jueves, 17 de octubre de 2013

Conversación con el suplicante – Franz Kafka


En cierta época yo iba a menudo a la iglesia, porque una muchacha de quien yo estaba enamorado solía ir todas las tardes;  la joven rezaba de rodillas, durante media hora, lo que me permitía contemplarla tranquilamente.
Una tarde que la joven no había venido, mientras observaba decepcionado a los demás fieles, me llamó la atención un muchacho delgado, echado de bruces en el suelo. De vez en cuando, se aferraba el cráneo con todas sus fuerzas, gemía intensamente y, con la cara en la concavidad de las manos, se golpeaba la cabeza contra las piedras del suelo.
En la iglesia sólo había unas cuantas viejas, que frecuentemente ladeaban sus rostros inclinados y miraban de reojo al suplicante. Esta conspicuidad parecía inundarlo de felicidad, porque antes de iniciar cada uno de sus arrebatos piadosos, miraba en torno, para comprobar si los espectadores eran suficientemente numerosos.  Esto me pareció indecoroso; decidí hablarle cuando saliera de la iglesia y preguntarle por qué rezaba de tan insólito modo. Sí, me sentía irritado porque mi amiga no había venido.
Transcurrió, sin embargo, una hora. Luego se levantó, se persignó minuciosamente y se dirigió tambaleando hacia la pila de agua bendita. Me interpuse entre la pila y la puerta, sabía que no lo dejaría pasar sin exigirle una explicación. Apreté las mandíbulas, como hago siempre antes de encarar una conversación decisiva. Adelanté la pierna derecha y apoyé sobre ella el peso de mi cuerpo; la izquierda sólo reposaba sobre la punta del pie. Esta posición contribuye a darme aplomo.
Es posible que el hombre me haya visto cuando mojó los dedos en el agua bendita o tal vez ya me había visto antes y se había asustado, porque de pronto echó a correr hacia la puerta y salió. La puerta vidriada se cerró tras él. Y cuando yo salí a mi vez de la iglesia, ya lo había perdido de vista, porque en las inmediaciones hay numerosas callejuelas y mucho movimiento.
Los siguientes días no vino, y en cambio vino mi amiga. Llevaba su vestido negro, con encajes transparentes en los hombros –que dejaban ver la media luna del borde de la camisa–, de cuyo ruedo caían volantes de seda bellamente cortado. Como ella siguió viniendo, me olvidé del joven y ni siquiera lo miré cuando días después apareció y reanudó sus habituales imploraciones. Pero al salir siempre pasaba a toda velocidad a mi lado con el rostro vuelto. Quizá fuera porque yo sólo podía imaginármelo en movimiento, de modo que aun cuando estaba en reposo me parecía verlo correr.
Una vez me demoré en mi habitación. No obstante, fui a la iglesia. Descubrí que la joven ya se había ido y decidí volverme a casa. Pero allí estaba el muchacho, como siempre. Recordé nuestro anterior incidente y sentí cierta curiosidad.
De puntillas fui hasta la puerta, di una moneda al mendigo ciego allí sentado y me acurruqué a su lado detrás de la hoja abierta de la puerta; allí permanecí una hora, con expresión seguramente astuta. Me agradaba estar allí y decidí volver a menudo. Después de dos horas de espera me pareció insensato quedarme en ese lugar, por culpa de un suplicante. Y, sin embargo, me quedé una hora más, sin importarme ya que las arañas se pasearan por mis ropas, mientras los últimos fieles salían de la oscuridad de la iglesia, respirando profundamente.
Por fin salió él. Pisaba con cuidado, y sus pies tanteaban ligeramente el suelo antes de dar cada paso.
Me puse de pie, di un paso largo hacia adelante y lo aferré.
—Buenas noches —le dije y, tomándolo por el cuello de la camisa, lo arrastré por la escalinata, hacia la plaza iluminada.
Cuando llegamos abajo, me dijo con voz muy temblorosa:
—Buenas noches, mi querido, queridísimo señor; no se enoje conmigo, su más devoto servidor.
—Sí —dije yo—, quiero formularle algunas preguntas, estimado señor; ya seme escapó varias veces, pero hoy no podrá escaparse.
—Tenga piedad de mí, señor; permítame volver a mi casa. Soy indigno de su interés, esa es la verdad.
—No —exclamé yo a través del ruido de un tranvía que pasaba—, no le permitiré irse. Estos encuentros son justamente los que me agradan. Usted es una suerte para mí. Me felicito.
—Dios mío —dijo él—, tiene un corazón vivaz y una cabeza de adoquín. Para considerarme una suerte, qué feliz debe ser. Porque mi desdicha es una desdicha tambaleante, una desdicha que oscila sobre una punta aguzada, y apena se la toca, cae sobre el curioso. Buenas noches, señor.
—Muy bien —dije, reteniéndole con fuerza la mano derecha—; ya que no quiere contestarme, me echaré a gritar aquí mismo, en la calle. Y todas las empleadas que ahora salen de los negocios, y todos sus enamorados que las esperan gozosos, acudirán corriendo, porque creerán que algún caballo de plaza se ha caído o que ha ocurrido algún accidente semejante. Y entonces le denunciaré ante la multitud.
Inmediatamente me besó las manos, una después de la otra.
—Le diré lo que quiera, señor; pero, por favor, entremos en una de estas callejuelas laterales.
Asentí y lo seguí.
Pero no le bastaba la oscuridad de la callejuela, iluminada por lejanas lámparas amarillentas; me condujo hasta el zaguán de una vieja casa, bajo una lamparilla que pendía de un techo bajo, frente a una escalera de madera.
Allí sacó gravemente su pañuelo y, extendiéndolo sobre un escalón, me dijo:
—Siéntese, estimado señor; así podrá interrogarme con comodidad; yo permaneceré de pie para contestar mejor. Pero no me atormente.
Me senté y, mirándolo con los ojos entrecerrados, le dije:
—Usted es un perfecto lunático; eso es usted.  ¡Cómo se comporta en la iglesia! ¡Qué irritante y desagradable espectáculo! ¿Cómo quiero que uno medite en calma, cuando lo ve a usted?
El joven había apoyado su cuerpo hacia la pared, y sólo su cabeza se movía libremente en el aire.
—No se enoje; ¿por qué se enoja por cosas que no le conciernen? Yo me enojo cuando me porto mal; pero cuando otro se porta mal, me alegro. Por eso no debe enojarse si le digo que el motivo de mi vida es ser contemplado por los demás.
—¡Qué cosas dice! —exclamé demasiado fuerte para ese reducido corredor, porque temía dejar que mi voz se apagara nuevamente—. ¡Realmente, qué cosas dice! Ya adivino, ya adiviné la primera vez que lo vi, en que estado se encuentra usted. Tengo cierta experiencia y no brome cuando le digo que eso es un mareo en tierra firme. Es una condición en que uno se olvida del verdadero nombre de las cosas y con la prisa les pone nombres momentáneos y arbitrarios. ¡Rápido, rápido! Pero apenas se aleja de ellas, se olvida de los nombres que les puso. El álamo del campo, que usted llamó «Torre de Babel», porque no sabía o no quería saber que era un álamo, se estremece de pronto innominado, y usted se ve obligado a llamarlo «Noé, cuando estaba ebrio».
Me sentí un poco desconcertado cuando me contestó:
—Me alegro de no haber entendido lo que acaba de decir.
Airado, le dije rápidamente:
—Por eso mismo, porque se alegra, demuestra lo que ha entendido.
—Naturalmente que lo demuestro, estimado señor; pero es indudable que sus palabras fueron bastante singulares.
Apoyé una mano sobre un escalón más alto, me estiré hacia atrás, y en esta posición casi inexpugnable, último recurso del luchador, le pregunté:
—¿No le parece que tiene una manera muy astuta de librarse de las situaciones, proyectando en los otros su propio estado de animo?
Esto le dio coraje. Colocó una mano dentro de la otra, para dar mayor unidad a su cuerpo, y, ofreciendo cierta resistencia, me dijo:
—No, no hago eso con todos; por ejemplo, ni siquiera lo hago con usted, porque no puedo. Pero me alegraría mucho poder, porque entonces ya no necesitaría llamar la atención de los personas en la iglesia. ¿Sabe usted por qué lo necesito?
Esta pregunta me desconcertó.
Evidentemente, no lo sabía, y creo que tampoco quería saberlo. Tampoco hubiera querido ir a ese lugar, pensaba yo, pero ese hombre me había obligado, para que lo escuchara. Por lo tanto, bastaba menear la cabeza para demostrarle que no lo sabía, pero ya no podía mover la cabeza.
El joven sonrió. Luego se arrodilló y me confesó con muecas somnolientas:
—No hubo nunca época alguna en que pudiera convencerme por mis propios medio de mi existencia. Tengo por lo tanto una conciencia tan fugitiva de los objetos que me rodean que siempre creo que esas cosas han vivido alguna vez, pero que ahora están desapareciendo. Siempre siento el deseo, querido señor, de ver las cosas tales como son antes que yo las vea. Deben de ser muy hermosas y tranquilas. Así deben ser, porque oigo a la gente hablar así de ellas.
Como no contestaba y sólo mediante involuntarias contracciones del rostro le demostraba lo incómodo que me sentía, me preguntó:
—¿Usted no cree que la gente habla así?
Pensé que debía asentir con la cabeza, pero no pude.
—¿Realmente, no lo cree usted?  Escúcheme, sin embargo, una vez, cuando era chico, abrí los ojos después de una breve siesta y oí, todavía semidormido, que mi madre preguntaba con voz natural, desde el balcón: «¿Qué hace usted allí, querida? Hace tanto calor». Una mujer le contestó desde el jardín: «Gozo entre las plantas». Lo dijo con absoluta naturalidad y sin insistir demasiado, como si todo el mundo lo diera por sentado.
Pensé que debía contestar y, por lo tanto, metí la mano en el bolsillo posterior de los pantalones, simulando buscar algo. Pero no buscaba nada; sólo quería cambiar de posición, para suplir mi parte en el diálogo. Luego le dije que ese incidente era muy singular y que no lo comprendía. Agregué que no creía en su veracidad y que seguramente lo habría inventado con algún propósito oculto, que se me escapaba. Después cerré los ojos, porque me dolían.
—¡Oh, cuánto me alegra que usted comparta mi opinión, y ha sido muy generoso de su parte interrumpirme para hacérmelo saber! Verdaderamente, por qué avergonzarme (o por qué avergonzarnos) si mi andar no es altivo y grave, si no hago resonar las piedras con mi bastón ni rozo las piedras de la gente que pasa bulliciosamente a mi lado. Más bien, con justificado derecho, debería quejarme de verme obligado a pasar pegado a las paredes de las casas, con las espaldas encorvadas, a menudo desapareciendo en los cristales de los escaparates.
«¡Qué días los días de mi vida! ¿Por qué todo está tan mal construido que a veces los más altos edificios se derrumban, sin que se descubra el menor motivo visible? Yo me trepo, sin embargo, a las ruinas y pregunto a todos los que encuentro: ¿Cómo pudo ocurrir esto? En nuestra ciudad…, una casa nueva…, ya es la quinta hoy…, fíjese usted. Pero nadie puede contestarme.
»A menudo caen hombres muertos en la calle, y allí se quedan. Entonces todos los comerciantes abren sus puertas, adornadas con sus mercaderías, acuden ágilmente, introducen al muerto en alguna casa y reaparecen con la sonrisa en los labios y en los ojos, diciendo: “Buenos días…, el cielo está gris…, he vendido muchos pañuelos de seda…; sí, la guerra”. Me deslizo dentro de la casa y, después de alzar varias veces tímidamente la mano, con los dedos ya arqueados, termino por golpear en la ventanita del portero. “Estimado amigo –le digo amistosamente–, acaban de traerle un muerto. Muéstremelo, se lo ruego”. Y cuando él menea la cabeza, indeciso, le digo con decisión: “Estimado amigo. Soy de la policía secreta. Muéstreme ahora ese cadáver”.  “¿Un cadáver?”, pregunta él entonces, casi ofendido. “No, aquí no hay ningún cadáver. Esta es una casa decente”. Saludo y me voy.
»Luego, cuando tengo que atravesar una plaza grande, me olvido de todo. La dificultad de esta empresa me perturba, y pienso insistentemente: Ya que construyen plazas tan grandes por puro capricho, ¿por qué no construyen también una balaustrada de piedra, que sirva de guía a través de la plaza? Hoy sopla un viento fuerte del sudoeste. El aire de la plaza se arremolina. La aguja del ayuntamiento describe pequeños círculos. ¿Por qué no ponen orden en este caos?  Todos los cristales de las ventas repiquetean, y los postes de alumbrado se inclinan como bambúes. El manto de la virgen María sobre la columna flamea, y el viento tempestuoso quiere desgarrarlo. ¿Nadie lo ve? Los caballeros y las damas que quieren atravesar la plaza se deslizan por el aire. Cuando el viento amaina, se quedan donde están, se dicen algunas palabras y se inclinan para saludarse; apenas se reinician las ráfagas no pueden resistirlas, y todos los pies se elevan al mismo tiempo. Naturalmente, tienen que sostenerse el sombrero; pero sus miradas brillan alegremente, como si se tratara de una suave brisa. Sólo yo estoy atemorizado.»
Ofendido, le dije:
—La historia que me contó antes, de su señora madre y la señora en el jardín, no me parece nada notable. No sólo porque he oído y vivido muchas historias semejantes, sino también porque he participado muchas veces en ellas. Ese incidente es, sin embargo, absolutamente natural. ¿Le parece que si yo hubiera estado en ese balcón, no habría podido decir lo mismo, o contestar lo mismo desde el jardín? Una situación muy común.
Cuando dije esto pareció encantado. Me contestó que yo estaba muy bien vestido y que mi corbata le gustaba mucho. Y que qué esplendido cutis tenía yo. Y nada aclara más una confesión que retractarse de ella.







jueves, 10 de octubre de 2013

El canto de los guajolotes


“Pobrecitos los de Guerrero”, se escucha en el hall del vestidor de un club deportivo privado en la Ciudad de México. La voz hace imaginar cómo sonarían los guajolotes, si pudieran expresarse con palabras. Proviene del sitio en el que acostumbran tomar café, junto a una televisión plana que narra las noticias de inundaciones en varios estados del país. Otra voz, menos aguda, pero con la misma tonada, le responde: “¿Has visto? Pobrecitos, cómo perdieron sus casas. Por eso yo en las noches mejor me tomo mi pastilla y me voy a dormir; ver noticias me deprime”
         Son las once de la mañana de un miércoles. Ambas señoras toman café y esperan que el espejo, de marco de caoba, esté desocupado para maquillarse. Voz de Guajolote prosigue: “Mi muchacha me contó que en su pueblo se destruyó todo”, destapa un rímel Chanel y acerca la cara al espejo para pasar con cuidado el pequeño cepillo por sus pestañas. La otra le responde: “Ay, pobre. Por cierto, hablando de muchachas,  ¿te conté que la mía me pidió un aumento? ¡No es posible!, le pago 900 a la semana y la dejo comer lo que quiera de la despensa, y todavía me dice que no le alcanza. Hasta le compro yogurt light para que no engorde. Yo le pregunté que para qué quería tanto dinero, si de todos modos no se compra nada”. Ambas sonríen y se siguen maquillando.
        Una tercera mujer, Yolanda, entra al vestidor, sudada por su clase de Pilates, que acaba de terminar. Saluda, mira de pies a cabeza a las mujeres que se maquillan y, dirigiéndose a la que se quejaba por el sueldo de la servidumbre, le dice ”Qué lindos tenis, ese color te va divino”; la mujer de la mucama exigente responde “Ay sí, Yoland, los compré en mega seil en Mayiami, a sólo 240 dólares. Y compré otros verdes fluorescentes, esos que están a la onda”. Yolanda sonríe y voltea a ver la televisión, en la que siguen mostrando pueblos con casas destrozadas y personas damnificadas amontonadas en refugios. “¿Vieron qué feo? De verdad que pobre gente. Pero ahora resulta que le quieren echar la culpa al gobernador. O sea, la gente se instala donde no debe y luego culpa al gobierno. Yo en verdad no entiendo por qué no piden un crédito al banco y se compran una casa decente; ahora ya hay Banco Maya y hasta les pueden prestar en la tienda Edipo” todas sonríen y se acomodan el pelo al mismo tiempo.
          Yolanda lleva la toalla mojada a la barra de toallas, que es atendida por Vicky. Viendo fijamente le pregunta: “Vicky, ¿estás de acuerdo en que la gente no debe construir ahí sus casas?“ La empleada levanta los hombros y recibe la toalla.
         La mujer de la mucama exigente, aprovecha el intercambio de palabras: “Oye, Vicky linda, ¿no sabrás de alguien que quiera trabajar en mi casa? Mi actual asistenta ha exagerado en sus peticiones y eso ha destrozado mi confianza. Si sabes de alguien me dices ¿va?”. Yolanda, al oírla, voltea repentinamente y, al hacerlo, tira una de las tazas de café. “¿Buscas chachaaa? Ay no, en estos tiempos eso es más difícil que encontrar marido. Yo que tú le subía el sueldo un poco a la que tienes o ¿sabes qué me funcionó a mí?, le doy dinero para comprar helados con los niños y ella se puede comprar uno… y también le regalé algunas blusas de mi hija para que se los diera a sus niñas. De verdad que no sé ni de qué se quejan esas mujeres. Mis tres chachas tienen una cama cada una, en litera, pero cama. Yo digo que así se sienten más jóvenes y seguro están mejor que en los catres de su pueblo. Aparte, comen en la misma mesa que nosotros. ¡Imagínate!”. “Qué linda eres”, le responde voz de guajolote, “yo les puse un desayunador en la cocina para que se sintieran más en confianza. Uno nunca sabe cuándo vas a utilizar la mesa grande y quien sabe qué cosas esparzan donde comen. Recuerda que no son como nosotros. Pero tú eres tan humana, siempre has tenido sentido de la fraternidad. Te admiro”.
Vicky limpia el café recién tirado cuando es interrumpida por Yolanda, quien le detiene el trapeador con una mano:  “Vicky, a que tú no comes en la misma mesa que la directora del club”, y sin dejarla responder prosigue, “¿Ven? se los dije. Esas mujeres que viven en nuestras casas deberían agradecer lo que les damos; que vean lo que sufren los de Guerrero. Ahí sí que les va mal, pero porque quieren. Todas sabemos que esa gente es pobre porque quiere. Mi sobrino trabaja en Desarrollo y me cuenta que esos campesinos no saben nada de cómo aplicar proyectos. Sólo quieren que les den dinero. Imagina que les hicieron una asesoría desde Harvard y los brutos no podían ni traducirla”. Todas asienten y Vicky sigue limpiando. Yolanda continúa “Así cómo quieren mejorar… deberían de capacitarse”
Un grupo de mujeres entra al vestidor, agitadas porque acaban de terminar la clase de Bodypomp. Platican entre ellas: “¿Viste que subieron el mantenimiento a 8,500 bimestrales? Es el colmo”, “No sabes qué lindo mi crucero por Ibiza, ves tantas cosas y tanta arte. La gente ahí sí tiene clase “, “Mi hijo acaba de chocar el Be-eme de su papá, no saaabes cómo se puso Enrique. Le castigó la American y le canceló el viaje a Las Vegas con sus amigos”.
Callan repentinamente ante algunas imágenes que se muestran en la televisión. Una de ellas dice “Ay, pobrecitos los de Guerrero”.

Por Azucena



miércoles, 2 de octubre de 2013

El asesino de los dioses



I- LA VENGANZA DE DIPHDA.

Hubo un tiempo en el que la vida de las personas estaba regida por los caprichos de los dioses. Jugaban a voluntad con la fortuna y la desgracia humanas, y aún hoy en día están de alguna manera presentes. Las artes marciales nos recuerdan el ímpetu de Marte, las bebidas que incitan a sucumbir a los placeres de Afrodita son llamadas afrodisíacas; podemos ser orgullosamente apolíneos o descaradamente dionisíacos, pero a pesar de ese legado, ellos nos han abandonado.Ya no se presentan ante nosotros. Ya no deciden desde sus tronos el futuro de la humanidad. No nos castigan con monstruosas transformaciones. No envían esfinges a nuestros pueblos ni nos ven desde el Olimpo con sus miradas divinas. Se han distanciado para siempre y éste es el relato del porqué.
Cuentan los ancianos de Beocia que, hace muchos años, el Dios Zeus estaba encaprichado con una joven llamada Diphda. Zeus la pretendía con ardor e insistencia, pero Diphda se negaba a acceder a sus pretensiones pues aspiraba a consagrar su vida como sacerdotisa de la diosa Artemisa. Y para lograrlo, debía preservar intacta su virginidad.
Una mañana, mientras Diphda cortaba flores en los bosques sagrados de Artemisa, se presentó Zeus ante ella y con aire amenazante se le acercó con intención de poseerla. Diphda, corrió entre los árboles, aterrada, con todas sus fuerzas, arañándose con los arbustos, pisando piedras, sin rumbo y sin aliento, pero sus esfuerzos de escapar eran inútiles pues era un dios quien la perseguía. Finalmente, agotada de cansancio y desesperación, sintió el brazo de Zeus rodeando su cintura, lloró de vergüenza cuando él le desnudó con violencia. Zeus la besaba con pasión, perdía su aliento en la ensortijada cabellera obscura. Y ahí, entre los brazos de Zeus, resignada a lo inevitable, Diphda suplicó ayuda a la Diosa Artemisa. La Diosa, conmovida, atendió la súplica de la única manera que los Dioses conocían y entonces, ante la atónita mirada de Zeus, antes de consumar su impuro deseo, el cuerpo de Diphda se transformó. Se encogió de tamaño. Sus largos y delgados brazos en un instante eran alas y su cuerpo se cubrió de plumas. Así Diphda se convirtió en gallina, y alzando la cara al cielo, dijo a Artemisa en su pensamiento: "¡¿Gallina?!¡¿Cómo pretendes que esto me salve?!" Zeus, presa de su excitación se transmutó a sí mismo en gallo, yació con ella y al terminar desapareció en el aire.
Poco después, Artemisa apareció frente a Diphda, le concedió de nuevo su forma humana y, como muestra de compasión por el ultraje, la aceptó entre sus sacerdotisas a pesar de saber que llevaba en su vientre a un hijo de Zeus. Diphda aceptó sin emoción entrar en el cortejo de la Diosa, incluso estuvo inexpresiva cuando Artemisa marcó su frente con el signo de su nombre. Nada pudo quitar el rencor y el desprecio que sentía por los dioses. La humillación que sentía estalló en furia cuando, cierto día, dio a luz a un huevo. Furiosa, envolvió el huevo entre sus ropas y partió lejos del bosque. Caminó por días, movida por sus ansias de venganza. Al cabo de una semana llegó al país de la noche. Más allá de donde Helios guarda su carruaje de fuego cada atardecer, se extiende una región de eterna penumbra que es la antesala del Hades, el reino de los muertos. Llegó así a la caverna de las Grayas; decía llevar un mensaje de Artemisa a la Diosa Perséfone. Las Grayas al ver el signo de la Diosa en su frente, la dejaron pasar. De la misma forma convenció a Caronte que la llevara y entró en el Hades. Miró a su alrededor, vio los negros asfódelos que cubrían el piso, miró a lo lejos el álamo blanco de donde surge la fuente de Mnemósine y vio las atesadas aguas del Leteo. Caminó titubeante pero sin detenerse entre las almas descarnadas que se arremolinaban a su alrededor, como hojas arrastradas por el viento de otoño, sorprendidas de ver un vivo en ese lugar.
Así llegó a la laguna ardiente de Estigia, aquella que fue condenada por Zeus a permanecer en el inframundo como castigo por haber dado de beber a los Titanes en su lucha contra los dioses. La misma en cuyas aguas Tetis hizo invulnerable a Aquiles. Pues en sus aguas, también, es que Diphda encubó el huevo durante varias semanas hasta que su cascarón se rompió y de su interior salió un hermoso niño. Diphda lo sacó del cascarón y sonrió por primera vez desde su encuentro con Zeus. Era un niño encantador y su madre resolvió llamarlo "Alejandro”.
Con su hijo en brazos, salió del Hades, caminó de regreso a Beocia, pero no se detuvo en los bosques, siguió su viaje por varios días más hasta llegar a las faldas del volcán bajo el cual Zeus había encerrado a los Titanes en los inicios de los tiempos. Allí vivió Diphda con su hijo, Alejandro  crecía nutriéndose de las plantas y los animales de ese lugar, nacidas de esa tierra impregnada del odio y la fuerza de los Titanes. Cada día su madre destilaba su rencor en los oídos de Alejandro, convenciéndolo que su destino en el mundo era vengar el ultraje de su madre. Lo entrenó en las artes de la cacería, de la lucha, del arco y de lanzamiento de lanza, y su hijo día a día adquiría habilidades así como una impresionante fortaleza, como digno hijo de Zeus. Alejandro creció creyendo las palabras de su madre, resignado a que algún día debería enfrentar a su padre.
Alejandro se convirtió en un joven atlético, de mirada profunda y bellos ojos, escrupuloso al hablar, diestro en las armas y con la confianza absoluta de que cumpliría su destino. Entonces, Diphda decidió que era le momento de su siguiente paso. Ella sabía que al principio de los tiempos, cuando el imperio del universo lo ostentaba Urano, el cielo, su hijo, el titán Cronos, lo destronó hiriéndolo con una filosa hoz. Cuando Urano se alejaba sangrando, le dijo a Cronos "Así como tú me vences, uno de tus hijos te vencerá". Por este motivo Cronos devoraba a todos sus hijos, hasta que la Titánide Rea, su esposa, salvó a su quinto hijo, Zeus. Poco después inició la legendaria batalla de Zeus y los Dioses en contra de los Titanes. Al ser vencido, Cronos le dijo a Zeus las mismas palabras que Urano alguna vez "Así como tú me vences, uno de tus hijos te vencerá.
Consciente de esto, Diphda fue a Creta, al templo de Rea, única Titánide que, por ser madre de Zeus, no fue castigada al final de la batalla aunque siempre recibió un trato mezquino de su hijo y de los Dioses olímpicos. Diphda se arrodilló en medio del templo y habló a Rea
- ¡Oh, Diosa de Diosas, más que Diosa, ¡Titánide¡, cúspide de la creación, hermana de la grandiosa raza de los Titanes, señores del Universo. Madre de toda creación, ¿es justo que tus hermanos sufran en el Tártaro? ¿Es justo que seas tratada con desprecio en el palacio del Olimpo? Cuando tú, ¡oh! gran Rea, eres digna de despreciar el palacio, el Olimpo y la tierra toda a voluntad?
Rea, conmovida por estas palabras, descendió en su forma humana y se sentó en el trono de su templo para hablar con Diphda.
-Yo elegí mi destino -dijo con voz calmada-, lo sabía cuando evité la muerte de mi hijo Zeus. Sabía que estaba cumpliendo la profecía de Urano y que el destino de mis hermanos estaba en juego.
-Hermosa señora, tú que fuiste instrumento del Hado para cumplir la profecía de Urano, ¿no crees acaso que es momento de cumplir la profecía de Cronos? ¿No crees que ha llegado el tiempo que un hijo de Zeus lo venza, tal como anuncia el oráculo de Delfos?
-¿Quien ha de ser capaz? -Respondió Rea, incrédula-. Nadie podría contra el poder de Zeus
Entonces Diphda, le contó de su hijo, preparado para enfrentar a Zeus desde su nacimiento en el Estigia, alimentado con la ira de los Titanes, entrenado en el arte de la batalla...
-¡Absurdo!- Interrumpió Rea, irritada-. Por más fuerte que tu hijo sea, es un mortal. Jamás podría aspirar a compararse siquiera con un Dios y menos con el padre de los dioses.
- ¿Acaso no era Urano inmortal? -replicó Diphda sin perder su aplomo-, pero fue vencido por la hoz de Cronos.
Rea miró a Diphda como adivinando el sentido de sus palabras, la midió con la mirada y después de unos momentos contestó fríamente.
-Es diferente. La hoz de Cronos fue forjada por los Titanes mismos, en el fuego primigenio, con un material anterior incluso a los dioses...
-Y por tanto superior a ellos -dijo Diphda empezando a perder la serenidad, respiró profundo y dijo por fin aquello que realmente pretendía obtener de Rea- ¡Gran Rea! Madre de toda creación... sólo usted sabe dónde se encuentra esa Hoz.
Rea no respondió. Por un momento intercambiaron miradas, y así, sin apartar la vista de los ojos de la Titánide, Diphda siguió hablando.
-Cualquier lucha contra Zeus será inútil, a menos que tengamos con qué vencer lo invencible... Necesito, Gran Rea, que me de la Hoz de Cronos.
Rea apenas movió los labios cuando respondió:
 -De qué hablas, ¿traicionar a mi hijo Zeus?
-Traicionó a su esposo Cronos- Dijo Diphda implacable, después bajó la mirada de inmediato.No escuchó ninguna palabra de Rea, estuvo en silencio un par de minutos sin saber qué más decir para convencer a la Titánide. Cuando por fin levantó los ojos, Rea ya no se encontraba en el templo, pero en el lugar en donde había estado se hallaba una hoz afilada y radiante. Diphda avanzó despacio y sostuvo la Hoz con sus manos temblando, contemplando en la hoja el reflejo de su propia sonrisa, una sonrisa de triunfo pues sabía que estaba cerca el momento en el que Alejandro consumaría su venganza.


II- LA MORADA DE LOS DIOSES.
En el extremo norte de Tesalia, alejado del ruido de las grandes urbes de la Grecia clásica, se levanta, imponente y majestuoso, el monte Olimpo. Su cumbre está resguardada de la vista de los mortales por espesas nubes y, sobre ella, más arriba de donde Helios día a día cruza el firmamento, se encuentra la morada de los dioses.
Días después del encuentro entre Diphda y Rea, se festejaba en el Olimpo un opulento banquete entre los dioses. Se encontraban alegres, compartiendo el néctar y degustando el vino, con la alegría natural que aquel que es eterno y poderoso puede tener. De pronto, Zeus alzó la voz para comunicar el motivo de aquella celebración.
-¡Celestiales hermanos! Les he dicho que existía una razón muy especial para reunirnos el día de hoy y es momento de revelarla a ustedes.
Todos los Dioses callaron con solemnidad, intrigados por aquello que Zeus iba a decirles. Él bebió un poco de néctar y prosiguió, esbozando una sonrisa de satisfacción.
-Quiero presentarles a mi hijo, Alejandro -no había terminado de resonar su voz en la celestial morada cuando, con un leve movimiento de su mano, hizo aparecer de entre las nubes al orgulloso hijo que procreó con Diphda. Alejandro se quedó inmóvil, disimulando a medias el terror de estar ahí, delante de los Dioses, en su suntuoso hogar, sintiendo la suave y delicada brisa de luz del éter, esperando ansioso la reacción de los dioses ante su presencia, y ésta fue inmediata, pues en un instante se rompió el pulcro silencio que momentos antes habían mantenido. Afrodita, la nacida de la espuma, no perdió oportunidad de acariciarlo con la mirada al tiempo que elogiaba en voz alta su atractivo. Apolo y Artemisa, lo observaron con desprecio, intercambiando entre ellos frases de desdén, criticando su porte, su ropa, su carne mortal. Ares, dios de la Guerra, no contuvo una estruendosa carcajada al observarlo. Atenea, la de los ojos verdes, recriminó, ofendida, a Zeus, el desacierto de haber llevado un mortal a un lugar reservado a los dioses. Hestia, llamaba sin éxito a la calma y compostura. Rea, la Titánide madre de Zeus, fue la única que no se movió en lo absoluto, no habló y su rostro permaneció inexpresivo aun cuando miró las ropas de Alejandro y adivinó entre ellas lo que sin duda debía ser la Hoz de Cronos, disimulada entre los pliegues de la túnica.
Entonces, una voz se elevó sobre todas las demás. Hera, la esposa de Zeus, se había levantado de su asiento, avanzaba lentamente hacia Zeus con el rostro enrojecido por la ira, sus ojos reflejaban la furia que sentía. De todos era conocido el rencor que Hera sentía por los múltiples hijos que Zeus tenía como fruto de sus muchas infidelidades, parecía un insulto haber llevado a Alejandro justo ahí, ante ella, ante todos, en uno de los lugares más prohibidos para los mortales.
-¡SILENCIO! -rugió Zeus con su voz de trueno, las nubes que rodean al Olimpo se oscurecieron en el acto, apenas dejándose vencer por la luz eterna del Éter que baña el firmamento sobre ellas.
Hera se calló a media frase, pero no retrocedió ni dejó de fulminar a Zeus con su mirada anegada de furia, quien apartó la vista de su esposa y empezó a hablar con un poco más de serenidad
-Los mortales son inferiores, es verdad. Su existencia es efímera. Por eso su belleza es cautivadora. Al contemplar un mortal de excepcional hermosura, nosotros sabemos que no durará más allá de un suspiro, y la belleza de los mortales, así como la belleza del empíreo, está hecha para el deleite de los dioses. ¿No fuiste, Poseidón, seducido por la hermosa Medusa a tal punto que la tomaste cuando aún se encontraba en el altar de Atenea? ¿No sucumbiste, Ares, a los encantos de la princesa Aglauro aunque esto te valiera la ira de Afrodita? Y los hijos nacidos de esas uniones son mortales, sí, pero con sangre divina en sus venas. No podemos negarles su derecho a mayores privilegios que los demás. Todos lo creemos así. Apolo, tú entregaste a Asclepio el singular don de aliviar el sufrimiento y retrasar la muerte, dándole así, a tu hijo mortal, la potestad de ahuyentar a Thánatos, que es un Dios. Afrodita, fuiste tú quien se interpuso entre Diómedes y tu hijo Eneas en la Guerra de Troya, hiriéndote a ti, a una de las más altas diosas del Olimpo, derramando tu sagrado ícor en favor de un mortal. ¿Acaso no recuerdan a Faetón, hijo mortal de Helios, quién reclamó soberbio su derecho a conducir el carruaje de Fuego? ¿Acaso olvidan que Helios consintió esa locura por complacer a su hijo, lo cual causó un desastre sin precedente en el Cosmos? -Zeus calló un momento, contempló en los Dioses el efecto de sus palabras, algo había cambiado en sus miradas. Vio a Afrodita acariciar lentamente el sitio donde Diómedes la había herido y sólo Hera mantenía encendida la ira en sus ojos. Zeus acercó a Alejandro hacia él y lo rodeó con su brazo, bebió otra copa de néctar y prosiguió-: Pues bien, celestiales hermanos, hace unos días una joven mortal que me había seducido con su belleza fue a mi templo en Olimpia, me dijo que el producto de nuestra unión era un joven llamado Alejandro que, como es natural, deseaba conocerme. Pero verán, me ha hecho una única petición que no había escuchado antes y que no fui capaz de rechazar. Dioses y diosas del Olimpo, ella no pidió ser bendecida con algo espectacular como el don de la profecía que Casandra pidió a Apolo ni tan ambicioso como la inmortalidad que Titono pidió a Eos, tampoco quería mi hijo conducir el Sol ni vencer batallas, no quería ninguno de los favores que en nuestra eterna existencia tantos y tantos mortales nos han solicitado. Diphda sólo me pidió como derecho por la sangre divina de nuestro hijo, que Alejandro pudiera pasar una velada en el Olimpo, con todos nosotros, conocernos, pasar aquí una noche para ver desde el empíreo la eterna danza de Nix y Hemera, las diosas de la noche y el día. Sin más, sin ningún otro regalo ni ninguna otra bendición y, después de eso, marcharse y no volver a solicitar ningún favor de los Dioses. ¿Acaso podía negarme a tan desinteresada petición?
                Los Dioses miraron a Zeus y se miraban entre sí, poco después empezaron a murmurar entre ellos, un murmullo apagado que fue amentando a medida que los ánimos se relajaban. Artemisa creía recordar el incidente hace años con una joven de nombre Diphda pero no estaba segura de que fuera la misma. En poco tiempo la velada retomo su natural tono, los Dioses comenzaron a beber y a departir entre ellos, contando sus historias y riendo de manera estruendosa. A Alejandro no se le permitió beber néctar ni comer ambrosía, eso no era parte del trato, pero logró acercarse a los dioses y conversar brevemente con algunos. Pronto apareció sobre ellos Nix, la Diosa de la noche, con su enorme manto de oscuridad; su larga cabellera traía entre sus ensortijados rizos las perpetuas penumbras del Érebo que ella hábilmente elevaba desde el Hades obligando a la luz eterna del Éter a refugiarse bajo la Tierra. Alejandro notó que a esas horas, la mayoría de los Dioses había ya bebido demasiado, y casi ninguno recordaba que él era un mortal. Dionisio le contó anécdotas fascinantes de lugares que Alejandro jamás había escuchado. Atenea, quien mantenía su sobriedad, alabó sus modales pero no habló más con él. Apolo,  visiblemente ebrio lo cortejó sin miramientos, prometiéndole dones prodigiosos si lo aceptaba como amante. Por suerte para Alejandro, Apolo pronto se quedó dormido. Las únicas que no participaron en el sórdido festín fueron Hera, quien se retiró a sus habitaciones desde antes del anochecer, y Rea, quien se mantuvo en su lugar, comiendo poco, sin hablar y sin perder de vista ni un segundo a Alejandro. Su rostro, sin embargo, no permaneció inexpresivo como al inicio. Poco a poco se fue reflejando un gesto de preocupación que era incapaz de disimular. Finalmente, cuando ya la mayoría de los dioses estaban vencidos por el sueño y el vino, ella se marchó en silencio a descansar a su alcoba. Zeus se acercó a Alejandro y le indicó el sitio donde pasaría el resto de la noche.
                La habitación que le asignó Zeus era una pequeña alcoba en la planta alta del palacio del Olimpo. Alejandro no durmió, se mantuvo despierto, con el oído atento a cualquier mínimo ruido hasta que comprobó después de un rato que sólo escuchaba el sonido de su propia respiración. Convencido de que todos se encontraban dormidos, entendió que había llegado el momento que esperaba. Sacó de entre sus ropas la afilada Hoz de Cronos y se levantó de la cama. Salió de su habitación y caminó con sigilo por los pasillos, tratando de ver con la escasa luz de las estrellas el camino que llevaba a los aposentos de Zeus. No tardó en adivinarlo entre las sombras, y sin dejar de ser silencioso aumentó la velocidad de su paso. Sin embargo, una voz a sus espaldas lo sobresaltó.
-¿Insomne? -preguntó la voz detrás de él. Era una voz fría y ligeramente aguda.  Alejandro volteó y se encontró muy cerca de él un rostro de palidez asombrosa, con obscuros ojos acerados y profundos. Era muy joven, con cabello tan negro como las aguas del Leteo. Nunca lo había visto, no era alguien que hubiera estado en la fiesta ni nadie que conociera de ningún modo. Alejandro retrocedió unos pasos y pudo mirarlo mejor, delgado hasta la exageración, con túnica gris y detrás, naciendo de su espalda, dos grandes alas de murciélago.
-¿Quién eres tú? -preguntó Alejandro con firmeza en sus palabras pero con la hoz temblando en su mano.
-Mi nombre es Fantaso, joven mortal, y mi padre me ha pedido que te vigile.
-Y ¿quién es tu padre?
-Yo -dijo alguien desde el lugar más obscuro del pasillo, se escucharon sus pasos avanzando hacia él, hasta que finalmente llegó junto a Fantaso, y Alejandro lo pudo ver a la luz de las estrellas. Un hombre alto, de cabellos grises, también con alas, pero éstas no eran de murciélago sino de un bello plumaje gris y, en vez de surgir de su espalda, las alas nacían directamente de sus sienes. Le dijo su nombre, aunque era algo innecesario pues al verlo, Alejandro supo al instante quién era–. Soy Hypnos, el dios del sueño.
                Alejandro no entendía qué sucedía, en un segundo había pasado de estar a punto de hundir la Hoz de Cronos en el cuello de Zeus a estar frente al dios del Sueño, descubierto en sus intenciones asesinas y sin tener idea de cómo pudo descubrirlo ni qué pensaba hacer con él. Ante el visible desconcierto de Alejandro, Hypnos explicó con su voz profunda y monótona.
-Verás, hijo de Zeus, todos los seres del Cosmos, al dormir por obra mía, sueñan. Y esos sueños son obra de mis hijos, los Oneiros. Miles de Oneiros salen cada noche a dotar al mundo de hermosos sueños y terribles pesadillas, construidos a partir de los deseos y miedos que se encuentran en las mentes de los dormidos –Alejandro no entendía por qué le estaba diciendo eso y la confusión se adivinaba en su rostro. Hypnos avanzó un poco más y esbozó una discreta sonrisa.
-Pero tres de mis hijos son especiales, son los Oneiros divinos, pues diseñan los sueños de los dioses, de los héroes, de los reyes… y de los semidioses. Como tú, hijo de Zeus. Entre los tres los diseñan pero es Fantaso quien recrea los objetos inanimados de los sueños. Y Fantaso me ha dicho que llevas mucho tiempo, joven mortal, soñando con la hoz de Cronos.
Alejandro se quedó frío, miró a los lados, intentó encontrar la mejor manera de escapar de ahí pero antes de poder encontrarla, Fantaso de algún modo que a Alejandro le pareció inexplicable, se colocó detrás de él y le inmovilizó los brazos intentando apoderarse de la hoz de Cronos. Hypnos, mientras tanto, dio otro lento paso y siguió hablando con densa parsimonia.
-¿Por qué un mortal sueña con la hoz de Cronos? ¿Por qué Ikellos, Oneiro de las pesadillas, me dice que hay tanta sangre en tus sueños? Entenderás que al saber que vendrías a pasar la noche al Olimpo tuve gran desconfianza y pedí a Fantaso que te vigilara.
                Alejandro no escuchó nada de lo último que Hypnos decía, luchaba por liberarse del Oneiro, lo cual consiguió aplicando contra él toda la fuerza heredada de su padre, lanzando violentamente a Fantaso contra la pared. Al verse libre, Alejandro corrió entre las columnas y pasillos del Palacio del Olimpo, no escuchaba a Hypnos ni a Fantasao seguirlo pero estaba claro que ambos sabían de sobra como trasladarse sin hacer el más mínimo sonido. Subió algunas escalinatas y dobló algunas esquinas hasta que cayó en cuenta de que no traía ya la hoz de Cronos con él, la había perdido al forcejear con Fantaso. Encontró la puerta de una habitación abierta y entró sin pensárselo demasiado.
                El lugar no parecía una alcoba, había una gran cantidad de objetos amontonados por toda la habitación. Encontraba escudos rotos, algunas joyas, esculturas, telares, togas y túnicas sucias y viejas. Intentó buscar algo con lo cual pudiera defenderse en caso de ser necesario antes de salir de ahí y buscar la salida del Olimpo. Encontró una aljaba, aunque ningún arco. La tomó en sus manos y sacó del interior la única flecha que contenía. Antes de que se pudiera voltear sintió a alguien detrás de él tratando de inmovilizarlo. Se percató de que era alguien más grande y con más fuerza que Fantaso y que le sería más difícil liberarse.En un movimiento imprevisto, Alejandro tomó con determinación la flecha que había sacado de la aljaba y la clavó con toda su fuerza en el muslo derecho de su captor quien, al sentir el dolor de la flecha, retrocedió un poco. Alejandro aprovechó esto para liberarse y tratar de salir de ahí, se dio la vuelta y vio nuevamente frente a él la figura de Hypnos, lo vio retirarse la flecha de la pierna y antes de ver otra cosa corrió hacia la puerta, pero no llegó a alcanzarla. Alejandro sintió que lo tocaban con algo en el hombro. Fue apenas un instante, pero después de eso, sus párpados pesaban, sus ojos se cerraban sin remedio y sus piernas se doblaban. Lo invadió un poderoso sueño, intentó combatirlo pero no pudo evitar caer al suelo presa de un inexplicable cansancio. Estando en el piso vio a Hypnos con una triunfal sonrisa inclinándose hacia él, y fue lo último que vio antes de quedarse profundamente dormido.

Víctor Hugo Gómez Arias