Al
descubrir que no aceptaban perros en la escuela normal de Ayotzinapa, Rufo cayó
en una profunda depresión. Lo noté un día que lo descubrí viendo a la joven
Lindsay Lohan en "Juego de gemelas” mientras engullía un litro de helado.
Le sugerí que para variar hiciera otra cosa, que podía tomar uno de los libros
que tengo regados en el suelo. Así lo hizo, entró a mi cuarto y tomó una
edición de Ulises entre los dientes. Me sorprendió su elección ya que su idea
de cultura no pasaba de los documentales de History Channel, la verdad creo que
tomó el más grande que se encontró para apantallar. No le di mucho crédito
hasta que lo vi leyendo a Joyce sin detenerse, fueron siete días en los que
sólo se distrajo de su tarea para comer, defecar y masticar una cuerda vieja.
Me alegró su empeño y cuando quise saber sus impresiones me contestó que no
diría nada hasta que hubiera terminado.
El octavo día llegué a casa y encontré hojas de papel
mordisqueadas por toda la casa. Recogí una en la que distinguí un fragmento de
Ulises: "Esas hembras ligeramente alocadas". Este no era uno más de
los habituales desplantes de Rufo, noté que se había esforzado a la hora de
despedazar el libro, no dejó ni una sola hoja sin morder o rasguñar. Lo encontré
en su nido y sin que yo dijera algo empezó a aullar: "¡Molly Bloom es una
estúpida, una estúpida!" Traté de calmarlo pero él no hacía más que ladrar
y gemir. Me comentó que los perros necesitan morder algo para aprehenderlo y
que al desbaratar el libro se sintió personalmente ofendido ante las
vulgaridades proferidas por Molly en el soliloquio final. Le contesté que
estaba exagerando, como si él no se la pasara untándole el pene a medio mundo,
pero me ignoró. Entre su retahíla de balbuceos mencionó el capítulo de Los
Simpson en el que Ayudante de Santa destroza el edredón familiar y mientras
hablaba se le iluminaron los ojos. Llegó a la conclusión de que había realizado
un performance, que había tenido una experiencia artística digna de
comentarse. Yo sé que Rufo admira la vida y obra de Ayudante de Santa, así que no
valía la pena discutirle más. No me molesté, pero le pedí que recogiera su
desmadre. No lo hizo.
Supongo que el libro de Joyce me provocó una grave
indigestión porque enfermé después de su lectura. Estuve una semana echado y
deliraba con fragmentos y conceptos del Ulises. Balbuceaba entre sueños
"paralaje”, "metempsicosis", "omphalos". De vez en
cuando también evocaba a mi exnovia Laika, de quién preferimos no hablar. A
veces me levantaba a vomitar en el patio de manera estoica, como si la
enfermedad me estuviera desintoxicando. No quise ir al médico y para asegurarme
de que no me llevara lo amenacé de una forma que no me atrevo a repetir.
Tras esos días de enfermedad dejó de hurgar en la basura y
perdió el interés en sus juguetes habituales. Se convirtió en un ávido lector y,
aunque le pedí que no destrozara los libros, todavía hizo pedazos algunos que
le urgía por aprehender. Yo todavía dudo de su capacidad para la lectura pero lo
dejo. Luego me pidió que le enseñara a escribir, cuando le señalé su falta de
pulgares y la torpeza de sus patas, irrumpió en un escandaloso berrinche. Al
final accedí a que me dictara sus reflexiones. A veces me despierta a las tres
de la mañana para que transcriba sus comentarios y sí me molesta, por
inoportuno más que nada, pero creo que es sorprendente escucharlo hablar en
esos términos, o que al menos lo intente. ¡Se ven tan lejanos los tiempos en
los que sólo me decía tengo hambre o tengo que ir a cagar!
Empecé a sentir que mis intentos por educar al perro se tornaban
contraproducentes. Un día lo llevé al parque para que persiguiera la pelota y
no fue por ella cuando la aventé. Caminó en círculos y empezó a farfullar sobre
el sentido de la búsqueda y la vacuidad de las recompensas. En otra ocasión lo
puse a ver un ballet ruso y al día siguiente lo encontré “danzando” con una
pantimedia cubriéndole la cabeza, en su interpretación había tirado el librero
y volteado una mesa. Una noche lo llevé al teatro y luego no me dejaron dormir
sus ladridos engolados. Prefiero no hablar del momento en que se dispuso a
pintar.
Tuve que hablar muy seriamente con él sobre sus intenciones.
Todo me hacía pensar que sus intereses artísticos no eran mucho más que una
maniobra barroca para reconquistar a Laika. Aunque no le gustó escucharlo, tuve
que decirle que las perritas de colas bonitas no suelen reparar en esos
asuntos. Que a Laika siempre le gustaron los doberman larguiruchos e irascibles
y ya no podía hacer nada. Que si estaba haciendo algo lo hiciera por él. Aunque
no me contestó pude ver que en algo le había calado porque después de eso lo
encontré más sosegado y meditativo.
Sin embargo, pronto tuve una epifanía. En una noche de otoño
que salí a vagabundear sin rumbo definido me encontré un pedazo de milanesa frita
y retrocedí en el tiempo a la primera vez que olisqueé una. Era yo un cachorro
y la familia de mi madre tenía un puesto de tortas. También reviví el día que
intenté robarme una y recibí un manotazo en la cabeza. Así me di cuenta de que
todos los recuerdos son en realidad uno solo y al fragmentarlos nos cerramos al
fluir de la vida. Creo que ahora tengo una premisa. Escribiré sobre la primera
vez que olí una milanesa y la forma en que un simple pedazo de carne frita me
vincula al pasado, presente y futuro. A Iván le pareció interesante, me dio
ánimos, tan sólo me recomendó pusiera orden en mis ideas para que dejara de
dictarle cualquier cosa.
Por Miguel Aguilar
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