domingo, 22 de febrero de 2015

Razones para (no) ser científico

Este último temblor estuvo muy fuerte, lo suficiente como para que se activara la alarma y tuviéramos que desocupar el edificio. Y ocurrió justo cuando me encontraba en la mesa de operaciones trabajando con Linus, quien aún seguía bajo el efecto de la anestesia. No quería abandonarlo, pero el jefe cirujano en turno me arrebató el bisturí mientras me empujaba hacia la salida de emergencia murmurando que no quería problemas por mi culpa; ya habían sido demasiados conflictos con la dirección general por mi actitud irreverente, según ellos. Seguro lo viste en las noticias internacionales, 6.8 en la escala de Richter. No nos permitieron regresar inmediatamente, se había desmoronado la pared que separa la torre de la capilla. Pasada una hora y media nos permitieron entrar, después de avisarnos que se abrió un hoyo en nuestra sala de cirugía. Subimos y Linus ya había despertado, con el poste de acero inoxidable todavía atornillado a su cráneo descubierto. Aún lo puedo ver encima de la mesa, con sus ojos abiertos, chillando y con el cerebro rosado expuesto a las partículas de polvo y al estúpido guano de paloma. Cuando tienes una capilla al lado constantemente hay eventos religiosos, como una boda. Los casorios incluyen arroz gratis para las palomas. Palomas gordas y felices conllevan a una sobrepoblación, lo que quiere decir que habrá pichones por todo lados, y por todos lados me refiero a una invasión de nidos y excremento en la azotea de la torre. Y  el estúpido boquete justo encima del pobre Linus. En el cerebro no hay receptores de dolor, no creo que se quejara, quizá de reproche, por haberlo abandonado bajo el efecto de una anestesia caduca. Espero que la próxima vez que te escriba sean buenas noticias referentes al éxito en el tratamiento con antibióticos para contrarrestar la obvia infección que se produjo en su cuerpo.


El horror, este año el presupuesto destinado para ciencia y tecnología tuvo una reducción de 900 millones. Sospecho que era el dinero que estaba destinado para nuestros proyectos. No más fiestas de fin de año, adiós suscripciones a programas informáticos con valor de miles de pesos. Esta semana fue la locura, todo estaba en incertidumbre, era el quinto día hábil del mes y aún no habían depositado los fondos. Seguramente los del gobierno estaban haciendo sus ajustes para que rindiera el presupuesto, siempre y cuando no les afectara en lo que se roban cada año. Como sea, algo bueno de esto es que nuestras leyes siguen siendo tan incongruentes, lo que me permite hacer algunos pequeños experimentos excepcionales como el caso de Linus. Aclarando tus dudas, las  células embrionarias de mono fueron donadas por el Centro Alemán de Primates, y lo que hice fue fusionarlas con blastocistos fluorescentes de una cepa de ratón que le compré a una empresa estadounidense. La reproducción no tuvo muchas complicaciones y sigo sin creer que seamos pioneros en clonación de quimeras aquí en el país. Mi asistente técnico dice que es un ratachango, lo cual es absurdo, porque las células no fueron de un chango, sino de un homínido; ni tampoco de  rata, sino de ratón. Pero ratomono no suena tan divertido como ratachango. Estúpido temblor que vino a arruinarlo todo. Aún no veo una completa recuperación en Linus.


El Dr. Ruy Pérez Tamayo, investigador emérito de la UNAM, a quien admiro y respeto en demasía,  publicó un libro titulado “10 razones para ser científico”. Yo quiero escribir las 10 razones para no ser científico. ¿Quieres que te las mencione rápidamente?

1. Te conviertes en un asesino serial de animales no humanos. Hay mucha crueldad animal en este campo, pero se supone que lo tenemos que hacer porque las investigaciones con ellos nos ayudarán para encontrar la cura al cáncer y otras enfermedades. Hitler y sus científicos alemanes no mataron a ningún animal durante sus experimentos, a excepción de humanos, ¿acaso no podemos regresar a experimentar con las personas, puesto que para ellos es el único beneficio?
2. Todo mundo cree que eres igual de estúpido que el Dr. Doofenshmirtz de “Malvados y Asociados”, o que eres el clásico científico loco al estilo película Frankenstein. Está bien, admito que hay algo de verdad en ser un Víctor Frankenstein. Tengo a Linus, mi ratachango que brilla en la oscuridad, pero no estoy jugando a ser un dios, tal vez solo estoy probando hasta qué punto podemos alterar la naturaleza, nada más.
3. Las decenas de descubrimientos que se publican día con día me dejan más confundido y con más preguntas que respuestas, para que al final te des cuenta de que eres un científico muy ignorante, y que la mayoría de las personas con otro oficio no saben absolutamente nada. Lo irónico es que a veces te sientes tan inútil a lado de alguien con un oficio.
4. Te utilizan como referencia para cualquier explicación. Quieren que les digas que si estás enamorado es por culpa de la maldita dopamina, que los hombres somos brutos por la testosterona, que somos gays porque tenemos un gen de la homosexualidad. Si eres un asesino en serie, el ambiente en que creciste fue el que propició tu psicopatía, no es que hayas matado a esas adolescentes por decisión tuya, fue culpa de la epigenética. Quieren que les digas que el ébola va a producir el apocalipsis zombi. Aunque admito que prefiero que nos pregunten en lugar de que revisen la Wikipedia.
5. No nos toman en serio las autoridades. Que la próxima generación de niños mexicanos salga cada vez más idiota porque durante el embarazo las mujeres padecen diabetes gestacional por causa de una pésima alimentación, lo que conlleva a defectos en el desarrollo del cerebro del feto. Y el  gobierno no hace caso de nuestras advertencias, quizá porque es justo lo que ellos quieren que suceda.
6. Cuando cometemos una equivocación nos quieren procesar con la Santa Inquisición. En Italia enjuiciaron a unos científicos porque no predijeron con exactitud el terremoto de L’Aquila en el 2009. Si pudiéramos pronosticar lo que sucederá en el futuro no estaríamos en los laboratorios, sino en alguna carpa de circo o un programa televisivo de astrología con millones de audiencias mientras ganamos toneladas de dinero. Pero estudiamos los fenómenos de la naturaleza, los cuales son eventos no determinísticos que se mueven dentro de un espacio y tiempo acotados. Sin embargo, la gente quiere que les digas certezas, la ciencia es la nueva religión, y si al final no se cumple lo que ellos querían escuchar, te tildan de mentiroso, embustero y negligente. 
7. Si vas a ser un científico tienes que salvar a la humanidad. Hoy en día está mal visto que hacer ciencia sea un acto ególatra, así que toda justificación para obtener fondos implica el desarrollo del país y beneficio de la sociedad. Por ejemplo, mis experimentos que realicé en el cerebro de Linus podrían ser una pieza clave para contrarrestar enfermedades degenerativas. Pero en serio, quién quiere que los humanos se sigan reproduciendo y que vivan cientos de años.
8. No puedes hacer siempre lo que quieres. En teoría uno como científico puede hacer lo que quiera en su laboratorio, estimulando la mente y la creatividad. Estoy de acuerdo en parte, pero no puedo hacer TODO lo que yo quisiera. Mi ética no me lo permite. No puedo experimentar con humanos ni hacer quimeras con ellos. Además, no puedo dejar vivo por mucho tiempo a Linus, si es que sobrevive a la infección, a menos que me vaya a algún laboratorio clandestino en alguna provincia de China. Mejor me hubiera hecho narcotraficante, esos no tienen madre y hacen lo que se les dé la regalada gana.
9. Para ser libre. ¿Recuerdas la plática que impartí hace tres años en la Universidad Autónoma de Hidalgo, en donde le dije a los estudiantes que el conocimiento te hace libre? Pues mentí, en realidad te atrapa y te seduce, y una vez que obtienes un poco, no puedes vivir sin él. Estás condenado por siempre a buscar el conocimiento. Pero nunca lo sabrás todo. Y serás un ignorante que lo sabe. Y eso es peor que solamente ser un ignorante.
10. Para ser feliz, porque eso va aunado a la ignorancia. No creo que haya mucho que decir. Lo filósofos saben mejor de eso que yo.
¿Crees que estoy siendo demasiado pretencioso?


Supongo que ya lo sabes por las quejas en las redes sociales, pero en la universidad hay una escasez de agua. La UNAM nos recomendó su programa universitario EcoPuma, para llevar a cabo un sistema de uso de agua responsable. Adiós al agua embotellada y los garrafones. Vamos a tener que usar el agua de los pozos. Pero, ¿y el agua para los bebederos de los ratones inmunosuprimidos? Morirán si toman de esa agua. Que no se piense en nosotros, pero sí en los pollos, ratones, salamandras, iguanas, peces cebra y demás animales que viven en el bioterio. Y en mi Linus. No sé qué hacer, en el último informe me dijeron que era tiempo de sacrificarlo, puesto que los comités de bioética no aprobaron la continuación del proyecto para este año. Si va a morir mínimo que sea con las condiciones necesarias, como en Europa.  Allá está prohibido el sacrificio por decapitación o por torcedura del cuello, únicamente por inyección letal. Los científicos europeos tratan mejor a los animales que a las personas desahuciadas. Voy a hablar con el director general.


En efecto, se van a llevar a Linus a Europa y a mí me van a dejar con pura monserga. Ya valió madres esto, la universidad quiere cerrar el área de investigación por falta de resultados concluyentes y aplicables para la sociedad. ¿Resultados concluyentes? íbamos a ser los primeros en demostrar que es posible la clonación y reproducción de quimeras, de forma legal claro. La dirección mandó colocar un letrero en el laboratorio de reproducción asistida con lo siguiente: PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL DE ANIMALES. Hoy mismo sin que nadie me viera, aunque seguro sospecharán de mí,  escribí un agregado, ¿qué te parece? PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL DE ANIMALES HUMANOS. Por cierto, ¿cuánto tiempo más vas a estar en Barcelona? Te propongo algo: una vez que termines la especialidad y regreses a México, abramos una clínica de aborto al lado de la universidad. A la mierda la ciencia básica. La ubicación no podría ser mejor, acudirían todas las niñas de la zona poniente de la ciudad, Santa Fe, Bosques de las Lomas, Chapultepec-Polanco. Piénsalo, tú con tu formación médica y yo con mis conocimientos especializados en embriología humana.


 Muchas gracias por tus inseguridades y respuesta tardías. Los de Médica Sur nos ganaron la idea y compraron el terreno abandonado de la capilla semidestruida para construir su nueva clínica con atención especializada en la mujer. Mi ahora exjefe dice que si queremos hacer dinero, hay que abrir un prostíbulo en lugar de la clínica de aborto. No estamos seguros si será uno de esos casuales que son exclusivos para heterosexuales, o abrir uno para toda la diversidad del actual género humano: homosexuales, bisexuales, transexuales, pansexuales, zoofílicos, etc. Se llamará El antro literario de los científicos reprimidos amargados asexuales que no tienen otro lugar a dónde acudir más que al olvido. No lo tomes a mal, pero me emocioné tanto con la idea que incluso soñé que nosotros dos junto con Linus presentábamos un ménage a trois interespecies y que nuestro número era la sensación del lugar.


Si no se lleva a cabo este proyecto, el próximo año solicitaré mi intercambio a algún país nórdico, dentro de esos programas que les encanta apoyar a las minorías. No pueden rechazarme, soy un científico estudiando en un país tercermundista.



 Por Daniel Ávila



viernes, 20 de febrero de 2015

Portrait of the artist as a young dog



Al descubrir que no aceptaban perros en la escuela normal de Ayotzinapa, Rufo cayó en una profunda depresión. Lo noté un día que lo descubrí viendo a la joven Lindsay Lohan en "Juego de gemelas” mientras engullía un litro de helado. Le sugerí que para variar hiciera otra cosa, que podía tomar uno de los libros que tengo regados en el suelo. Así lo hizo, entró a mi cuarto y tomó una edición de Ulises entre los dientes. Me sorprendió su elección ya que su idea de cultura no pasaba de los documentales de History Channel, la verdad creo que tomó el más grande que se encontró para apantallar. No le di mucho crédito hasta que lo vi leyendo a Joyce sin detenerse, fueron siete días en los que sólo se distrajo de su tarea para comer, defecar y masticar una cuerda vieja. Me alegró su empeño y cuando quise saber sus impresiones me contestó que no diría nada hasta que hubiera terminado.
El octavo día llegué a casa y encontré hojas de papel mordisqueadas por toda la casa. Recogí una en la que distinguí un fragmento de Ulises: "Esas hembras ligeramente alocadas". Este no era uno más de los habituales desplantes de Rufo, noté que se había esforzado a la hora de despedazar el libro, no dejó ni una sola hoja sin morder o rasguñar. Lo encontré en su nido y sin que yo dijera algo empezó a aullar: "¡Molly Bloom es una estúpida, una estúpida!" Traté de calmarlo pero él no hacía más que ladrar y gemir. Me comentó que los perros necesitan morder algo para aprehenderlo y que al desbaratar el libro se sintió personalmente ofendido ante las vulgaridades proferidas por Molly en el soliloquio final. Le contesté que estaba exagerando, como si él no se la pasara untándole el pene a medio mundo, pero me ignoró. Entre su retahíla de balbuceos mencionó el capítulo de Los Simpson en el que Ayudante de Santa destroza el edredón familiar y mientras hablaba se le iluminaron los ojos. Llegó a la conclusión de que había realizado un performance, que había tenido una experiencia artística digna de comentarse. Yo sé que Rufo admira la vida y obra de Ayudante de Santa, así que no valía la pena discutirle más. No me molesté, pero le pedí que recogiera su desmadre. No lo hizo.
Supongo que el libro de Joyce me provocó una grave indigestión porque enfermé después de su lectura. Estuve una semana echado y deliraba con fragmentos y conceptos del Ulises. Balbuceaba entre sueños "paralaje”, "metempsicosis", "omphalos". De vez en cuando también evocaba a mi exnovia Laika, de quién preferimos no hablar. A veces me levantaba a vomitar en el patio de manera estoica, como si la enfermedad me estuviera desintoxicando. No quise ir al médico y para asegurarme de que no me llevara lo amenacé de una forma que no me atrevo a repetir.
Tras esos días de enfermedad dejó de hurgar en la basura y perdió el interés en sus juguetes habituales. Se convirtió en un ávido lector y, aunque le pedí que no destrozara los libros, todavía hizo pedazos algunos que le urgía por aprehender. Yo todavía dudo de su capacidad para la lectura pero lo dejo. Luego me pidió que le enseñara a escribir, cuando le señalé su falta de pulgares y la torpeza de sus patas, irrumpió en un escandaloso berrinche. Al final accedí a que me dictara sus reflexiones. A veces me despierta a las tres de la mañana para que transcriba sus comentarios y sí me molesta, por inoportuno más que nada, pero creo que es sorprendente escucharlo hablar en esos términos, o que al menos lo intente. ¡Se ven tan lejanos los tiempos en los que sólo me decía tengo hambre o tengo que ir a cagar!
Empecé a sentir que mis intentos por educar al perro se tornaban contraproducentes. Un día lo llevé al parque para que persiguiera la pelota y no fue por ella cuando la aventé. Caminó en círculos y empezó a farfullar sobre el sentido de la búsqueda y la vacuidad de las recompensas. En otra ocasión lo puse a ver un ballet ruso y al día siguiente lo encontré “danzando” con una pantimedia cubriéndole la cabeza, en su interpretación había tirado el librero y volteado una mesa. Una noche lo llevé al teatro y luego no me dejaron dormir sus ladridos engolados. Prefiero no hablar del momento en que se dispuso a pintar.
Tuve que hablar muy seriamente con él sobre sus intenciones. Todo me hacía pensar que sus intereses artísticos no eran mucho más que una maniobra barroca para reconquistar a Laika. Aunque no le gustó escucharlo, tuve que decirle que las perritas de colas bonitas no suelen reparar en esos asuntos. Que a Laika siempre le gustaron los doberman larguiruchos e irascibles y ya no podía hacer nada. Que si estaba haciendo algo lo hiciera por él. Aunque no me contestó pude ver que en algo le había calado porque después de eso lo encontré más sosegado y meditativo.

Sin embargo, pronto tuve una epifanía. En una noche de otoño que salí a vagabundear sin rumbo definido me encontré un pedazo de milanesa frita y retrocedí en el tiempo a la primera vez que olisqueé una. Era yo un cachorro y la familia de mi madre tenía un puesto de tortas. También reviví el día que intenté robarme una y recibí un manotazo en la cabeza. Así me di cuenta de que todos los recuerdos son en realidad uno solo y al fragmentarlos nos cerramos al fluir de la vida. Creo que ahora tengo una premisa. Escribiré sobre la primera vez que olí una milanesa y la forma en que un simple pedazo de carne frita me vincula al pasado, presente y futuro. A Iván le pareció interesante, me dio ánimos, tan sólo me recomendó pusiera orden en mis ideas para que dejara de dictarle cualquier cosa.

Por Miguel Aguilar

miércoles, 11 de febrero de 2015

El calmante



Yo ya no sé cuándo he muerto. Siempre me ha parecido haber muerto viejo, hacia los ochenta años, y qué años, y que mi cuerpo daba fe de ello, de la cabeza a los pies. Pero esta noche, solo en mi cama helada, siento que voy a ser más viejo que el día, la noche, en que el cielo con todas sus luces cayó sobre mí, el mismo cielo que tanto había mirado, desde que erraba sobre la tierra lejana. Porque tengo demasiado miedo esta noche para observar cómo me pudro, para esperar los grandes descensos rojos del corazón, las torsiones del intestino sin salida y para que se cumplan en mi cabeza los largos asesinatos, el asalto a pilares inquebrantables, el amor con los cadáveres. Voy, pues, a contarme una historia, voy, pues, a intentar contarme una vez más una historia, para intentar calmarme, y es ahí dentro donde siento que voy a ser viejo, viejo, más viejo aún que el día en que me derrumbé, pidiendo socorro, y el socorro vino. O es posible que en esta historia haya vuelto sobre la tierra, después de mi muerte. No, no parece probable, volver a la tierra después de mi muerte.
¿Por qué haberme movido, estando en casa de nadie? ¿Me echaban fuera? No, no había nadie. Veo una especie de antro, con el suelo cubierto de latas de conservas. No es el campo sin embargo. Se trata quizá de unas simples ruinas, quizás las ruinas de una quinta, en las inmediaciones de la ciudad, en un campo, porque los campos llegaban hasta el pie de los muros, sus muros, y por la noche las vacas se acostaban al abrigo de las fortificaciones. He cambiado tanto de refugio, a lo largo de mi desconcierto, que me sorprendo confundiendo antros y escombros. Pero fue siempre la misma ciudad, Es verdad que uno va muchas veces en un sueño, el aire ennegrece de casas y fábricas, se ven pasar tranvías y bajo los pies que moja la hierba aparecen de pronto adoquines. Yo no conozco más que la ciudad de la infancia, he debido ver la otra, pero sin lograr jamás creer en ella. Todo lo que digo se anula, nada habré dicho. ¿Tenía hambre al menos? ¿Me tentaba el tiempo? Estaba nublado y fresco, así lo prefiero, pero no hasta el punto de atraerme afuera. No pude levantarme a la primera tentativa, ni pongamos a la segunda, y una vez por fin de pie, y apoyado en la pared, me preguntaba si podría seguir, de pie me refiero, apoyado contra el muro. Salir y caminar, imposible. Hablo como si fuera ayer. Ayer en efecto, está reciente pero no lo bastante. Porque lo que cuento esta noche ocurre esta noche, a esta hora que se desvanece. Ya no estoy con esos asesinos, en aquel lecho de terror, sino en mi lejano refugio, las manos cruzadas, la cabeza inclinada, débil, jadeante, tranquilo, libre y más viejo de lo que nunca he sido, si mis cálculos son exactos. Conduciré sin embargo mi historia al pasado, como si se tratara de un mito o de una fábula antigua, porque necesito esta noche otra edad, que se convierta en otra edad aquella en la que yo me convertí en lo que he sido. Oh, os voy a dar yo tiempos, cerdos de vuestro tiempo.
 Pero poco a poco salí y me eché a andar, a pasitos, en medio de los árboles, vaya, árboles. Una vegetación enloquecida invadía los senderos de antaño. Me apoyaba en los troncos, para recordar el aliento, o agarrándome a una rama, me lanzaba hacia delante. De mi último recorrido ya no quedaba el menor rastro. Eran los perecedores robles d`Aubignè. Apenas un bosquecillo. El lindero estaba cerca, una luz menos verde y como desastrada lo decía, calmosamente. Sí, donde uno estuviera, en ese pequeño bosque, aunque fuese en lo más profundo de sus pobres secretos, por todas partes veías resplandecer aquella luz más pálida, testimonio de no sé qué eternidad. Morir sin sufrir demasiado, un poco, eso sí que vale la pena, cerrar uno ante el cielo ciego los ojos por socavar, después rápido convertirse en carroña, para que los cuervos no se confundan. Esa es la ventaja de morir ahogado, una de las ventajas, los cangrejos, ellos, no llegan nunca demasiado pronto.

Todo es cuestión de organización. Pero cosa rara, salido por fin del bosque, habiendo cruzado distraídamente la zanja que lo ceñía, me puse a pensar en la crueldad, la risueña. Ante mí se extendía un herbaje espeso, tréboles, quizá, qué me importa, chorreando del rocío nocturno o de la lluvia reciente. Más allá del prado, lo sabía, un camino, luego un campo, luego por último las murallas, cerrando la perspectiva. Las murallas, ciclópeas y dentadas, recortándose débilmente sobre un cielo apenas más claro, no ofrecían aspecto de ruinas comparadas con las mías, pero lo eran, lo sabía. Esta era la escena que se abría ante mí, inútilmente, porque la conocía y me horrorizaba. Lo que yo veía era un hombre calvo trajeado de marrón, un charlatán. Contaba una historia divertida, a propósito de un fiasco. Yo no entendía nada. Pronunció la palabra caracol, babosa quizá, para la alegría general. Las mujeres parecían divertirse todavía más que sus acompañantes, si eso fuera posible. Sus risas agudas penetraban los aplausos, y calmados éstos, se desparramaban aún, aquí y allá, hasta turbar el exordio de la historia siguiente. Pensaban quizás en el pene titular, sentado quién sabe a su lado, y desde esta suave proximidad lanzaban sus gritos de alegría, hacia la tempestad cómica, qué talento. Pero soy yo esta noche a quien debe suceder algo, a mi cuerpo, como en los mitos y metamorfosis, a este viejo cuerpo al que nunca ha sucedido, o tan poco, que nada nunca ha encontrado, nada amado, nada querido, en su universo galvanizado, mal galvanizado, nada deseado más que los espejos se derrumben, los planos, los curvos, los de aumento, los de disminución, y desaparecer, en el estruendo de sus imágenes. Sí, esta noche es necesario que suceda como en el cuento que mi padre me leía, noche tras noche, cuando yo era pequeño y él saludable, durante años me parece esta noche, y del que no he retenido gran cosa, salvo que se trataba de las aventuras de un tal Joe Breem, o Breen, hijo de un farero, mozo de quince años, fuerte y musculoso, ésa es la frase exacta, que nadó durante millas, de noche, con un cuchillo entre los dientes, persiguiendo a un tiburón, ya no sé por qué, por puro heroísmo. Ese cuento, hubiera podido simplemente contármelo, se lo sabía de memoria, yo también, pero así no me hubiera calmado, tenía que leérmelo, o simular leérmelo, noche tras noche, pasando las páginas y explicándome las páginas y explicándome las imágenes que ya eran yo, noche tras noche las mismas imágenes, hasta que me amodorraba en su hombro. Con una sola palabra de texto que se hubiese saltado, yo le habría golpeado, con mi puñito, en su gordo vientre que saltaba fuera del chaleco de punto y del pantalón desabrochado que le descansaban de su indumentaria de oficina. Me toca a mí ahora la marcha, la lucha y el regreso quizá, le toca a este viejo que soy yo esta noche, más viejo de lo que fuera nunca mi padre, más viejo de lo que yo jamás seré. Y aquí me tenéis abocado a los futuros. Atravesé el prado, a pasitos crispados y blandos a un tiempo, los únicos de que disponía. Ni el menor rastro de mi último recorrido, hacía mucho tiempo de mi último recorrido. Y los tallitos magullados crecen rápido de nuevo, en la necesidad de aire y luz, y los rotos son reemplazados rápidamente. Penetré en la ciudad por la puerta llamada de los Pastores, sin haber visto a nadie, tan sólo los primeros murciélagos como crucificados voladores, ni oído nada salvo mis pasos, mi corazón en el pecho y luego por último, cuando pasaba bajo la bóveda, el ulular de un búho, ese grito a la vez tan suave y tan feroz y que de noche, llamando, respondiendo, en mi bosquecillo y en los colindantes, llegaba a mi choza con un toque a rebato. La ciudad, a medida que me internaba en ella, me sorprendía por su aspecto desértico. Estaba iluminada como de costumbre, más que de costumbre, aunque las tiendas estuvieran cerradas. Pero sus escaparates permanecían iluminados, con la finalidad sin duda de atraer al cliente y obligarle a  decir, Vaya, qué bonito es eso, y no es caro, volveré mañana, si vivo aún. Estuve a punto de decirme, Vaya, es domingo. Los tranvías circulaban, también los autobuses, pero poco numerosos, al ralentí, vacíos, sin ruido y como bajo el agua. ¡No vi ni un caballo! Llevaba mi enorme abrigo con cuello de terciopelo, estilo abrigo de automovilista 1900, el de mi padre, pero no tenía ya mangas ese día, no era más que una amplia capa. Pero era siempre sobre mí el enorme peso muerto, sin calor, y los faldones barrían el suelo, lo rastrillaban más bien, tanto se habían deshilachado, tanto me había empequeñecido. ¿Qué iba, qué podía sucederme en esta ciudad vacía? Pero yo sentía las casas abarrotadas de gente, ocultos tras las cortinas miraban la calle o, sentados al fondo de la habitación, la cabeza entre las manos, se abandonaban al ensueño. Allá arriba, en la cúspide, mi sombrero siempre el mismo, yo no llegaba más lejos. Atravesé la ciudad de punta a punta  y llegué ante el mar, habiendo seguido el río hasta su desembocadura. Decía, Voy a volver, sin creérmelo demasiado. Los barcos en el puerto, anclados, sujetos por cabos al malecón, no me parecían menos numerosos que en tiempo normal, como si yo supiera algo del tiempo normal. Pero los muelles estaban desiertos y nada anunciaba un movimiento de navíos próximo, ni una partida ni una llegada. Aunque todo podía cambiar de un instante a otro, transformarse bajo mis ojos en un santiamén. Y en eso consistiría el bullicio de la gente y de las cosas del mar, el imperceptible balanceo de la arboladura de los grandes navíos y el más danzante de los pequeños, me apetece, y oiría el terrible grito como sin timbre y que no se sabe con exactitud si es triste o alegre y que contiene algo de espanto y cólera, porque no sólo pertenecen al mar, los marineros, sino también a la tierra. Y yo podría quizá deslizarme a bordo de un carguero a punto de partir, furtivamente, y marcharme lejos, y pasar lejos unos cuantos meses, quizás incluso un año o dos, al sol, en paz, antes de morir. Y sin llegar hasta ahí me extrañaría mucho que, en esta muchedumbre hormigueante y desengañada, no consiguiera establecer un pequeño encuentro que me calmara un poco o cambiar algunas palabras con un navegante, por ejemplo, palabras que me llevaría conmigo, a mi choza, para añadirlas a mi colección. Esperaba, pues, sentado sobre una especie de cabrestante sin protector, diciéndome, Por lo menos esta noche los cabrestantes no se han retirado de la circulación. Y escrutaba hacia alta mar, más allá de los rompeolas, sin descubrir embarcación alguna. Ya era de noche, o casi, veía luces, a ras del agua. Los bonitos fanales a la entrada del puerto, también los veía, y otros a lo lejos, parpadeando en la costa, en las islas, los promontorios. Pero al comprobar que no se producía la menor animación, me dispuse a marcharme, a apartar la vista, tristemente, de esa  ensenada muerta, porque hay escenas que abocan a extrañas despedidas. No tenía más que bajar la cabeza y mirar al suelo bajo mis pies, delante de mis pies, porque en esa posición siempre he sacado fuerzas para, cómo explicarlo, no lo sé, y ha sido de la tierra más que del cielo, sin embargo mejor cotizado, de donde me ha venido el socorro, en los momentos difíciles. Y allí, sobre la losa, a la que no miraba fijamente, porque para qué mirarla fijamente, vi a lo lejos la bahía, en lo más encrespado de esta negra marejada, y rodeándome por completo la tempestad y la perdición. Nunca volveré aquí, dije. Pero habiéndome levantado, buscando apoyo con las dos manos en el borde del cabrestante, me encontré ante un chico que sujetaba una cabra por un cuerno. Me volví a sentar. Él no decía nada, mirándome sin temor aparente ni asco. Es cierto que estaba oscuro. Que no dijera nada me parecía natural, a mí el de más edad correspondía hablar primero. Iba descalzo y harapiento. Habitual de aquellos parajes, se había apartado de su camino para ver qué era aquella masa sombría abandonada al borde de la dársena. Así razonaba yo. Muy cerca de mí ahora, y con su mirada de golfillo, era imposible que no hubiera comprendido. Sin embargo se quedaba. ¿Es realmente mía, esa bajeza? Emocionado, porque después de todo yo debía haber salido para eso, en cierto sentido, y aunque no esperaba sino un escaso provecho de lo que podía suceder, me decidí a dirigirle la palabra. Preparé así mi frase y abrí la boca, creyendo que iba a orilla, pero no oí más que una especie de estertor, ininteligible incluso para mí que conocía mis intenciones. Pero no era nada, nada sino la afonía debida al prolongado silencio, como en el bosquecillo donde se abren los infiernos, os acordáis, yo apenas. Él, sin soltar la cabra, vino justo a mi lado y me ofreció un bombón, en un cucurucho de papel, de los que se encontraban por un penique. Hacía por lo menos ochenta años que nadie me había ofrecido un bombón, pero yo lo cogí ávidamente y me lo metí en la boca, recuperé el viejo gesto, cada vez más emocionado, puesto que me apetecía. Los bombones se habían pegado y me costó trabajo, con mis manos temblorosas, separar de los demás el que apareció primero, uno verde, pero él me ayudo y su mano rozó la mía. Gracias, dije. Y como unos instantes más tarde se alejaba, tirando de su cabra, le hice un gesto, con un gran movimiento de todo el cuerpo, para que se quedara, y dije, en un murmullo impetuoso, ¿Dónde vas tú así, hijo mío, con tu cabrita? Esa frase apenas pronunciada, de vergüenza me tapé la cara. Era, sin embargo, la misma que había querido decir hacía un momento. ¡Dónde vas, hijo mío, con tu cabrita! Si hubiera sabido sonrojarme lo hubiera hecho, pero mi sangre ya no llegaba a las extremidades. Si hubiera tenido un penique en el bolsillo se lo hubiera dado, pero no tenía un penique en el bolsillo, ni nada que se le pareciera, nada que pudiera gustar a un pequeño desgraciado, en el linde de la vida. Creo que ese día, que había salido por decirlo así sin premeditación, sólo llevaba conmigo mi piedra. De su personilla estaba escrito que yo no vería sino los cabellos rizados y negros y el hermoso perfil de las largas piernas desnudas, sucias y musculosas. La mano también, fresca y viva, no estaba dispuesto a olvidarla. Busqué otra frase para decirle. La encontré demasiado tarde, estaba ya, oh lejos no, pero lejos. Fuera de mi vida también, tranquilamente se iba, ya nunca uno solo de sus pensamiento sería para mí, tan sólo quizá cuando fuera viejo y, hurgando en su primera juventud, encontrara esta alegre noche y sujetara aún la cabra por el cuerno y se detuviera un instante ante mí, con quién sabe esta vez un asomo de ternura, de celos incluso, pero no cuento con ello. Pobres bestias queridas, me habréis ayudado, ¿Qué hace tu papá, en la vida? Eso es lo que hubiera dicho, de darme tiempo. Seguí con la mirada las patas traseras de la cabra, descarnadas, patizambas, espatarradas, sacudidas por bruscos temblores. Pronto no fueron sino una minúscula masa sin detalles y que de no saberlo hubiera podido tomar por un joven centauro. Iba a hacer cagar la cabra, después recoger un puñado de bolitas tan rápidamente frías y duras, olerlas e incluso probarlas, pero no, eso no me ayudaría esta noche. Digo esta noche, como si se tratara siempre de la misma noche, pero ¿hay dos noches? Me puse en camino, la intención de regresar cuanto antes, porque no volvía del todo con las manos vacías, repitiendo, Jamás volveré aquí. Las piernas me hacían daño, gustosamente cada paso hubiera sido el último. Pero las ojeadas rápidas y como solapadas que lanzaba hacia los escaparates me mostraban un enorme cilindro lanzado a toda marcha y que parecía deslizarse sobre el asfalto. Yo debía en efecto avanzar deprisa. Porque alcancé a más de un peatón, he ahí los primeros hombres, sin forzarme, a mí a quien normalmente los parkinsonianos dejaban atrás, y entonces me parecía que atrás de mí los pasos se detenían. Y sin embargo cada uno de mis pasitos hubiera sido gustosamente el último. Hasta tal punto que, desembocando en una plaza en la que no había reparado al venir, y al fondo de la cual se alzaba una catedral, decidí entrar, si estaba abierta, y esconderme allí, como en la Edad media, durante un momento. Digo catedral, pero yo de eso no entiendo nada. Pero me dolería, en esta historia que se pretende la última, haber ido a refugiarme en una simple iglesia. Noté el Stützenwechsel de Sajonia, de un efecto encantador, pero que no me encantó. Iluminada con esplendor la nave parecía desierta. Di varias vueltas, sin ver alma viviente. Se escondían quizá bajo los sitiales del coro o dando vueltas alrededor de las columnas, como los pájaros carpinteros. De repente muy cerca de mí, y sin que yo hubiera oído los largos chirridos preliminares, el órgano se puso a mugir. Me levanté de un salto de la alfombra sobre la que me había tumbado, ante el altar, y corrí al otro extremo de la nave, como si quisiera salir, pero no era la nave, era un crucero, y la puerta que me engulló no era la buena. Porque en lugar de ser devuelto a la noche me encontré al pie de una escalera de caracol que me puse a subir a grandes zancadas, descuidando mi corazón, como el que persigue de cerca a un maniaco homicida. La escalera, débilmente iluminada, no sé con qué, con tragaluces quizá, la subí jadeando hasta la plataforma en saliente adonde moría y que, flanqueada por el lado vacío de un pretil cínico, corría alrededor de un muro liso y redondo coronado por una pequeña cúpula recubierta de plomo, o de cobre reverdecido, uf, con tal de que esté claro. Se debía venir aquí para gozar la vista. Los que caen de esta altura mueren antes de llegar abajo, como es sabido. Pegándome al muro me dispuse a dar la vuelta completa, en el sentido de las agujas del reloj. Pero apenas hube dado algunos pasos encontré a un hombre que daba la vuelta en sentido contrario, con extrema precaución. Cómo me gustaría precipitarlo, o que él me precipitara, abajo. Me miró fijamente un momento con ojos despavoridos y después, sin atreverse a pasar ante mí por el lado del parapeto y previendo con razón que yo no me apartaría amablemente del muro, me volvió bruscamente la espalda, la cabeza más bien, porque la espalda continuaba aglutinada contra el muro, y se puso de nuevo en marcha en dirección opuesta, lo que le redujo en poco tiempo a una mano izquierda. Ésta dudó un momento, después desapareció, en un resbalón. Ya no me quedaba más que la imagen de dos ojos desorbitados y crispados, bajo una gorra a cuadros. ¿Qué es este horror objetal en el que me he metido? Mi sombrero voló, pero no fue lejos, gracias al cordón. Volví la cabeza del lado de la escalera y agucé la vista. Nada. Después apareció una niñita, seguida de un hombre que la llevaba de la mano, los dos pegados al muro. La empujó hacia la escalera, y allí se precipitó él a su vez. Se volvió y levantó hacia mí una cara que me hizo retroceder. Sólo veía su cabeza, desnuda, por encima del último escalón. Más tarde, cuando se fueron, llamé. Di rápidamente la vuelta a la plataforma. Nadie. Vi en el horizonte, allí donde se unen al cielo montaña, mar y planicie, algunas estrellas bajas, no confundir con los fuegos que encienden los hombres, por la noche, o que se encienden solos. Basta. De nuevo en la calle busqué mi camino, en el cielo donde conocía bien los carros. Si hubiera visto a alguien le hubiera abordado, ni el más cruel semblante me hubiera detenido. Le hubiera dicho, llevándome la mano al sombrero, Perdón, señor, perdón, la puerta de los Pastores, por piedad. Creía que no podía ya avanzar, pero apenas llegó el impulso a las piernas me precipité hacia delante, Dios mío con cierta rapidez. No volvía con las manos vacías, traía a casa la casi certeza de pertenecer todavía a este mundo, también a este mundo, en cierto sentido, pero lo pagaba caro. Hubiera sido preferible pasar la noche en la catedral, sobre la alfombra ante el altar, hubiera seguido mi camino al amanecer o me hubiera encontrado tumbado, rígido, muerto con la estricta muerte carnal, bajo los ojos azules, pozos de tanta esperanza, y se hubiera hablado de mí en los periódicos de la tarde. Pero heme aquí descendiendo una larga travesía vagamente familiar, donde no era fácil sin embargo que hubiera puesto nunca los pies, vivos. Aunque percatándome pronto de la pendiente di media vuelta y continué en sentido opuesto, porque temía al descender, regresar al mar, a donde había dicho que no regresaría más. Di media vuelta, pero en realidad fue una larga curva trazada sin pérdida de velocidad, porque temía al pararme no poder moverme de nuevo, sí, también temía esto. Y esta noche tampoco me atrevo ya a pararme. Cada vez me sorprendía más el contraste entre la iluminación de las calles y su aspecto desértico. Decir que aquello me angustiaba, no, pero lo digo de todas formas, con la esperanza de calmarme. Decir que no había nadie en la calle, no, no me atrevería a tanto, porque noté varias siluetas, tanto de mujer como de hombre, extrañas, pero no más que de costumbre. En cuanto a la hora que podía ser, no tenía la menor idea, salvo que debía ser una hora cualquiera de la noche. Pero podían ser las tres o las cuatro de la madrugada como podían ser las diez o las once de la noche, dependía probablemente de que uno se extrañara de la penuria de los transeúntes o del extraordinario resplandor que arrojaban los reverberos y luces de circulación. Porque de uno de estos dos fenómenos había que extrañarse, a no ser que se hubiera perdido la razón. Ni un solo coche particular, y muy de rato en rato un vehículo publico, lenta tromba de luz silenciosa y vacía. Me avergonzaba insistir en estas antinomias, porque estamos, claro está, en una cabeza, pero me veo obligado a añadir a las siguientes observaciones. Todos los mortales que veía estaban solos y como ahogados en sí mismos. De debe ver esto todos los días, pero mezclado con otra cosa imagino. La única pareja estaba formada por dos hombres luchando cuerpo a cuerpo las piernas enmarañadas. ¡Sólo vi a un ciclista! Iba en el mismo sentido que yo, todos iban en el mismo sentido que yo, los vehículos también, en este momento me doy cuenta de ello. Circulaba lentamente en medio de la calzada, leyendo un periódico que con las dos manos mantenía abierto ante los ojos. De vez en cuando tocaba el timbre, sin dejar su lectura. Le seguí con la vista hasta que no fue más que un punto en el horizonte. De pronto una mujer joven, de mala vida quizá, desgreñada y con la ropa en desorden, cruzó la calzada de un lado a otro, como un conejo. Eso es todo lo que quería añadir. Pero cosa rara, una más no me dolía nada, ni siquiera las piernas. La debilidad. Una buena noche de pesadilla y una lata de sardinas me devolverían la sensibilidad. Mi sombra, una de mis sombras se lanzaba ante mí, se encogía, se deslizaba bajo mis pies, me seguís, como hacen las sombras. Que yo fuera opaco hasta ese punto me parecía concluyente. Pero he ahí ante mí un hombre, en la misma acera y en el mismo sentido que yo, puesto que siempre hay que machacar lo mismo, únicamente para no olvidarlo. La distancia entre nosotros era grande, setenta pasos por lo menos, y temiendo que se me escapara apresuré el paso, lo que me hizo volar hacia delante, como sobre patines. No soy yo, dije, pero aprovechemos, aprovechemos. Al llegar en un abrir y cerrar de ojos a unos diez pasos de él aminoré la marcha, para no exacerbar, apareciendo con estrépito, la aversión que inspiraba mi persona, incluso en sus actitudes más borrosas y anodinas, Y poco después, Perdón, señor, dije, manteniéndome humildemente a su altura, la puerta de los Pastores por el amor de Dios. Visto de cerca me parecía más bien normal, bueno, salvo ese aspecto de retroceso hacia su centro que ya he señalado. Me adelanté un poco, algunos pasos, me volví, me incliné, me llevé la mano al sombrero y dije, ¡La hora exacta, por lo que más quiera! Como si no existiera. Pero ¿y el bombón? ¡Fuego!, grité. Dada mi necesidad de ayuda me preguntó por qué no le intercepté el camino. No hubiera podido, eso es, no hubiera podido tocarle. Viendo un banco al borde de la acera me senté y crucé las piernas, como Walther. Debí de adormecerme, porque de repente había un hombre sentado a mi lado. Mientras le examinaba con detalle abrió los ojos y los posó sobre mí, se hubiera dicho que por primera vez, porque retrocedió sin poder remediarlo. ¿De dónde sale usted?, dijo. Oírme dirigir de nuevo la palabra en tan poco tiempo me produjo un gran efecto. ¿Qué le pasa a usted?, dijo. Intenté adoptar la actitud del que no dispone más que de sus atributos estrictamente naturales. Perdón, señor, dije, levantando ligeramente el sombrero e incorporándome con un movimiento inmediatamente reprimido, la hora exacta, ¡por piedad! Me dijo una hora, ya no me acuerdo cuál, una hora que nada explicaba, eso es todo lo que sé, y que no me calmó. Pero qué hora lo hubiera conseguido. Ya sé, ya sé, vendrá una que lo hará ¿pero hasta entonces? ¿Decía usted?, dijo. Desgraciadamente yo no había dicho nada. Pero me desquité preguntándole si podría ayudarme a encontrar el camino que había perdido. No, dijo, no soy de aquí, y si estoy sentado en esta piedra es porque los hoteles están llenos o porque no han querido admitirme, no opino. Pero cuénteme usted su vida, después pensaremos lo que debe hacerse. ¡Mi vida!, exclamé. Claro, hombre, dijo, ya sabe esa especie de— ¿cómo diría yo? Reflexionó largamente, buscando sin duda aquello por lo que la vida podía ser una especie de. Por fin siguió, con voz irritada, Vamos a ver, todo el mundo lo sabe. Me empujo con el codo. Sin detalles, dijo, los hechos principales, los hechos principales. Pero como yo seguía callado dijo, Quiere usted que le cuente la mía, así entenderá. El relato que me ofreció fue breve y denso, hechos, sin explicación. Eso es lo que yo llamo una vida, dijo, ¿lo ve usted ahora? No estaba mal, su historia, de hadas incluso, en algunas partes. Le toca a usted, dijo. Pero esa Paulina, dije, ¿sigue usted con ella? Sí, dijo, pero voy a abandonarla y liarme con otra más joven y más gruesa. Viaja usted mucho, dije. Las palabras me llegaban poco a poco, y la manera de subrayarlas. Todo eso se acabó para usted, sin duda, dijo. ¿Piensa permanecer mucho entre nosotros?, dije. Esta frase me pareció especialmente bien construida. Sin indiscreción, dijo, ¿qué edad tiene usted? No lo sé, dije. ¡Que no lo sabe!, exclamó él. No exactamente, dije. ¿Piensa usted a menudo en muslos, dijo, culos, coños y alrededores? Yo no comprendía. A usted ya no se le empina, naturalmente, dijo. ¿Empinárseme?, dije. El nabo, dijo, ¿sabe usted lo que es, el nabo? No lo sabía. Aquí, dijo, entre las piernas. Ah, eso, dije. Se hincha, se alarga, se endurece y se levanta, dijo, ¿o no? No eran éstos los términos que yo hubiera empleado, sin embargo asentí. A eso le llamamos empinarse, dijo. Se abstrajo un momento, luego exclamó, ¡Fenomenal! ¿No le parece? Es curioso, dije, en efecto. Por otra parte todo está aquí, dijo. Pero ¿qué va a ser de ella? ¿Quién?, dijo. Paulina, dije. Envejecerá, dijo, con tranquila seguridad, primero lentamente, luego cada vez más aprisa, en el dolor y el rencor, padeciendo. El rostro no era abundante, pero por más que lo mirara, permanecía revestido de sus carnes, en lugar de volverse de yeso y como trabajando gubia. Incluso el vómer conservaba su abultamiento. Por otra parte las discusiones nunca me han servido para nada. Yo añoraba los tréboles, los hubiera hollado suavemente mis zapatos en la mano, y la sombra de mi bosque, lejos de esta luz terrible. ¿Qué son esas muecas?, dijo. Mantenía sobre las rodillas un gran bolso negro, parecía un estuche de comadrón imaginario. Lo abrió y me dijo que mirara. Estaba lleno de frasquitos. Brillaban. Le pregunté si eran todos parecidos. Oh, no, dijo, según. Cogió uno y me lo tendió. Un chelín, dijo, seis peniques. ¿Qué quería de mí? ¿Qué lo comprara? Partiendo de esta hipótesis le dije que no tenía dinero. ¡No tiene dinero!, exclamó. Bruscamente su mano se abatió sobre mi nuca, sus dedos poderosos se cerraron y de una sacudida me obligó a precipitarme contra él. Pero en lugar de rematarme se puso a murmurar cosas tan dulces que yo me abandoné y mi cabeza rodó sobre su regazo. Entre la voz acariciadora y los dedos que me trabajaban el cuello el contraste era insólito. Pero poco a poco las dos cosas se fundieron, en una esperanza abrumadora, si me atrevo a decirlo, y me atrevo. Porque esta noche nada tengo que perder, que pueda diferenciar. Y si he llegado al punto en el que estoy (de mi historia) sin que haya cambiado nada, porque si hubiera cambiado algo creo que lo sabría, sin embargo he llegado hasta aquí, y ya es algo, y nada ha cambiado, siempre eso he ganado. No es una razón para forzar las cosas. No, hay que cesar suavemente, sin arrastrarse pero suavemente, como cesan en la escalera los pasos del amado que no ha podido amar y que no volverá nuca, y cuyos pasos lo dicen, que no ha podido amar y que no volverá nunca. Me rechazó de repente y me enseñó de nuevo el frasquito. Todo está aquí, dijo. No debía ser el mismo todo de hace un momento. ¿Lo quiere?, dijo. No, pero dije sí, para no molestarle. Me propuso un cambio. Deme su sombrero, dijo. Me negué. ¡Qué vehemencia!, dijo. No tengo nada, dije. He salido sin nada. Deme un cordón, dijo. Me negué. Largo silencio. Y si usted me diera un beso, dijo por fin. Yo sabía que había besos en el aire. ¿Puede quitarse el sombrero?, dijo. Me lo quité. Póngaselo, dijo, está mejor con el sombrero puesto. Reflexionó, era muy ponderado. Vamos, dijo, deme un beso y no hablemos más. ¿No temía ser rechazado? No, un beso no es un cordón, y él debió leer en mi rostro que me quedaba un fondo de temperamento. Venga, dijo. Me enjugué la boca, al fondo de los pelos, y la acerqué a la suya. Un momento, dijo. Suspendí mi vuelo. ¿Usted sabe qué es un beso?, dijo. Sí, sí, dije. Sin indiscreción, dijo, cuándo ha sido el último beso que ha dado usted. Hace un momento, dije, pero aún sé darlos. Se quitó el sombrero, hongo, y se palmeó en mitad de la frente. Aquí, dijo, no en otro sitio. Tenía una bonita frente alta y blanca. Se inclinó, entornando los párpados. De prisa, dijo. Puse la boca en forma de culo de gallina, como mamá me había enseñado, y la coloqué en el sitio indicado. Basta, dijo. Levantó la mano hacia el sitio, pero ese gesto, no lo terminó. Volvió a ponerse el sombrero. Me volví y miré la acera de enfrente. Fue entonces cuando me di cuenta de que estábamos sentados frente a una carnicería de caballo. Tenga, dijo, tome. Ya se me había olvidado. Se levantó. De pie era muy pequeño. Esto para ti esto para mí, dijo, con una sonrisa radiante. Sus dientes brillaban. Escuché cómo se alejaban sus pasos. Cuando levanté la cabeza ya no había nadie. ¿Cómo contar el resto? Pero es el final. ¿O lo he soñado, sueño? No, no, nada de eso, he ahí mi respuesta, porque el sueño no es nada, una broma boba. ¡Y a pesar de todo significativo! Dije, Quédate aquí, hasta que amanezca. Espera, durmiendo, que los faroles se apaguen y las calles se animen. Preguntarás tu camino, a un guardia municipal si es preciso, estará obligado a informarte, bajo pena de faltar a su juramento. Pero me levanté y me alejé. Habían vuelto mis dolores, pero con un no sé qué de inhabitual que me impedía hacerme un ovillo. Pero decía, Poco a poco vuelves a ti. Con sólo observar mi caminar, lento, tenso, y que a cada paso parecía resolver un problema estatodinàmico, sin precedentes, me hubieran reconocido, si alguien me hubiera conocido. Crucé y me detuve ante la carnicería. Tras los cierres las cortinas estaban echadas, toscas cortinas de tela a rayas azules y blancas, colores de la Virgen, y manchadas con grandes manchas rosas. Pero se acoplaban mal en el centro y a través de la rendija pude distinguir los esqueletos tenebrosos de los caballos vaciados, suspendidos con garfios cabeza abajo. Me pegué a las paredes, hambriento de sombra. Pensar que en un momento todo será dicho, todo se dispondrá a comenzar de nuevo. Y los relojes públicos, ¿qué tenían en definitiva, los relojes públicos, cuyo sonido me asestaba, a través del aire, hasta en mi bosquecillo, grandes bofetadas frías? ¿Qué más? Ah sí, mi botín. Traté de pensar en Paulina, pero se me escapó, apenas iluminada el tiempo de un relámpago, como la joven de hace un momento. Sobre la cabra también mi pensamiento se deslizó desolado, incapaz de detenerse. Así iba en la claridad atroz, enfundado en mis viejas carnes, tenso hacia una vía de salida y pasándolas todas, a derecha y a izquierda, y el espíritu jadeante hacia esto y lo otro y siempre devuelto, allí donde nada había. Conseguí no obstante agarrarme brevemente a la niñita, el tiempo de distinguirla un poco mejor que hace un rato, de forma que llevaba una especie de cofia y apretaba en su mano libre un libro, de oraciones quizás, y tratar de hacerla sonreír, pero no sonrió, sino que desapareció engullida por la escalera, sin haberme enseñado su carita. Tuve que detenerme. Primero nada, después poco a poco, quiero decir creciendo desde el silencio y enseguida estabilizado, una especie de cuchicheo espeso, proveniente quizá de la casa que me sostenía. Eso me recordó que las casas estaban llenas de gente, de sitiados, no, no sé. Habiendo reculado para mirar por las ventanas pude darme cuenta, a pesar de los postigos, persianas y misterios, que muchas habitaciones estaban iluminadas. Era una luz tan débil, comparada con la que inundaba el bulevar, que a menos de estar advertido de lo contrario, o de sospecharlo, se hubiera podido suponer que todo el mundo dormía. El rumor no era continuo, sino entrecortado por silencios sin duda consternados. Me planteé llamar a  la puerta y pedir asilo y protección hasta la mañana. Me puse de nuevo en marcha. Pero poco a poco, con una caída a la vez brusca y suave, se hizo la oscuridad a mí alrededor. Vi apagarse, en una prodigiosa cascada de tonos lavados, una enorme masa de tonos resplandecientes. Me sorprendí admirando, a lo largo de las fachadas, el lento esparcirse de cuadros y rectángulos, rayados y unidos, amarillos, verdes, rosas, según las cortinas y los toldos, encontrándolo bonito. Después, por fin, antes de caer, primero de rodillas, a la manera de los bueyes, después cuan largo era, me encontré en medio de una muchedumbre. No perdí el conocimiento, cuando pierda yo el conocimiento será para no recuperarlo jamás. Nadie me hacía caso, aunque evitaban pisarme, consideración que debió impresionarme, yo había salido para eso. Me encontraba bien, penetrado de oscuridad y de calma, al pie de los mortales, al fondo del día profundo, si de día era. Pero la realidad, demasiado fatigado para encontrar la palabra exacta, no tardó en restablecerse, la muchedumbre se retiró, volvió la luz, y yo no tenía la necesidad de levantar la cabeza del asfalto para saber que me encontraba en el mismo vacío cegador de hace un momento. Dije, Quédate aquí, tumbado sobre estas losas amigas o neutras al menos, no abras los ojos, espera que venga el samaritano, o que llegue el día y con él los guardias municipales o quién sabe un miembro del Ejército de Salvación. Pero heme aquí de nuevo en pie, recuperado por el camino que no era el mío, a lo largo del bulevar que continuaba subiendo. Menos mal que no me esperaba, el pobre padre Breem, o Breen. Dije, El mar está al este, hay que ir hacia el oeste, a la izquierda del norte. Pero en vano levanté sin esperanza los ojos al cielo, para buscar los carros. Porque la luz donde me maceraba cegaba las estrellas, suponiendo que estuvieran allí, de lo que dudaba, acordándome de las nubes.


Samuel Beckett, 1945.