jueves, 17 de septiembre de 2015

Intensamente. La verdadera historia





"Prohibido fumar", decía el letrero escrito con sangre y colgado con un pelillo púbico. Mierda, pensé. Caminé hacia donde la muchedumbre se hacía bolita.
—¿Qué?, ¿están organizando una fuga masiva? —le pregunté al viejo que, por tener la nariz roja y una postura bonachona, parecía Santaclos.
—¿Fuga? No'mbre, si éstos no saben ni cómo se llaman. Están organizando la cascarita nocturna. ¿Tú también juegas? —me preguntó Santaclos.
—No'mbre qué voy a jugar. ¿O qué, en algún momento me vio tragando plátanos, cacahuates y haciendo demás cosas propias de los simios? Cómo se ve que usted no es Santaclos.
—¿Santaclos? Ay, qué muchacho tan baboso —me dijo el viejo mientras me daba la espalda y se sacaba una anforita del culo también rojizo como su nariz y desnudo como el mío, como el de todos los que estábamos ahí.
Pensé que estaba soñando, pero la hediondez a mercado de la Viga y el calor sofocante eran tan intenso, que más bien dudé de mi coherencia. Eché un vistazo de 360 grados. Aquello era como un desierto, pero en lugar de arena, el suelo estaba cubierto por una sustancia viscosa que a veces era transparente y otras de un blanco amarillento. Lo único que no pertenecía a ese sitio éramos nosotros, los hombres. Me pareció escuchar el mar a la lejanía, así que decidí separarme de la muchedumbre y dirigirme hacia ella. Mientras subía y bajaba por las pegajosas dunas, pensaba en cómo había llegado hasta ahí. Recordé los "oh sí", "más, más", "mete un dedo… ¡no!, mejor la mano, o “¡no¡, de una vez el brazo…" que entre gemidos me decía Marcela mientras hacíamos el acto. Sí, Marcela era una de esas mujeres liberadas y golosas.
Continué guiado por mi instinto, pero más que nada por mi olfato. La hediondez a marisquería, a cada paso, aumentaba. Cuando llegué a la cima del monte, lo comprendí todo. Estaba en la cúspide del monte Venus, y dentro de Marcela. Desde ahí pude observar con admiración cómo un óvalo se desprendía desde una de las trompas de falopio. Era un sol inmenso y rojo que lo surcaba todo y que en un momento dado, por su inmensidad y naturaleza, explotó provocando el famoso fenómeno llamado la marea roja. Los hombres, que unos instantes antes mantenían su mínima inteligencia en el partidito de futbol, ahora habían sido arrasados por las devastadoras olas de sangre y coágulos. Al final de aquel espectáculo vi cómo las rojizas y arrugadas nalgas de Santaclos, flotaban inertes en medio de la inundación. Me asusté y apresuré el paso. Subí, bajé, corrí. Dejé atrás el paisaje viscoso y sangriento. Caminaba sin dejar de  pensar en la forma de huir de ese sitio hostil. ¿Y si salgo por la orina?, debe haber alguna laguna de meados por ahí. No, seguramente las cantidades industriales de amoniaco me matarían enseguida. ¿Y si salgo por el sudor? Nah, demasiada sal, se me podría subir la presión hasta hacerme estallar, pensaba.


Mi preocupación aumento  junto con mi fatiga. Lamenté mis precarios conocimientos en anatomía, química, fisiología y decoración de interiores. Me recosté sobre una viscosidad cualquiera y lloré. Pero no me salieron ni tres lágrimas cuando un intenso olor a caca llegó sin más a cachetear mi agotada existencia. ¡Claro! Festejé, los ánimos regresaron, pero éstos venían acompañados de un profundo asco.  Sin embargo, después de vomitar un par de veces y con los ojos llorosos, logré llegar hasta el intestino grueso. Y lo sabía perfecto porque mis tacos preferidos desde siempre habían sido los de tripa. Mmmm, yomi. Ya estando a pie de tripa escuché varias voces de hombres discutiendo sobre cuál estrategia usarían para escapar. Aparté un poco de sebo para ver a través de la tripa gorda, y pude ver a cuatro hombres que tenían facha de mineros; altos, fuertes y en lugar de carbón, sus atléticos cuerpos estaban cubiertos de caca. Uno de ellos decía que tendrían que esperar lo más repegados posible a los muros de la tripa, y salir con el último mojón, con el último empujón. Sus compañeros dijeron que no les daría tiempo. Uno más dijo que se internaran en donde la mierda se mantiene almacenada y, que ya ahí, se zambulleran en el cúmulo de excremento. “Sí, así como los pedazos de jitomate y cebolla mal masticados, como cuando, crudo, desayunas huevos a la...” El hombre no terminó de decir la frase y los otros de escucharla. Uno de esos pedos sorpresivos y con premio, los hizo pedazos. Incluso pude ver cómo, a la distancia del lejano horizonte, el torso de uno de ellos terminó despatarrado en la tanga de Marcela. Fue una muerte horrible.
Agotado, deprimido y lleno de miedo seguí mi camino. La temperatura se iba haciendo cada vez más tibia y un BUM, BUM, BUM lento y constante, terminaron por sumergirme en un profundo sueño. Sí, era el corazón cálido de mi Marcela, de mi universal Marcela.
A la mañana siguiente el BUM, BUM, BUM ya no era lento ni constante. Ahora sonaba como una marcha de guerra; explosiones por aquí, chispas por allá. Ay, pinche Marcela, seguramente ya te estás echando el mañanero. Maldije. Pero enseguida recordé que Marcela corría por las mañanas. Sí claro, Marcela me ama y yo a ella. Mientras me autoconsolaba, me invadió la idea de aprovechar el intenso torrente sanguíneo causado por la saludable ejercitación de Marcela. Llegaré hasta los pulmones de mi amada y podré salir con su respiración o mejor aún, con un suspiro. Confié en mi suerte y me arrojé. Por mera fortuna caí dentro del ventrículo derecho, el cual se conecta con la arteria pulmonar. Debería de ser médico, pensé. El interior de los pulmones era un océano de fuertes corrientes de aire. Unas olían a pino, otras a tierra mojada, unas más olían a crema de señora. En la que sea, me dije. Así que de nuevo me arrojé, pero por ir con los ojos cerrados no pude mirar lo que se aproximaba. Debo de aclarar, para futuras exploraciones, que cuando estás dentro de alguien, el tiempo funciona de forma distinta. Así que mientras yo pensaba que Marcela aún estaba corriendo, ella ya hasta se había duchado y ahora estaba terminando de desayunar. Lo que sólo significaban dos cosas: café y cigarro. Y no sé cómo sobreviví a la mortal nube de nicotina ni a los ríos de cafeína, pero lo hice. Estaba totalmente desorientado, intoxicado. Además mi cuerpo estaba cubierto con las sobras ya masticadas del desayuno de Marcela y, como no había comido en varios días, soporté el asco y comencé a devorar los hotcakes cuasi digeridos. Ya satisfecho y recuperado, caí en cuenta de que estaba perdido, pero no derrotado, así que decidí seguir hacia arriba, hacia la cabeza. Por supuesto, seguramente ahí encontraré la forma de controlar este universo y huir. Escalé, escalé y escalé hasta llegar a un santuario que tenía facha de central camionera. Órdenes salían y sensaciones llegaban, miles de ellas. Pregunté dónde estaba la gerencia y amablemente me dieron instrucciones. Recorrí todas las secciones de lo que se me figuró como un elegante mall con anuncios y letreros lumínicos por todas partes, hasta que por fin llegué. Las puertas estaban custodiadas por dos chicas guardia. Justo arriba de sus cabezas se podía leer EGO en letras grandes y en otras más pequeñas la frase “Sólo personal autorizado”.
—Oficiales, buenas tardes. ¿No saben por aquí dónde están los sanitarios? Ellas sin inmutarse de mi presencia siguieron con la mirada al frente. Híjole, lo que pasa es que llevo todo el día en la Expo de zapatos, y pues ya me anda.
—¿Cuál expo de zapatos? —me preguntó una de ellas.
—¿No les informaron?  —las cuestioné mirándolas con sorpresa. La que se está llevando a cabo en el centro de convenciones. Hay ofertas hasta del 80%, yo que ustedes no me la perdía.
Y sin decir agua va, las dos oficiales salieron tras las etiquetas rojas e imaginarias. Vaya, una vez más las mentiras, la curiosidad y las ofertas hacen de las suyas, me dije con satisfacción de canalla.
“Mi primer beso”, “Certificado a la ganadora del concurso de ciencia”, “Cinco kilos menos”, “Te ves más joven”, “Mira nada más qué nalgas tan bonitas”... Miles, millones de cajas de cristal apiladas una sobre otra y de diferentes tamaños, cada una de ellas estaba marcada con un título diferente que, al parecer, estaban dispuestas en secciones. El morbo no me dejó y abrí una de la sección “HOMBRES”. Primero pensé que el contenido era pura agua. Pero después observe que en cada gota de ese líquido se podían ver pequeñas peliculitas. Así, en la caja titulada “Marcos”, las gotitas mostraban un paseo por el zoológico cuando Marcela tenía trece años e iba acompañada de ese tal Marcos. Mmmm qué divertido, pensé. Decidí tomar la caja y arrojarla al piso, ésta se rompió y el líquido contenido se convirtió en un pequeño charquito. Seguí abriendo y rompiendo más cajitas de la sección de hombres. Ay Marcelita, ¿y esto te infla el ego? ¡Chale! Pero ya verás cuando todo esto termine me lo agradecerás, además como que aquí hace falta espacio para nuestros futuros recuerdos. Rubén, Carlos, Victor, el pendejo de Jorge que tanto me cagaba y que por cierto yo no sabía que Marcela, mi Marcela había tenido algo qué ver con semejante retrasado. Nombres, nombres y más nombres que terminaban estrellados contra el piso. Ya verás qué bien se verá esto sólo con una caja, la que tenga mi nombre. Así, mi desesperación por encontrar mi caja, hizo que creciera y creciera la inundación... Y me dejé llevar hasta que la encontré. Era minúscula y estaba casi vacía. “Me lo voy a coger nomás por curiosidad”, “A mí se me hace que la tiene bien chiquita”, “Pinche jodido, mira nada más cómo me atosiga”. Ésas y dos frases más que no me atrevo ni siquiera a recordar, eran el contenido de mi caja. Ya no busqué más y dejé que mis lágrimas se mezclaran con la inundación. Pinche Marcela, al menos ten la decencia de embarrarme en el pañuelo que ayer te regalé.

Por: Víctor Hugo G.


martes, 12 de mayo de 2015

Intervención a un cuento de Juan Rulfo

―¡Diles que no nos maten, Nicolás! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
―No puedo. Hay allí un alcalde que no quiere oír hablar nada de ustedes.
―Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno.
―No se trata de sustos. Parece que los van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
―Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
―No. No tengo ganas de eso, yo también trabajo para ti. Y si voy mucho con ellos, acabarán por sospechar de mí y les dará por torturarme y matarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
―Anda, Nicolás. Diles que dialoguen tantito. Nomás eso diles.
Nicolás apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
―No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Nicolás se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta de la bodega. Luego se dio vuelta para decir:
―Voy, pues. Pero si de perdida me torturan y me matan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
El colectivo, Nicolás. Ellos se encargarán de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por nosotros. Eso es lo que urge.
A Arturo Hernández Cardona, a Félix Rafael Bandera Román, y a Ángel Román Ramírez los habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y seguían todavía allí, amarrados a un horcón, esperando. No se podían estar quietos. Habían hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se les había ido. También se les había ido el hambre. No tenían ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabían bien a bien que los iban a matar, les habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién iba a decir que el alcalde se tomaría a pecho aquel viejo asunto, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de la muerte de Justino. Arturo se acordaba:
Justino Carbajal, primer síndico municipal, por más señas su compadre. Al que el alcalde, José Luis Abarca, tuvo que matar por eso; por no dejar que usaran el dinero municipal y que, siendo su empleado, se negó a cooperar.
Primero Abarca lo toleró por puro compromiso. Pero después, cuando el narco empezó a presionar, y que Justino lo hacía quedar mal, a Abarca y a su mujer, fue entonces cuando mandaron a golpearlo y a arrear a la bola de militares hasta los campamentos para amedrentar a la gente de Justino y a los de la Unidad Popular. Y Justino volvía a negarse, y Abarca volvía a mandar militares y policías. Así, de día se oponían y de noche llegaban más militares, mientras las protestas por los asentamientos seguían y Justino defendía a los opositores de Abarca, siempre apareciendo en las calles, siempre esperando para incomodar al alcalde; aquellos manifestantes que antes no tenían sus negocios.
Y Justino y Abarca alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez Abarca le dijo:
―Mira, Justino, otra manifestación más y mato a alguno.
Y él contestó:
―Mire, Abarca, yo no tengo la culpa de las manifestaciones. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
Y mató a Justino.
Esto pasó hace semanas, porque por mitades de marzo, Arturo Hernández Cardona, Félix Rafael Bandera Román, y Ángel Román Ramírez, ya andaban en el monte, corriendo del exhorto. No valieron ni las diez camionetas que le dieron a los militares, ni el embargo de sus pertenencias. Todavía después, se cobraron con lo que quedaba nomás por no perseguirlos, aunque de todos modos los perseguían. Por eso se fueron a vivir al terreno del chalán Nicolás a ese otro terrenito por Puente de Ixtla. Y según eso, las afrentas que tuvieron con Justino deberían estar olvidadas. Pero, según eso, no lo estaban. Entonces calculó que con alejarse un rato quedaría arreglado todo. El difunto Justino era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, Abarca no había que tener miedo. Pero los de la Unidad Popular sabían que lo habían incomodado y querían acorralarlo. Cada vez que alguien más protestaba en el pueblo le avisaban:
―Por ahí andan los del colectivo UP enfurecidos, José Luis. Y el alcalde mandó a perseguirlos.
Y Arturo y los otros echaron pal monte, entreverándose entre los madroños, pasándose los días comiendo verdolagas y planeando la forma de denunciar. A veces tenían que salir a la media noche, como si los militares los estuvieran correteando de día con los perros. Eso duró toda una eternidad. No fueron dos semana o tres. Fue toda la eternidad.
Y ahora habían ido por ellos luego de declarar en el ministerio público que sus vidas estaban en riesgo y de haber protestado en la caseta, cuando no lo esperaban, confiados en la confianza que le tenían a los opositores de Abarca; creyendo que al menos se levantarían. "Al menos esto -pensó- conseguiré".
Se habían dado a esta esperanza por entero. Por eso era que a Arturo Hernández le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, después de tanto oponerse; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su reputación había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez Abarca se hubiera equivocado. Quizá buscaban a otro de los dirigentes de la Unidad Popular.
Caminó entre aquellos soldados en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los soldados que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
―Yo nunca le he hecho daño a nadie ―eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Comenzaron a golpearlo, como si hubieran sido entrenados para eso.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer su cuerpo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
―Mi alcalde, ya le estamos dando al hombre.
Se habían detenido. Arturo Hernández, con la mirada hacía la luz, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
―¿Cuál hombre? ―preguntó.
―El de Unidad Popular, mi alcalde. El que usted nos mandó a buscar.
―Pregúntale que si está satisfecho con sus alborotos ―volvió a decir.
El militar que estaba frente a Arturo repitió la pregunta.
―Sí, estoy satisfecho.
Abarca se acercó.
―Me daré el gusto de matarte.
Entonces la voz de Arturo cambió de tono:
―¡Míreme, alcalde! ―pidió él―. Ya no valgo nada. ¡No me mates...!
―¡Llévenselo! ―dijo.
―...Ya entendí, alcalde. Todo me lo quitaron. Ya me castigaron. Me la he pasado escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir. ¡No me mates! ¡Diles que no nos maten!
Estaba allí arrinconado. Había venido Nicolás, se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó en la cajuela, junto a Félix y Ángel. Los apretó bien apretados para que no fuesen golpeándose por el camino. Metió cada una de sus cabezas dentro de un costal diferente y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a carretera con tiempo para escribir un letrero y dejarlos por ahí.
―Los normalistas los extrañarán ―iba diciéndoles―. Los mirarán a la cara y creerán que no son ustedes. Se les afigurará que los mató el narco cuando los vean con esas caras tan desfiguradas y repletas de boquetes que les dejaron.


*Justino Carbajal fue asesinado el 8 de Marzo de 2013
El 3 de junio de 2013 encuentran muertos a Arturo Hernández Cardona, Félix Rafael Bandera Román, y Ángel Román Ramírez
El 4 de Junio el periódico La Jornada señala a José Luis Abarca como responsable de los asesinatos de Arturo Hernández Cardona, Félix Rafael Bandera Román, y Ángel Román Ramírez
Desde junio del 2013, a la PGR se le dio todo tipo de pruebas y testimonios respecto a la complicidad de Abarca en los asesinatos
La madrugada del 27 de septiembre del 2014, un año y tres meses después, Abarca manda a matar a seis personas y a desaparecer a 43 estudiantes en Ayotzinapa.
El 7 de noviembre del 2014, el procurador general Murillo Karam dice en conferencia de prensa: “Ya me cansé”, respecto a la investigación del caso Ayotzinapa
El 4 de diciembre del 2014, el presidente Enrique Peña Nieto dice que “Hay que superar lo de Ayotzinapa”
El gobierno no sólo no investigó el caso, sino que no dejó de brindarle apoyo militar y policiaco a Abarca

«Diles que no nos maten» (intervención de Leonardo Garvas al cuento «Diles que no me maten», de Juan Rulfo).



lunes, 11 de mayo de 2015

Discurso de Fernando Paredes, leído el 26 de marzo del 2009 en el Museo del Estanquillo

     


     Buenas noches tengan todos ustedes.

     Antes de comenzar quiero externar un afectuoso saludo a los señores embajadores de los pueblos amigos de Cracovia, Libia y Sudáfrica, que nos honran con su presencia, así como a sus distinguidas esposas; sobre todo a la señora Lita Kurniskaya, primera dama del Estado Libre de Cracovia, quien amablemente nos recibió en su casa de descanso en Las Antillas hace apenas una semana atrás, en compañía de su embajador esposo, Pietr.

     Lita: déjeme expresar una vez más mi admirado placer por la exquisita crema de scargots  que nos sirvió aquella noche, junto a ese filete de antílope bañado en gravy de cerezas , y la ambrosía que usted llamó vino pero que en mi paladar redunda con el sólo término de Gloria. Para un gourmet del bajío mexicano, como yo, esos manjares significan auténticas epifanías, colapsos en el centro mismo de las certezas, placeres fulminantes de los que jamás se sale indemne y hacen que las cosas cambien para siempre. Aprovecho para disculparme por mi repentina desaparición de la isla, pero bajo esas circunstancias no pude más que obedecer a mi conciencia y partir lo más rápido posible, tomando el primer vuelo hacia cualquier lugar.

     La razón por la que esta noche no estoy ahí con todos ustedes tiene mucho que ver con lo acontecido en mi espíritu después de aquella cena inenarrable. Me encuentro en una ciudad de nombre impronunciable, cuya característica principal la conforman sus ciudadanos, todos de estatura pequeña, cabellos largos, dentaduras perfectas y facultades extraordinarias para el canto. No son el pueblo más amable del planeta, pero tienen un alto sentido del servicio. Soy el único hombre en la zona que sobrepasa el 1.50 de estatura y eso parece incomodarles sobremanera. Curiosamente, son las mujeres quienes más descorteses se han mostrado, hasta el punto en que he preferido dirigirme solamente a los maricones, el grupo más numeroso y tolerante del lugar. También soy el único con pelo corto, dientes disparejos y voz destemplada.

     Esto de llamarlos maricones no es ofensivo; es ese el fonema que utilizan para sí mismos (“hmairiknes”) y no se refiere tanto a sus preferencias sexuales como a su posición en la jerarquía de clases. Acá, bien diferenciadas, hay tres: los maricones, mayoría conformada por el pueblo trabajador, prestador de servicios; los pecas (“pek’s”), minoría de parias a cargo de la administración pública y el comercio de drogas; y las pachitas (así como se oye), las mujeres, que por ese sólo hecho conforman una clase aparte, como en cualquier otro rincón de la Tierra.

     No crean que me he puesto al tanto de todo esto en tan pocos días gracias a una insólita comprensión del medio. Todo lo referente al pueblo está impreso en una hoja tamaño tabloide que me dieron al traspasar el aeropuerto, escrita a mano, en un inglés básico, con tinta color bermellón. Supongo que ésta es la temporada baja de turistas, ya que, como he dicho, no he visto a nadie distinto (en este caso, parecido a mí) deambulando por la ciudad. Y aún así no me explico qué tendrían que hacer acá cualquier clase de turistas. Bueno, sí. Los cantos de esta gente son merecedores de un viaje indómito sólo para escucharlos.

     La ciudad carece de atractivos naturales, su arquitectura se acerca a lo anodino, el clima es insoportablemente húmedo y un hedor a flores putrefactas envuelve todo el ambiente. No obstante, creo que he llegado al sitio en donde al fin podré ordenar mi vida. Han sido muchos años posponiendo este quehacer ineludible, y ahora, aquí, rodeado de lo ajeno, me encuentro en el estado anímico que antecede a la toma de decisiones trascendentales. Sé que después de mis próximos movimientos, todo aquello que conforma mis patrones de conducta será transformado en algo que, aún sin saber sus características, significará el comienzo de una existencia libre de pretensiones, y por lo mismo, libre de desengaños.

      Sé que muchos de los que ahora se encuentran reunidos en esta presentación son hombres y mujeres cultos, artistas y literatos, buceadores del concepto, astronautas de la forma, copilotos de la muerte o verduleros del Parnaso; sé que el guión no escrito de estos eventos apunta, por lo que toca a los asistentes, a una postura acrítica ante lo que el o los autores y comentaristas del libro en cuestión dicen que dice o quisieron decir en su obra, y que ante todo esperan que la pasta de los canapés no tenga ese regusto a producto chino o que el vino dure al menos lo suficiente para ponerse alegres, dicharacheros y ocurrentes; por lo que toca a los autores… bueno, a una seriedad que, cuando es impostada, deviene en disparates casi siempre desafortunados, y cuando es auténtica… pff, es un espectáculo deprimente.

     Así que, obedeciendo a esto, dejaré de ponerlos al tanto de mi situación personal y diré lo que tengo que decir acerca de Al Diablo Adentro, libro que, como quinceañera ganosa, se presenta en sociedad con la esperanza de ser manoseada por la mayor cantidad de aficionados a la carne nueva. Aunque en estos tiempos una quinceañera suele no ser tan nueva y un libro nuevo suele ser no tan apetitoso.

     El libro es un desmadre, pero un desmadre como esos desmadres en los que subyace un orden, una lógica particular, en el que todo está a la vista, dispuesto a ser tomado, usado según la propia necesidad. Creo que su mayor virtud estriba en no ser un libro homogéneo. Y no es que se trate de uno de esos frankensteins posmodernos con ínfulas deconstructivistas, a los cuales se accede por completo sólo si se considera que lo aburrido es sinónimo de lo profundo y lo inconexo es pariente de lo genial. Acá no hay genios, ni propuestas novedosas, ni asesinos de Carlos Fuentes, ni mucho menos admiradores de Fadanelli o algún otro radical de venta en Samborns. Creo que es disparejo como las calles de Guanajuato, absurdo como sueldo de diputado, obsceno como gasto de campaña, divertido como hablar mal de los ausentes, pendejo como niño pendejo, como vieja pendeja, como pendejo con iniciativa, insoportable como locutor de Tv Azteca, efectista como Luis Miguel, personal como ojo de pescado, plagiador como pasito duranguense; es un libro EMO, punk, pop, RBD; un conjunto de escritos de autores aficionados a la buena y mala literatura, a la buena y mala vida, comprometidos apenas con las letras, más ocupados en el cómo llego, el cuánto traigo o el qué le invento, que en cosas como la teleología, el contexto sociopolítico o las últimas escuelas de literatura japonesa.

     Parece que estoy hablando mal de la edición, pero en realidad estoy diciendo que me parece que son todas esas cosas las que lo hacen apreciable, disfrutable. Nada en la vida es parejo, ni totalmente divertido, ni continuamente inteligente, y acá no se hace la excepción. Es como una charla entre varios desconocidos que poco a poco van encontrado similitudes a base de ser ellos mismos, de ser distintos, complementarios.

     Entre Alejandra, Carlos, Leonardo, Daniel, Tonatiuh, Mario, W., y Paredes, no se podrían poner de acuerdo en gustos musicales, ni en películas preferidas, ni en qué se les antoja para cenar, pero no sería nada difícil que todos soltaran una carcajada al mismo tiempo por la misma cosa.

     Para el probable lector tengo una consideración mínima. Ojalá les guste el libro entero, porque a mí no. Pero me ha encantado su imprevisibilidad, su desenfado y su clarísima vocación de chingaquedito. Estoy seguro de que será releído después de terminarlo por primera vez; de que creará filias y fobias con los autores; de que los mantendrá despiertos lo mismo que lo usarán como Valium...

     Yo, por lo pronto, me desentiendo de lo que ya no está en mis manos. Además, en estos momentos de mi vida, difícil metamorfosis estimulada por una cena anonadante, me da lo mismo la suerte con que corra este o cualquier otro libro en el mundo. Yo ya leí a quien quería leer. Ciertamente no he escrito lo quiero escribir, pero acá estoy deshaciéndome de la pretensión idiota del Autor con Mayor Proyección a la Inmortalidad.

    Gracias.




*El discurso fue leído por Arturo Tapia, ante la ausencia del autor. 






   





domingo, 22 de febrero de 2015

Razones para (no) ser científico

Este último temblor estuvo muy fuerte, lo suficiente como para que se activara la alarma y tuviéramos que desocupar el edificio. Y ocurrió justo cuando me encontraba en la mesa de operaciones trabajando con Linus, quien aún seguía bajo el efecto de la anestesia. No quería abandonarlo, pero el jefe cirujano en turno me arrebató el bisturí mientras me empujaba hacia la salida de emergencia murmurando que no quería problemas por mi culpa; ya habían sido demasiados conflictos con la dirección general por mi actitud irreverente, según ellos. Seguro lo viste en las noticias internacionales, 6.8 en la escala de Richter. No nos permitieron regresar inmediatamente, se había desmoronado la pared que separa la torre de la capilla. Pasada una hora y media nos permitieron entrar, después de avisarnos que se abrió un hoyo en nuestra sala de cirugía. Subimos y Linus ya había despertado, con el poste de acero inoxidable todavía atornillado a su cráneo descubierto. Aún lo puedo ver encima de la mesa, con sus ojos abiertos, chillando y con el cerebro rosado expuesto a las partículas de polvo y al estúpido guano de paloma. Cuando tienes una capilla al lado constantemente hay eventos religiosos, como una boda. Los casorios incluyen arroz gratis para las palomas. Palomas gordas y felices conllevan a una sobrepoblación, lo que quiere decir que habrá pichones por todo lados, y por todos lados me refiero a una invasión de nidos y excremento en la azotea de la torre. Y  el estúpido boquete justo encima del pobre Linus. En el cerebro no hay receptores de dolor, no creo que se quejara, quizá de reproche, por haberlo abandonado bajo el efecto de una anestesia caduca. Espero que la próxima vez que te escriba sean buenas noticias referentes al éxito en el tratamiento con antibióticos para contrarrestar la obvia infección que se produjo en su cuerpo.


El horror, este año el presupuesto destinado para ciencia y tecnología tuvo una reducción de 900 millones. Sospecho que era el dinero que estaba destinado para nuestros proyectos. No más fiestas de fin de año, adiós suscripciones a programas informáticos con valor de miles de pesos. Esta semana fue la locura, todo estaba en incertidumbre, era el quinto día hábil del mes y aún no habían depositado los fondos. Seguramente los del gobierno estaban haciendo sus ajustes para que rindiera el presupuesto, siempre y cuando no les afectara en lo que se roban cada año. Como sea, algo bueno de esto es que nuestras leyes siguen siendo tan incongruentes, lo que me permite hacer algunos pequeños experimentos excepcionales como el caso de Linus. Aclarando tus dudas, las  células embrionarias de mono fueron donadas por el Centro Alemán de Primates, y lo que hice fue fusionarlas con blastocistos fluorescentes de una cepa de ratón que le compré a una empresa estadounidense. La reproducción no tuvo muchas complicaciones y sigo sin creer que seamos pioneros en clonación de quimeras aquí en el país. Mi asistente técnico dice que es un ratachango, lo cual es absurdo, porque las células no fueron de un chango, sino de un homínido; ni tampoco de  rata, sino de ratón. Pero ratomono no suena tan divertido como ratachango. Estúpido temblor que vino a arruinarlo todo. Aún no veo una completa recuperación en Linus.


El Dr. Ruy Pérez Tamayo, investigador emérito de la UNAM, a quien admiro y respeto en demasía,  publicó un libro titulado “10 razones para ser científico”. Yo quiero escribir las 10 razones para no ser científico. ¿Quieres que te las mencione rápidamente?

1. Te conviertes en un asesino serial de animales no humanos. Hay mucha crueldad animal en este campo, pero se supone que lo tenemos que hacer porque las investigaciones con ellos nos ayudarán para encontrar la cura al cáncer y otras enfermedades. Hitler y sus científicos alemanes no mataron a ningún animal durante sus experimentos, a excepción de humanos, ¿acaso no podemos regresar a experimentar con las personas, puesto que para ellos es el único beneficio?
2. Todo mundo cree que eres igual de estúpido que el Dr. Doofenshmirtz de “Malvados y Asociados”, o que eres el clásico científico loco al estilo película Frankenstein. Está bien, admito que hay algo de verdad en ser un Víctor Frankenstein. Tengo a Linus, mi ratachango que brilla en la oscuridad, pero no estoy jugando a ser un dios, tal vez solo estoy probando hasta qué punto podemos alterar la naturaleza, nada más.
3. Las decenas de descubrimientos que se publican día con día me dejan más confundido y con más preguntas que respuestas, para que al final te des cuenta de que eres un científico muy ignorante, y que la mayoría de las personas con otro oficio no saben absolutamente nada. Lo irónico es que a veces te sientes tan inútil a lado de alguien con un oficio.
4. Te utilizan como referencia para cualquier explicación. Quieren que les digas que si estás enamorado es por culpa de la maldita dopamina, que los hombres somos brutos por la testosterona, que somos gays porque tenemos un gen de la homosexualidad. Si eres un asesino en serie, el ambiente en que creciste fue el que propició tu psicopatía, no es que hayas matado a esas adolescentes por decisión tuya, fue culpa de la epigenética. Quieren que les digas que el ébola va a producir el apocalipsis zombi. Aunque admito que prefiero que nos pregunten en lugar de que revisen la Wikipedia.
5. No nos toman en serio las autoridades. Que la próxima generación de niños mexicanos salga cada vez más idiota porque durante el embarazo las mujeres padecen diabetes gestacional por causa de una pésima alimentación, lo que conlleva a defectos en el desarrollo del cerebro del feto. Y el  gobierno no hace caso de nuestras advertencias, quizá porque es justo lo que ellos quieren que suceda.
6. Cuando cometemos una equivocación nos quieren procesar con la Santa Inquisición. En Italia enjuiciaron a unos científicos porque no predijeron con exactitud el terremoto de L’Aquila en el 2009. Si pudiéramos pronosticar lo que sucederá en el futuro no estaríamos en los laboratorios, sino en alguna carpa de circo o un programa televisivo de astrología con millones de audiencias mientras ganamos toneladas de dinero. Pero estudiamos los fenómenos de la naturaleza, los cuales son eventos no determinísticos que se mueven dentro de un espacio y tiempo acotados. Sin embargo, la gente quiere que les digas certezas, la ciencia es la nueva religión, y si al final no se cumple lo que ellos querían escuchar, te tildan de mentiroso, embustero y negligente. 
7. Si vas a ser un científico tienes que salvar a la humanidad. Hoy en día está mal visto que hacer ciencia sea un acto ególatra, así que toda justificación para obtener fondos implica el desarrollo del país y beneficio de la sociedad. Por ejemplo, mis experimentos que realicé en el cerebro de Linus podrían ser una pieza clave para contrarrestar enfermedades degenerativas. Pero en serio, quién quiere que los humanos se sigan reproduciendo y que vivan cientos de años.
8. No puedes hacer siempre lo que quieres. En teoría uno como científico puede hacer lo que quiera en su laboratorio, estimulando la mente y la creatividad. Estoy de acuerdo en parte, pero no puedo hacer TODO lo que yo quisiera. Mi ética no me lo permite. No puedo experimentar con humanos ni hacer quimeras con ellos. Además, no puedo dejar vivo por mucho tiempo a Linus, si es que sobrevive a la infección, a menos que me vaya a algún laboratorio clandestino en alguna provincia de China. Mejor me hubiera hecho narcotraficante, esos no tienen madre y hacen lo que se les dé la regalada gana.
9. Para ser libre. ¿Recuerdas la plática que impartí hace tres años en la Universidad Autónoma de Hidalgo, en donde le dije a los estudiantes que el conocimiento te hace libre? Pues mentí, en realidad te atrapa y te seduce, y una vez que obtienes un poco, no puedes vivir sin él. Estás condenado por siempre a buscar el conocimiento. Pero nunca lo sabrás todo. Y serás un ignorante que lo sabe. Y eso es peor que solamente ser un ignorante.
10. Para ser feliz, porque eso va aunado a la ignorancia. No creo que haya mucho que decir. Lo filósofos saben mejor de eso que yo.
¿Crees que estoy siendo demasiado pretencioso?


Supongo que ya lo sabes por las quejas en las redes sociales, pero en la universidad hay una escasez de agua. La UNAM nos recomendó su programa universitario EcoPuma, para llevar a cabo un sistema de uso de agua responsable. Adiós al agua embotellada y los garrafones. Vamos a tener que usar el agua de los pozos. Pero, ¿y el agua para los bebederos de los ratones inmunosuprimidos? Morirán si toman de esa agua. Que no se piense en nosotros, pero sí en los pollos, ratones, salamandras, iguanas, peces cebra y demás animales que viven en el bioterio. Y en mi Linus. No sé qué hacer, en el último informe me dijeron que era tiempo de sacrificarlo, puesto que los comités de bioética no aprobaron la continuación del proyecto para este año. Si va a morir mínimo que sea con las condiciones necesarias, como en Europa.  Allá está prohibido el sacrificio por decapitación o por torcedura del cuello, únicamente por inyección letal. Los científicos europeos tratan mejor a los animales que a las personas desahuciadas. Voy a hablar con el director general.


En efecto, se van a llevar a Linus a Europa y a mí me van a dejar con pura monserga. Ya valió madres esto, la universidad quiere cerrar el área de investigación por falta de resultados concluyentes y aplicables para la sociedad. ¿Resultados concluyentes? íbamos a ser los primeros en demostrar que es posible la clonación y reproducción de quimeras, de forma legal claro. La dirección mandó colocar un letrero en el laboratorio de reproducción asistida con lo siguiente: PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL DE ANIMALES. Hoy mismo sin que nadie me viera, aunque seguro sospecharán de mí,  escribí un agregado, ¿qué te parece? PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL DE ANIMALES HUMANOS. Por cierto, ¿cuánto tiempo más vas a estar en Barcelona? Te propongo algo: una vez que termines la especialidad y regreses a México, abramos una clínica de aborto al lado de la universidad. A la mierda la ciencia básica. La ubicación no podría ser mejor, acudirían todas las niñas de la zona poniente de la ciudad, Santa Fe, Bosques de las Lomas, Chapultepec-Polanco. Piénsalo, tú con tu formación médica y yo con mis conocimientos especializados en embriología humana.


 Muchas gracias por tus inseguridades y respuesta tardías. Los de Médica Sur nos ganaron la idea y compraron el terreno abandonado de la capilla semidestruida para construir su nueva clínica con atención especializada en la mujer. Mi ahora exjefe dice que si queremos hacer dinero, hay que abrir un prostíbulo en lugar de la clínica de aborto. No estamos seguros si será uno de esos casuales que son exclusivos para heterosexuales, o abrir uno para toda la diversidad del actual género humano: homosexuales, bisexuales, transexuales, pansexuales, zoofílicos, etc. Se llamará El antro literario de los científicos reprimidos amargados asexuales que no tienen otro lugar a dónde acudir más que al olvido. No lo tomes a mal, pero me emocioné tanto con la idea que incluso soñé que nosotros dos junto con Linus presentábamos un ménage a trois interespecies y que nuestro número era la sensación del lugar.


Si no se lleva a cabo este proyecto, el próximo año solicitaré mi intercambio a algún país nórdico, dentro de esos programas que les encanta apoyar a las minorías. No pueden rechazarme, soy un científico estudiando en un país tercermundista.



 Por Daniel Ávila



viernes, 20 de febrero de 2015

Portrait of the artist as a young dog



Al descubrir que no aceptaban perros en la escuela normal de Ayotzinapa, Rufo cayó en una profunda depresión. Lo noté un día que lo descubrí viendo a la joven Lindsay Lohan en "Juego de gemelas” mientras engullía un litro de helado. Le sugerí que para variar hiciera otra cosa, que podía tomar uno de los libros que tengo regados en el suelo. Así lo hizo, entró a mi cuarto y tomó una edición de Ulises entre los dientes. Me sorprendió su elección ya que su idea de cultura no pasaba de los documentales de History Channel, la verdad creo que tomó el más grande que se encontró para apantallar. No le di mucho crédito hasta que lo vi leyendo a Joyce sin detenerse, fueron siete días en los que sólo se distrajo de su tarea para comer, defecar y masticar una cuerda vieja. Me alegró su empeño y cuando quise saber sus impresiones me contestó que no diría nada hasta que hubiera terminado.
El octavo día llegué a casa y encontré hojas de papel mordisqueadas por toda la casa. Recogí una en la que distinguí un fragmento de Ulises: "Esas hembras ligeramente alocadas". Este no era uno más de los habituales desplantes de Rufo, noté que se había esforzado a la hora de despedazar el libro, no dejó ni una sola hoja sin morder o rasguñar. Lo encontré en su nido y sin que yo dijera algo empezó a aullar: "¡Molly Bloom es una estúpida, una estúpida!" Traté de calmarlo pero él no hacía más que ladrar y gemir. Me comentó que los perros necesitan morder algo para aprehenderlo y que al desbaratar el libro se sintió personalmente ofendido ante las vulgaridades proferidas por Molly en el soliloquio final. Le contesté que estaba exagerando, como si él no se la pasara untándole el pene a medio mundo, pero me ignoró. Entre su retahíla de balbuceos mencionó el capítulo de Los Simpson en el que Ayudante de Santa destroza el edredón familiar y mientras hablaba se le iluminaron los ojos. Llegó a la conclusión de que había realizado un performance, que había tenido una experiencia artística digna de comentarse. Yo sé que Rufo admira la vida y obra de Ayudante de Santa, así que no valía la pena discutirle más. No me molesté, pero le pedí que recogiera su desmadre. No lo hizo.
Supongo que el libro de Joyce me provocó una grave indigestión porque enfermé después de su lectura. Estuve una semana echado y deliraba con fragmentos y conceptos del Ulises. Balbuceaba entre sueños "paralaje”, "metempsicosis", "omphalos". De vez en cuando también evocaba a mi exnovia Laika, de quién preferimos no hablar. A veces me levantaba a vomitar en el patio de manera estoica, como si la enfermedad me estuviera desintoxicando. No quise ir al médico y para asegurarme de que no me llevara lo amenacé de una forma que no me atrevo a repetir.
Tras esos días de enfermedad dejó de hurgar en la basura y perdió el interés en sus juguetes habituales. Se convirtió en un ávido lector y, aunque le pedí que no destrozara los libros, todavía hizo pedazos algunos que le urgía por aprehender. Yo todavía dudo de su capacidad para la lectura pero lo dejo. Luego me pidió que le enseñara a escribir, cuando le señalé su falta de pulgares y la torpeza de sus patas, irrumpió en un escandaloso berrinche. Al final accedí a que me dictara sus reflexiones. A veces me despierta a las tres de la mañana para que transcriba sus comentarios y sí me molesta, por inoportuno más que nada, pero creo que es sorprendente escucharlo hablar en esos términos, o que al menos lo intente. ¡Se ven tan lejanos los tiempos en los que sólo me decía tengo hambre o tengo que ir a cagar!
Empecé a sentir que mis intentos por educar al perro se tornaban contraproducentes. Un día lo llevé al parque para que persiguiera la pelota y no fue por ella cuando la aventé. Caminó en círculos y empezó a farfullar sobre el sentido de la búsqueda y la vacuidad de las recompensas. En otra ocasión lo puse a ver un ballet ruso y al día siguiente lo encontré “danzando” con una pantimedia cubriéndole la cabeza, en su interpretación había tirado el librero y volteado una mesa. Una noche lo llevé al teatro y luego no me dejaron dormir sus ladridos engolados. Prefiero no hablar del momento en que se dispuso a pintar.
Tuve que hablar muy seriamente con él sobre sus intenciones. Todo me hacía pensar que sus intereses artísticos no eran mucho más que una maniobra barroca para reconquistar a Laika. Aunque no le gustó escucharlo, tuve que decirle que las perritas de colas bonitas no suelen reparar en esos asuntos. Que a Laika siempre le gustaron los doberman larguiruchos e irascibles y ya no podía hacer nada. Que si estaba haciendo algo lo hiciera por él. Aunque no me contestó pude ver que en algo le había calado porque después de eso lo encontré más sosegado y meditativo.

Sin embargo, pronto tuve una epifanía. En una noche de otoño que salí a vagabundear sin rumbo definido me encontré un pedazo de milanesa frita y retrocedí en el tiempo a la primera vez que olisqueé una. Era yo un cachorro y la familia de mi madre tenía un puesto de tortas. También reviví el día que intenté robarme una y recibí un manotazo en la cabeza. Así me di cuenta de que todos los recuerdos son en realidad uno solo y al fragmentarlos nos cerramos al fluir de la vida. Creo que ahora tengo una premisa. Escribiré sobre la primera vez que olí una milanesa y la forma en que un simple pedazo de carne frita me vincula al pasado, presente y futuro. A Iván le pareció interesante, me dio ánimos, tan sólo me recomendó pusiera orden en mis ideas para que dejara de dictarle cualquier cosa.

Por Miguel Aguilar

miércoles, 11 de febrero de 2015

El calmante



Yo ya no sé cuándo he muerto. Siempre me ha parecido haber muerto viejo, hacia los ochenta años, y qué años, y que mi cuerpo daba fe de ello, de la cabeza a los pies. Pero esta noche, solo en mi cama helada, siento que voy a ser más viejo que el día, la noche, en que el cielo con todas sus luces cayó sobre mí, el mismo cielo que tanto había mirado, desde que erraba sobre la tierra lejana. Porque tengo demasiado miedo esta noche para observar cómo me pudro, para esperar los grandes descensos rojos del corazón, las torsiones del intestino sin salida y para que se cumplan en mi cabeza los largos asesinatos, el asalto a pilares inquebrantables, el amor con los cadáveres. Voy, pues, a contarme una historia, voy, pues, a intentar contarme una vez más una historia, para intentar calmarme, y es ahí dentro donde siento que voy a ser viejo, viejo, más viejo aún que el día en que me derrumbé, pidiendo socorro, y el socorro vino. O es posible que en esta historia haya vuelto sobre la tierra, después de mi muerte. No, no parece probable, volver a la tierra después de mi muerte.
¿Por qué haberme movido, estando en casa de nadie? ¿Me echaban fuera? No, no había nadie. Veo una especie de antro, con el suelo cubierto de latas de conservas. No es el campo sin embargo. Se trata quizá de unas simples ruinas, quizás las ruinas de una quinta, en las inmediaciones de la ciudad, en un campo, porque los campos llegaban hasta el pie de los muros, sus muros, y por la noche las vacas se acostaban al abrigo de las fortificaciones. He cambiado tanto de refugio, a lo largo de mi desconcierto, que me sorprendo confundiendo antros y escombros. Pero fue siempre la misma ciudad, Es verdad que uno va muchas veces en un sueño, el aire ennegrece de casas y fábricas, se ven pasar tranvías y bajo los pies que moja la hierba aparecen de pronto adoquines. Yo no conozco más que la ciudad de la infancia, he debido ver la otra, pero sin lograr jamás creer en ella. Todo lo que digo se anula, nada habré dicho. ¿Tenía hambre al menos? ¿Me tentaba el tiempo? Estaba nublado y fresco, así lo prefiero, pero no hasta el punto de atraerme afuera. No pude levantarme a la primera tentativa, ni pongamos a la segunda, y una vez por fin de pie, y apoyado en la pared, me preguntaba si podría seguir, de pie me refiero, apoyado contra el muro. Salir y caminar, imposible. Hablo como si fuera ayer. Ayer en efecto, está reciente pero no lo bastante. Porque lo que cuento esta noche ocurre esta noche, a esta hora que se desvanece. Ya no estoy con esos asesinos, en aquel lecho de terror, sino en mi lejano refugio, las manos cruzadas, la cabeza inclinada, débil, jadeante, tranquilo, libre y más viejo de lo que nunca he sido, si mis cálculos son exactos. Conduciré sin embargo mi historia al pasado, como si se tratara de un mito o de una fábula antigua, porque necesito esta noche otra edad, que se convierta en otra edad aquella en la que yo me convertí en lo que he sido. Oh, os voy a dar yo tiempos, cerdos de vuestro tiempo.
 Pero poco a poco salí y me eché a andar, a pasitos, en medio de los árboles, vaya, árboles. Una vegetación enloquecida invadía los senderos de antaño. Me apoyaba en los troncos, para recordar el aliento, o agarrándome a una rama, me lanzaba hacia delante. De mi último recorrido ya no quedaba el menor rastro. Eran los perecedores robles d`Aubignè. Apenas un bosquecillo. El lindero estaba cerca, una luz menos verde y como desastrada lo decía, calmosamente. Sí, donde uno estuviera, en ese pequeño bosque, aunque fuese en lo más profundo de sus pobres secretos, por todas partes veías resplandecer aquella luz más pálida, testimonio de no sé qué eternidad. Morir sin sufrir demasiado, un poco, eso sí que vale la pena, cerrar uno ante el cielo ciego los ojos por socavar, después rápido convertirse en carroña, para que los cuervos no se confundan. Esa es la ventaja de morir ahogado, una de las ventajas, los cangrejos, ellos, no llegan nunca demasiado pronto.

Todo es cuestión de organización. Pero cosa rara, salido por fin del bosque, habiendo cruzado distraídamente la zanja que lo ceñía, me puse a pensar en la crueldad, la risueña. Ante mí se extendía un herbaje espeso, tréboles, quizá, qué me importa, chorreando del rocío nocturno o de la lluvia reciente. Más allá del prado, lo sabía, un camino, luego un campo, luego por último las murallas, cerrando la perspectiva. Las murallas, ciclópeas y dentadas, recortándose débilmente sobre un cielo apenas más claro, no ofrecían aspecto de ruinas comparadas con las mías, pero lo eran, lo sabía. Esta era la escena que se abría ante mí, inútilmente, porque la conocía y me horrorizaba. Lo que yo veía era un hombre calvo trajeado de marrón, un charlatán. Contaba una historia divertida, a propósito de un fiasco. Yo no entendía nada. Pronunció la palabra caracol, babosa quizá, para la alegría general. Las mujeres parecían divertirse todavía más que sus acompañantes, si eso fuera posible. Sus risas agudas penetraban los aplausos, y calmados éstos, se desparramaban aún, aquí y allá, hasta turbar el exordio de la historia siguiente. Pensaban quizás en el pene titular, sentado quién sabe a su lado, y desde esta suave proximidad lanzaban sus gritos de alegría, hacia la tempestad cómica, qué talento. Pero soy yo esta noche a quien debe suceder algo, a mi cuerpo, como en los mitos y metamorfosis, a este viejo cuerpo al que nunca ha sucedido, o tan poco, que nada nunca ha encontrado, nada amado, nada querido, en su universo galvanizado, mal galvanizado, nada deseado más que los espejos se derrumben, los planos, los curvos, los de aumento, los de disminución, y desaparecer, en el estruendo de sus imágenes. Sí, esta noche es necesario que suceda como en el cuento que mi padre me leía, noche tras noche, cuando yo era pequeño y él saludable, durante años me parece esta noche, y del que no he retenido gran cosa, salvo que se trataba de las aventuras de un tal Joe Breem, o Breen, hijo de un farero, mozo de quince años, fuerte y musculoso, ésa es la frase exacta, que nadó durante millas, de noche, con un cuchillo entre los dientes, persiguiendo a un tiburón, ya no sé por qué, por puro heroísmo. Ese cuento, hubiera podido simplemente contármelo, se lo sabía de memoria, yo también, pero así no me hubiera calmado, tenía que leérmelo, o simular leérmelo, noche tras noche, pasando las páginas y explicándome las páginas y explicándome las imágenes que ya eran yo, noche tras noche las mismas imágenes, hasta que me amodorraba en su hombro. Con una sola palabra de texto que se hubiese saltado, yo le habría golpeado, con mi puñito, en su gordo vientre que saltaba fuera del chaleco de punto y del pantalón desabrochado que le descansaban de su indumentaria de oficina. Me toca a mí ahora la marcha, la lucha y el regreso quizá, le toca a este viejo que soy yo esta noche, más viejo de lo que fuera nunca mi padre, más viejo de lo que yo jamás seré. Y aquí me tenéis abocado a los futuros. Atravesé el prado, a pasitos crispados y blandos a un tiempo, los únicos de que disponía. Ni el menor rastro de mi último recorrido, hacía mucho tiempo de mi último recorrido. Y los tallitos magullados crecen rápido de nuevo, en la necesidad de aire y luz, y los rotos son reemplazados rápidamente. Penetré en la ciudad por la puerta llamada de los Pastores, sin haber visto a nadie, tan sólo los primeros murciélagos como crucificados voladores, ni oído nada salvo mis pasos, mi corazón en el pecho y luego por último, cuando pasaba bajo la bóveda, el ulular de un búho, ese grito a la vez tan suave y tan feroz y que de noche, llamando, respondiendo, en mi bosquecillo y en los colindantes, llegaba a mi choza con un toque a rebato. La ciudad, a medida que me internaba en ella, me sorprendía por su aspecto desértico. Estaba iluminada como de costumbre, más que de costumbre, aunque las tiendas estuvieran cerradas. Pero sus escaparates permanecían iluminados, con la finalidad sin duda de atraer al cliente y obligarle a  decir, Vaya, qué bonito es eso, y no es caro, volveré mañana, si vivo aún. Estuve a punto de decirme, Vaya, es domingo. Los tranvías circulaban, también los autobuses, pero poco numerosos, al ralentí, vacíos, sin ruido y como bajo el agua. ¡No vi ni un caballo! Llevaba mi enorme abrigo con cuello de terciopelo, estilo abrigo de automovilista 1900, el de mi padre, pero no tenía ya mangas ese día, no era más que una amplia capa. Pero era siempre sobre mí el enorme peso muerto, sin calor, y los faldones barrían el suelo, lo rastrillaban más bien, tanto se habían deshilachado, tanto me había empequeñecido. ¿Qué iba, qué podía sucederme en esta ciudad vacía? Pero yo sentía las casas abarrotadas de gente, ocultos tras las cortinas miraban la calle o, sentados al fondo de la habitación, la cabeza entre las manos, se abandonaban al ensueño. Allá arriba, en la cúspide, mi sombrero siempre el mismo, yo no llegaba más lejos. Atravesé la ciudad de punta a punta  y llegué ante el mar, habiendo seguido el río hasta su desembocadura. Decía, Voy a volver, sin creérmelo demasiado. Los barcos en el puerto, anclados, sujetos por cabos al malecón, no me parecían menos numerosos que en tiempo normal, como si yo supiera algo del tiempo normal. Pero los muelles estaban desiertos y nada anunciaba un movimiento de navíos próximo, ni una partida ni una llegada. Aunque todo podía cambiar de un instante a otro, transformarse bajo mis ojos en un santiamén. Y en eso consistiría el bullicio de la gente y de las cosas del mar, el imperceptible balanceo de la arboladura de los grandes navíos y el más danzante de los pequeños, me apetece, y oiría el terrible grito como sin timbre y que no se sabe con exactitud si es triste o alegre y que contiene algo de espanto y cólera, porque no sólo pertenecen al mar, los marineros, sino también a la tierra. Y yo podría quizá deslizarme a bordo de un carguero a punto de partir, furtivamente, y marcharme lejos, y pasar lejos unos cuantos meses, quizás incluso un año o dos, al sol, en paz, antes de morir. Y sin llegar hasta ahí me extrañaría mucho que, en esta muchedumbre hormigueante y desengañada, no consiguiera establecer un pequeño encuentro que me calmara un poco o cambiar algunas palabras con un navegante, por ejemplo, palabras que me llevaría conmigo, a mi choza, para añadirlas a mi colección. Esperaba, pues, sentado sobre una especie de cabrestante sin protector, diciéndome, Por lo menos esta noche los cabrestantes no se han retirado de la circulación. Y escrutaba hacia alta mar, más allá de los rompeolas, sin descubrir embarcación alguna. Ya era de noche, o casi, veía luces, a ras del agua. Los bonitos fanales a la entrada del puerto, también los veía, y otros a lo lejos, parpadeando en la costa, en las islas, los promontorios. Pero al comprobar que no se producía la menor animación, me dispuse a marcharme, a apartar la vista, tristemente, de esa  ensenada muerta, porque hay escenas que abocan a extrañas despedidas. No tenía más que bajar la cabeza y mirar al suelo bajo mis pies, delante de mis pies, porque en esa posición siempre he sacado fuerzas para, cómo explicarlo, no lo sé, y ha sido de la tierra más que del cielo, sin embargo mejor cotizado, de donde me ha venido el socorro, en los momentos difíciles. Y allí, sobre la losa, a la que no miraba fijamente, porque para qué mirarla fijamente, vi a lo lejos la bahía, en lo más encrespado de esta negra marejada, y rodeándome por completo la tempestad y la perdición. Nunca volveré aquí, dije. Pero habiéndome levantado, buscando apoyo con las dos manos en el borde del cabrestante, me encontré ante un chico que sujetaba una cabra por un cuerno. Me volví a sentar. Él no decía nada, mirándome sin temor aparente ni asco. Es cierto que estaba oscuro. Que no dijera nada me parecía natural, a mí el de más edad correspondía hablar primero. Iba descalzo y harapiento. Habitual de aquellos parajes, se había apartado de su camino para ver qué era aquella masa sombría abandonada al borde de la dársena. Así razonaba yo. Muy cerca de mí ahora, y con su mirada de golfillo, era imposible que no hubiera comprendido. Sin embargo se quedaba. ¿Es realmente mía, esa bajeza? Emocionado, porque después de todo yo debía haber salido para eso, en cierto sentido, y aunque no esperaba sino un escaso provecho de lo que podía suceder, me decidí a dirigirle la palabra. Preparé así mi frase y abrí la boca, creyendo que iba a orilla, pero no oí más que una especie de estertor, ininteligible incluso para mí que conocía mis intenciones. Pero no era nada, nada sino la afonía debida al prolongado silencio, como en el bosquecillo donde se abren los infiernos, os acordáis, yo apenas. Él, sin soltar la cabra, vino justo a mi lado y me ofreció un bombón, en un cucurucho de papel, de los que se encontraban por un penique. Hacía por lo menos ochenta años que nadie me había ofrecido un bombón, pero yo lo cogí ávidamente y me lo metí en la boca, recuperé el viejo gesto, cada vez más emocionado, puesto que me apetecía. Los bombones se habían pegado y me costó trabajo, con mis manos temblorosas, separar de los demás el que apareció primero, uno verde, pero él me ayudo y su mano rozó la mía. Gracias, dije. Y como unos instantes más tarde se alejaba, tirando de su cabra, le hice un gesto, con un gran movimiento de todo el cuerpo, para que se quedara, y dije, en un murmullo impetuoso, ¿Dónde vas tú así, hijo mío, con tu cabrita? Esa frase apenas pronunciada, de vergüenza me tapé la cara. Era, sin embargo, la misma que había querido decir hacía un momento. ¡Dónde vas, hijo mío, con tu cabrita! Si hubiera sabido sonrojarme lo hubiera hecho, pero mi sangre ya no llegaba a las extremidades. Si hubiera tenido un penique en el bolsillo se lo hubiera dado, pero no tenía un penique en el bolsillo, ni nada que se le pareciera, nada que pudiera gustar a un pequeño desgraciado, en el linde de la vida. Creo que ese día, que había salido por decirlo así sin premeditación, sólo llevaba conmigo mi piedra. De su personilla estaba escrito que yo no vería sino los cabellos rizados y negros y el hermoso perfil de las largas piernas desnudas, sucias y musculosas. La mano también, fresca y viva, no estaba dispuesto a olvidarla. Busqué otra frase para decirle. La encontré demasiado tarde, estaba ya, oh lejos no, pero lejos. Fuera de mi vida también, tranquilamente se iba, ya nunca uno solo de sus pensamiento sería para mí, tan sólo quizá cuando fuera viejo y, hurgando en su primera juventud, encontrara esta alegre noche y sujetara aún la cabra por el cuerno y se detuviera un instante ante mí, con quién sabe esta vez un asomo de ternura, de celos incluso, pero no cuento con ello. Pobres bestias queridas, me habréis ayudado, ¿Qué hace tu papá, en la vida? Eso es lo que hubiera dicho, de darme tiempo. Seguí con la mirada las patas traseras de la cabra, descarnadas, patizambas, espatarradas, sacudidas por bruscos temblores. Pronto no fueron sino una minúscula masa sin detalles y que de no saberlo hubiera podido tomar por un joven centauro. Iba a hacer cagar la cabra, después recoger un puñado de bolitas tan rápidamente frías y duras, olerlas e incluso probarlas, pero no, eso no me ayudaría esta noche. Digo esta noche, como si se tratara siempre de la misma noche, pero ¿hay dos noches? Me puse en camino, la intención de regresar cuanto antes, porque no volvía del todo con las manos vacías, repitiendo, Jamás volveré aquí. Las piernas me hacían daño, gustosamente cada paso hubiera sido el último. Pero las ojeadas rápidas y como solapadas que lanzaba hacia los escaparates me mostraban un enorme cilindro lanzado a toda marcha y que parecía deslizarse sobre el asfalto. Yo debía en efecto avanzar deprisa. Porque alcancé a más de un peatón, he ahí los primeros hombres, sin forzarme, a mí a quien normalmente los parkinsonianos dejaban atrás, y entonces me parecía que atrás de mí los pasos se detenían. Y sin embargo cada uno de mis pasitos hubiera sido gustosamente el último. Hasta tal punto que, desembocando en una plaza en la que no había reparado al venir, y al fondo de la cual se alzaba una catedral, decidí entrar, si estaba abierta, y esconderme allí, como en la Edad media, durante un momento. Digo catedral, pero yo de eso no entiendo nada. Pero me dolería, en esta historia que se pretende la última, haber ido a refugiarme en una simple iglesia. Noté el Stützenwechsel de Sajonia, de un efecto encantador, pero que no me encantó. Iluminada con esplendor la nave parecía desierta. Di varias vueltas, sin ver alma viviente. Se escondían quizá bajo los sitiales del coro o dando vueltas alrededor de las columnas, como los pájaros carpinteros. De repente muy cerca de mí, y sin que yo hubiera oído los largos chirridos preliminares, el órgano se puso a mugir. Me levanté de un salto de la alfombra sobre la que me había tumbado, ante el altar, y corrí al otro extremo de la nave, como si quisiera salir, pero no era la nave, era un crucero, y la puerta que me engulló no era la buena. Porque en lugar de ser devuelto a la noche me encontré al pie de una escalera de caracol que me puse a subir a grandes zancadas, descuidando mi corazón, como el que persigue de cerca a un maniaco homicida. La escalera, débilmente iluminada, no sé con qué, con tragaluces quizá, la subí jadeando hasta la plataforma en saliente adonde moría y que, flanqueada por el lado vacío de un pretil cínico, corría alrededor de un muro liso y redondo coronado por una pequeña cúpula recubierta de plomo, o de cobre reverdecido, uf, con tal de que esté claro. Se debía venir aquí para gozar la vista. Los que caen de esta altura mueren antes de llegar abajo, como es sabido. Pegándome al muro me dispuse a dar la vuelta completa, en el sentido de las agujas del reloj. Pero apenas hube dado algunos pasos encontré a un hombre que daba la vuelta en sentido contrario, con extrema precaución. Cómo me gustaría precipitarlo, o que él me precipitara, abajo. Me miró fijamente un momento con ojos despavoridos y después, sin atreverse a pasar ante mí por el lado del parapeto y previendo con razón que yo no me apartaría amablemente del muro, me volvió bruscamente la espalda, la cabeza más bien, porque la espalda continuaba aglutinada contra el muro, y se puso de nuevo en marcha en dirección opuesta, lo que le redujo en poco tiempo a una mano izquierda. Ésta dudó un momento, después desapareció, en un resbalón. Ya no me quedaba más que la imagen de dos ojos desorbitados y crispados, bajo una gorra a cuadros. ¿Qué es este horror objetal en el que me he metido? Mi sombrero voló, pero no fue lejos, gracias al cordón. Volví la cabeza del lado de la escalera y agucé la vista. Nada. Después apareció una niñita, seguida de un hombre que la llevaba de la mano, los dos pegados al muro. La empujó hacia la escalera, y allí se precipitó él a su vez. Se volvió y levantó hacia mí una cara que me hizo retroceder. Sólo veía su cabeza, desnuda, por encima del último escalón. Más tarde, cuando se fueron, llamé. Di rápidamente la vuelta a la plataforma. Nadie. Vi en el horizonte, allí donde se unen al cielo montaña, mar y planicie, algunas estrellas bajas, no confundir con los fuegos que encienden los hombres, por la noche, o que se encienden solos. Basta. De nuevo en la calle busqué mi camino, en el cielo donde conocía bien los carros. Si hubiera visto a alguien le hubiera abordado, ni el más cruel semblante me hubiera detenido. Le hubiera dicho, llevándome la mano al sombrero, Perdón, señor, perdón, la puerta de los Pastores, por piedad. Creía que no podía ya avanzar, pero apenas llegó el impulso a las piernas me precipité hacia delante, Dios mío con cierta rapidez. No volvía con las manos vacías, traía a casa la casi certeza de pertenecer todavía a este mundo, también a este mundo, en cierto sentido, pero lo pagaba caro. Hubiera sido preferible pasar la noche en la catedral, sobre la alfombra ante el altar, hubiera seguido mi camino al amanecer o me hubiera encontrado tumbado, rígido, muerto con la estricta muerte carnal, bajo los ojos azules, pozos de tanta esperanza, y se hubiera hablado de mí en los periódicos de la tarde. Pero heme aquí descendiendo una larga travesía vagamente familiar, donde no era fácil sin embargo que hubiera puesto nunca los pies, vivos. Aunque percatándome pronto de la pendiente di media vuelta y continué en sentido opuesto, porque temía al descender, regresar al mar, a donde había dicho que no regresaría más. Di media vuelta, pero en realidad fue una larga curva trazada sin pérdida de velocidad, porque temía al pararme no poder moverme de nuevo, sí, también temía esto. Y esta noche tampoco me atrevo ya a pararme. Cada vez me sorprendía más el contraste entre la iluminación de las calles y su aspecto desértico. Decir que aquello me angustiaba, no, pero lo digo de todas formas, con la esperanza de calmarme. Decir que no había nadie en la calle, no, no me atrevería a tanto, porque noté varias siluetas, tanto de mujer como de hombre, extrañas, pero no más que de costumbre. En cuanto a la hora que podía ser, no tenía la menor idea, salvo que debía ser una hora cualquiera de la noche. Pero podían ser las tres o las cuatro de la madrugada como podían ser las diez o las once de la noche, dependía probablemente de que uno se extrañara de la penuria de los transeúntes o del extraordinario resplandor que arrojaban los reverberos y luces de circulación. Porque de uno de estos dos fenómenos había que extrañarse, a no ser que se hubiera perdido la razón. Ni un solo coche particular, y muy de rato en rato un vehículo publico, lenta tromba de luz silenciosa y vacía. Me avergonzaba insistir en estas antinomias, porque estamos, claro está, en una cabeza, pero me veo obligado a añadir a las siguientes observaciones. Todos los mortales que veía estaban solos y como ahogados en sí mismos. De debe ver esto todos los días, pero mezclado con otra cosa imagino. La única pareja estaba formada por dos hombres luchando cuerpo a cuerpo las piernas enmarañadas. ¡Sólo vi a un ciclista! Iba en el mismo sentido que yo, todos iban en el mismo sentido que yo, los vehículos también, en este momento me doy cuenta de ello. Circulaba lentamente en medio de la calzada, leyendo un periódico que con las dos manos mantenía abierto ante los ojos. De vez en cuando tocaba el timbre, sin dejar su lectura. Le seguí con la vista hasta que no fue más que un punto en el horizonte. De pronto una mujer joven, de mala vida quizá, desgreñada y con la ropa en desorden, cruzó la calzada de un lado a otro, como un conejo. Eso es todo lo que quería añadir. Pero cosa rara, una más no me dolía nada, ni siquiera las piernas. La debilidad. Una buena noche de pesadilla y una lata de sardinas me devolverían la sensibilidad. Mi sombra, una de mis sombras se lanzaba ante mí, se encogía, se deslizaba bajo mis pies, me seguís, como hacen las sombras. Que yo fuera opaco hasta ese punto me parecía concluyente. Pero he ahí ante mí un hombre, en la misma acera y en el mismo sentido que yo, puesto que siempre hay que machacar lo mismo, únicamente para no olvidarlo. La distancia entre nosotros era grande, setenta pasos por lo menos, y temiendo que se me escapara apresuré el paso, lo que me hizo volar hacia delante, como sobre patines. No soy yo, dije, pero aprovechemos, aprovechemos. Al llegar en un abrir y cerrar de ojos a unos diez pasos de él aminoré la marcha, para no exacerbar, apareciendo con estrépito, la aversión que inspiraba mi persona, incluso en sus actitudes más borrosas y anodinas, Y poco después, Perdón, señor, dije, manteniéndome humildemente a su altura, la puerta de los Pastores por el amor de Dios. Visto de cerca me parecía más bien normal, bueno, salvo ese aspecto de retroceso hacia su centro que ya he señalado. Me adelanté un poco, algunos pasos, me volví, me incliné, me llevé la mano al sombrero y dije, ¡La hora exacta, por lo que más quiera! Como si no existiera. Pero ¿y el bombón? ¡Fuego!, grité. Dada mi necesidad de ayuda me preguntó por qué no le intercepté el camino. No hubiera podido, eso es, no hubiera podido tocarle. Viendo un banco al borde de la acera me senté y crucé las piernas, como Walther. Debí de adormecerme, porque de repente había un hombre sentado a mi lado. Mientras le examinaba con detalle abrió los ojos y los posó sobre mí, se hubiera dicho que por primera vez, porque retrocedió sin poder remediarlo. ¿De dónde sale usted?, dijo. Oírme dirigir de nuevo la palabra en tan poco tiempo me produjo un gran efecto. ¿Qué le pasa a usted?, dijo. Intenté adoptar la actitud del que no dispone más que de sus atributos estrictamente naturales. Perdón, señor, dije, levantando ligeramente el sombrero e incorporándome con un movimiento inmediatamente reprimido, la hora exacta, ¡por piedad! Me dijo una hora, ya no me acuerdo cuál, una hora que nada explicaba, eso es todo lo que sé, y que no me calmó. Pero qué hora lo hubiera conseguido. Ya sé, ya sé, vendrá una que lo hará ¿pero hasta entonces? ¿Decía usted?, dijo. Desgraciadamente yo no había dicho nada. Pero me desquité preguntándole si podría ayudarme a encontrar el camino que había perdido. No, dijo, no soy de aquí, y si estoy sentado en esta piedra es porque los hoteles están llenos o porque no han querido admitirme, no opino. Pero cuénteme usted su vida, después pensaremos lo que debe hacerse. ¡Mi vida!, exclamé. Claro, hombre, dijo, ya sabe esa especie de— ¿cómo diría yo? Reflexionó largamente, buscando sin duda aquello por lo que la vida podía ser una especie de. Por fin siguió, con voz irritada, Vamos a ver, todo el mundo lo sabe. Me empujo con el codo. Sin detalles, dijo, los hechos principales, los hechos principales. Pero como yo seguía callado dijo, Quiere usted que le cuente la mía, así entenderá. El relato que me ofreció fue breve y denso, hechos, sin explicación. Eso es lo que yo llamo una vida, dijo, ¿lo ve usted ahora? No estaba mal, su historia, de hadas incluso, en algunas partes. Le toca a usted, dijo. Pero esa Paulina, dije, ¿sigue usted con ella? Sí, dijo, pero voy a abandonarla y liarme con otra más joven y más gruesa. Viaja usted mucho, dije. Las palabras me llegaban poco a poco, y la manera de subrayarlas. Todo eso se acabó para usted, sin duda, dijo. ¿Piensa permanecer mucho entre nosotros?, dije. Esta frase me pareció especialmente bien construida. Sin indiscreción, dijo, ¿qué edad tiene usted? No lo sé, dije. ¡Que no lo sabe!, exclamó él. No exactamente, dije. ¿Piensa usted a menudo en muslos, dijo, culos, coños y alrededores? Yo no comprendía. A usted ya no se le empina, naturalmente, dijo. ¿Empinárseme?, dije. El nabo, dijo, ¿sabe usted lo que es, el nabo? No lo sabía. Aquí, dijo, entre las piernas. Ah, eso, dije. Se hincha, se alarga, se endurece y se levanta, dijo, ¿o no? No eran éstos los términos que yo hubiera empleado, sin embargo asentí. A eso le llamamos empinarse, dijo. Se abstrajo un momento, luego exclamó, ¡Fenomenal! ¿No le parece? Es curioso, dije, en efecto. Por otra parte todo está aquí, dijo. Pero ¿qué va a ser de ella? ¿Quién?, dijo. Paulina, dije. Envejecerá, dijo, con tranquila seguridad, primero lentamente, luego cada vez más aprisa, en el dolor y el rencor, padeciendo. El rostro no era abundante, pero por más que lo mirara, permanecía revestido de sus carnes, en lugar de volverse de yeso y como trabajando gubia. Incluso el vómer conservaba su abultamiento. Por otra parte las discusiones nunca me han servido para nada. Yo añoraba los tréboles, los hubiera hollado suavemente mis zapatos en la mano, y la sombra de mi bosque, lejos de esta luz terrible. ¿Qué son esas muecas?, dijo. Mantenía sobre las rodillas un gran bolso negro, parecía un estuche de comadrón imaginario. Lo abrió y me dijo que mirara. Estaba lleno de frasquitos. Brillaban. Le pregunté si eran todos parecidos. Oh, no, dijo, según. Cogió uno y me lo tendió. Un chelín, dijo, seis peniques. ¿Qué quería de mí? ¿Qué lo comprara? Partiendo de esta hipótesis le dije que no tenía dinero. ¡No tiene dinero!, exclamó. Bruscamente su mano se abatió sobre mi nuca, sus dedos poderosos se cerraron y de una sacudida me obligó a precipitarme contra él. Pero en lugar de rematarme se puso a murmurar cosas tan dulces que yo me abandoné y mi cabeza rodó sobre su regazo. Entre la voz acariciadora y los dedos que me trabajaban el cuello el contraste era insólito. Pero poco a poco las dos cosas se fundieron, en una esperanza abrumadora, si me atrevo a decirlo, y me atrevo. Porque esta noche nada tengo que perder, que pueda diferenciar. Y si he llegado al punto en el que estoy (de mi historia) sin que haya cambiado nada, porque si hubiera cambiado algo creo que lo sabría, sin embargo he llegado hasta aquí, y ya es algo, y nada ha cambiado, siempre eso he ganado. No es una razón para forzar las cosas. No, hay que cesar suavemente, sin arrastrarse pero suavemente, como cesan en la escalera los pasos del amado que no ha podido amar y que no volverá nuca, y cuyos pasos lo dicen, que no ha podido amar y que no volverá nunca. Me rechazó de repente y me enseñó de nuevo el frasquito. Todo está aquí, dijo. No debía ser el mismo todo de hace un momento. ¿Lo quiere?, dijo. No, pero dije sí, para no molestarle. Me propuso un cambio. Deme su sombrero, dijo. Me negué. ¡Qué vehemencia!, dijo. No tengo nada, dije. He salido sin nada. Deme un cordón, dijo. Me negué. Largo silencio. Y si usted me diera un beso, dijo por fin. Yo sabía que había besos en el aire. ¿Puede quitarse el sombrero?, dijo. Me lo quité. Póngaselo, dijo, está mejor con el sombrero puesto. Reflexionó, era muy ponderado. Vamos, dijo, deme un beso y no hablemos más. ¿No temía ser rechazado? No, un beso no es un cordón, y él debió leer en mi rostro que me quedaba un fondo de temperamento. Venga, dijo. Me enjugué la boca, al fondo de los pelos, y la acerqué a la suya. Un momento, dijo. Suspendí mi vuelo. ¿Usted sabe qué es un beso?, dijo. Sí, sí, dije. Sin indiscreción, dijo, cuándo ha sido el último beso que ha dado usted. Hace un momento, dije, pero aún sé darlos. Se quitó el sombrero, hongo, y se palmeó en mitad de la frente. Aquí, dijo, no en otro sitio. Tenía una bonita frente alta y blanca. Se inclinó, entornando los párpados. De prisa, dijo. Puse la boca en forma de culo de gallina, como mamá me había enseñado, y la coloqué en el sitio indicado. Basta, dijo. Levantó la mano hacia el sitio, pero ese gesto, no lo terminó. Volvió a ponerse el sombrero. Me volví y miré la acera de enfrente. Fue entonces cuando me di cuenta de que estábamos sentados frente a una carnicería de caballo. Tenga, dijo, tome. Ya se me había olvidado. Se levantó. De pie era muy pequeño. Esto para ti esto para mí, dijo, con una sonrisa radiante. Sus dientes brillaban. Escuché cómo se alejaban sus pasos. Cuando levanté la cabeza ya no había nadie. ¿Cómo contar el resto? Pero es el final. ¿O lo he soñado, sueño? No, no, nada de eso, he ahí mi respuesta, porque el sueño no es nada, una broma boba. ¡Y a pesar de todo significativo! Dije, Quédate aquí, hasta que amanezca. Espera, durmiendo, que los faroles se apaguen y las calles se animen. Preguntarás tu camino, a un guardia municipal si es preciso, estará obligado a informarte, bajo pena de faltar a su juramento. Pero me levanté y me alejé. Habían vuelto mis dolores, pero con un no sé qué de inhabitual que me impedía hacerme un ovillo. Pero decía, Poco a poco vuelves a ti. Con sólo observar mi caminar, lento, tenso, y que a cada paso parecía resolver un problema estatodinàmico, sin precedentes, me hubieran reconocido, si alguien me hubiera conocido. Crucé y me detuve ante la carnicería. Tras los cierres las cortinas estaban echadas, toscas cortinas de tela a rayas azules y blancas, colores de la Virgen, y manchadas con grandes manchas rosas. Pero se acoplaban mal en el centro y a través de la rendija pude distinguir los esqueletos tenebrosos de los caballos vaciados, suspendidos con garfios cabeza abajo. Me pegué a las paredes, hambriento de sombra. Pensar que en un momento todo será dicho, todo se dispondrá a comenzar de nuevo. Y los relojes públicos, ¿qué tenían en definitiva, los relojes públicos, cuyo sonido me asestaba, a través del aire, hasta en mi bosquecillo, grandes bofetadas frías? ¿Qué más? Ah sí, mi botín. Traté de pensar en Paulina, pero se me escapó, apenas iluminada el tiempo de un relámpago, como la joven de hace un momento. Sobre la cabra también mi pensamiento se deslizó desolado, incapaz de detenerse. Así iba en la claridad atroz, enfundado en mis viejas carnes, tenso hacia una vía de salida y pasándolas todas, a derecha y a izquierda, y el espíritu jadeante hacia esto y lo otro y siempre devuelto, allí donde nada había. Conseguí no obstante agarrarme brevemente a la niñita, el tiempo de distinguirla un poco mejor que hace un rato, de forma que llevaba una especie de cofia y apretaba en su mano libre un libro, de oraciones quizás, y tratar de hacerla sonreír, pero no sonrió, sino que desapareció engullida por la escalera, sin haberme enseñado su carita. Tuve que detenerme. Primero nada, después poco a poco, quiero decir creciendo desde el silencio y enseguida estabilizado, una especie de cuchicheo espeso, proveniente quizá de la casa que me sostenía. Eso me recordó que las casas estaban llenas de gente, de sitiados, no, no sé. Habiendo reculado para mirar por las ventanas pude darme cuenta, a pesar de los postigos, persianas y misterios, que muchas habitaciones estaban iluminadas. Era una luz tan débil, comparada con la que inundaba el bulevar, que a menos de estar advertido de lo contrario, o de sospecharlo, se hubiera podido suponer que todo el mundo dormía. El rumor no era continuo, sino entrecortado por silencios sin duda consternados. Me planteé llamar a  la puerta y pedir asilo y protección hasta la mañana. Me puse de nuevo en marcha. Pero poco a poco, con una caída a la vez brusca y suave, se hizo la oscuridad a mí alrededor. Vi apagarse, en una prodigiosa cascada de tonos lavados, una enorme masa de tonos resplandecientes. Me sorprendí admirando, a lo largo de las fachadas, el lento esparcirse de cuadros y rectángulos, rayados y unidos, amarillos, verdes, rosas, según las cortinas y los toldos, encontrándolo bonito. Después, por fin, antes de caer, primero de rodillas, a la manera de los bueyes, después cuan largo era, me encontré en medio de una muchedumbre. No perdí el conocimiento, cuando pierda yo el conocimiento será para no recuperarlo jamás. Nadie me hacía caso, aunque evitaban pisarme, consideración que debió impresionarme, yo había salido para eso. Me encontraba bien, penetrado de oscuridad y de calma, al pie de los mortales, al fondo del día profundo, si de día era. Pero la realidad, demasiado fatigado para encontrar la palabra exacta, no tardó en restablecerse, la muchedumbre se retiró, volvió la luz, y yo no tenía la necesidad de levantar la cabeza del asfalto para saber que me encontraba en el mismo vacío cegador de hace un momento. Dije, Quédate aquí, tumbado sobre estas losas amigas o neutras al menos, no abras los ojos, espera que venga el samaritano, o que llegue el día y con él los guardias municipales o quién sabe un miembro del Ejército de Salvación. Pero heme aquí de nuevo en pie, recuperado por el camino que no era el mío, a lo largo del bulevar que continuaba subiendo. Menos mal que no me esperaba, el pobre padre Breem, o Breen. Dije, El mar está al este, hay que ir hacia el oeste, a la izquierda del norte. Pero en vano levanté sin esperanza los ojos al cielo, para buscar los carros. Porque la luz donde me maceraba cegaba las estrellas, suponiendo que estuvieran allí, de lo que dudaba, acordándome de las nubes.


Samuel Beckett, 1945.