domingo, 23 de noviembre de 2014

La Creación



1
Hoy me siento: Frustrado
Hola de nuevo. Ahh, hoy no fue un día fácil. Me enojé con Universo porque no me quiere dar permiso de ir a la fiesta de Lucy. ¿Recuerdas que te conté hace como un mes que me encargó hacer otro planeta? Se me olvidó. Ahora sólo me quedan siete días. SIETE DÍAS. Y en realidad son seis, porque la fiesta es justo el día que le tengo que entregar el nuevo planeta. Realmente quiero ir. Salirme de mis obligaciones un rato. Además dicen que van a prender en llamas a los entes de Marte, y dicen que esos cuando se incendian disparan luces de neón. ¿Te imaginas? No puedo perdérmelo. Cuando le pregunté si me dejaba ir, lo primero que dijo fue "¿Ya hiciste el planeta que te pedí?". Le dije que faltaban unos detalles pero que ya casi. Ya sé, ya me había prometido no mentir, ¡pero es la fiesta de Lucy! Sabes cómo me encanta. Te escribo de él todo el tiempo. Me fascinan así. Malos, rudos. Tan sólo imagino cómo impone su maldad en... Pues ya sabes, la intimidad, y se me pone la piel chinita. Jiji.
En fin. Universo terminó diciéndome "Y que esta vez sí funcione, eh". Claro que me indigné, pero no puedo pelear más con él si quiero ir a lo de Lucifer, así que me evité la discusión y me fui. Le prometí que se lo iba a dar en menos de una semana. Ahh, cuánto estrés. Total. Me voy a estar chingando todos estos días. Hasta ahora sólo le he puesto un poco de iluminación. Sólo luz. Y bueno, a ver qué sale. Ahora sólo quiero descansar. Te escribo mañana. Xoxo


2
Hoy me siento: Motivado
Querido diario, hoy vi a Lucifer. Lo intenté besar pero él no me dejó, así que para romper el hielo le conté del nuevo mundo que estoy haciendo y pareció interesarle mucho. Dice que me puede ayudar, que él tiene varias ideas y podrían funcionar con mi proyecto. Sé que esto de hacer tratos con el diablo no es una buena idea, pero hay que admitir que tiene una enorme iniciativa; digo, cuando era súbdito mío era un cualquiera. Cuando se reveló provocó una gran polémica. Apuesto a que no soy el único que se enamoró de él. Tan fuerte, tan valiente... Es decir, ahora tiene su propio reino, tiene a sus propios lacayos, vive sin moral. No sé tú pero para mí eso es vida. Hace lo que quiere. Ese es tipo de ser que yo necesito. El punto es que tener a alguien que me impulse no está mal para nada. Se despidió de mí besando la comisura de mis labios. Me derretí.
Ah, y sobre mi nuevo planeta, he puesto agua sobre los suelos y decidí que voy a vivir arriba de él. Así podré supervisar que todo esté oquei. Voy avanzando, voy avanzando.
Cambiando de tema, creo que los ángeles tienen sospechas de mi obsesión con Lucy. En las cena no paraban de hacer indirectas. Decían cosas como "¿Y qué pasó con Belcebú, eh?" Y hacían chistes del infierno y así. Me enojé y les dije que ese nombre no se podía mencionar en mi reino. Me fui.
Te escribo mañana. Gracias por escuchar siempre.

3
Hoy me siento: Nervioso
Hoy es el tercer día y no voy tan mal con este mundo. A decir verdad, se está poniendo nais, creo que tengo el toque. Puse una parte seca. Separé los mares y en las partes donde no están, hay tierra. Ahí puse semillitas y nacerá lo que tenga que nacer. Aún con lo bien que voy me siento nervioso porque Universo quiere ver cómo lo estoy haciendo. Siento miedo, de esto dependerá su decisión. Sólo quiero que este asunto pase rápido y ya. Te cuento lo que suceda.
Abrazo. Adiós.

4
Hoy me siento: Cansado pero excitado
Universo dijo que iba bastante bien, pero me cuestionó cómo se iban a manejar los días aquí. Así que tuve que hacer en chinga dos lámparas distintas para que distingan el día de la noche. Luego tratar de que coordinaran era un pedo, y pues ya, lo dejé así. Equis. Dijo que si pongo seres vivos en estos dos días que quedan tengo el permiso de ir. Estoy a punto de lograrlo.
Lucy no me había dicho nada aún para ayudarme, entonces creí que sólo quiso calentarme. Es un cabrón, la verdad. Pero no deja de encantarme, entre más cruel es, más clavado estoy. Ay, Lucifer. Terminé por hablarle. Colgué tres veces, qué vergüenza. Cuando me contestó me dijo que me tenía por sorpresa algo, que lo fuera a visitar mañana. Estoy muy nervioso y al mismo tiempo excitadísimo. No puedo dejar de pensar en esa sorpresa. Apuesto que ya no aguanta más las ganas de tenerme suyo. Él, yo, en su casa, en el infierno. Sintiendo su sexo, ardiendo, pegando nuestras pieles llenas de sudor. Sometiéndome. Ahhhhh.
Me voy a dormir. Me espera un gran día mañana. Beso.

5
Hoy me siento: Extrañado
Desperté casi vomitando las mariposas que sentía en la panza de la emoción. Estaba listo para irme con Lucy. Hice nacer animales de los mares y aves sobre los cielos. Hice brotar de la tierra reptiles, arácnidos y bestias terrestres. Le encargué a un querubín que hiciera que se reprodujesen y ya. Fin. Creé mi mundo y en cinco días. O eso creía.
Fui a casa de Lucifer con una gran erección, esperando encontrármelo listo para que me atacara directamente de atrás y ZAS... Pero no fue así. En cuanto entré empezó a aventarme un choro. Mira, tengo entendido que ya has creado a todos tus seres de la tierra, ¿no?, dijo, pues hay un ser que es indispensable en este mundo. Un ser que domine a las bestias del mar y de los cielos y los terrestres. Que sea superior en mente, en capacidades y supervivencia. Un ser que sea a tu imagen y semejanza. Sacó de un costal a unos como bultitos de carne que se parecían mucho a mí. Los revisé rápido, puse cara así como de interesado. Eran casi iguales a mí, pero uno tenía un hoyo entre las piernas en lugar de lo que nos cuelga a mí y a Lucy (ay, ¡lo que le cuelga a Lucy!). En fin, los dejó por ahí y se acercó. Comenzó a besarme el cuello y me susurraba en la oreja "esto es lo que te faltaba y lo que yo te he ayudado a crear" y luego bajó, y bajó. Cogimos unas quinientas veces de maneras que ni siquiera yo me imaginaba. Lo más encantador que he vivido.
Tal vez pienses que me engañó con sexo. Pero si lo piensas bien no es una mala idea, o sea, un ser que sea como yo no puede tener nada de malo. Además él los hizo para mí. Porque me quiere, supongo.
Sólo les falta la personalidad, te los entrego mañana sin falta, terminó diciéndome. Entonces estoy esperando a que sea mañana para entregar el mundo a Universo y preparándome para la fiesta de Lucy. Dijo que iba a llevar más amigos y que sería mil veces mejor que hoy. Ya lo creo.
Me despido. Buenas noches.

6
Hoy me siento: Emocionado
Lucy llegó con los humanos temprano. Me besó, luego dijo que jamás jamás fallarían y se fue.
Creo que los ángeles se dieron cuenta, pero ellos me son fieles y dirían a Universo que son invención mía. Sólo me aconsejaron que les diera un poco de moral. Yo confío en Lucy, pero les hice caso. Los puse dentro del planeta tierra y lo entregué. Lo hice muy bien para haberlo hecho en seis días y con uno de descanso para fiestear.
Cuánta tranquilidad. Hasta mañana, mil besos.

7
Hoy me siento: Satisfecho
Estoy listo, querido diario. 



Por Abril Ramos

domingo, 9 de noviembre de 2014

DE CÓMO TRATÉ DE CREAR MONSTRUOS O DE LO JODIDO QUE ESTÁ HACER CIENCIA EN MÉXICO



No me pregunten por qué decidí dedicarme a hacer ciencia en este país, supongo que porque me gusta sufrir, como diría Carlos mi tutor; o quizás porque sin dolor no hay recompensa. La ciencia en primer mundo es aburrida, allá tienes todo a tu disposición, desde material de laboratorio, equipo especializado de última generación y personal técnico el cual, prácticamente, es el que hace tus experimentos y tú simplemente eres el que pone la sapiencia para analizar los datos y llegar a una conclusión que culminará en una bonita publicación en alguna de las revistas más prestigiadas dentro del ámbito científico. En cambio aquí, uno tiene que luchar a contracorriente, ser investigador en México significa que tienes que hacerla de administrador, contador, empresario, divulgador, articulista, político, innovador, hacker (por aquello de los programas para hacer análisis de tus datos que cuestan miles de pesos la suscripción anual), amante del riesgo (por aquello de trabajar con sustancias sumamente peligrosas) y, lo más importante, chorero. Sí, se necesita cierta habilidad tanto verbal como escrita para convencer a CONACYT de que tu proyecto es lo máximo, tanto como para recibir apoyos económicos, sino no podremos salvar a México de la diabetes y del cáncer. Como podrán imaginárselo, el país está manejado por una bola de burócratas que creen que la ciencia sólo sirve para resolver problemas a corto plazo. Por otra parte, uno tiene que lidiar con la comunidad científica universitaria e institucional,  allí tienes qué olvidarte del choro que le dijiste a CONACYT, porque éstos –la comunidad científica– son los que saben. Para ellos, hacer ciencia es la adquisición de nuevos conocimientos que, con uso de la tecnología, podrían aplicarse para posterior beneficio de la sociedad. Pero eso es después de años y años de esfuerzos y de conocimientos acumulados. Básicamente los descubrimientos en ciencia son así: “¡Oigan!, he descubierto tal cosa, no tengo idea de qué significa, pero con el paso de los años se le podrá encontrar alguna utilidad”. Imagínate decirle eso a CONACYT. No habría becarios de ciencias y tendríamos que conformarnos con los becarios del FONCA, qué horror.  
Pero mejor vayamos al relato, después de esta pequeña introducción. Era lunes y yo no quería salir de la ciudad.  Verán, yo trabajo con un tipo de células “especiales”, la gente no conocedora del tema las llama células madre. En teoría, cada una de estas células tiene la habilidad de poder formar cualquier tipo celular del organismo. Para demostrarlo es necesario que las células sean inyectadas en un modelo animal no humano, para que con el paso del tiempo se formen tumores. Pero no es cualquier tumor, es un teratoma. Esta palabra viene del latín teratos, que significa monstruo. Imagínate que te comience a crecer una bola en la espalda o en el muslo. Si la extirpamos, lo que obtendremos será un mazacote de tejido compuesto de diente, piel, hueso, ojo, etc. Algo así como tu hermano gemelo en potencia, pero sin ningún eje corporal estructurado. Si esa visión no les parece monstruosa, entonces no sé qué podría ser.
Mi trabajo era inyectar unas células madre de origen mexicano en mi modelo animal. Eran unos ratones transgénicos. El problema es que ellos estaban en un centro especializado ubicado en alguna Provincia al norte del país, mientras que yo estaba en un laboratorio de la Ciudad de México con mis células madre  ¿Por qué? ¿Cómo es posible que tengan una cepa muy valiosa de ratones en dicho centro? ¿Qué no saben que las condiciones no son las adecuadas? Esas son las preguntas frecuentes que me hacen mis colegas. Pero créanme, allá están mucho mejor que en la pocilga de laboratorio que tenemos en la capital, les respondía.
La situación era la siguiente: el veterinario  (de esas personas que afirman que son doctores, pero no era más que un médico de animales) de nuestro laboratorio llevaba veinte años haciendo las mismas cosas. Sí, a él no le gustaban los cambios. Su trabajo consistía en alimentar y cuidar a los animales de experimentación, de los cuales sacrificaba alrededor de cuarenta por mes. ¿Por qué? Porque simplemente nadie los ocupaba, porque nadie trabajaba. Hace un par de años llegó al laboratorio Carlos mi jefe actual, científico egresado de la UNAM. Traía consigo un caudal impresionante de conocimientos y la experiencia respaldada por varios artículos publicados. Venía con ganas de trabajar pues. No es por desdeñar a otras personas que trabajan allí,  pero él tenía la “calidad moral” suficiente como para afirmar que el veterinario no hacía bien su trabajo. Hubo pleito y el susodicho veterinario trató de sabotear las investigaciones. Los animales se le escapaban, no limpiaba sus jaulas y por lo tanto vivían sobre su propio excremento, y la temperatura de la habitación estaba por arriba de los 30°C. Los que no morían a causa del calor solían ser devorados por sus compañeros murinos de celda. Una vez encontramos una ratita que le faltaba una pata trasera. Si el animal ya traía una mutación o fue víctima de un trasplante clandestino es mejor no saberlo. Por último, el inmueble tenía algunos ocupantes poco agraciados: grandes cucarachas en el almacén de alimentos, chinches besuconas (¿de dónde rayos salen?) en el área de cirugía y larvas de algún insecto semiacuático entre los contenedores de agua. Precisamente eso representa la población mexicana, somos un conjunto de células que crecen en condiciones adversas, viviendo entre la bazofia y los parásitos.
Es por eso que los ratones transgénicos estaban mucho mejor en La Provincia. Allá por lo menos les limpian la jaula y los alimentan diario. Habría sido mucho esfuerzo en vano si los ratones se hubieran muerto.
Después de varios meses de trámites y dando por perdida su importación, los de la aduana se comunicaron al último momento para avisarnos que los ratones ya estaban en el país. Teníamos que ir a recogerlos al sur de la ciudad y partir hacia La Provincia, en donde se les reubicaría en su nuevo hogar. Todo en el menor tiempo posible, porque los ratones, al ser transgénicos, son delicados y era probable que no sobrevivieran al viaje. Recuerdo que en esa ocasión al llegar nos quedamos tres horas varados sobre la avenida principal, por efecto de las lluvias torrenciales de temporada y la mala planificación de la ciudad. Maldito tráfico provinciano, a veces se pone igual que en el DF. De milagro sobrevivieron los ratones, quizá ni siquiera son transgénicos.
Seis semanas después, nos informaron que los animales ya habían crecido y estaban listos para el trasplante con células madre. Si había sido una proeza llevar de una ciudad a otra de tercer mundo ratones extranjeros genéticamente modificados que no toleraban ningún tipo de alimento más que sus croquetas estériles de exportación nada baratas, eso no se comparaba con la siguiente parte del experimento. Objetivo: las células tenían que estar vivas al momento de ser trasplantadas. Pequeño inconveniente: había cientos de kilómetros de distancia entre mis células y los ratones.
Afortunadamente Carlos había anticipado que íbamos a tener las distancias en nuestra contra, por lo que dentro del presupuesto contábamos con la adquisición de una pequeña incubadora portátil. Uno se ve muy profesional cuando pasas con esa cosa, de acero inoxidable, fabricación alemana y con batería con seis horas de duración para mantener la temperatura a 37°C.  Quién nos viera con sofisticado aparato, con el único objetivo de preservar células vivas, mientras que en otros hospitales llevan los órganos para trasplante de un sitio a otro en hielo dentro de cajas de unicel marca OXXO.
El día esperado del trasplante tuve que llegar al laboratorio desde las 5 AM para tener todo listo. Solo nos faltaba un documento en donde nos daban autorización para poder sacar la incubadora portátil del laboratorio, no vaya a ser que nos la robáramos. Después de lidiar toda la mañana para conseguir las firmas de todos los jefes que puede haber (Jefe de Departamento, Sudirector de Investigación, Director de Investigación, Subdirector del Centro, Director del Centro de Salud, etc.), Carlos y yo por fin partimos hacia La Provincia, yo cargando la incubadora. Sobra decir que el guardia ni nos preguntó qué era lo que llevábamos dentro de la incubadora ni nos pidió el documento de permiso de salida. Tanta burocracia para perder nuestro tiempo, el de las células y el de los ratones.
Antes de abordar el auto, alguien me preguntó si con el aparato que yo traía me comunicaba con mis amigos extraterrestres. Quizá si le hubiera dicho que, técnicamente, llevaba millones de seres humanos en potencia dentro de esa incubadora, los cuales estaban destinados a formar monstruos dentro de ratones, habrían llamado de inmediato a Provida o a Greenpeace. 
Debo admitir que Carlos la hizo bien de chofer, conduciendo a 160 km/hora procurando esquivar todos los baches de la autopista, so peligro de que mis células saltaran de sus placas de vidrio y se desparramaran dentro de la incubadora.
Al llegar a nuestro destino, procedimos a hacer la operación quirúrgica para el trasplante. Nos habían procurado un especialista técnico para que nos ayudara a anestesiar los ratones. Sin embargo, el “especialista” se limitó a observarnos con una mascarilla puesta, detrás de la puerta de cristal, mientras nosotros dos estábamos encerrados en un cuarto improvisado para la cirugía, lidiando con los ratones y con las células. Todo porque el anestésico, cuyo nombre era fluor-ano (así se pronuncia, flúor-ano) era supuestamente peligroso, que te mataba las neuronas. Y el instituto no tenía la infraestructura necesaria para trabajar con esos materiales. Pero así es como se hacen las cosas aquí en México, a marchas forzadas e improvisando. Yo sólo recuerdo que me sentía muy contento y relajado mientras inyectaba las células a los ratones dormidos.  El “especialista” también se negó a ayudarnos en el antes y después de las operaciones, porque usábamos luz ultravioleta para esterilizar. Quién sabe por qué tanto miedo, si los rayos solares que inciden en algunas ciudades de La Provincia son mucho más peligrosos que una exposición directa de cinco minutos de luz ultravioleta.
En fin, han pasado dos meses desde aquello y me informan que los teratomas no se han desarrollado en los animales. Habrá que repetir el experimento.

Por: La vengadora de la ciencia.



domingo, 26 de octubre de 2014

Plaza Mauá

El cabaret en la plaza Mauá se llamaba Erótica. Y el nombre de batalla de Luisa era Carla.
Carla era bailarina en el Erótica. Estaba casada con Joaquín, quien se mataba trabajando como carpintero. Y Carla «trabajaba» de dos maneras: bailando medio desnuda y engañando al marido.
Carla era bella. Tenía dientes menudos y una cintura muy fina. Era toda frágil. Casi no tenía senos pero sus caderas eran bien torneadas. Le llevaba una hora maquillarse: después parecía una muñeca de porcelana. Tenía treinta años pero parecía de mucha menos edad.
No tenía hijos. Joaquín y ella no se hacían mucho caso. Él trabajaba hasta las diez de la noche. Ella empezaba exactamente a las diez. Dormía todo el día.
Carla era una Luisa perezosa. Llegaba de noche, a la hora de presentarse ante el público, empezaba a bostezar, tenía ganas de estar en camisón en su cama. Era también por timidez. Por increíble que pareciera, Carla era una Luisa tímida. Se desnudaba, sí, pero los primeros momentos de baile y requiebro eran de vergüenza. Sólo «se calentaba» minutos después. Entonces aparecía más desenvuelta, se contoneaba, daba todo lo mejor de sí misma. Para la samba era muy buena. Pero un blues muy romántico también la estimulaba.
La llamaban para que bebiera con los clientes. Recibía una comisión por cada botella de bebida. Escogía la más cara. Y fingía beber: no era de alcohol. Hacía que el cliente se emborrachara y gastara. Era tedioso conversar con ellos. Éstos la acariciaban, pasaban la mano por sus mínimos senos. Y ella con un bikini rutilante. Preciosa.
De vez en cuando dormía con algún cliente. Agarraba el dinero, lo guardaba bien guardadito en el sujetador y al día siguiente se iba a comprar ropa. Tenía ropa para dar y tomar. Compraba blue jeans. Y collares. Montones de collares. Pulseras y anillos.
A veces, sólo para variar, bailaba en blue jeans y sin sostén, los senos balanceándose entre collares resplandecientes. Usaba un flequito y se pintaba junto a sus delicados labios un lunar para realzar su belleza, pintado con lápiz negro. Era un encanto. Usaba pendientes largos que le colgaban, a veces de perlas, a veces de oro falso.
En sus momentos de infelicidad acudía a Celsito, un hombre que no era hombre. Se entendían bien. Ella le contaba sus amarguras, se quejaba de Joaquín, se quejaba de la inflación. Celsito, un travesti de éxito, escuchaba todo y la aconsejaba. No eran rivales. Cada uno tenía su compañero.
Celsito era hijo de una familia noble. Había abandonado todo para seguir su vocación. No bailaba. Pero usaba lápiz de labios y pestañas postizas. Los marineros de la plaza Mauá lo adoraban. Y él se hacía de rogar. Sólo cedía en última instancia. Y cobraba en dólares. Invertía el dinero, el cual cambiaba en el mercado negro, en el Banco Halles. Tenía mucho miedo de envejecer y de quedar desamparado. E incluso porque un travesti viejo era una tristeza. Para tener fuerza tomaba diariamente dos sobres de proteínas en polvo. Tenía caderas anchas y, de tanto tomar hormonas, había adquirido un facsímil de senos. El nombre de batalla de Celsito era Moleirão (el Despacioso).
Moleirão y Carla le dejaban buenas ganancias al dueño del Erótica. El ambiente tenía olor a humo y a alcohol. Y pista de baile. Era duro ser sacado a bailar por un marinero borracho. Pero qué hacer. Cada uno tiene su oficio.
Celsito había adoptado a una niñita de cuatro años. Era para ella una verdadera madre. Dormía poco para cuidar a la niña. A ésta no le faltaba nada: tenía todo de lo mejor y de lo bueno. Y hasta una sirvienta portuguesa. Los domingos Celsito llevaba a Claretita al Jardín Zoológico, en la Quinta de Buena Vista. Y ambos comían palomitas de maíz. Les daban comida a los muchachos. A Claretita le daban miedo los elefantes. Le preguntaba:
—¿Por qué tienen la nariz tan grande?
Celsito le contaba una historia fantástica donde aparecían hadas buenas y hadas malas. O también la llevaba al circo. Y los dos chupaban caramelos ruidosos. Celsito quería para Claretita un futuro brillante: matrimonio con un hombre de fortuna, hijos y joyas.
Carla tenía un gato siamés que la miraba con ojos azules y severos. Pero Carla casi no tenía tiempo de cuidar al animal: ya se pasaba el día durmiendo, ya bailando, ya haciendo compras. El gato se llamaba Leléu. Y tomaba leche con su lengüita fina y roja.
Joaquín casi no veía a Luisa. Se negaba a llamarla Carla. Joaquín era gordo y bajo, descendiente de italianos. Quien le dio el nombre de Joaquín fue una vecina portuguesa. Se llamaba Joaquín Fioriti. ¿Fioriti? De flor no tenía nada.
La empleada doméstica de Joaquín y Luisa era una negra despabilada que robaba cuanto podía. Luisa apenas comía para mantenerse en forma. Joaquín se llenaba con sopa minestrone. La empleada sabía de todo pero mantenía el pico cerrado. Se encargaba de limpiar las joyas de Carla con Brazo y Silvo. Cuando Joaquín estaba durmiendo y Carla trabajando, la sirvienta, de nombre Silvina, usaba las joyas de la patrona. Tenía un color negro medio grisáceo.
Fue así como sucedió lo que tuvo que acontecer.
Carla estaba haciendo sus confidencias a Moleirão, cuando la llamó a bailar un hombre alto y de hombros anchos. Celsito lo codiciaba y le roía la envidia. Era vengativo.
Cuando acabó el baile y Carla volvió a sentarse junto a Moleirãeto, éste apenas contenía su rabia. Y Carla inocente. No tenía la culpa de ser atractiva. El hombre grandullón bien que le había agradado. Le dijo a Celsito:
—Con éste me iba a la cama sin cobrarle nada.
Celsito permanecía callado. Eran casi las tres de la madrugada. El Erótica estaba lleno de hombres y de mujeres. Muchas madres de familia iban ahí para divertirse y ganar algún dinerito.
Entonces Carla dijo:
—Qué rico es bailar con un hombre de verdad.
Celsito brincó:
—¡Pero tú no eres una mujer de verdad!
—¿Yo? ¿Cómo que no lo soy? —se sorprendió la chica que esa noche iba vestida de negro, con un vestido largo y de manga larga, parecía una monja. Hacía eso a propósito para excitar a los hombres que querían una mujer pura.
—Tú —vociferó Celsito—, ¡de ninguna manera eres una mujer! ¡No sabes ni siquiera romper un huevo! ¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Lo sé!
Carla se volvió Luisa. Blanca, perpleja. Había sido herida en su feminidad más íntima. Perpleja, se quedó mirando a Celsito que estaba con cara de furia.
Carla no dijo palabra alguna. Se levantó, apagó el cigarro en el cenicero y, sin dar explicaciones a nadie, abandonando la fiesta en pleno auge, se retiró.
Permaneció de pie, de negro, en la plaza Mauá, a las tres de la madrugada. Como la más vagabunda de las prostitutas. Solitaria. Sin remedio. Era verdad: no sabía freír un huevo. Y Celsito era más mujer que ella.
La plaza estaba a oscuras. Luisa respiró profundamente. Miraba los postes. La plaza vacía.
Y en el cielo las estrellas.


Praça Maua, Clarice Lispector, del libro «El viacrucis del cuerpo».

El cuerpo

Xavier era un hombre truculento y cruel. Muy fuerte el hombre. Le encantaban los tangos. Fue a ver El último tango en París y se excitó terriblemente. No comprendió la película: pensaba que se trataba de un filme de sexo. No descubrió que era la historia de un hombre desesperado.
En la noche en que vio El último tango en París los tres se metieron en la cama: Xavier, Carmen y Beatriz. Todo el mundo sabía que Xavier era bígamo: vivía con dos mujeres.
Cada noche le tocaba a una. A veces dos veces por noche. A la que no le tocaba se quedaba presenciando. Ninguna tenía celos de la otra.
Beatriz comía que daba gusto: era gorda y enjundiosa. En cambio Carmen era alta y delgada.
La noche del último tango en París fue memorable para los tres. En la madrugada estaban exhaustos. Pero Carmen se levantó por la mañana, preparó un opíparo desayuno —con cucharas llenas de crema espesa de leche— y lo llevó para Beatriz y para Xavier. Estaba somnolienta. Fue necesario darse un baño en la ducha helada para ponerse en forma nuevamente.
Ese día —domingo— almorzaron a las tres de la tarde. La que cocinó fue Beatriz, la gorda. Xavier bebió vino francés. Y se comió solito un pollo entero. Entre las dos se comieron el otro pollo. Los pollos estaban rellenos con masa de harina de mandioca con pasas y ciruelas, todo impregnado, rico.
A las seis de la tarde, los tres se dirigieron a la iglesia. Parecían un bolero. El bolero de Ravel.
Y por la noche se quedaron en casa viendo la televisión y comiendo. Esa noche no sucedió nada: los tres estaban muy cansados.
Y así era, día tras día.
Xavier trabajaba mucho para mantener a las dos mujeres y a sí mismo: las comidas eran abundantes. Pero a veces engañaba a ambas con una prostituta excelente. Pero en casa nada contaba, pues no estaba loco.
Pasaban los días, los meses, los años. Nadie moría. Xavier tenía cuarenta y siete años. Carmen tenía treinta y nueve. Beatriz ya había cumplido los cincuenta.
La vida les sonreía. A veces Carmen y Beatriz salían a comprar camisas llenas de imágenes de sexo. Compraban también perfume. Carmen era más elegante. Beatriz, con sus lonjas, escogía un bikini y un sostén minúsculo para los enormes senos que poseía.
Un día Xavier llegó ya muy tarde de noche: las dos estaban desesperadas. Apenas si sabían que estaba con la prostituta. Los tres en verdad eran cuatro, como los tres mosqueteros.
Xavier llegó con un hambre de nunca acabar. Abrió una botella de champaña. Estaba en pleno vigor. Habló animadamente con las dos, les contó que la industria farmacéutica de su propiedad iba bien de finanzas. Y les propuso a ambas que los tres fueran a Montevideo, a un hotel de lujo.
Fue tal el barullo por la preparación de las tres maletas.
Carmen se llevó todo su complicado maquillaje. Beatriz salió a comprar una minifalda. Viajaron en avión. Se sentaron en la fila de tres asientos: él en medio de las dos.
En Montevideo compraron todo lo que quisieron. Incluso una máquina de coser para Beatriz y una máquina de escribir para Carmen, que quería aprender. En verdad no necesitaba nada, era una pobre desgraciada. Llevaba un diario: anotaba en las páginas del grueso cuaderno empastado en rojo las fechas en que Xavier la buscaba. Le daba el diario a Beatriz para que lo leyera.
En Montevideo compraron un libro de recetas culinarias. Sólo que estaba en francés y ellas no entendían. Parecían más palabrotas que palabras.
Entonces compraron un recetario en castellano. Y se esmeraron en las sopas y en las salsas. Aprendieron a hacer rosbif. Xavier engordó tres kilos y su fuerza de toro aumentó.
A veces las dos se acostaban en la cama. Largo era el día. Y, a pesar de que no eran lesbianas, se excitaban una a otra y hacían el amor. Amor triste.
Un día le contaron ese hecho a Xavier.
Xavier se excitó. Y quiso que esa noche las dos se amaran frente a él. Pero, ordenado de esa manera, terminó todo en nada. Las dos lloraron y Xavier se encolerizó furiosamente.
Durante tres días no le dirigió la palabra a ninguna de las dos.
Pero, durante ese intervalo, y sin encargo, las dos fueron a la cama con éxito.
Al teatro los tres no iban. Preferían ver la televisión. O cenar fuera.
Xavier comía con malos modales: agarraba la comida con las manos, hacía mucho ruido al masticar, además de comer con la boca abierta. Carmen era más refinada, le daba asco y vergüenza. Beatriz tampoco tenía vergüenza, hasta desnuda andaba por la casa.
No se sabe cómo empezó. Pero comenzó.
Un día, Xavier llegó del trabajo con marcas de lápiz de labios en la camisa. No pudo negar que había estado con su prostituta preferida. Carmen y Beatriz agarraron un trozo de palo cada una y corrieron detrás de Xavier por toda la casa. Éste corría todo desesperado, gritando: ¡perdón!, ¡perdón!, ¡perdón!
Las dos, también cansadas, finalmente dejaron de perseguirlo.
A las tres de la mañana, Xavier tuvo ganas de poseer a una de las mujeres. Llamó a Beatriz porque era la menos rencorosa. Beatriz, lánguida y cansada, se prestó a los deseos del hombre que parecía un superhombre.
Pero al día siguiente le advirtieron que ya no cocinarían para él. Que se las arreglara con la tercera mujer.
Las dos de vez en cuando lloraban y Beatriz preparó para ambas una ensalada de patatas con mayonesa.
Por la tarde fueron al cine. Cenaron fuera y sólo regresaron a casa a medianoche. Encontraron a un Xavier abatido, triste y con hambre. El intentó explicar:
—¡Es porque a veces me dan ganas durante el día!
—Entonces —le dijo Carmen—, ¿por qué no regresas a casa?
Prometió que así lo haría. Y lloró. Cuando lloró, Carmen y Beatriz se quedaron con el corazón destrozado. Esa noche, las dos hicieron el amor delante de él y él se consumía de envidia.
¿Cómo es que empezó el deseo de venganza? Las dos eran cada vez más amigas y lo despreciaban.
Él no cumplió la promesa y buscó a la prostituta. Ésta lo excitaba porque le decía muchas obscenidades. Lo llamaba hijo de puta. Él aceptaba todo.
Hasta que llegó cierto día.
O mejor, una noche. Xavier dormía plácidamente como buen ciudadano que era. Las dos permanecieron sentadas junto a una mesa, pensativas. Cada una pensaba en su infancia perdida. Y pensaron en la muerte. Carmen dijo:
—Un día nosotros tres moriremos.
Beatriz replicó:
—Y así y punto.
Tenían que esperar pacientemente el día en que cerrarían los ojos para siempre. ¿Y Xavier? ¿Qué harían con Xavier? Éste parecía un niño durmiendo.
—¿Vamos a esperar que Xavier se muera de muerte natural? —preguntó Beatriz.
Carmen pensó, pensó y dijo:
—Creo que las dos debemos darle una ayudita.
—¿Qué ayuda?
—Todavía no lo sé.
—Pero tenemos que decidir.
—Déjalo de mi cuenta, yo sé lo que hago.
Y nada de nada. Dentro de poco tiempo sería de madrugada y nada habría sucedido. Carmen preparó para las dos un café bien fuerte. Y comieron chocolate hasta la náusea. Y nada, nada ocurrió realmente.
Encendieron la radio a pilas y oyeron una angustiante música de Schubert. Era piano solo. Carmen dijo:
—Tiene que ser hoy.
Carmen era la líder y Beatriz obedecía. Era una noche especial: llena de estrellas que las miraban brillantes y tranquilas. Qué silencio. Pero qué silencio. Se aproximaron las dos a Xavier para ver si se inspiraban. Xavier roncaba. Carmen realmente se inspiró.
Le dijo a Beatriz:
—En la cocina hay dos cuchillos grandes.
—¿Y luego?
—Pues que nosotras somos dos y tenemos dos cuchillos grandes.
—¿Y luego?
—Y luego, burra, nosotras dos tenemos armas y podremos hacer lo que necesitamos hacer. Dios lo manda.
—¿No sería mejor no hablar de Dios en este momento?
—¿Quieres que hable del diablo? No, hablo de Dios porque es el dueño de todas las cosas. Del espacio y del tiempo.
Entonces entraron en la cocina. Los dos cuchillos grandes estaban filosos, eran de fino acero pulido. ¿Tendrían fuerza?
Sí, la tendrían.
Salieron armadas. La habitación estaba oscura. Ellas dieron de cuchilladas erróneamente, apuñalando la manta. La noche era fría. Entonces lograron distinguir el cuerpo dormido de Xavier.
La sangre copiosa de Xavier escurría profusamente en la cama, por el suelo.
Carmen y Beatriz se sentaron junto a la mesa del comedor, bajo la luz amarilla del foco desnudo, estaban exhaustas. Matar requiere fuerza. Fuerza humana. Fuerza divina. Las dos estaban sudadas, mudas, abatidas. Si hubieran podido, no habrían matado a su gran amor.
¿Y ahora? Ahora tenían que deshacerse del cuerpo. El cuerpo era grande. El cuerpo pesaba.
Fueron entonces al jardín y con la ayuda de dos palas cavaron en la tierra una fosa.
Y, en la oscuridad de la noche, cargaron el cuerpo hasta el jardín. Era difícil porque Xavier muerto parecía pesar más que cuando estaba vivo, pues se le había escapado el espíritu. Mientras lo cargaban, gemían de cansancio y de dolor. Beatriz lloraba.
Colocaron el gran cuerpo dentro de la fosa, la cubrieron con la tierra húmeda y olorosa del jardín, tierra buena para las plantas. Después entraron en la casa, prepararon nuevamente el café y se restablecieron un poco.
Beatriz, que era muy romántica, se pasaba el tiempo leyendo fotonovelas en las que ocurrían amores contrariados o perdidos. Ella tuvo la idea de plantar rosas en esa tierra fértil.
Entonces salieron de nuevo al jardín, agarraron una matita de rosas rojas y la plantaron en la sepultura del llorado Xavier. Amanecía. El jardín impregnado de rocío. El rocío era una bendición al asesinato. Así pensaron ellas, sentadas en el banco blanco que había ahí.
Pasaron los días. Las dos mujeres compraron vestidos negros. Y apenas comían. Cuando anochecía, la tristeza recaía sobre ellas. No tenían ya gusto para cocinar. De rabia, Carmen, colérica, rompió el libro de recetas en francés. Guardó el de castellano: nunca se sabía si aún podría ser necesario.
Beatriz pasó a ocuparse de la cocina. Ambas comían y bebían en silencio. El pie de rosas rojas parecía haber pegado. Buena mano para plantar, buena tierra propicia. Todo resuelto.
Y así quedaría cerrado el caso.
Pero sucedió que al secretario de Xavier le extrañó su prolongada ausencia. Había papeles urgentes que firmar. Como la casa de Xavier no tenía teléfono, fue hasta allá. La casa parecía impregnada de mala suerte. Las dos mujeres le dijeron que Xavier había salido de viaje, que estaba en Montevideo. El secretario no las creyó del todo pero pareció que se había tragado la historia.
A la semana siguiente, el secretario fue a la delegación. Con la policía no se juega. Primeramente, los agentes de policía no quisieron darle crédito a la historia. Pero, ante la insistencia del secretario, decidieron perezosamente dar la orden de búsqueda en la casa del polígamo. Todo en vano: nada de Xavier.
Entonces Carmen habló de esta manera:
—Xavier está en el jardín.
—¿En el jardín? ¿Haciendo qué?
—Sólo Dios lo sabe.
—Pero nosotros no vimos nada ni a nadie.
Fueron al jardín: Carmen, Beatriz, el secretario de nombre Alberto, dos agentes de policía y dos hombres más que no se sabía quiénes eran. Siete personas. Entonces Beatriz, sin ninguna lágrima en los ojos, les mostró la fosa florida. Tres hombres abrieron la sepultura, destrozando el pie de rosas que sufrían por casualidad la brutalidad humana.
Y vieron a Xavier. Estaba horrible, deformado, ya medio carcomido, con los ojos abiertos.
—¿Y ahora? —dijo uno de los agentes.
—Y ahora hay que detener a las dos mujeres.
—Pero —dijo Carmen— que sea en la misma celda.
—Mire —dijo uno de los agentes frente al secretario atónito—, lo mejor es fingir que nada ha sucedido, si no va a haber mucho barullo, mucho papeleo escrito, muchos alegatos.
—Ustedes dos —dijo el otro agente de la policía—, preparen sus maletas y váyanse a vivir a Montevideo. No nos joroben más.
Las dos dijeron:
—Muchas gracias.
Pero Xavier no dijo nada. Nada había realmente que decir.


Autor: Clarice Lispector, del libro «El viacrucis del cuerpo».

jueves, 14 de agosto de 2014

«La poesía como institución», Salvador Elizondo.




El homenaje que se ha venido rindiendo a algunos de nuestros poetas modernos durante este año me ha dado el indicio de una fuerza tremenda que habiendo pasado su periodo de gestación está naciente en el futuro próximo de este país.
He escuchado por la radio el nombre de López Velarde asociado a una ‘‘promoción’’ de muebles hechos en México con ‘‘calidad de exportación’’ y también he oído en varias ocasiones (casi siempre de patrocinio oficial) los versos de este poeta —extraídos siempre del más flojo y compendioso de sus poemas— citados en apoyo de patrañas tales como ‘‘La participación activa de López Velarde en la revolución con los carrancistas, etcétera’’, como si se tratara de subrayar un hecho que contradice de la manera más contundente lo que el propio López Velarde nos dice acerca de su ‘‘actitud’’ política en toda su obra, incluyendo La suave patria, cuya última parte es especialmente reveladora de una convicción que ya con amargura había plasmado en el último verso de un poema anterior, uno de sus mejores: El retorno maléfico.
No sé a ciencia cierta si este afán de exaltar a López Velarde por encima de su comedimiento en cuestiones políticas se ha reflejado un poco en contra de los otros dos poetas conmemorados y en especial contra Tablada y su obra que, de las tres, es la única que puede ser considerada como realmente revolucionaria aun a pesar de las ideas políticas de su autor, que, tengo entendido, no eran particularmente avanzadas o cuando menos no tan avanzadas como lo eran sus ideas poéticas.
¿Cuál es el orden en que ‘‘la Revolución’’ puede más fácilmente exaltarse a sí misma en la obra de los poetas? He ahí una pregunta que en el caso de las conmemoraciones poéticas de este año da lugar a más de una respuesta en grado absoluto; es decir que da lugar a varias respuestas equívocas, sobre todo si se tiene en cuenta que el patrón sólo admite de dos medidas, ambas ambiguas. Por una parte se juzga la vida de López Velarde (una vida inscrita —como lo revela su obra— dentro de los más estrechos márgenes de la inmutabilidad y de la indiferencia política) como de actitud revolucionaria y por otra se juzga la ‘‘personalidad’’ de Tablada (que tenía más talento aunque menos genio que López Velarde —como lo demuestra el carácter de su obra, eminentemente revolucionaria en el orden de la poesía—, un afán intenso de subvertir el orden tradicional) como la personalidad de un cobarde y de un personaje de poca monta.
Los patrocinadores tal vez no se hayan percatado, por el escaso aparato crítico que envuelve a la obra de Tablada, que posiblemente estuviera muchísimo más de acuerdo con el objetivo de sus ‘‘promociones’’ y sólo de su poema Tianguis los redactores de spots radiofónicos de nuestro organismo de comercio podrían extraer un cuantioso tesoro de dísticos con alto poder de convencimiento, como:

‘‘Los áureos chiquihuites
están llenos de chalchihuites…’’

‘‘…verde jaspe de los chilacayotes;
cinabrio de la flor de calabaza
y alabastro de los chinchayotes…’’

El hecho es que el reaccionario se ve exaltado como revolucionario y el revolucionario de la poesía se ve infamado como reaccionario político. Pero esto no es una casualidad. Obedecen este tipo de juicios a un imperativo que es el que comanda esa fuerza que ahora ya comienza a dar sus primeros frutos en la formulación de juicios —acerca de las características de cosas tan alejadas de la política como pueden serlo las obras de estos poetas— tan descabellados como antes. Esa fuerza es el nacionalismo.
La ‘‘grandeza histórica’’ de los pueblos es la medida en que ellos han influido en la vida de otros pueblos. El patrón que permite determinar esa medida es casi siempre un patrón cultural entre los pueblos cultos. Entre los otros es un patrón de dominio. Este último interesa poco ya.
Cualquier manipulación o mixtificación a la que los valores que la cultura aporta como elementos dados y consumados con fines que no son aquellos a los que la obra misma se dirige o ha sido dirigida por su autor, constituye una interferencia y una obstaculización al libre desarrollo cultural de un pueblo. La preferencia que las ‘‘promociones’’ establecen en favor de La suave patria por encima de  El sueño de los guantes negros no tardará en actuar contra los mismos patrocinadores.
Se percibe que con una tenaz insistencia se trata de exaltar ciertos valores de nuestra cultura que tiendan a fomentar el orgullo en sus instituciones y el diálogo más amplio entre todos, pero se emplea para ello el procedimiento de acendrar nuestro orgullo o en las formas más superficiales del inconsciente colectivo, mágico, como lo es el folklore, o en los equívocos históricos o críticos más profundos. ¿Mediante qué operación se realiza esta manipulación de los ‘‘valores culturales’’?
Mediante la operación de su institucionalización. Esta larga palabra permite que exista no sólo una ‘‘poesía institucional’’, un ‘‘partido (único) institucional’’, una ‘‘oposición’’ institucional, una prensa ídem y, asombrosamente, hasta una Revolución Institucional. ¿Quién, me pregunto, es el que instituye?
Por otra parte el análisis más sumario revela de inmediato, en el caso de todos los pueblos que han pretendido fundar su cultura en el nacionalismo ‘‘institucional’’, que pronto son presa de graves males, pues para subsistir han de echar mano forzosamente de sus propios materiales sin tener acceso a materiales mejores, pero externos. Es menester que los pueblos nacionalistas se abstraigan de un movimiento más vasto y general, la cultura, para poder complacerse con sus propios logros menores y no con el aprovechamiento de las realizaciones universales mejores. Cuando más profundamente cavan los pueblos en sus propias raíces por vía de esas manifestaciones casi siempre ininteligibles, como el folklore, más menguan la fuerza de su tronco y el esplendor de su follaje que son las manifestaciones conscientes y evidentes de su arte y de su pensamiento. No existe en esa medida ni una ‘‘cultura mexicana’’ ni tampoco una ‘‘cultura portuguesa’’ o una ‘‘cultura inglesa’’ —existe simplemente la cultura a la que mexicanos, portugueses o ingleses pueden hacer aportaciones de diversa índole. Si esa cultura no fuera universal no sería, justamente, la cultura.
Los pueblos de reciente o escasa tradición espiritual son llevados con frecuencia por el nacionalismo a abrevar en las mismas fuentes a las que son llevados los pueblos de vasta tradición cultural exhausta. El folklore, especialmente, es un vehículo apto para crear un esplendor grandioso en torno a le entidad que es capaz de institucionalizarlo, porque esa entidad demuestra ciertos poderes mágicos al elevar, ante los ojos de un pueblo, un ‘‘judas’’ de cartón a la potencia espiritual de una estatua de Moore o de situarlo de tal manera que sea equiparable a una escultura mexica; esa forma intrascendente (intrascendente porque ha sido concebida intrascendentemente por su autor que la ha concretado con papel, carrizo y cola, y que además la ha minado con petardos para hacerla saltar) va a plantear primero y a exigir después una actitud ritual por parte de sus contempladores en el Museo (Institucional) de Obras Efímeras e Intrascendentes (artes populares). Esa disposición ritual no tardará en convertirse en una exigencia que, por ejemplo, la Iglesia bendecidora de cañones satisface en un país tan institucionalizado como España y esa disposición exigirá tarde o temprano el hecho institucional por excelencia: la ceremonia colectiva.
Tanto por nuestro pasado histórico como por el testimonio de la historia contemporánea, es por todos motivos desaconsejable participar en esas ceremonias.

miércoles, 23 de julio de 2014

Permiso



Parece ser que llegué a la base de los camiones. Sí, aquí es la última parada. Cuando el camión se estacionó fue cuando el señor por fin se decidió bajar. Pero ahora ya no sé cómo me voy a regresar, no tengo dinero y no sé cuál es el camión de regreso.
Mi mamá me mandó sola a la casa de mi tía, me explicó qué camión debía tomar y dónde me tenía que bajar. Recuerda lo que tanto te digo, dijo, ándate siempre con cuidado, jamás hables con extraños, ni con mujeres ni mucho menos con hombres. Entonces me besó y me fui. Todo iba muy bien, no faltaba tanto, pero entonces se subió un señor que se sentó junto a mí. Yo jamás hubiera pensado que esto pudiera ser un inconveniente, hasta que me di cuenta de que ya era hora de bajarme y que no podía pasar sobre el señor. Traté de empujar los asientos de adelante pero no se movían y no encontré ningún botón en mi asiento para indicarle al conductor que ahí era donde me tenía que bajar. No podía pedirle al señor que me diera permiso, pero empujarlo tampoco me iba a funcionar, pues sus rodillas llegaban hasta el respaldo del asiento delantero. Y vi la casa de mi tía pasar, la seguía como si una cuerda mantuviera mi cabeza atada a ella, cada vez alejándose más. Mi vestido se estaba ensuciando por el sudor de mis palmas y mis labios resecos me ardían de tanto morderlos.
Tal vez se baje pronto, me decía, tal vez se baje ahora y yo pueda llegar caminando, al fin no es tan lejos. Pero el señor estaba de necio, pegado a su asiento como burlándose de mí, como retándome. Párate, párate, párate, repetía en mis adentros, pero nada. Entonces llegó el momento de la resignación. Cuando sabes que no hay remedio alguno, cuando aceptas que tu destino es la fatalidad y hasta te creas planes para que tu fin sea un poco llevadero. Escarbaba entre mis recuerdos para ver si de casualidad mi mamá no me había dicho un “sólo háblales si necesitas bajar del camión y ellos no se mueven” pero lo único que pasaba por mi cabeza era su dedo apuntándome y diciendo “No hables con extraños, no hables con extraños, ña ña ña”.  Entre que me decidía si decirle que me dejara pasar o no, me percate que el camión se había detenido y que los demás pasajeros bajaron. Servidos, gritó el conductor, comuníquenle a mis compañeros su nuevo destino.

Por Abril Ramos


jueves, 10 de julio de 2014

El incendio de las morales que se bifurcan



Un Principio Ético y un Sentido Común iban de paso cuando percibieron a lo lejos una columna de humo. Rápidamente se dirigieron al origen de donde procedía el esperado incendio, dicho lugar resultó ser una Clínica de Maternidad y Reproducción Asistida. Había muchos heridos que habían logrado escapar del edificio, entre los cuales se encontraba, a punto de desfallecer a causa del humo, un Determinismo Moral.
―¡Auxilio, sigue allí dentro un frasco con cien embriones humanos! ¡Ayúdanos Principio Ético, debes salvar a los embriones, son cien vidas humanas en peligro!
El Principio Ético se adentró entre las llamas hasta llegar a la habitación donde estaban los embriones, estaba a punto de tomar el frasco cuando se percató que había un niño recién nacido en una incubadora, el cual seguramente había sido olvidado por el Determinismo Moral. Intentó tomar a los dos pero a causa de su limitado raciocinio le era imposible rescatar a ambos; el Principio Ético sabía que debía seguir las indicaciones del Determinismo Moral, pero sentía que algo no iba bien. Era tal su dilema sobre a quién salvar que entró en crisis existencial y se desmayó. Cuando todo parecía perdido, el Sentido Común llegó al rescate. Gracias a su poderosa lógica, con un brazo tomó al recién nacido y con el otro brazo recogió al Principio Ético y los sacó del edificio a punto de derrumbarse.
―Eres un tonto, ¿por qué rescataste un solo producto a término en lugar de los cien embriones? ―le espetó un Pensamiento Pragmático al Sentido Común una vez que salió del siniestro con sus dos cargas―. El Determinismo Moral le dijo al Principio Ético que salvara específicamente a los cien embriones, ¿qué no sabes contar?, se han perdido cien vidas humanas, a cambio de solo una.
―El más tonto eres tú ―le dijo el Sentido Común―, no necesito un doctorado en bioética para saber que cien embriones de dos semanas no significan nada al lado de un recién nacido. Sólo son células como cualquier otra que conforma un organismo, ciertamente con un contenido genético humano pero sin ninguna clase de conciencia. En cambio, el recién nacido es un individuo completamente formado que siente dolor e interacciona con el mundo exterior, lo que lo hace más parecido a una persona, por lo tanto le tengo mayor empatía. Corrección: salvé a un ser humano en lugar de cien células que no tienen ningún gramo de humanidad dentro de ese frasco.
―¿A dónde vas? ―dijo el Principio Ético una vez que regresó de la inconsciencia, mientras veía a su compañero que disponía a marcharse solo―, tienes que enseñarme a ser como tú. ¡No me dejes con el cegado Determinismo Moral ni con el nefasto Pensamiento Pragmático!
―No te preocupes, te ayudaré, voy a ver si esta vez tengo suerte de ser aceptado dentro de las cabezas de muchas personas. Que tanta falta les hago.


Por Daniela Ávila





miércoles, 2 de julio de 2014

Neuromarchitosis


El ser humano nace con un número determinado de neuronas para toda la vida, las cuales se van marchitando paulatinamente y sin nuestro consentimiento a lo largo de los años. Este padecimiento lleva por nombre original: neuromarchitosis, y como a veces no sabemos en qué gastar nuestros recursos, los gobiernos han puesto a trabajar a los señores con bata blanca para tratar de comprender cómo es que ocurre la neuromarchitosis. Tras una serie de rigurosos experimentos utilizando algoritmos y pruebas estadísticas de las que poco entiendo, han llegado a la obvia conclusión de que si te dedicas a ver los espectáculos mañaneros de los canales de televisión abierta en lugar de leer un libro de ecuaciones algebraicas; o si solo te dedicas a ver películas pornográficas en lugar de hacer por uno mismo la película, o si te da flojera para escribir un cuento como el que estoy tratando de escribir, o simplemente estás envejeciendo, estás padeciendo el proceso de neuromarchitosis (aunque estas actividades si son ejecutadas en exceso, el proceso de neumarchitosis se acelera). En un principio uno pensaría que es terrible eso de quedarse sin neuronas sin las cuales no podríamos pensar nunca más en su pérdida y en otras cosas banales; pero no hay de qué preocuparse, el universo en su infinita bondad decidió que el ser humano podría sobrevivir con pocas neuronas, inclusive con una o dos. Eso lo podemos corroborar por la existencia de tantas profesiones idóneas para todos aquellos que sufren de neuromarchitosis: tenemos a los que se dedican a la política, a los líderes de sectas, los  abrazaperros, las lesboterroristas, pregonadores del fin del mundo y de la clave del éxito y de la felicidad, organizadores de asociaciones como el de la Sociedad de la Tierra Plana, escritores de libros de superventas que solo encuentras en Sanborns, conductores de programas en donde la gente va a contar sus secuestros por extraterrestres, enemigos públicos del hedonismo de derecha y, por supuesto, no olvidemos a los activistas amantes de todo lo que sea verde y que tenga clorofila, que les encanta recordarnos que la rodaja de tomate de su emparedado no es transgénico, aunque me gustaría que por lo menos les quedara una sola neurona que les hiciera recordar que ellos mismos experimentan mutaciones en cada una de sus células durante todos los días. De esta manera, pareciera que hay una correlación entre la neuromarchitosis y la soltura para hablar: cuando no hay neuronas, los pensamientos no pasan por ningún punto de control, por lo que ninguno es discriminado y todos son exteriorizados incluyendo los incongruentes. Para los que no tienen apetencia de seguir algunas de las honorables profesiones mencionadas y quieren conservar aunque sea un puñado de neuronas, se puede realizar una serie de actividades  con las cuales podemos retrasar un poco el proceso de neuromarchitosis. Por ejemplo: ahogar a las neuronas en cafeína al beber dos o tres tazas de café es suficiente para ponerlas a trabajar y evitar que se marchiten. También el sexo es placentero, perdón, quise decir, también el sexo es muy útil para retrasar la neuromarchitosis;  incluso llega a suceder que de vez en cuando brota una pequeña neurona durante el acto sexual, pero imagínense qué pasaría si todos nos dedicáramos a  coger durante todo el día, tendríamos nuevas neuronitas ansiosas por ponernos a reflexionar y entonces el Estado, así como las instituciones de índole moral, se verían en graves problemas al ser cuestionadas por la forma en que está organizada la sociedad. Ellos lo saben muy bien y es por eso que tenemos prohibido coger con quién se nos antoje en plena avenida, bajo el supuesto de alterar el orden público.
Por otra parte, la verdadera desgracia cae en unos cuantos individuos que padecen una neuromarchitosis sumamente gradual. Estos individuos, conscientes de ello, desearían acelerar la muerte de sus neuronas para poder olvidar que la mayoría de sus semejantes son más estúpidos que ellos. Pero irónicamente, al ser inteligentes, saben que un mundo con personas sin neuronas significaría la pérdida de las pocas cualidades del ser humano que merecen la pena conservarse, como la habilidad de crear arte y música. Lo más rescatable que pueden hacer estos románticos posmodernos es deshidratar a sus neuronas con alcohol o entorpecerlas con alucinógenos, para abrirse paso a la conciencia no humana y olvidar por unos momentos tantas idiotez que nos rodea. Yo lo único que espero es que una vez que la mayoría de nosotros sólo tengamos un cerebro abandonado por las neuronas, lleguen los virus a invadirlo y ocurra el apocalipsis zombie.

Por Daniela Avila. 





lunes, 12 de mayo de 2014

La despedida




Dos con quince, decía el reloj antes de que le diera la espalda al buró donde está. Es tarde para mí, debo levantarme temprano. Desde hace unas horas las sábanas se han vuelto un remolino que en vez de cubrir mis piernas tiran de una de ellas y la otra queda desnuda. Cierro los ojos pero no me entero en qué momento vuelvo a contemplar el techo blanco y sin adornos o las paredes que esconden su color salmón en la oscuridad  de la recámara. Cerraré los ojos de nuevo e intentaré dormir, aunque sé que volverá a pasar. Una y otra vez he vuelto a pensar en ver que siga ahí, en la parte de atrás del cajón de la cómoda. Pero tengo que dormir, tengo que intentarlo.
Nunca me gustaron los techos blancos. Sé que dan buena luz en las mañanas, que la pintura blanca es más barata, pero me es tan mediocre. Es como no saber qué te gusta. Fue una larga discusión. Yo quería un techo azul rey pero él quería que fuera un cuarto enteramente blanco. Me conformé con elegir los muebles en ese momento.
Tuvo carácter como para imponer sus gustos, pero terminó siendo tan cobarde como mi padre. Desde que se fue, y ahora vivo sola, he cambiado poco a poco las cosas por aquí. El salmón de las paredes es un pequeño orgullo. Lo siguiente será deshacerse de esa cómoda que dejó. Era de su madre o de su hermana, no lo sé. No sé ni por qué la trajo, él apenas usaba un par de cajones en el closet. Yo la fui llenando con todas las cosas que no le encontraba utilidad. Sus tenis viejos, cinturones ridículos que nunca usaba, cables que dejaba tirados. En el cajón de arriba empecé a dejar cosas de mujer que aparecieron por ahí y que no reconocía. Algunos aretes sin par, alguna pinza de cabello entre su ropa sucia. Casi vomito cuando encontré esas porquerías de encaje. Sabía bien a qué debían apestar. Esos cajones se convirtieron en el recipiente de las cosas que no quería que existieran, que no quería volver a ver. Pero ahora quiero volver a abrir esa cómoda. Me asomo y alcanzo a ver su silueta con la luz reflejada por ese horrible techo blanco. Si quiero dormir tengo que cerrar los ojos de una vez.
Doy más vueltas en la cama. Boca abajo es cómodo, pero me tuerzo el cuello. Boca arriba me cansó en poco tiempo. Intento de un lado pero mi propio peso me aprisiona. Del otro lado me siento bien. Adoro esta lámpara de noche. Su pantalla de papel turquesa con una franja color de capuchino a medio revolver me recuerda lo bien que mi hermana me conoce. O tal vez lo parecidas que podemos ser, aunque sea sólo en algunas cosas.
Mi hermanita. Siempre me pareció tan débil. Desde que era chica cualquiera podía burlarse de ella y no era ni para defenderse. Siempre encontraba con sus moditos dulces quién estuviera de su parte. Casi siempre fui yo la que estuvo para defenderla o jugar con ella. Éramos buenas amigas, de ésas que se saben todo una de la otra. Desde los primeros novios hasta las peores peleas. Es una lástima que desde que se casó nos vemos apenas al final de cada año. Su esposo siempre le arrebataba los momentos libres. Y cuando no, la quería ahí metida en esa casa. Estaré aún para ella, en cuanto se sienta sola. No quiero verla llorar, pero ya lo ha hecho mucho.
Prendí mi lámpara. Me paré, di unos pasos y quedé a la mitad de la habitación. Desde aquí veo la cómoda. Me pregunto si mi hermana tendrá también una. Un estorbo en su recámara, que odie, algo de lo se quiera deshacer. Supongo que todos tienen una. Estoy a sólo unos pasos de ella, podría abrir ese cajón de abajo y verlo por mi cuenta. Aunque es obvio, nadie más ha estado en mi casa más que yo, mejor regreso a la cama y me relajo.


No quise volver a ver el reloj despertador. El disgusto no me ayudaría a descansar. Siento que ha pasado ya una eternidad. Cuando era niña era mucho más fácil. No era raro que la emoción me quitara el sueño, pero siempre venía mi madre y se sentaba a mi lado. Bastaba con que me rozara el brazo con la yema de sus dedos para sentir chispitas y quedar dormida. La extrañé mucho durante mi adolescencia. Era como si siempre supiera qué hacer, en el momento preciso. Aparecía con el suéter que había olvidado cuando empezaba a hacer frío, siempre tenía un guisado caliente cuando regresaba hambrienta a la casa después de jugar. Cuando hacía algo mal, tenía el refrán adecuado para hacerme pensar lo que había hecho. Aún ahora, si tengo algo que resolver, me pregunto qué diría mi madre. Justo ahora tendría una reflexión o un refrán. Podría bajar a la cocina y encontrarla sentada, como siempre con un cigarro en los labios, esperando el chillido de la tetera para hacer un té de hierbas relajantes. Me diría “Ay, hija, has criado bastantes cuervos. Pero ni lo menciones. No se habla de la soga en la casa del ahorcado”. Tal vez habría estado ahí en el momento adecuado, cuando pasó lo de mi padre, para decirnos a las dos: “Ni intenten pescar en agua revuelta. Hasta encontrar un ajolote sería un milagro”. Si estuviera aquí tendría razones serias para desconfiar de esa cómoda. Se me han revuelto las tripas otra vez.
Blanco. Así como el techo está ahora mi cabeza. Tengo que acabar con esto. Escucho ya algunos pajarillos. Tal parece que será mejor resignarse. Aún a oscuras me levanto y preparo el baño. Bajo a comer lo que sea que esté a la mano. Fruta, pan, un trago de leche y vuelvo a subir. El vapor se alcanza a ver con en la luz amarillenta que sale debajo de la puerta del baño. El contraste hace más oscura la recámara. Me detengo al lado de la cómoda. Mi cabeza está en blanco, sólo contemplo el cajón. Me agacho lo suficiente para abrirlo un poco y meto a tientas la mano. Siento alguna baratija de plástico, algunos folletos acartonados. Muevo una cajita metálica y siento el borde pesado del revólver de mi padre. Sé que puede ser idea mía, pero siento que aún huele a pólvora quemada. Estiro un poco más los dedos y ahí está, dentro de un sobre, ahí sigue  uno de los anillos de bodas que le conseguimos a mi hermana y a su esposo. Qué curioso, me siento más tranquila. Será aun mejor cuando pase por el buzón y me deshaga de él.


Por Javo AC

miércoles, 19 de marzo de 2014

MNEMOTHREPTOS


MNEMOTHREPTOS
A André Pieyre de Mandiargues.

Soñé que yacía en una cámara mortuoria. La blancura gélida de las paredes y el brillo diminuto y preciso de algunos instrumentos metálicos que alguien había dejado olvidados sobre la mesilla —brillan como la punta de un lápiz-tinta— hacen pensar que se trata de un quirófano infame o de un anfiteatro para la demostratio de la anatomía descriptiva…

59 palabras. El proyecto consiste en desarrollar esas 59 palabras tantas veces como lo permita una jornada ininterrumpida de trabajo. Se trata de obtener la amplitud de ese movimiento pendular de la imaginación. Se trata de escribir. Nada más.

I
Sueño que yazgo sobre una losa de mármol. Si no fuera por la cegadora blancura que de todas las cosas allí emana como una condición necesaria a la naturaleza imprecisa de este ámbito, parecería más bien la cámara mortuoria de una funeraria de beneficencia o el anfiteatro de una facultad subrepticia en un país extraño…

Empleo de la primera persona, presente de indicativo. Primer salto imaginativo. Mal dado: la palabra yazgo es una palabra inconnotante, de naturaleza fónica ríspida, que comporta una carga demasiado grande de realidad concreta, gravitatoria para que la armonía de este sueño enfermizo no se rompa. Imágenes a ser construidas: la de la mirada del rey de este país extraño. Sepulcros de yacientes. Mayor majestad que la de las estatuas ecuestres. El peso de la cruz de la espalda, crispada de escamadas guanteletas; tal vez la otra presencia, la de María de Lancaster, "la Pelirroja".



II
Yaciente, sobre una plancha de mármol. Si no hubiera sido por la blancura cegadora de las paredes que más que adivinada parecía penetrar la oscuridad y abrumarla hasta hacerla visible como algo muy negro dentro de algo muy luminoso que asemejaba un quirófano de pobre categoría o a una aula de anatomistas, hubiese sido como un cubículo aséptico en una inhumadora municipal gratuita o como una gruta funeraria cavada en el costado de una enorme roca. Súbitamente, la enorme piedra con que las buenas mujeres habían hecho tapar la entrada a la cueva hizo un leve ruido, como el que hace la arena al correr en el reloj. Unos granos me cayeron en los párpados, lo que me hizo despertar…

Muy torpemente introducido, el elemento literario ha desbordado el tono de la prosa. De pronto las líneas han dado un paso vacilante en dirección del apólogo. Infiltración de elementos de juicio ético. Inevitables en cuanto aparece la figura histórica. Proyecto futuro: una historia sin moraleja, de tema evangélico. Por otra parte digno de celebrarse considerando anticipadamente la posibilidad de que la versión III entronice al Cristo como personaje de primera persona. Un problema meramente secuencial.

III
Súbitamente, la enorme piedra que las buenas mujeres habían hecho colocar en la boca de la cueva produjo un ruido levísimo que me hizo despertar el oído: ratas sobre vidrio molido, o como el ruido que hace la arena al pasar por el cuello del vaso del reloj. Unos granos cayeron sobre mis párpados que se contrajeron como las alas de los murciélagos en los resquicios sombríos. Abrí los ojos. Yaciente, estaba yo tendido sobre una enorme losa, envuelto en un sudario ensangrentado. Un sueño de majestades imponderables me había llevado allí, con el costado traspasado por el pilum y las manos y los pies deshechos por el aguzado hierro de las crestadas escarpias con que me habían crucificado. Si no hubiera sido por la blancura cegadora que, cuando la enorme losa comenzó a desplazarse y a dejar entrar el vago relumbror de la mañana en aquel sepulcro lóbrego, emanaba de las paredes, me hubiera creído en un aula de disecadores de Alejandría o en una de las ínfimas cámaras de la funeraria edilicia gratuita que los romanos han abierto recientemente en Jerusalén.

Basura vulgar. El nuevo "tono" ha dado al traste con todo. Cabría especular sobre la naturaleza esencial de las blasfemias: estupro a dioses. Para resolver la versión III se me ocurre agregar lo siguiente:

Había yo caído en un atèlier de Asclepíades…

No sé quién me dictó lo de los Asclepíades. Un recuerdo de la lectura de La evolución histórica de las ciencias biológicas de E. Nordenskióld, en la que se atribuye a los asclepíades, una organización clánica familiar. He empleado el término francés atèlier sólo para darle a la escritura un carácter más grotesco. Inventé la palabra relumbror, para designar las fluctuaciones de la llama después de que se ha encendido el pabilo. La otra opción sería la de verter todo el cauce de la escritura hacia una solución ya congruente con la del Cristo concebido como una especie de revolucionario de su época. Se trata, como quiera que sea, de un Cristo literario que emplea adjetivos como "lóbrego" y que está en posesión de datos como que los romanos acaban de abrir una agencia funeraria gratuita para judíos indigentes. Ahora la escritura exige una solución de continuidad hacia el exterior del sepulcro, hacia los que se han quedado afuera:

Emanaba de un bello cráter de alabastro el aroma del bálsamo que José de Arimatea había enviado para que fuera sahumado el sepulcro que hacía poco había mandado cavar en la roca.
A partir de aquí la tarea consiste en volver al asunto original. La versión IV será una tentativa de excluir a Cristo de la Pasión. Regreso, sencillamente, a esa especie de quirófano abyecto:

IV
Como una estatua; soy una misma cosa con el mármol. Voy despertando hacia la blancura de estas paredes, hacia la frialdad de estas losas. Brillan acerados los instrumentos que los preparadores dejaron olvidados sobre la mesilla. Las hojas de las cuchillas despiden reflejos violentos en la penumbra cuando la luz comienza a entrar por la ranura de los batientes de la puerta corrediza de vidrio despulido que comienza a abrirse lentamente, sin que se advierta la presencia de nadie más allá del umbral. Muy cerca de mi cuerpo hay un manantial de líquido terapéutico. El perro del olfato que va naciendo en mí husmea y descubre la pista de la muerte en los algodones purulentos, olorosos a llaga, en los pequeños frascos de formol, en el reloj impertinente que me mira con su pupila de manecillas, miope como gato…

Mecánica de la acción demasiado abigarrada y farragosa. Me gusta la idea del perro del olfato (el lince de los ojos, etc.); pequeñas antonomasias zoológicas con las que se podría construir una figura semejante a la estatua de Condillac.

V
Yazgo como una estatua mortuoria y soy una misma cosa con el mármol. Despierto lentamente a la blancura de estas paredes como a un piélago blanquecino; mi cuerpo comienza a ser penetrado por la frialdad de este mármol. Brilla imprevista y cegadora la máquina de morir que han dejado aquí, cuando el haz que se mete por la ranura de la puerta corrediza la toca. Los vendajes y los sudarios mohosos se pudren en el suelo. Despierta el perro del olfato cuando rechinan las puertas. Husmea entre las deyecciones hasta que encuentra la pista que buscaba y la sigue: halla a la muerte agazapada en un rincón del quirófano entre los algodones purulentos. Salta sobre la presa y la devora ávidamente. Brilla en mi hocico debatiéndose y brilla con el brillo lento de la punta del lápiz-tinta. Tiene gusto de vómito. No muere nunca. El monstruo, por efecto de la máquina que los romanos dejaron aquí, está aprendiendo a renacer, pero mata por efecto de la lentitud extrema de sus movimientos. Su velocidad de acción es exactamente la misma que la de la arena del reloj…
Súbitas metamorfosis. Irrupción de elementos ya totalmente fuera del control de la razón. Todas esas imágenes son el producto de un movimiento clónico del espíritu. "El sueño de la razón produce…" El pequeño monstruo no se ha dado a desear mucho. "Yazgo" y "piélago" me parecen deplorables.

VI
Me sueño despertando hacia la blancura de esas paredes de quirófano deletéreo. Yaciente como una estatua funeraria me va subyugando la frialdad del mármol que me ciñe. El perro de mi olfato se despereza y husmea hacia la sombra cuando se produce un ruido levísimo y por una grieta se cuela un chorro angosto y tenue de luz eclíptica. Dijérase que alguien ha movido la losa que guarda la entrada al sepulcro. A mis pies se pudren los vendajes manchados de agua con sangre y el sudario me envuelve en un abrazo húmedo y tenaz. El perro del olfato da a la caza alcance. Sabe a vómito en el instante en que el cerdo del gusto abre los ojos de su hambre hacia la substancia en descomposición de su alimento. El ruido de ratas sobre vidrio roto solivianta al ganso vigía del oído que grazna zumbidos fisiológicos; mar de graznidos en el caracol que llevo dentro de la oreja. Laberinto de Minos: el toro del deseo; Eros, que compendia los sentidos en la blanca bestia ciega y sorda de la sinestesia. Presencia del Taurómaca más allá de la luz de la puerta. Teseo, Deseo…

…y se concreta una forma de la antitradición literaria; un género perfecto: Diatriba del Minotauro contra Teseo. Sólo tiene de Ariana el cabo de un hilo.
Algo así como:
Heme aquí convertido en esa escoria dicotómica por la que el carnicero habrá de cruzar su tranchete con el escalpelo del anatómico. Las heridas que me infligió Teseo destinan mis despojos con la misma indiferencia a los altares de Zeus que a los de Hades, pues mi cabeza cornuda y la fortaleza de mi cuerpo, si en la vida no supieron acumular más que el tenebroso conocimiento del laberinto, en la muerte satisfacen por igual el hambre de los dioses que han reclamado mi sacrificio y la de los hombres que devorarán la carne de mi rostro impasible y mis ojos ciegos; que con los huesos de mi testuz fabricarán copas y cráteres, tabaqueras, pequeños receptáculos para substancias nefandas y estimulantes; vasijas de mi cráneo para llevar pequeñas ofrendas de panecillos a los otros. Ya soñé el escalofrío que recorrerá el suave vellocino negro de mis hombros cuando sólo sirva para encubrir, como máscara, las inconsecuencias de coribantes ebrios en la procesión del dios.
Es por ello que imploro de los dioses, aunque no fuera más que por haber llevado en la vida la cornamenta que por derecho pertenecía al rey de Cnosos, me concedan la gracia de otra vida, el retorno al comienzo de mi tortuosa sabiduría de meandros y que me permitan dirimirlo, esta vez, a lo largo de mis años de libertad en la dehesa, para morir después a manos del Taurómaca, sobre la blanda arena del coso, oliendo el hierro melifluo de mi sangre espesa y humeante, resoplando de ardor en el instante en que el más jubiloso sol del mundo se derrame sobre una muchedumbre sofocada que me aclama como a un dios, levantando sus vasos de papel parafinado, haciendo en mi nombre libaciones de cerveza fría…

La muerte se agazapa entre los algodones purulentos. En la luz triste que se cuela brilla como la punta del lápiz, con su pequeño aguijón. Pero el monstruo renace en cada tarascada y me mira y me retrata con su mirada fija de cámara fotográfica;…

Sueño que soy una estatua que estaba dormida y que va despertando hacia la blancura de esas paredes, etc…

…su mirada de carátula de despertador con las pupilas bordeadas de números como pestañas; mirada miope y fija, como de imbécil, la mirada con la que la muerte me mira.

Involuntariamente (como es lo natural aquí), se ha introducido, antes del final previsto para la versión anterior, un elemento que tiene un marcado carácter irracional. El desarrollo de la estatua se vuelve problemático en virtud de que basta cualquier elemento de este tipo para romper la continuidad lógica de la escritura que la estatua (la estatua del abate de Condillac) propone como figura en un discurso filosófico.
Pero aquí se trata de un discurso literario. El personaje de Cristo no ha sido totalmente suprimido. A eso se debe la ineficacia de la escritura.
El carácter literario de un personaje de esa naturaleza, en esas circunstancias, depende de que ese personaje no tenga ningún carácter significativo; es decir: de que no sea un personaje histórico.

VII
Sueño que soy una estatua, que estaba dormida y que va despertando hacia la blancura de esas paredes de quirófano deletéreo que me circundan. Yaciente como una estatua funeraria me penetra la frialdad del mármol que me ciñe. Por la ranura de la puerta corrediza se cuela una vertical de luz eléctrica; pero todo está en silencio. Cae luz mortecina, como la arena del reloj, sobre los párpados. El arenero de la muerte va coagulando en prodigiosas cristalizaciones los humores del ojo. Dijérase que alguien ha entreabierto apenas la puerta corrediza. Eso es imposible. El perro del olfato se despereza y husmea por los rincones hasta que descubre a su presa agazapada entre los algodones purulentos. La muerte brilla en esa blancura turbia con un brillo de punta de lápiz. Es inmortal y siempre está naciendo y siempre está mirando todo con su mirada de fotografía, mirada miope y fija, como de imbécil, la mirada con la que la muerte mira desde sus escondrijos infames cuando mata.

Aunque sintetiza la mayor parte de los elementos que ya están definitivamente inscritos dentro de una unidad literaria y aunque corrige muchas deficiencias y contradicciones de los desarrollos anteriores, todavía no es redondo. El lenguaje es demasiado rígido, expositivo; falta la perspicacia de los acentos dramáticos que deben caer siempre en su sitio, de una técnica más atenta a la retórica y a la emoción de algún lector conjetural. Por otra parte eso de "Sueño que soy una estatua que estaba dormida…", no me gusta.

VII
Sueño que estoy despertando hacia un ámbito lívido. Yaciente, como una estatua mortuoria, me ciñe el blancor de las cosas de quirófano. Tienen toda la pobreza de una sala de espera de un crematorio gratuito. Hay una vertical de luz eléctrica en la ranura de la puerta y cae de la bóveda luz blanca y mortecina como arena sobre los párpados. La luz vidrea y coagula los humores del ojo. Dijérase que se oyen pasos más allá de la puerta. Es imposible. El perro del olfato se despereza y husmea por los rincones hasta que da con la presa. Descubre la pieza agazapada entre los algodones purulentos. Salta sobre ella y la atrapa. La muerte sabe renacer. Sus pequeñas garras brillan como la punta del lápiz. Sus ojos tienen la condición horrible de las navajas de rasurar desechadas.

Del desarrollo anterior he tachado la frase: "…y mira como aparato fotográfico". Decir que la muerte tiene mirada de cámara fotográfica es invertir los términos en que esa correlación se plantea: la cámara fotográfica tiene mirada como de muerte. ¿Tiene la muerte mirada de cámara fotográfica? Es preciso a estas alturas abandonar la imagen del perro del olfato, aunque no está por demás establecer el paralelo de una manera cabal: el sabueso del olfato, el lince de los ojos; ¿el qué del oído? ¿el qué del gusto? ¿del tacto? –el gato o la serpiente del tacto–. Continúan las infiltraciones literarias; involuntarias de mi parte (pero no de la del que dicta) como la de la navaja de rasurar. Me gusta más lo de la punta del lápiz.

IX
En este desarrollo los interlocutores son Sidney Greestreet que ha quedado afuera y Peter Lorre que ha penetrado en el depósito de cadáveres:
—¿Quién es el muerto?
—El muerto es ese que se ve allí, reflejado en el espejo.
—¿Puede usted distinguirlo con claridad?
—No hay más que claridad aquí. Yace sobre una plancha de disección. Está envuelto en un sudario.
—¿Y el recinto?
—El recinto es blanco. Hay mesas de mármol para los cadáveres y mangueras de hule para lavarles las vísceras…
—¿Y qué más…?
—Hay marcas en las paredes. Inexplicables. Probablemente inscripciones antiguas; vestigios memorables de anotaciones esgrafiadas por habilísimos anatomistas de la antigüedad.
—¿Se trata de un monumento?
—Probablemente. Un monumento ya desacrado por el olor de todas estas deyecciones cadaverales.
—¿No está allí el cadáver de Mr. Sebastian Baalfour?
—No; sólo está ese cadáver que se refleja en el espejo.
—¿Cómo es el monumento? ¿A la memoria de quién fue erigido? ¿Por quiénes?
—No es posible precisarlo. Las inscripciones han sido deslavadas por el tiempo y manchadas por las salpicaduras. Tal vez se trata de un atèlier de Asclepíades.
—¿Una fábrica de deyecciones y de malos olores, tal vez?
—No; taller industrial para la fabricación de preparaciones anatómicas para la Facultad.
—¿Hay una gran losa que cierra la otra entrada a la morgue?
—No; sólo hay una puerta corrediza al fondo. Una luz eléctrica encendida. Pero es imposible que haya alguien más detrás de esa puerta.
—Comprendo. ¿Está usted seguro de que ese cadáver no es el de Sebastian Baalfour?
—Es el cadáver de una mujer.
—¿De una mujer hermosa?
—El pelo rojo le cae sobre el rostro.
—Ah; ahora comprendo.
—También hay lápices.
—¿Cuántos lápices?
—Muchos lápices-tinta. Sus puntas muy afiladas brillan como perlas negras.
—¿Está recién disecado el cadáver de la inglesa?
—No; los tajos recuerdan la secuencia de la Fábrica perseguida a lo largo de tres o cuatro días por un aprendiz acucioso y metódico…
—Se trata entonces, tal vez, de un monumento a la memoria de Vesalio.
—Quizás, pero hay en el piso vendajes manchados de sangre y guantes de hule y algodones con pus.
—¿Una capilla gnóstica?
—Nada aquí lo revela. Yo creo que aquí es el intenor de la pupila de la muerte…

En el desarrollo anterior la condición automática del argumento va conduciendo toda la escritura. Ese automatismo está equilibrado por la ausencia de otro elemento, el tercero, que seria el autor acotando dramáticamente el diálogo de Sydney Greenstreet y Joel Cairo. Se trata de una anticonstrucción.

X
Sueño que acabo de morir y que estoy tendido en una plancha de anfiteatro. Al fondo hay una inscripción borrosa grabada en la bóveda. Es posible discernir: Vesalii Bruxellensis… Alguien ha escrito 3273 en mi costado con un lápiz-tinta que dejaron olvidado sobre la mesilla de los instrumentos. La punta del lápiz brilla como una perla negra.

XI
Lo que me dijo la muerte:
Tú estás aquí para cuidar que una lámpara no se extinga. Hay muchas lámparas y no sabes cuál es la que te toca guardar. Yo apago las lámparas y tú tienes que luchar conmigo. Si vences te diré el nombre del fuego que tienes que guardar. Si yo venzo de nada te servirá saberlo; de nada te servirá la ayuda de esos dos hombres, el gordo y el pequeñito que han violado la entrada a este lugar; de nada te servirá; si pierdes, la ayuda de Dios para salvarte. 


 
Por: Salvador Elizondo. Publicado originalmente dentro de la antología «El grafógrafo». México, 1972.