MNEMOTHREPTOS
A
André Pieyre de Mandiargues.
Soñé
que yacía en una cámara mortuoria. La blancura gélida de las paredes y el
brillo diminuto y preciso de algunos instrumentos metálicos que alguien había
dejado olvidados sobre la mesilla —brillan como la punta de un lápiz-tinta—
hacen pensar que se trata de un quirófano infame o de un anfiteatro para la demostratio de la anatomía descriptiva…
59 palabras. El
proyecto consiste en desarrollar esas 59 palabras tantas veces como lo permita
una jornada ininterrumpida de trabajo. Se trata de obtener la amplitud de ese
movimiento pendular de la imaginación. Se trata de escribir. Nada más.
I
Sueño
que yazgo sobre una losa de mármol. Si no fuera por la cegadora blancura que de
todas las cosas allí emana como una condición necesaria a la naturaleza
imprecisa de este ámbito, parecería más bien la cámara mortuoria de una
funeraria de beneficencia o el anfiteatro de una facultad subrepticia en un
país extraño…
Empleo de la
primera persona, presente de indicativo. Primer salto imaginativo. Mal dado: la
palabra yazgo es una palabra
inconnotante, de naturaleza fónica ríspida, que comporta una carga demasiado
grande de realidad concreta, gravitatoria para que la armonía de este sueño
enfermizo no se rompa. Imágenes a ser construidas: la de la mirada del rey de
este país extraño. Sepulcros de yacientes. Mayor majestad que la de las
estatuas ecuestres. El peso de la cruz de la espalda, crispada de escamadas
guanteletas; tal vez la otra presencia, la de María de Lancaster, "la
Pelirroja".
II
Yaciente,
sobre una plancha de mármol. Si no hubiera sido por la blancura cegadora de las
paredes que más que adivinada parecía penetrar la oscuridad y abrumarla hasta
hacerla visible como algo muy negro dentro de algo muy luminoso que asemejaba
un quirófano de pobre categoría o a una aula de anatomistas, hubiese sido como
un cubículo aséptico en una inhumadora municipal gratuita o como una gruta
funeraria cavada en el costado de una enorme roca. Súbitamente, la enorme
piedra con que las buenas mujeres habían hecho tapar la entrada a la cueva hizo
un leve ruido, como el que hace la arena al correr en el reloj. Unos granos me
cayeron en los párpados, lo que me hizo despertar…
Muy torpemente
introducido, el elemento literario ha desbordado el tono de la prosa. De pronto
las líneas han dado un paso vacilante en dirección del apólogo. Infiltración de
elementos de juicio ético. Inevitables en cuanto aparece la figura histórica.
Proyecto futuro: una historia sin moraleja, de tema evangélico. Por otra parte
digno de celebrarse considerando anticipadamente la posibilidad de que la
versión III entronice al Cristo como personaje de primera persona. Un problema
meramente secuencial.
III
Súbitamente,
la enorme piedra que las buenas mujeres habían hecho colocar en la boca de la
cueva produjo un ruido levísimo que me hizo despertar el oído: ratas sobre
vidrio molido, o como el ruido que hace la arena al pasar por el cuello del
vaso del reloj. Unos granos cayeron sobre mis párpados que se contrajeron como
las alas de los murciélagos en los resquicios sombríos. Abrí los ojos.
Yaciente, estaba yo tendido sobre una enorme losa, envuelto en un sudario
ensangrentado. Un sueño de majestades imponderables me había llevado allí, con
el costado traspasado por el pilum y
las manos y los pies deshechos por el aguzado hierro de las crestadas escarpias
con que me habían crucificado. Si no hubiera sido por la blancura cegadora que,
cuando la enorme losa comenzó a desplazarse y a dejar entrar el vago relumbror
de la mañana en aquel sepulcro lóbrego, emanaba de las paredes, me hubiera
creído en un aula de disecadores de Alejandría o en una de las ínfimas cámaras
de la funeraria edilicia gratuita que los romanos han abierto recientemente en
Jerusalén.
Basura vulgar. El
nuevo "tono" ha dado al traste con todo. Cabría especular sobre la
naturaleza esencial de las blasfemias: estupro a dioses. Para resolver la
versión III se me ocurre agregar lo siguiente:
Había
yo caído en un atèlier de
Asclepíades…
No sé quién me
dictó lo de los Asclepíades. Un recuerdo de la lectura de La evolución histórica de las ciencias biológicas de E.
Nordenskióld, en la que se atribuye a los asclepíades, una organización clánica
familiar. He empleado el término francés atèlier
sólo para darle a la escritura un carácter más grotesco. Inventé la palabra relumbror, para designar las
fluctuaciones de la llama después de que se ha encendido el pabilo. La otra
opción sería la de verter todo el cauce de la escritura hacia una solución ya
congruente con la del Cristo concebido como una especie de revolucionario de su
época. Se trata, como quiera que sea, de un Cristo literario que emplea
adjetivos como "lóbrego" y que está en posesión de datos como que los
romanos acaban de abrir una agencia funeraria gratuita para judíos indigentes.
Ahora la escritura exige una solución de continuidad hacia el exterior del sepulcro, hacia los que se han quedado
afuera:
Emanaba
de un bello cráter de alabastro el aroma del bálsamo que José de Arimatea había
enviado para que fuera sahumado el sepulcro que hacía poco había mandado cavar
en la roca.
A partir de aquí
la tarea consiste en volver al asunto original. La versión IV será una
tentativa de excluir a Cristo de la Pasión. Regreso, sencillamente, a esa
especie de quirófano abyecto:
IV
Como una estatua; soy una misma cosa con el mármol. Voy
despertando hacia la blancura de estas paredes, hacia la frialdad de estas
losas. Brillan acerados los instrumentos que los preparadores dejaron olvidados
sobre la mesilla. Las hojas de las cuchillas despiden reflejos violentos en la
penumbra cuando la luz comienza a entrar por la ranura de los batientes de la
puerta corrediza de vidrio despulido que comienza a abrirse lentamente, sin que
se advierta la presencia de nadie más allá del umbral. Muy cerca de mi cuerpo
hay un manantial de líquido terapéutico. El perro del olfato que va naciendo en
mí husmea y descubre la pista de la muerte en los algodones purulentos,
olorosos a llaga, en los pequeños frascos de
formol, en el reloj impertinente que me mira con su pupila de manecillas, miope
como gato…
Mecánica
de la acción demasiado abigarrada y farragosa. Me gusta la idea del perro del
olfato (el lince de los ojos, etc.); pequeñas antonomasias zoológicas con las
que se podría construir una figura semejante a la estatua de Condillac.
V
Yazgo como una
estatua mortuoria y soy una misma cosa con el mármol. Despierto lentamente a la
blancura de estas paredes como a un piélago blanquecino; mi cuerpo comienza a
ser penetrado por la frialdad de este mármol. Brilla imprevista y cegadora la
máquina de morir que han dejado aquí, cuando el haz que se mete por la ranura
de la puerta corrediza la toca. Los vendajes y los sudarios mohosos se pudren
en el suelo. Despierta el perro del olfato cuando rechinan las puertas. Husmea
entre las deyecciones hasta que encuentra la pista que buscaba y la sigue:
halla a la muerte agazapada en un rincón del quirófano entre los algodones
purulentos. Salta sobre la presa y la devora ávidamente. Brilla en mi hocico debatiéndose
y brilla con el brillo lento de la punta del lápiz-tinta. Tiene gusto de
vómito. No muere nunca. El monstruo, por efecto de la máquina que los romanos
dejaron aquí, está aprendiendo a renacer, pero mata por efecto de la lentitud
extrema de sus movimientos. Su velocidad de acción es exactamente la misma que
la de la arena del reloj…
Súbitas
metamorfosis. Irrupción de elementos ya totalmente fuera del control de la
razón. Todas esas imágenes son el producto de un movimiento clónico del
espíritu. "El sueño de la razón produce…" El pequeño monstruo no se
ha dado a desear mucho. "Yazgo" y "piélago" me parecen
deplorables.
VI
Me sueño
despertando hacia la blancura de esas paredes de quirófano deletéreo. Yaciente
como una estatua funeraria me va subyugando la frialdad del mármol que me ciñe.
El perro de mi olfato se despereza y husmea hacia la sombra cuando se produce
un ruido levísimo y por una grieta se cuela un chorro angosto y tenue de luz
eclíptica. Dijérase que alguien ha movido la losa que guarda la entrada al
sepulcro. A mis pies se pudren los vendajes manchados de agua con sangre y el
sudario me envuelve en un abrazo húmedo y tenaz. El perro del olfato da a la
caza alcance. Sabe a vómito en el instante en que el cerdo del gusto abre los
ojos de su hambre hacia la substancia en descomposición de su alimento. El
ruido de ratas sobre vidrio roto solivianta al ganso vigía del oído que grazna
zumbidos fisiológicos; mar de graznidos en el caracol que llevo dentro de la
oreja. Laberinto de Minos: el toro del deseo; Eros, que compendia los sentidos
en la blanca bestia ciega y sorda de la sinestesia. Presencia del Taurómaca más
allá de la luz de la puerta. Teseo, Deseo…
…y
se concreta una forma de la antitradición literaria; un género perfecto: Diatriba del Minotauro contra Teseo.
Sólo tiene de Ariana el cabo de un hilo.
Algo así como:
Heme
aquí convertido en esa escoria dicotómica por la que el carnicero habrá de
cruzar su tranchete con el escalpelo del anatómico. Las heridas que me infligió
Teseo destinan mis despojos con la misma indiferencia a los altares de Zeus que
a los de Hades, pues mi cabeza cornuda y la fortaleza de mi cuerpo, si en la
vida no supieron acumular más que el tenebroso conocimiento del laberinto, en
la muerte satisfacen por igual el hambre de los dioses que han reclamado mi
sacrificio y la de los hombres que devorarán la carne de mi rostro impasible y
mis ojos ciegos; que con los huesos de mi testuz fabricarán copas y cráteres,
tabaqueras, pequeños receptáculos para substancias nefandas y estimulantes;
vasijas de mi cráneo para llevar pequeñas ofrendas de panecillos a los otros.
Ya soñé el escalofrío que recorrerá el suave vellocino negro de mis hombros
cuando sólo sirva para encubrir, como máscara, las inconsecuencias de
coribantes ebrios en la procesión del dios.
Es por ello que imploro de los dioses, aunque no fuera
más que por haber llevado en la vida la cornamenta que por derecho pertenecía
al rey de Cnosos, me concedan la gracia de otra vida, el retorno al comienzo de
mi tortuosa sabiduría de meandros y que me permitan dirimirlo, esta vez, a lo
largo de mis años de libertad en la dehesa, para morir después a manos del
Taurómaca, sobre la blanda arena del coso, oliendo el hierro melifluo de mi
sangre espesa y humeante, resoplando de ardor en el instante en que el más
jubiloso sol del mundo se derrame sobre una muchedumbre sofocada que me aclama
como a un dios, levantando sus vasos de papel parafinado, haciendo en mi nombre
libaciones de cerveza fría…
La muerte se
agazapa entre los algodones purulentos. En la luz triste que se cuela brilla
como la punta del lápiz, con su pequeño aguijón. Pero el monstruo renace en
cada tarascada y me mira y me retrata con su mirada fija de cámara
fotográfica;…
Sueño
que soy una estatua que estaba dormida y que va despertando hacia la blancura
de esas paredes, etc…
…su mirada de
carátula de despertador con las pupilas bordeadas de números como pestañas;
mirada miope y fija, como de imbécil, la mirada con la que la muerte me mira.
Involuntariamente
(como es lo natural aquí), se ha introducido, antes del final previsto para la
versión anterior, un elemento que tiene un marcado carácter irracional. El
desarrollo de la estatua se vuelve problemático en virtud de que basta
cualquier elemento de este tipo para romper la continuidad lógica de la
escritura que la estatua (la estatua del abate de Condillac) propone como
figura en un discurso filosófico.
Pero aquí se trata de un discurso literario. El
personaje de Cristo no ha sido totalmente suprimido. A eso se debe la
ineficacia de la escritura.
El carácter literario de un personaje de esa
naturaleza, en esas circunstancias, depende de que ese personaje no tenga
ningún carácter significativo; es decir: de que no sea un personaje histórico.
VII
Sueño que soy
una estatua, que estaba dormida y que va despertando hacia la blancura de esas
paredes de quirófano deletéreo que me circundan. Yaciente como una estatua
funeraria me penetra la frialdad del mármol que me ciñe. Por la ranura de la
puerta corrediza se cuela una vertical de luz eléctrica; pero todo está en
silencio. Cae luz mortecina, como la arena del reloj, sobre los párpados. El
arenero de la muerte va coagulando en prodigiosas cristalizaciones los humores
del ojo. Dijérase que alguien ha entreabierto apenas la puerta corrediza. Eso
es imposible. El perro del olfato se despereza y husmea por los rincones hasta
que descubre a su presa agazapada entre los algodones purulentos. La muerte
brilla en esa blancura turbia con un brillo de punta de lápiz. Es inmortal y
siempre está naciendo y siempre está mirando todo con su mirada de fotografía,
mirada miope y fija, como de imbécil, la mirada con la que la muerte mira desde
sus escondrijos infames cuando mata.
Aunque
sintetiza la mayor parte de los elementos que ya están definitivamente
inscritos dentro de una unidad literaria y aunque corrige muchas deficiencias y
contradicciones de los desarrollos anteriores, todavía no es redondo. El
lenguaje es demasiado rígido, expositivo; falta la perspicacia de los acentos
dramáticos que deben caer siempre en su sitio, de una técnica más atenta a la
retórica y a la emoción de algún lector conjetural. Por otra parte eso de
"Sueño que soy una estatua que estaba dormida…", no me gusta.
VII
Sueño que estoy
despertando hacia un ámbito lívido. Yaciente, como una estatua mortuoria, me
ciñe el blancor de las cosas de quirófano. Tienen toda la pobreza de una sala
de espera de un crematorio gratuito. Hay una vertical de luz eléctrica en la
ranura de la puerta y cae de la bóveda luz blanca y mortecina como arena sobre
los párpados. La luz vidrea y coagula los humores del ojo. Dijérase que se oyen
pasos más allá de la puerta. Es imposible. El perro del olfato se despereza y
husmea por los rincones hasta que da con la presa. Descubre la pieza agazapada
entre los algodones purulentos. Salta sobre ella y la atrapa. La muerte sabe
renacer. Sus pequeñas garras brillan como la punta del lápiz. Sus ojos tienen
la condición horrible de las navajas de rasurar desechadas.
Del
desarrollo anterior he tachado la frase: "…y mira como aparato
fotográfico". Decir que la muerte tiene mirada de cámara fotográfica es
invertir los términos en que esa correlación se plantea: la cámara fotográfica
tiene mirada como de muerte. ¿Tiene la muerte mirada de cámara fotográfica? Es
preciso a estas alturas abandonar la imagen del perro del olfato, aunque no
está por demás establecer el paralelo de una manera cabal: el sabueso del
olfato, el lince de los ojos; ¿el qué del oído? ¿el qué del gusto? ¿del tacto?
–el gato o la serpiente del tacto–. Continúan las infiltraciones literarias;
involuntarias de mi parte (pero no de la del que dicta) como la de la navaja de rasurar. Me gusta más lo de la punta
del lápiz.
IX
En este desarrollo los
interlocutores son Sidney Greestreet que ha quedado afuera y Peter Lorre que ha
penetrado en el depósito de cadáveres:
—¿Quién
es el muerto?
—El
muerto es ese que se ve allí, reflejado en el espejo.
—¿Puede
usted distinguirlo con claridad?
—No
hay más que claridad aquí. Yace sobre una plancha de disección. Está envuelto
en un sudario.
—¿Y
el recinto?
—El
recinto es blanco. Hay mesas de mármol para los cadáveres y mangueras de hule
para lavarles las vísceras…
—¿Y
qué más…?
—Hay
marcas en las paredes. Inexplicables. Probablemente inscripciones antiguas;
vestigios memorables de anotaciones esgrafiadas por habilísimos anatomistas de
la antigüedad.
—¿Se
trata de un monumento?
—Probablemente.
Un monumento ya desacrado por el olor de todas estas deyecciones cadaverales.
—¿No
está allí el cadáver de Mr. Sebastian Baalfour?
—No;
sólo está ese cadáver que se refleja en el espejo.
—¿Cómo
es el monumento? ¿A la memoria de quién fue erigido? ¿Por quiénes?
—No
es posible precisarlo. Las inscripciones han sido deslavadas por el tiempo y manchadas
por las salpicaduras. Tal vez se trata de un atèlier de Asclepíades.
—¿Una
fábrica de deyecciones y de malos olores, tal vez?
—No;
taller industrial para la fabricación de preparaciones anatómicas para la
Facultad.
—¿Hay
una gran losa que cierra la otra entrada a la morgue?
—No;
sólo hay una puerta corrediza al fondo. Una luz eléctrica encendida. Pero es
imposible que haya alguien más detrás de esa puerta.
—Comprendo.
¿Está usted seguro de que ese cadáver no es el de Sebastian Baalfour?
—Es
el cadáver de una mujer.
—¿De
una mujer hermosa?
—El
pelo rojo le cae sobre el rostro.
—Ah;
ahora comprendo.
—También
hay lápices.
—¿Cuántos
lápices?
—Muchos
lápices-tinta. Sus puntas muy afiladas brillan como perlas negras.
—¿Está
recién disecado el cadáver de la inglesa?
—No;
los tajos recuerdan la secuencia de la Fábrica
perseguida a lo largo de tres o cuatro días por un aprendiz acucioso y
metódico…
—Se
trata entonces, tal vez, de un monumento a la memoria de Vesalio.
—Quizás,
pero hay en el piso vendajes manchados de sangre y guantes de hule y algodones
con pus.
—¿Una
capilla gnóstica?
—Nada
aquí lo revela. Yo creo que aquí es el intenor de la pupila de la muerte…
En
el desarrollo anterior la condición automática
del argumento va conduciendo toda la escritura. Ese automatismo está
equilibrado por la ausencia de otro
elemento, el tercero, que seria el autor acotando dramáticamente el diálogo de
Sydney Greenstreet y Joel Cairo. Se trata de una anticonstrucción.
X
Sueño que acabo
de morir y que estoy tendido en una plancha de anfiteatro. Al fondo hay una
inscripción borrosa grabada en la bóveda. Es posible discernir: Vesalii Bruxellensis… Alguien ha escrito
3273 en mi costado con un lápiz-tinta que dejaron olvidado sobre la mesilla de
los instrumentos. La punta del lápiz brilla como una perla negra.
XI
Lo que me dijo la muerte:
Tú estás aquí
para cuidar que una lámpara no se extinga. Hay muchas lámparas y no sabes cuál
es la que te toca guardar. Yo apago las lámparas y tú tienes que luchar conmigo.
Si vences te diré el nombre del fuego que tienes que guardar. Si yo venzo de
nada te servirá saberlo; de nada te servirá la ayuda de esos dos hombres, el
gordo y el pequeñito que han violado la entrada a este lugar; de nada te
servirá; si pierdes, la ayuda de Dios para salvarte.
Por: Salvador
Elizondo. Publicado originalmente dentro de la antología «El grafógrafo».
México, 1972.
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