lunes, 15 de abril de 2013

Sin resistencia



Nos conocimos hace dos años en un encuentro de jóvenes anarquistas; Horacio, Pavel y yo, compartíamos costumbres donde el compañerismo siempre iba por delante. Éramos los mejores amigos. A veces nos reuníamos los fines de semana en la casa de uno o de otro y, mientras esperábamos que la noche apareciera, nos manteníamos consumiendo cualquier droga que cayera en nuestras manos para después salir a la calle y romper fachadas de cristal de bancos y establecimientos, asaltar tiendas de prestigio o incluso, cuando algún otro colectivo anarquista se unía a nosotros, salíamos a buscar a policías en motocicleta; alguien hacía algo para llamar su atención, y ya que se acercaba, terminamos rápidamente la emboscada con un ataque contundente y en bola. Los tipos del orden nunca entendían qué pasaba hasta que, supongo, se veían llenos de juveniles golpes y sin sus botas, que eran unas cosas increíbles; la piel era de primerísima calidad, la suela también de cuero, térmicas y muy cómodas pero, sobre todo, habían sido de un policía. Pero no todo eran travesuras, también trabajamos. Todos estábamos vinculados con una revista de izquierda; tomábamos fotos en marchas y eventos, hacíamos difusión y demás mandados a nuestra altura. 
            Una noche íbamos caminando sobre la avenida insurgentes y nos detuvimos a ver la fachada de una tienda de alimentos europeos; vinos, carnes frías, quesos hediondos y podridos... de esas tiendas que la gente rica es su principal clientela. Y mientras terminábamos de trazar nuestro plan de ataque -qué vidrió era nuestro favorito, o si había posibilidad de sustraer algo de la tienda-, por la puerta salió, con dos bolsas llenas, Covarrubias, el editor principal de la revista para la que trabajábamos.
            —¿Y ustedes, qué andan haciendo por acá, tan solitos? —nos preguntó sin sorpresa, parecía aburrido.
            —Nada, vagando a ver quién nos invita a cenar o el rock —contestó Horacio, mientras nos miraba con la intención de seguirle la corriente y no echarle de cabeza.
            —Ya. Pues la verdad no me siento muy bien, me acabo de pelear con mi pareja y decidí salir a comprar algunas cosas y respirar algo de aire fresco. Y si quieren venir a mi casa a tomar un cerveza, son bienvenidos.
            Covarrubias era un viejo maricón de unos cincuenta y tantos, con una abdomen envidia de cualquier africano muerto de hambre, vistiendo mocasines color vino y ceja depilada.
Vivía en un penthouse ubicado en una zona también muy cara. Cuando abrió la puerta, un olor a perdición casi nos desmaya. Parecía que no la llevaba muy bien, todo en el piso tipo loft era un desastre; botellas y basura por doquier, la duela quemada por colillas de cigarro que nunca nadie había apagado, ropa que había sido usada para limpiar líquidos derramados, pequeños montículos de libros y revistas que todo indicaba, habían funcionado como pequeñas y múltiples fogatas. Sí, casi nos sentíamos como en casa.
            —Ah, ese de allá es Franky, por si alguien gusta —nos convidó al momento que señalaba una cama al fondo y sobre la cuál reposaba el cuerpo de un hombre desnudo hasta de la conciencia.
            —No, gracias. Nosotros somos anarquistas, no putos.
            —Bueno, pues como quieran. Yo sólo intento ser amable ¿una cerveza?
Covarrubias nos preparó la cena y al terminar nos invitó a pasar a la terraza. Nos sirvió unos tragos muy fuertes. Mientras nos platicaba de sus locas aventuras nosotros reíamos. Era un buen tipo que por el momento la estaba pasando mal. Nos contó que estaba perdidamente enamorado de Franky, el bulto mamado e inconsciente del rincón, pero que el muy imbécil tan sólo era un interesado. Nosotros nos pusimos de su lado, tanto que le ofrecimos hacer algo con aquél vividor, pero nos contestó que no,  que ese día era una fiesta y había que festejar. Se puso de pie y por unos momentos nos dejó solos, cuando regresó, traía en las manos una cajita, la puso sobre una mesita de centro frente a nosotros –que estábamos sentados juntos, en un sillón para tres-, acercó una silla, tomó asiento, abrió la cajita y estoy seguro que desde el otro lado de la mesa, como desde otra dimensión donde él sabía cosas que nosotros no, pudo ver cómo nuestros rostros se iluminaban de emoción. La cajita estaba llena de pequeños frascos, pastillas, papeles y sobrecitos…

Mientras miraba a las constelaciones bailar, escuché una bragueta abrirse a lo largo de mi columna vertebral, bajé la vista y vi cómo Covarrubias se bajaba los pantalones a media asta, sacaba un miembro grande, viejo y erecto de entre sus calzones Ralph Lauren. Con la diestra sostenía una copa de oporto y con la siniestra a un miembro casi salvaje.
            —¿No tienen problema si me masturbo, verdad? —preguntó.
            —Ya te dijimos que somos anarquistas, además es tu casa y por nosotros y si quieres, te puedes meter veladoras prendidas por el culo. ¿Alguien necesita otro trago? —respondió y preguntó Horacio, que también su mirada estaba perdida en aquella amenazadora verga.
            Covarrubias comenzó con un desenfrenado vaivén, decía cosas incomprensibles, escupía sobre su propio miembro, se retorcía, nos miraba, y aquella verga como si nada.
—¿Ay, a poco a nadie se le antoja darme unas  jaladitas?, ¿o prefieren sobarme las nalgas? —preguntó Covarrubias mientras se daba la vuelta para que su trasero tomara las veces de interlocutor.
            —Ya te dijimos que somos anarquistas, no putos, entiende. Y allá de ti si nos salpicas —ahora fue Pavel el que contestó perdido entre nalgas peludas y canciones de resistencia.
            —Ay, si a leguas se ve que son re putos. Seguramente se dan entre los tres y no invitan, qué ojetes.

Lo último que recuerdo es que la noche siguió entre risas, constelaciones bailarinas, mentadas de madre, invitaciones promiscuas, maldiciones y más sonrisas.Al despertar, lo primero que pensé al sentir los cuerpos ajenos y desnudos, es que, desde ese día, a todos nos costaría mucho trabajo pronunciar la palabra puto.


Por Victor Hugo G

jueves, 4 de abril de 2013

Dibújame



Dibújame


Hola. Sé que esto es extraño y que soy un completo desconocido. Mi nombre es Mauricio, y ¿podrías dibujarme?
»No se cuántas veces te he visto sentada en esta banca, frente a la fuente, dibujando cualquier cosa a tu alrededor. El agua caer, las aves, las señoras con sus hijos y a los enamorados. Tu lápiz se mueve a mayor velocidad cada día.
»Nunca te diste cuenta de las miles de veces que me he recargado en ese árbol detrás sólo para ver lo que dibujabas. El primer dibujo que vi fue uno con una ardilla robándole a un perro su comida. Sí, estaba muy gracioso.
»Tienes una bonita sonrisa, por cierto. No recuerdo bien cuándo fue la primera vez que te vi dibujar. Comencé a dar esos paseos por el parque para evitar perderme en mis pensamientos, huir de la soledad y la angustia. Al principio no me funcionaba tanto, pero con el tiempo comencé a fijarme en las cosas que me rodeaban. Poco a poco fui formando un cuadro cotidiano. Por ejemplo, supe que aquel policía se llama Francisco y que le gusta mucho una señora que siempre sale a pasear a las doce con su schnauzer. Estoy seguro que la ubicas bien, una vez la dibujaste mientras comía un helado.
»En fin, de repente tu presencia formaba parte del cuadro. Como si siempre hubieras estado ahí. En cada paseo que tomaba, te encontraba sentada, dibujando. Al principio no tomé relevancia de tu presencia. Sin embargo, cuando el cuadro estaba completo, no pude dejar de notarte. Luego, te fuiste apoderando de toda la pintura y me encantó. Empecé a amar tu cabello suelto, tus vestidos de diferentes colores, los moños o gorros que combinabas con tu vestido y aquel lápiz que si no lo tienes en la mano lo guardas entre tu oreja y tu cabello.
»Comencé a venir con mayor regularidad y mis estadías se alargaron...
»Oh, perdón. Son los nervios. No puedo dejar de temblar y tú has de creer que estoy loco.
»Este... Mira, intenté hacer unos dibujos de ti. Ni se acercan a los tuyos y debo confesar que soy malo para dibujar narices...y manos...y caras.
»Mi doctor quería que le enseñara una foto tuya. Me dijo “¿Pues cómo es esta chica que hasta te cambia la cara?”. Pero nunca me han gustado las fotos. Llámame supersticioso, pero siento que esas cosas te roban el alma.
»Oh, ¿te ríes de mí? ¿Sabes que me rompes el corazón? Oh, no.  No me tomes enserio... Sonríe. Vuelve a sonreír.
»En fin, apenas hoy tuve el coraje de acercarme. Puede ser un poco tarde pero más vale tarde que nunca. Yo, solamente, quiero un dibujo tuyo. Quiero ver cómo me ves. Tú ves las cosas de diferente manera, las ves como realmente son. ¡Por Dios! Cuando dibujaste a esos dos chicos besándose casi me rompo a llorar. Retrataste aquel instante y su vida, tal y como ellos nunca podrán imaginarse.
»Yo sé que no soy guapo, que estoy pálido y tengo apariencia enfermiza. De hecho, es más que la apariencia. Pero pronto no podré volver a verte y quiero de alguna manera sentirte cerca. Quiero que me veas.
»Dibújame.
La chica se quedó callada por un minuto. Mauricio estuvo a punto de irse cuando ella puso su mano sobre la suya diciéndole «Quédate.» Luego, ella le cerró los ojos. Él pensó que así era como ella lo quería dibujar entonces se dejó manipular. Después ya no sintió su mano en la suya y la encontró en su mejilla. No quiso volver a abrir los ojos por temor a que el sueño se acabara. Sus labios sabían a pastel de limón.
Cuando abrió los ojos vio su vestido rojo atravesando la avenida y perdiéndose entre la gente. No sabía cómo sentirse: si feliz por el beso o triste porque ella se había ido, sin dejarle el dibujo que tanto le pidió.
Se apoyó en la banca y sintió que algo se le clavaba. Era el metal del encuadernado. Entonces lo hojeó y se encontró retratado tantas veces que él se sorprendió de no haberla visto viéndolo. Él paseándose, él comiendo, él dibujándola y, finalmente, un dibujo de ellos dos besándose.
“Nos volveremos a encontrar, quizá en otra vida”. Leyó debajo del dibujo.

Por: T.C. Durán