lunes, 12 de mayo de 2014

La despedida




Dos con quince, decía el reloj antes de que le diera la espalda al buró donde está. Es tarde para mí, debo levantarme temprano. Desde hace unas horas las sábanas se han vuelto un remolino que en vez de cubrir mis piernas tiran de una de ellas y la otra queda desnuda. Cierro los ojos pero no me entero en qué momento vuelvo a contemplar el techo blanco y sin adornos o las paredes que esconden su color salmón en la oscuridad  de la recámara. Cerraré los ojos de nuevo e intentaré dormir, aunque sé que volverá a pasar. Una y otra vez he vuelto a pensar en ver que siga ahí, en la parte de atrás del cajón de la cómoda. Pero tengo que dormir, tengo que intentarlo.
Nunca me gustaron los techos blancos. Sé que dan buena luz en las mañanas, que la pintura blanca es más barata, pero me es tan mediocre. Es como no saber qué te gusta. Fue una larga discusión. Yo quería un techo azul rey pero él quería que fuera un cuarto enteramente blanco. Me conformé con elegir los muebles en ese momento.
Tuvo carácter como para imponer sus gustos, pero terminó siendo tan cobarde como mi padre. Desde que se fue, y ahora vivo sola, he cambiado poco a poco las cosas por aquí. El salmón de las paredes es un pequeño orgullo. Lo siguiente será deshacerse de esa cómoda que dejó. Era de su madre o de su hermana, no lo sé. No sé ni por qué la trajo, él apenas usaba un par de cajones en el closet. Yo la fui llenando con todas las cosas que no le encontraba utilidad. Sus tenis viejos, cinturones ridículos que nunca usaba, cables que dejaba tirados. En el cajón de arriba empecé a dejar cosas de mujer que aparecieron por ahí y que no reconocía. Algunos aretes sin par, alguna pinza de cabello entre su ropa sucia. Casi vomito cuando encontré esas porquerías de encaje. Sabía bien a qué debían apestar. Esos cajones se convirtieron en el recipiente de las cosas que no quería que existieran, que no quería volver a ver. Pero ahora quiero volver a abrir esa cómoda. Me asomo y alcanzo a ver su silueta con la luz reflejada por ese horrible techo blanco. Si quiero dormir tengo que cerrar los ojos de una vez.
Doy más vueltas en la cama. Boca abajo es cómodo, pero me tuerzo el cuello. Boca arriba me cansó en poco tiempo. Intento de un lado pero mi propio peso me aprisiona. Del otro lado me siento bien. Adoro esta lámpara de noche. Su pantalla de papel turquesa con una franja color de capuchino a medio revolver me recuerda lo bien que mi hermana me conoce. O tal vez lo parecidas que podemos ser, aunque sea sólo en algunas cosas.
Mi hermanita. Siempre me pareció tan débil. Desde que era chica cualquiera podía burlarse de ella y no era ni para defenderse. Siempre encontraba con sus moditos dulces quién estuviera de su parte. Casi siempre fui yo la que estuvo para defenderla o jugar con ella. Éramos buenas amigas, de ésas que se saben todo una de la otra. Desde los primeros novios hasta las peores peleas. Es una lástima que desde que se casó nos vemos apenas al final de cada año. Su esposo siempre le arrebataba los momentos libres. Y cuando no, la quería ahí metida en esa casa. Estaré aún para ella, en cuanto se sienta sola. No quiero verla llorar, pero ya lo ha hecho mucho.
Prendí mi lámpara. Me paré, di unos pasos y quedé a la mitad de la habitación. Desde aquí veo la cómoda. Me pregunto si mi hermana tendrá también una. Un estorbo en su recámara, que odie, algo de lo se quiera deshacer. Supongo que todos tienen una. Estoy a sólo unos pasos de ella, podría abrir ese cajón de abajo y verlo por mi cuenta. Aunque es obvio, nadie más ha estado en mi casa más que yo, mejor regreso a la cama y me relajo.


No quise volver a ver el reloj despertador. El disgusto no me ayudaría a descansar. Siento que ha pasado ya una eternidad. Cuando era niña era mucho más fácil. No era raro que la emoción me quitara el sueño, pero siempre venía mi madre y se sentaba a mi lado. Bastaba con que me rozara el brazo con la yema de sus dedos para sentir chispitas y quedar dormida. La extrañé mucho durante mi adolescencia. Era como si siempre supiera qué hacer, en el momento preciso. Aparecía con el suéter que había olvidado cuando empezaba a hacer frío, siempre tenía un guisado caliente cuando regresaba hambrienta a la casa después de jugar. Cuando hacía algo mal, tenía el refrán adecuado para hacerme pensar lo que había hecho. Aún ahora, si tengo algo que resolver, me pregunto qué diría mi madre. Justo ahora tendría una reflexión o un refrán. Podría bajar a la cocina y encontrarla sentada, como siempre con un cigarro en los labios, esperando el chillido de la tetera para hacer un té de hierbas relajantes. Me diría “Ay, hija, has criado bastantes cuervos. Pero ni lo menciones. No se habla de la soga en la casa del ahorcado”. Tal vez habría estado ahí en el momento adecuado, cuando pasó lo de mi padre, para decirnos a las dos: “Ni intenten pescar en agua revuelta. Hasta encontrar un ajolote sería un milagro”. Si estuviera aquí tendría razones serias para desconfiar de esa cómoda. Se me han revuelto las tripas otra vez.
Blanco. Así como el techo está ahora mi cabeza. Tengo que acabar con esto. Escucho ya algunos pajarillos. Tal parece que será mejor resignarse. Aún a oscuras me levanto y preparo el baño. Bajo a comer lo que sea que esté a la mano. Fruta, pan, un trago de leche y vuelvo a subir. El vapor se alcanza a ver con en la luz amarillenta que sale debajo de la puerta del baño. El contraste hace más oscura la recámara. Me detengo al lado de la cómoda. Mi cabeza está en blanco, sólo contemplo el cajón. Me agacho lo suficiente para abrirlo un poco y meto a tientas la mano. Siento alguna baratija de plástico, algunos folletos acartonados. Muevo una cajita metálica y siento el borde pesado del revólver de mi padre. Sé que puede ser idea mía, pero siento que aún huele a pólvora quemada. Estiro un poco más los dedos y ahí está, dentro de un sobre, ahí sigue  uno de los anillos de bodas que le conseguimos a mi hermana y a su esposo. Qué curioso, me siento más tranquila. Será aun mejor cuando pase por el buzón y me deshaga de él.


Por Javo AC

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