y dos hombres más que no se sabía quiénes eran. Siete personas. Entonces Beatriz, sin ninguna lágrima en los ojos, les mostró la fosa florida. Tres hombres abrieron la sepultura, destrozando el pie de rosas que sufrían por casualidad la brutalidad humana.
Y vieron a Xavier. Estaba horrible, deformado, ya medio carcomido, con los ojos abiertos.
—¿Y ahora? —dijo uno de los agentes.
—Y ahora hay que detener a las dos mujeres.
—Pero —dijo Carmen— que sea en la misma celda.
—Mire —dijo uno de los agentes frente al secretario atónito—, lo mejor es fingir que nada ha sucedido, si no va a haber mucho barullo, mucho papeleo escrito, muchos alegatos.
—Ustedes dos —dijo el otro agente de la policía—, preparen sus maletas y váyanse a vivir a Montevideo. No nos joroben más.
Las dos dijeron:
—Muchas gracias.
Pero Xavier no dijo nada. Nada había realmente que decir.


Autor: Clarice Lispector, del libro «El viacrucis del cuerpo».