"Prohibido fumar", decía el letrero
escrito con sangre y colgado con un pelillo púbico. Mierda, pensé. Caminé hacia
donde la muchedumbre se hacía bolita.
—¿Qué?, ¿están organizando una fuga masiva?
—le pregunté al viejo que, por tener la nariz roja y una postura bonachona,
parecía Santaclos.
—¿Fuga? No'mbre, si éstos no saben ni cómo se
llaman. Están organizando la cascarita nocturna. ¿Tú también juegas? —me
preguntó Santaclos.
—No'mbre qué voy a jugar. ¿O qué, en algún
momento me vio tragando plátanos, cacahuates y haciendo demás cosas propias de
los simios? Cómo se ve que usted no es Santaclos.
—¿Santaclos? Ay, qué muchacho tan baboso —me
dijo el viejo mientras me daba la espalda y se sacaba una anforita del culo también
rojizo como su nariz y desnudo como el mío, como el de todos los que estábamos
ahí.
Pensé que estaba soñando, pero la hediondez a
mercado de la Viga y el calor sofocante eran tan intenso, que más bien dudé de
mi coherencia. Eché un vistazo de 360 grados. Aquello era como un desierto,
pero en lugar de arena, el suelo estaba cubierto por una sustancia viscosa que
a veces era transparente y otras de un blanco amarillento. Lo único que no
pertenecía a ese sitio éramos nosotros, los hombres. Me pareció escuchar el mar
a la lejanía, así que decidí separarme de la muchedumbre y dirigirme hacia
ella. Mientras subía y bajaba por las pegajosas dunas, pensaba en cómo había
llegado hasta ahí. Recordé los "oh sí", "más, más",
"mete un dedo… ¡no!, mejor la mano, o “¡no¡, de una vez el brazo…"
que entre gemidos me decía Marcela mientras hacíamos el acto. Sí, Marcela era
una de esas mujeres liberadas y golosas.
Continué guiado por mi instinto, pero más que
nada por mi olfato. La hediondez a marisquería, a cada paso, aumentaba. Cuando
llegué a la cima del monte, lo comprendí todo. Estaba en la cúspide del monte
Venus, y dentro de Marcela. Desde ahí pude observar con admiración cómo un
óvalo se desprendía desde una de las trompas de falopio. Era un sol inmenso y
rojo que lo surcaba todo y que en un momento dado, por su inmensidad y
naturaleza, explotó provocando el famoso fenómeno llamado la marea roja. Los
hombres, que unos instantes antes mantenían su mínima inteligencia en el
partidito de futbol, ahora habían sido arrasados por las devastadoras olas de
sangre y coágulos. Al final de aquel espectáculo vi cómo las rojizas y
arrugadas nalgas de Santaclos, flotaban inertes en medio de la inundación. Me
asusté y apresuré el paso. Subí, bajé, corrí. Dejé atrás el paisaje viscoso y
sangriento. Caminaba sin dejar de pensar
en la forma de huir de ese sitio hostil. ¿Y si salgo por la orina?, debe haber
alguna laguna de meados por ahí. No, seguramente las cantidades industriales de
amoniaco me matarían enseguida. ¿Y si salgo por el sudor? Nah, demasiada sal,
se me podría subir la presión hasta hacerme estallar, pensaba.
Mi preocupación aumento junto con mi fatiga. Lamenté mis precarios
conocimientos en anatomía, química, fisiología y decoración de interiores. Me
recosté sobre una viscosidad cualquiera y lloré. Pero no me salieron ni tres
lágrimas cuando un intenso olor a caca llegó sin más a cachetear mi agotada
existencia. ¡Claro! Festejé, los ánimos regresaron, pero éstos venían
acompañados de un profundo asco. Sin
embargo, después de vomitar un par de veces y con los ojos llorosos, logré
llegar hasta el intestino grueso. Y lo sabía perfecto porque mis tacos
preferidos desde siempre habían sido los de tripa. Mmmm, yomi. Ya estando a pie
de tripa escuché varias voces de hombres discutiendo sobre cuál estrategia
usarían para escapar. Aparté un poco de sebo para ver a través de la tripa
gorda, y pude ver a cuatro hombres que tenían facha de mineros; altos, fuertes
y en lugar de carbón, sus atléticos cuerpos estaban cubiertos de caca. Uno de
ellos decía que tendrían que esperar lo más repegados posible a los muros de la
tripa, y salir con el último mojón, con el último empujón. Sus compañeros
dijeron que no les daría tiempo. Uno más dijo que se internaran en donde la
mierda se mantiene almacenada y, que ya ahí, se zambulleran en el cúmulo de
excremento. “Sí, así como los pedazos de jitomate y cebolla mal masticados,
como cuando, crudo, desayunas huevos a la...” El hombre no terminó de decir la
frase y los otros de escucharla. Uno de esos pedos sorpresivos y con premio,
los hizo pedazos. Incluso pude ver cómo, a la distancia del lejano horizonte,
el torso de uno de ellos terminó despatarrado en la tanga de Marcela. Fue una
muerte horrible.
Agotado, deprimido y lleno de miedo seguí mi
camino. La temperatura se iba haciendo cada vez más tibia y un BUM, BUM, BUM
lento y constante, terminaron por sumergirme en un profundo sueño. Sí, era el
corazón cálido de mi Marcela, de mi universal Marcela.
A la mañana siguiente el BUM, BUM, BUM ya no
era lento ni constante. Ahora sonaba como una marcha de guerra; explosiones por
aquí, chispas por allá. Ay, pinche Marcela, seguramente ya te estás echando el
mañanero. Maldije. Pero enseguida recordé que Marcela corría por las mañanas.
Sí claro, Marcela me ama y yo a ella. Mientras me autoconsolaba, me invadió la
idea de aprovechar el intenso torrente sanguíneo causado por la saludable
ejercitación de Marcela. Llegaré hasta los pulmones de mi amada y podré salir
con su respiración o mejor aún, con un suspiro. Confié en mi suerte y me
arrojé. Por mera fortuna caí dentro del ventrículo derecho, el cual se conecta
con la arteria pulmonar. Debería de ser médico, pensé. El interior de los
pulmones era un océano de fuertes corrientes de aire. Unas olían a pino, otras
a tierra mojada, unas más olían a crema de señora. En la que sea, me dije. Así
que de nuevo me arrojé, pero por ir con los ojos cerrados no pude mirar lo que
se aproximaba. Debo de aclarar, para futuras exploraciones, que cuando estás
dentro de alguien, el tiempo funciona de forma distinta. Así que mientras yo
pensaba que Marcela aún estaba corriendo, ella ya hasta se había duchado y
ahora estaba terminando de desayunar. Lo que sólo significaban dos cosas: café
y cigarro. Y no sé cómo sobreviví a la mortal nube de nicotina ni a los ríos de
cafeína, pero lo hice. Estaba totalmente desorientado, intoxicado. Además mi
cuerpo estaba cubierto con las sobras ya masticadas del desayuno de Marcela y,
como no había comido en varios días, soporté el asco y comencé a devorar los
hotcakes cuasi digeridos. Ya satisfecho y recuperado, caí en cuenta de que
estaba perdido, pero no derrotado, así que decidí seguir hacia arriba, hacia la
cabeza. Por supuesto, seguramente ahí encontraré la forma de controlar este
universo y huir. Escalé, escalé y escalé hasta llegar a un santuario que tenía
facha de central camionera. Órdenes salían y sensaciones llegaban, miles de
ellas. Pregunté dónde estaba la gerencia y amablemente me dieron instrucciones.
Recorrí todas las secciones de lo que se me figuró como un elegante mall con anuncios y letreros lumínicos
por todas partes, hasta que por fin llegué. Las puertas estaban custodiadas por
dos chicas guardia. Justo arriba de sus cabezas se podía leer EGO en letras
grandes y en otras más pequeñas la frase “Sólo personal autorizado”.
—Oficiales, buenas tardes. ¿No saben por aquí
dónde están los sanitarios? Ellas sin inmutarse de mi presencia siguieron con
la mirada al frente. Híjole, lo que pasa es que llevo todo el día en la Expo de
zapatos, y pues ya me anda.
—¿Cuál expo de zapatos? —me preguntó una de
ellas.
—¿No les informaron? —las cuestioné mirándolas con sorpresa. La
que se está llevando a cabo en el centro de convenciones. Hay ofertas hasta del
80%, yo que ustedes no me la perdía.
Y sin decir agua va, las dos oficiales
salieron tras las etiquetas rojas e imaginarias. Vaya, una vez más las
mentiras, la curiosidad y las ofertas hacen de las suyas, me dije con
satisfacción de canalla.
“Mi primer beso”, “Certificado a la ganadora
del concurso de ciencia”, “Cinco kilos menos”, “Te ves más joven”, “Mira nada
más qué nalgas tan bonitas”... Miles, millones de cajas de cristal apiladas una
sobre otra y de diferentes tamaños, cada una de ellas estaba marcada con un
título diferente que, al parecer, estaban dispuestas en secciones. El morbo no
me dejó y abrí una de la sección “HOMBRES”. Primero pensé que el contenido era
pura agua. Pero después observe que en cada gota de ese líquido se podían ver
pequeñas peliculitas. Así, en la caja titulada “Marcos”, las gotitas mostraban
un paseo por el zoológico cuando Marcela tenía trece años e iba acompañada de
ese tal Marcos. Mmmm qué divertido, pensé. Decidí tomar la caja y arrojarla al
piso, ésta se rompió y el líquido contenido se convirtió en un pequeño
charquito. Seguí abriendo y rompiendo más cajitas de la sección de hombres. Ay
Marcelita, ¿y esto te infla el ego? ¡Chale! Pero ya verás cuando todo esto
termine me lo agradecerás, además como que aquí hace falta espacio para
nuestros futuros recuerdos. Rubén, Carlos, Victor, el pendejo de Jorge que
tanto me cagaba y que por cierto yo no sabía que Marcela, mi Marcela había
tenido algo qué ver con semejante retrasado. Nombres, nombres y más nombres que
terminaban estrellados contra el piso. Ya verás qué bien se verá esto sólo con
una caja, la que tenga mi nombre. Así, mi desesperación por encontrar mi caja,
hizo que creciera y creciera la inundación... Y me dejé llevar hasta que la
encontré. Era minúscula y estaba casi vacía. “Me lo voy a coger nomás por curiosidad”,
“A mí se me hace que la tiene bien chiquita”, “Pinche jodido, mira nada más
cómo me atosiga”. Ésas y dos frases más que no me atrevo ni siquiera a
recordar, eran el contenido de mi caja. Ya no busqué más y dejé que mis
lágrimas se mezclaran con la inundación. Pinche Marcela, al menos ten la
decencia de embarrarme en el pañuelo que ayer te regalé.
Por: Víctor Hugo G.
Por: Víctor Hugo G.
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