miércoles, 19 de marzo de 2014

MNEMOTHREPTOS


MNEMOTHREPTOS
A André Pieyre de Mandiargues.

Soñé que yacía en una cámara mortuoria. La blancura gélida de las paredes y el brillo diminuto y preciso de algunos instrumentos metálicos que alguien había dejado olvidados sobre la mesilla —brillan como la punta de un lápiz-tinta— hacen pensar que se trata de un quirófano infame o de un anfiteatro para la demostratio de la anatomía descriptiva…

59 palabras. El proyecto consiste en desarrollar esas 59 palabras tantas veces como lo permita una jornada ininterrumpida de trabajo. Se trata de obtener la amplitud de ese movimiento pendular de la imaginación. Se trata de escribir. Nada más.

I
Sueño que yazgo sobre una losa de mármol. Si no fuera por la cegadora blancura que de todas las cosas allí emana como una condición necesaria a la naturaleza imprecisa de este ámbito, parecería más bien la cámara mortuoria de una funeraria de beneficencia o el anfiteatro de una facultad subrepticia en un país extraño…

Empleo de la primera persona, presente de indicativo. Primer salto imaginativo. Mal dado: la palabra yazgo es una palabra inconnotante, de naturaleza fónica ríspida, que comporta una carga demasiado grande de realidad concreta, gravitatoria para que la armonía de este sueño enfermizo no se rompa. Imágenes a ser construidas: la de la mirada del rey de este país extraño. Sepulcros de yacientes. Mayor majestad que la de las estatuas ecuestres. El peso de la cruz de la espalda, crispada de escamadas guanteletas; tal vez la otra presencia, la de María de Lancaster, "la Pelirroja".



II
Yaciente, sobre una plancha de mármol. Si no hubiera sido por la blancura cegadora de las paredes que más que adivinada parecía penetrar la oscuridad y abrumarla hasta hacerla visible como algo muy negro dentro de algo muy luminoso que asemejaba un quirófano de pobre categoría o a una aula de anatomistas, hubiese sido como un cubículo aséptico en una inhumadora municipal gratuita o como una gruta funeraria cavada en el costado de una enorme roca. Súbitamente, la enorme piedra con que las buenas mujeres habían hecho tapar la entrada a la cueva hizo un leve ruido, como el que hace la arena al correr en el reloj. Unos granos me cayeron en los párpados, lo que me hizo despertar…

Muy torpemente introducido, el elemento literario ha desbordado el tono de la prosa. De pronto las líneas han dado un paso vacilante en dirección del apólogo. Infiltración de elementos de juicio ético. Inevitables en cuanto aparece la figura histórica. Proyecto futuro: una historia sin moraleja, de tema evangélico. Por otra parte digno de celebrarse considerando anticipadamente la posibilidad de que la versión III entronice al Cristo como personaje de primera persona. Un problema meramente secuencial.

III
Súbitamente, la enorme piedra que las buenas mujeres habían hecho colocar en la boca de la cueva produjo un ruido levísimo que me hizo despertar el oído: ratas sobre vidrio molido, o como el ruido que hace la arena al pasar por el cuello del vaso del reloj. Unos granos cayeron sobre mis párpados que se contrajeron como las alas de los murciélagos en los resquicios sombríos. Abrí los ojos. Yaciente, estaba yo tendido sobre una enorme losa, envuelto en un sudario ensangrentado. Un sueño de majestades imponderables me había llevado allí, con el costado traspasado por el pilum y las manos y los pies deshechos por el aguzado hierro de las crestadas escarpias con que me habían crucificado. Si no hubiera sido por la blancura cegadora que, cuando la enorme losa comenzó a desplazarse y a dejar entrar el vago relumbror de la mañana en aquel sepulcro lóbrego, emanaba de las paredes, me hubiera creído en un aula de disecadores de Alejandría o en una de las ínfimas cámaras de la funeraria edilicia gratuita que los romanos han abierto recientemente en Jerusalén.

Basura vulgar. El nuevo "tono" ha dado al traste con todo. Cabría especular sobre la naturaleza esencial de las blasfemias: estupro a dioses. Para resolver la versión III se me ocurre agregar lo siguiente:

Había yo caído en un atèlier de Asclepíades…

No sé quién me dictó lo de los Asclepíades. Un recuerdo de la lectura de La evolución histórica de las ciencias biológicas de E. Nordenskióld, en la que se atribuye a los asclepíades, una organización clánica familiar. He empleado el término francés atèlier sólo para darle a la escritura un carácter más grotesco. Inventé la palabra relumbror, para designar las fluctuaciones de la llama después de que se ha encendido el pabilo. La otra opción sería la de verter todo el cauce de la escritura hacia una solución ya congruente con la del Cristo concebido como una especie de revolucionario de su época. Se trata, como quiera que sea, de un Cristo literario que emplea adjetivos como "lóbrego" y que está en posesión de datos como que los romanos acaban de abrir una agencia funeraria gratuita para judíos indigentes. Ahora la escritura exige una solución de continuidad hacia el exterior del sepulcro, hacia los que se han quedado afuera:

Emanaba de un bello cráter de alabastro el aroma del bálsamo que José de Arimatea había enviado para que fuera sahumado el sepulcro que hacía poco había mandado cavar en la roca.
A partir de aquí la tarea consiste en volver al asunto original. La versión IV será una tentativa de excluir a Cristo de la Pasión. Regreso, sencillamente, a esa especie de quirófano abyecto:

IV
Como una estatua; soy una misma cosa con el mármol. Voy despertando hacia la blancura de estas paredes, hacia la frialdad de estas losas. Brillan acerados los instrumentos que los preparadores dejaron olvidados sobre la mesilla. Las hojas de las cuchillas despiden reflejos violentos en la penumbra cuando la luz comienza a entrar por la ranura de los batientes de la puerta corrediza de vidrio despulido que comienza a abrirse lentamente, sin que se advierta la presencia de nadie más allá del umbral. Muy cerca de mi cuerpo hay un manantial de líquido terapéutico. El perro del olfato que va naciendo en mí husmea y descubre la pista de la muerte en los algodones purulentos, olorosos a llaga, en los pequeños frascos de formol, en el reloj impertinente que me mira con su pupila de manecillas, miope como gato…

Mecánica de la acción demasiado abigarrada y farragosa. Me gusta la idea del perro del olfato (el lince de los ojos, etc.); pequeñas antonomasias zoológicas con las que se podría construir una figura semejante a la estatua de Condillac.

V
Yazgo como una estatua mortuoria y soy una misma cosa con el mármol. Despierto lentamente a la blancura de estas paredes como a un piélago blanquecino; mi cuerpo comienza a ser penetrado por la frialdad de este mármol. Brilla imprevista y cegadora la máquina de morir que han dejado aquí, cuando el haz que se mete por la ranura de la puerta corrediza la toca. Los vendajes y los sudarios mohosos se pudren en el suelo. Despierta el perro del olfato cuando rechinan las puertas. Husmea entre las deyecciones hasta que encuentra la pista que buscaba y la sigue: halla a la muerte agazapada en un rincón del quirófano entre los algodones purulentos. Salta sobre la presa y la devora ávidamente. Brilla en mi hocico debatiéndose y brilla con el brillo lento de la punta del lápiz-tinta. Tiene gusto de vómito. No muere nunca. El monstruo, por efecto de la máquina que los romanos dejaron aquí, está aprendiendo a renacer, pero mata por efecto de la lentitud extrema de sus movimientos. Su velocidad de acción es exactamente la misma que la de la arena del reloj…
Súbitas metamorfosis. Irrupción de elementos ya totalmente fuera del control de la razón. Todas esas imágenes son el producto de un movimiento clónico del espíritu. "El sueño de la razón produce…" El pequeño monstruo no se ha dado a desear mucho. "Yazgo" y "piélago" me parecen deplorables.

VI
Me sueño despertando hacia la blancura de esas paredes de quirófano deletéreo. Yaciente como una estatua funeraria me va subyugando la frialdad del mármol que me ciñe. El perro de mi olfato se despereza y husmea hacia la sombra cuando se produce un ruido levísimo y por una grieta se cuela un chorro angosto y tenue de luz eclíptica. Dijérase que alguien ha movido la losa que guarda la entrada al sepulcro. A mis pies se pudren los vendajes manchados de agua con sangre y el sudario me envuelve en un abrazo húmedo y tenaz. El perro del olfato da a la caza alcance. Sabe a vómito en el instante en que el cerdo del gusto abre los ojos de su hambre hacia la substancia en descomposición de su alimento. El ruido de ratas sobre vidrio roto solivianta al ganso vigía del oído que grazna zumbidos fisiológicos; mar de graznidos en el caracol que llevo dentro de la oreja. Laberinto de Minos: el toro del deseo; Eros, que compendia los sentidos en la blanca bestia ciega y sorda de la sinestesia. Presencia del Taurómaca más allá de la luz de la puerta. Teseo, Deseo…

…y se concreta una forma de la antitradición literaria; un género perfecto: Diatriba del Minotauro contra Teseo. Sólo tiene de Ariana el cabo de un hilo.
Algo así como:
Heme aquí convertido en esa escoria dicotómica por la que el carnicero habrá de cruzar su tranchete con el escalpelo del anatómico. Las heridas que me infligió Teseo destinan mis despojos con la misma indiferencia a los altares de Zeus que a los de Hades, pues mi cabeza cornuda y la fortaleza de mi cuerpo, si en la vida no supieron acumular más que el tenebroso conocimiento del laberinto, en la muerte satisfacen por igual el hambre de los dioses que han reclamado mi sacrificio y la de los hombres que devorarán la carne de mi rostro impasible y mis ojos ciegos; que con los huesos de mi testuz fabricarán copas y cráteres, tabaqueras, pequeños receptáculos para substancias nefandas y estimulantes; vasijas de mi cráneo para llevar pequeñas ofrendas de panecillos a los otros. Ya soñé el escalofrío que recorrerá el suave vellocino negro de mis hombros cuando sólo sirva para encubrir, como máscara, las inconsecuencias de coribantes ebrios en la procesión del dios.
Es por ello que imploro de los dioses, aunque no fuera más que por haber llevado en la vida la cornamenta que por derecho pertenecía al rey de Cnosos, me concedan la gracia de otra vida, el retorno al comienzo de mi tortuosa sabiduría de meandros y que me permitan dirimirlo, esta vez, a lo largo de mis años de libertad en la dehesa, para morir después a manos del Taurómaca, sobre la blanda arena del coso, oliendo el hierro melifluo de mi sangre espesa y humeante, resoplando de ardor en el instante en que el más jubiloso sol del mundo se derrame sobre una muchedumbre sofocada que me aclama como a un dios, levantando sus vasos de papel parafinado, haciendo en mi nombre libaciones de cerveza fría…

La muerte se agazapa entre los algodones purulentos. En la luz triste que se cuela brilla como la punta del lápiz, con su pequeño aguijón. Pero el monstruo renace en cada tarascada y me mira y me retrata con su mirada fija de cámara fotográfica;…

Sueño que soy una estatua que estaba dormida y que va despertando hacia la blancura de esas paredes, etc…

…su mirada de carátula de despertador con las pupilas bordeadas de números como pestañas; mirada miope y fija, como de imbécil, la mirada con la que la muerte me mira.

Involuntariamente (como es lo natural aquí), se ha introducido, antes del final previsto para la versión anterior, un elemento que tiene un marcado carácter irracional. El desarrollo de la estatua se vuelve problemático en virtud de que basta cualquier elemento de este tipo para romper la continuidad lógica de la escritura que la estatua (la estatua del abate de Condillac) propone como figura en un discurso filosófico.
Pero aquí se trata de un discurso literario. El personaje de Cristo no ha sido totalmente suprimido. A eso se debe la ineficacia de la escritura.
El carácter literario de un personaje de esa naturaleza, en esas circunstancias, depende de que ese personaje no tenga ningún carácter significativo; es decir: de que no sea un personaje histórico.

VII
Sueño que soy una estatua, que estaba dormida y que va despertando hacia la blancura de esas paredes de quirófano deletéreo que me circundan. Yaciente como una estatua funeraria me penetra la frialdad del mármol que me ciñe. Por la ranura de la puerta corrediza se cuela una vertical de luz eléctrica; pero todo está en silencio. Cae luz mortecina, como la arena del reloj, sobre los párpados. El arenero de la muerte va coagulando en prodigiosas cristalizaciones los humores del ojo. Dijérase que alguien ha entreabierto apenas la puerta corrediza. Eso es imposible. El perro del olfato se despereza y husmea por los rincones hasta que descubre a su presa agazapada entre los algodones purulentos. La muerte brilla en esa blancura turbia con un brillo de punta de lápiz. Es inmortal y siempre está naciendo y siempre está mirando todo con su mirada de fotografía, mirada miope y fija, como de imbécil, la mirada con la que la muerte mira desde sus escondrijos infames cuando mata.

Aunque sintetiza la mayor parte de los elementos que ya están definitivamente inscritos dentro de una unidad literaria y aunque corrige muchas deficiencias y contradicciones de los desarrollos anteriores, todavía no es redondo. El lenguaje es demasiado rígido, expositivo; falta la perspicacia de los acentos dramáticos que deben caer siempre en su sitio, de una técnica más atenta a la retórica y a la emoción de algún lector conjetural. Por otra parte eso de "Sueño que soy una estatua que estaba dormida…", no me gusta.

VII
Sueño que estoy despertando hacia un ámbito lívido. Yaciente, como una estatua mortuoria, me ciñe el blancor de las cosas de quirófano. Tienen toda la pobreza de una sala de espera de un crematorio gratuito. Hay una vertical de luz eléctrica en la ranura de la puerta y cae de la bóveda luz blanca y mortecina como arena sobre los párpados. La luz vidrea y coagula los humores del ojo. Dijérase que se oyen pasos más allá de la puerta. Es imposible. El perro del olfato se despereza y husmea por los rincones hasta que da con la presa. Descubre la pieza agazapada entre los algodones purulentos. Salta sobre ella y la atrapa. La muerte sabe renacer. Sus pequeñas garras brillan como la punta del lápiz. Sus ojos tienen la condición horrible de las navajas de rasurar desechadas.

Del desarrollo anterior he tachado la frase: "…y mira como aparato fotográfico". Decir que la muerte tiene mirada de cámara fotográfica es invertir los términos en que esa correlación se plantea: la cámara fotográfica tiene mirada como de muerte. ¿Tiene la muerte mirada de cámara fotográfica? Es preciso a estas alturas abandonar la imagen del perro del olfato, aunque no está por demás establecer el paralelo de una manera cabal: el sabueso del olfato, el lince de los ojos; ¿el qué del oído? ¿el qué del gusto? ¿del tacto? –el gato o la serpiente del tacto–. Continúan las infiltraciones literarias; involuntarias de mi parte (pero no de la del que dicta) como la de la navaja de rasurar. Me gusta más lo de la punta del lápiz.

IX
En este desarrollo los interlocutores son Sidney Greestreet que ha quedado afuera y Peter Lorre que ha penetrado en el depósito de cadáveres:
—¿Quién es el muerto?
—El muerto es ese que se ve allí, reflejado en el espejo.
—¿Puede usted distinguirlo con claridad?
—No hay más que claridad aquí. Yace sobre una plancha de disección. Está envuelto en un sudario.
—¿Y el recinto?
—El recinto es blanco. Hay mesas de mármol para los cadáveres y mangueras de hule para lavarles las vísceras…
—¿Y qué más…?
—Hay marcas en las paredes. Inexplicables. Probablemente inscripciones antiguas; vestigios memorables de anotaciones esgrafiadas por habilísimos anatomistas de la antigüedad.
—¿Se trata de un monumento?
—Probablemente. Un monumento ya desacrado por el olor de todas estas deyecciones cadaverales.
—¿No está allí el cadáver de Mr. Sebastian Baalfour?
—No; sólo está ese cadáver que se refleja en el espejo.
—¿Cómo es el monumento? ¿A la memoria de quién fue erigido? ¿Por quiénes?
—No es posible precisarlo. Las inscripciones han sido deslavadas por el tiempo y manchadas por las salpicaduras. Tal vez se trata de un atèlier de Asclepíades.
—¿Una fábrica de deyecciones y de malos olores, tal vez?
—No; taller industrial para la fabricación de preparaciones anatómicas para la Facultad.
—¿Hay una gran losa que cierra la otra entrada a la morgue?
—No; sólo hay una puerta corrediza al fondo. Una luz eléctrica encendida. Pero es imposible que haya alguien más detrás de esa puerta.
—Comprendo. ¿Está usted seguro de que ese cadáver no es el de Sebastian Baalfour?
—Es el cadáver de una mujer.
—¿De una mujer hermosa?
—El pelo rojo le cae sobre el rostro.
—Ah; ahora comprendo.
—También hay lápices.
—¿Cuántos lápices?
—Muchos lápices-tinta. Sus puntas muy afiladas brillan como perlas negras.
—¿Está recién disecado el cadáver de la inglesa?
—No; los tajos recuerdan la secuencia de la Fábrica perseguida a lo largo de tres o cuatro días por un aprendiz acucioso y metódico…
—Se trata entonces, tal vez, de un monumento a la memoria de Vesalio.
—Quizás, pero hay en el piso vendajes manchados de sangre y guantes de hule y algodones con pus.
—¿Una capilla gnóstica?
—Nada aquí lo revela. Yo creo que aquí es el intenor de la pupila de la muerte…

En el desarrollo anterior la condición automática del argumento va conduciendo toda la escritura. Ese automatismo está equilibrado por la ausencia de otro elemento, el tercero, que seria el autor acotando dramáticamente el diálogo de Sydney Greenstreet y Joel Cairo. Se trata de una anticonstrucción.

X
Sueño que acabo de morir y que estoy tendido en una plancha de anfiteatro. Al fondo hay una inscripción borrosa grabada en la bóveda. Es posible discernir: Vesalii Bruxellensis… Alguien ha escrito 3273 en mi costado con un lápiz-tinta que dejaron olvidado sobre la mesilla de los instrumentos. La punta del lápiz brilla como una perla negra.

XI
Lo que me dijo la muerte:
Tú estás aquí para cuidar que una lámpara no se extinga. Hay muchas lámparas y no sabes cuál es la que te toca guardar. Yo apago las lámparas y tú tienes que luchar conmigo. Si vences te diré el nombre del fuego que tienes que guardar. Si yo venzo de nada te servirá saberlo; de nada te servirá la ayuda de esos dos hombres, el gordo y el pequeñito que han violado la entrada a este lugar; de nada te servirá; si pierdes, la ayuda de Dios para salvarte. 


 
Por: Salvador Elizondo. Publicado originalmente dentro de la antología «El grafógrafo». México, 1972.

domingo, 16 de marzo de 2014

El buitre



Es una mañana soleada y una mujer se ha desmayado en el desierto. Su cabello negro contrasta con el oro sucio de la arena. Abandonó la casa de su madre hace dos semanas. Cruzó bosques y montañas en tren. Casi se ahoga en la corriente de un río. Sabía que cuando el suelo se poblara de arena y sólo le hiciera sombra algún matorral, estaría cerca de su destino. Subestimó el calor, la distancia y su propio cansancio. Pensó que podría hacerlo sola y que cinco litros de agua serían suficientes para cruzar el desierto.
Fran ha aprovechado los vientos de esta mañana para buscar algo de comer. Da un aleteo y mantiene sus alas firmes para deslizarse, así cada cinco segundos. Espera encontrar algo pronto, no ha comido en varios días. Piensa que sería más fácil integrarse a una bandada y olisquear desde el cielo entre muchos hasta encontrar algún zorro muerto. No tolera a los de su especie. Una cosa es comer carroña y otra es serlo, se dice. Recuerda la ocasión que junto a una bandada contempló el alumbramiento de un becerro. Cuando la vaca se descuidó, se abalanzaron él y veinte buitres más. Le picaron los ojos y el hocico hasta que murió, luego se lo comieron. Desde entonces, Fran ya no frecuentó las multitudes y prefiere cazar en solitario, aunque pase más hambre.
Vuela en círculos que se hacen cada vez mayores, empiezan siendo unos metros y al final recorre decenas de kilómetros por vuelta. Lo hace despacio, tiene todo el día. Ya caerá alguna ratita. Si no es hoy ni mañana, tendrá que recurrir a la basura, algo que a todo buitre le parece denigrante. En eso pensaba, en la mugrosa basura humana, cuando distinguió el pelaje negro de un mamífero. Era una mancha entre la arena que lo miraba fijamente, como la pupila de un ojo. Descendió con lentitud, como si fuera jalado por un embudo. Se esforzó en percibir el olor a muerte, pero no lo halló. Ya en el suelo, se acercó dando unos saltos hasta que tuvo el pie de la mujer al alcance de su pico.
Nunca había estado tan cerca de un humano. Los había visto caminar por estos parajes y conocía el inconfundible olor de los pulgares podridos, pero nunca había pensado en acercarse. Desde polluelo le infundían un miedo especial las historias que se cuentan sobre esta especie. Con delicadeza, picó un talón de la mujer. Con un salto tras otro, rodeó el cuerpo y se acercó a su cabeza. Fran veía el negro opaco de sus plumas, luego el brillo oscuro de la cabellera. Se vio en él, como un espejo de obsidiana que refleja a un ave de carbón. Sintió un vínculo que pudo ser tejido en tiempos y lugares lejanos. El cabello era tan espeso que podría resguardarse en él o arreglar su nido. Quería vivir ahí y pensó en arrebatarlo a mordidas, pero mantuvo respeto por su propietaria. Le gritó: «¡Despierta! ¿Quién eres?» No obtuvo respuesta. Tras unos minutos insistió. «¡Despierta! ¿Quién eres? Quiero llevarte conmigo. Déjame vivir en tu pelaje y te traeré todos los días los huesos más jugosos y las vísceras más finas.» Plegarias que para la mujer eran graznidos furiosos de un ave carroñera. Cuando la garganta no le daba para más emprendió el vuelo.
Regresó con un pedazo de vidrio que colocó ante los pies de la mujer. Se fue de nuevo y regresó con una corcholata percudida. Así pasó toda la tarde, de ida y vuelta por el desierto, cargando baratijas de colores brillantes. Cuando anochecía, se acercó a esperar que ella despertara. Varios insectos recorrían la piel y él se encargó de quitárselos, en especial los que se enredaban en el cabello, cautivado por la suavidad y el aroma de la seda  que cubría la cabellera. Mientras retiraba los insectos, aspiraba con tal fuerza que terminó por aceptar lo que se había negado desde hacía varias horas: olía a muerto.
Esa noche Fran durmió tranquilo con el estómago lleno y arropado en la suavidad de su nuevo nido. Al amanecer, emprendió el vuelo, más por ocio que otra cosa. Al regresar esperaba encontrar algo de tejido, pero la voracidad de una bandada lo rechazó. Por días buscó otra mancha negra en medio del desierto. Tiempo después se olvidó de los humanos y siguió buscando armadillos y ratones muertos.

Por Miguel Aguilar

Discurso pronunciado en la presentación de Historia de feminazis en América

Leonardo Garvas no pudo venir hoy, por lo que me mandó a mí: su hermano gemelo malvado. Así que cualquier equivocación de mi parte, o queja que quieran hacer, por favor hágansela saber a él vía email, twitter, facebook, o incluso dicen que todavía checa su hi5. Por lo pronto, yo les leeré esta breve reflexión que me mandó para ustedes. Comienzo:

Lo mejor de matar psíquicamente a un padre es la oportunidad de gozar el duelo, sobrevivir su ausencia y resucitarlo cuando nos canse. Tal vez imaginar que le gritamos: ¡Eres una gran porquería cabrón de mierda¡ O quizá rescatarlo de entre los muertos para que resulte un loco que trata de acabar con el hambre del mundo, el hambre del alma.

Hay pensadores pirruris, priístas y chilangos. Claro, como Octavio Paz. Y también el ejército que está contra él, que posiblemente en el fondo sea igual o más pirruris, priísta y chilango, sólo que no se ha animado a salir del closet para asumirse como tal. Pero para eso es bueno uno: para señalar lo que tanto odia, y más si eso que odia habita en uno. El padre, como símbolo o como figura de adoración, se aloja en aquello que queremos matar antes de que el padre, o sus complejas neurosis, nos maten. Quizá por eso en un inicio fue que este libro, al que hay que leer cuidando los pequeñísimos detalles y al discurso de lo no-dicho, encontró en mí cierta resistencia al verme reflejado en mis puntos más débiles y vulnerables. Sin embargo no vine aquí para hacer un análisis psicoanalítico sobre mí o sobre Sidharta, sino a tratar de seducirlos para que se acerquen a su obra.

En este mundo de las feminazis, donde hay quienes abandonaron a su hija para tratar de acabar con el hambre del alma, e hijos que le gritan a su padre: ¡Eres una gran porquería cabrón de mierda!, también hay mujeres que quieren cortarle las tetas a otras mujeres en nombre de su ideología. Hay comunas con abusos sexuales. Pero, lo mejor de todo, hay artesanos que nos ganamos la vida haciéndole creer al cliente que nuestra obra es un ingenio azaroso e incuestionable; y ellos se van contentos, o completamente insatisfechos (eso es lo de menos), para dejarnos tener una plácida experiencia con la cocaína. Este tipo de cosas son las que nos regala Sidharta en este mundo de ficción, donde todo está permitido, confiando en la lucidez del lector que –sabemos– puede leer las historias más atroces o las más gentiles sin que esto afecte su moral.  

Pero los cuentos de este libro tienen algo más que las imágenes e ideas vigorosas que produce. Cuenta con esa sensación de vacío e incertidumbre, que nos permite construir una intrigante silueta a través del silencio: lo que está ahí entre las páginas y ni el libro ni yo se los contaremos directamente, pero que van a reconocer; como una epifanía tardía que aparece en el momento más inesperado y de la manera menos habitual.

¿Les ha pasado que se encuentran a alguien haciendo algo completamente desquiciado y luego se percatan de que ese alguien son ustedes, justo cuando se ven tirados en el piso? Bueno, algo así les pasará. Pero también podrán identificar a otros, y decir: ah claro, ahí están los típicos profesores luchando por el hueso, o esos escritores muertos de hambre que han tenido que vender su dignidad para subsistir. Y no los culparé por reírse, no hay nada más jocoso que la desgracia ajena. Sin embargo el buen gusto no es algo de lo que Sidharta, a diferencia de mí, carezca. Les puedo garantizar que ante la insensibilidad del destino, también hay un misterio tan grande, el misterio de que el poeta ve. Ve donde los estereotipos de los personajes ya se han difuminado, destensado, incluso modernizado, para dejar de ser definidos por la carga que llevan. 

Pero somos Latinoamérica y aunque no nos interese hablar principalmente sobre la violencia o la globalización, éstas son tan imponentes y estamos tan expuestos a ellas, que de cierto modo permean los cuentos de Historia de las feminazis en América. Destellos de nuestra realidad, sin que la realidad sea una carta o un truco fácil para mantener la atención y la curiosidad del lector, pequeños trazos que nos dibujan el universo severo y actual que Sidharta edifica sin despreciar jamás la inteligencia que, sabemos, gozan ustedes, queridos lectores; lectores que al verse entre las letras de este libro, serán como las mariposas del Haiku de Issa Kobayashi:  

Cubierto de mariposas
El árbol muerto
florece   

Muchas gracias.  

De venta en Casa Refugio Citlaltepetl y en el siguiente link: http://www.amazon.com/Historia-feminazis-Disculpe-Molestias-Ediciones/dp/1492884472

miércoles, 5 de marzo de 2014

Los Arcanos


No sé qué hago aquí, pensó Altagracia mientras esperaba en la habitación mal iluminada por unas cuantas velas. Le dieron ganas de irse pero ya había pagado. No podía darse el lujo de perder los 800 pesos que le habían cobrado. Esperó unos minutos más, tamborileando los dedos contra su bolsa. Empezaba a dolerle a cabeza por el olor a incienso cuando, finalmente,  Madame Vidya entró. Saludó a Altagracia con voz grave mientras se sentaba frente a ella, al otro lado de la mesa. 
— ¿Lectura estándar? —preguntó mientras sacaba un mazo de cartas con las orillas desgastadas que comenzó a barajar hábilmente.
—Sí —respondió Altagracia en un tono apenas audible, sin dejar de mirar cómo las manos de Madame Vidya mezclaban con rapidez esas cartas que en pocos minutos le descifrarían su destino. 
—Usted tiene una duda, algo que le preocupa, ¿cierto?
Era increíble que una mujer que no la conocía pudiera saber eso. Altagracia se sorprendió. Al parecer, ella no estaba al tanto de que las dudas, las preocupaciones del presente y la incertidumbre del porvenir son justo los motivos por los que las personas recurren a las artes de la adivinación.
—Piense en aquello que desea saber. Concéntrese en ello mientras barajo el tarot —continuó diciendo Madame Vidya con voz pausada—, cuando usted crea que los arcanos se han mezclado lo suficiente, dígamelo.
Altagracia asintió con la cabeza, pensó unos minutos en su marido que cada vez llegaba más tarde del trabajo.
—Ya con eso está bien —le dijo mientras le hacía un gesto con la mano.  Madame Vidya puso el mazo en la mesa.
—Pártalo en tres y deme una de las tres secciones con la mano derecha —ordenó. Altagracia lo hizo y eligió el mazo del centro. Por algún motivo, es el que escogen la mayoría de las personas.
Madame Vidya agarró las cartas y puso cuatro de ellas en forma de cruz sobre la mesa. Volteó la primera de ellas. La imagen era la de un joven que sostenía en su mano derecha una moneda de oro con un pentagrama.
—Paje de pentáculos —dijo bajando un poco la voz—. Usted es una mujer casada.
—Sí, sí... —respondió Altagracia fascinada, inclinándose hacia adelante para escuchar mejor las palabras de la tarotista. No notó que Madame Vidya, mientras mezclaba las cartas, había visto con detenimiento su rostro y su atuendo, incluyendo su suéter de tianguis raído de las costuras y, por supuesto, su anillo de bodas.
—Los pentáculos representan lo material, parece que tiene problemas de dinero.
Altagracia se asombraba más con cada palabra que oía.
—Veo también que es usted muy inteligente, que es quien más aporta a su matrimonio. Aunque aún no puedo ver qué es lo que le preocupa. Para eso necesito de los otros arcanos.
—Es Gerardo, mi marido...
—No, señora, no necesita usted decir nada. El tarot todo lo sabe —dijo Madame Vidya con firmeza y destapó la segunda carta, el seis de espadas—. Veo un hombre, su marido.
La imagen era de alguien remando en una balsa con seis espadas en ella. Altagracia no entendió cómo esa carta representaba a su marido, pero no le quedó duda que de cualquier modo Madame Vidya hubiera encontrado a Gerardo en esa imagen aunque ella no lo hubiera mencionado.
—Veo que se alejó, está navegando lejos, él se fue...
Altagracia, sin pensarlo, sacudió levemente la cabeza y retrocedió un poco. Gerardo no la había abandonado, sólo había estado llegando tarde las últimas semanas.
—Claro, no me refiero a un alejamiento físico —añadió con calma Madame Vidya—. En definitiva él sigue viviendo con usted, pero se ha distanciado en lo emocional... —hizo una pausa esperando la reacción de su consultante y al verla asentir ligeramente, continuó—: Quizá viaja mucho, o habla menos con usted, o hay menos intimidad o llega tarde a casa...
Los ojos de Altagracia se llenaron de lágrimas al oír esto último
—Sí, el seis representa al tiempo, el arcano nos dice, sin lugar a dudas, que su marido pasa menos tiempo con usted porque ha estado llegando tarde a casa —dijo Madame Vidya con absoluta seguridad.
— ¿Y usted puede decirme por qué? ¿Con esto puede saberse si tiene otra? —preguntó desesperada.
—No hay secretos para el tarot —respondió con calma y destapó la tercera carta. La imagen estaba al revés, era un anciano de perfil que sostenía una lámpara con su brazo levantado.  —El ermitaño, invertido— explicó Madame Vidya— Sin duda hay otra mujer.
Altagracia apretó los labios y cubrió su boca con la mano. Apenas podía contener el llanto.
—¿En esa carta...
—Arcano —corrigió Madame Vidya.
—Perdón, ¿en ese arcano del viejito se ve una mujer?
—Sí, bueno, el ermitaño es... Bueno, verá, las imágenes del tarot son simbólicas. El ermitaño es el tiempo que pasa, significa el recuerdo —dijo Madame Vidya con su ronca voz de fumadora—, aquí claramente nos dice que usted está empezando a formar parte de su pasado... y la luz que sostiene alumbra para él un nuevo amor. Así pues, no hay duda en que este arcano simboliza que Gerardo ha conocido a otra mujer.
—Lo sabía… —murmuró Altagracia con tristeza.
—La última carta nos dirá lo que pasará en el futuro.
Madame Vidya destapó el cuarto arcano. También estaba al revés. Era un niño pequeño montando un caballo blanco, sobre él había un enorme sol de rostro serio.
—El Sol invertido. En poco tiempo, Gerardo la dejará y formará una nueva familia con ella.
Altagracia ya no preguntó cómo es que ese terrible futuro se desprendía de la imagen del niñito en el caballo. Le parecía evidente que Madame Vidya decía la verdad, considerando sus precisas predicciones con los otros tres arcanos. Era imposible dudar de las palabras de esa mujer pues, sin conocerla, sin preguntarle nada,  le había dicho con exactitud impresionante todo lo que necesitaba saber.
—Puedo alejar a esa mujer de su marido —dijo Madame Vidya—. Por cinco mil pesos le haría un trabajito. Sólo necesito una foto de su esposo, un pedazo de su ropa y un cabello.
—Gracias, de verdad, se lo agradecería muchísimo —respondió al instante Altagracia, ya sin poder contener sus lágrimas. No sabía de dónde sacaría el dinero, pero de algún modo lo haría. Estaba segura de que se sentiría tranquila una vez que Madame Vidya le hiciera el trabajito; después de todo, había demostrado sus grandes dones adivinatorios.


Por Víctor Hugo Gómez Arias