En cierta época yo iba a
menudo a la iglesia, porque una muchacha de quien yo estaba enamorado solía ir
todas las tardes; la joven rezaba de
rodillas, durante media hora, lo que me permitía contemplarla tranquilamente.
Una tarde
que la joven no había venido, mientras observaba decepcionado a los demás
fieles, me llamó la atención un muchacho delgado, echado de bruces en el suelo.
De vez en cuando, se aferraba el cráneo con todas sus fuerzas, gemía
intensamente y, con la cara en la concavidad de las manos, se golpeaba la
cabeza contra las piedras del suelo.
En la
iglesia sólo había unas cuantas viejas, que frecuentemente ladeaban sus rostros
inclinados y miraban de reojo al suplicante. Esta conspicuidad parecía inundarlo
de felicidad, porque antes de iniciar cada uno de sus arrebatos piadosos,
miraba en torno, para comprobar si los espectadores eran suficientemente
numerosos. Esto me pareció indecoroso;
decidí hablarle cuando saliera de la iglesia y preguntarle por qué rezaba de
tan insólito modo. Sí, me sentía irritado porque mi amiga no había venido.
Transcurrió,
sin embargo, una hora. Luego se levantó, se persignó minuciosamente y se
dirigió tambaleando hacia la pila de agua bendita. Me interpuse entre la pila y
la puerta, sabía que no lo dejaría pasar sin exigirle una explicación. Apreté
las mandíbulas, como hago siempre antes de encarar una conversación decisiva.
Adelanté la pierna derecha y apoyé sobre ella el peso de mi cuerpo; la
izquierda sólo reposaba sobre la punta del pie. Esta posición contribuye a
darme aplomo.
Es posible
que el hombre me haya visto cuando mojó los dedos en el agua bendita o tal vez
ya me había visto antes y se había asustado, porque de pronto echó a correr
hacia la puerta y salió. La puerta vidriada se cerró tras él. Y cuando yo salí
a mi vez de la iglesia, ya lo había perdido de vista, porque en las
inmediaciones hay numerosas callejuelas y mucho movimiento.
Los
siguientes días no vino, y en cambio vino mi amiga. Llevaba su vestido negro,
con encajes transparentes en los hombros –que dejaban ver la media luna del
borde de la camisa–, de cuyo ruedo caían volantes de seda bellamente cortado.
Como ella siguió viniendo, me olvidé del joven y ni siquiera lo miré cuando
días después apareció y reanudó sus habituales imploraciones. Pero al salir
siempre pasaba a toda velocidad a mi lado con el rostro vuelto. Quizá fuera
porque yo sólo podía imaginármelo en movimiento, de modo que aun cuando estaba
en reposo me parecía verlo correr.
Una vez me
demoré en mi habitación. No obstante, fui a la iglesia. Descubrí que la joven
ya se había ido y decidí volverme a casa. Pero allí estaba el muchacho, como
siempre. Recordé nuestro anterior incidente y sentí cierta curiosidad.
De puntillas
fui hasta la puerta, di una moneda al mendigo ciego allí sentado y me acurruqué
a su lado detrás de la hoja abierta de la puerta; allí permanecí una hora, con
expresión seguramente astuta. Me agradaba estar allí y decidí volver a menudo.
Después de dos horas de espera me pareció insensato quedarme en ese lugar, por
culpa de un suplicante. Y, sin embargo, me quedé una hora más, sin importarme
ya que las arañas se pasearan por mis ropas, mientras los últimos fieles salían
de la oscuridad de la iglesia, respirando profundamente.
Por fin
salió él. Pisaba con cuidado, y sus pies tanteaban ligeramente el suelo antes
de dar cada paso.
Me puse de
pie, di un paso largo hacia adelante y lo aferré.
—Buenas
noches —le dije y, tomándolo por el cuello de la camisa, lo arrastré por la
escalinata, hacia la plaza iluminada.
Cuando
llegamos abajo, me dijo con voz muy temblorosa:
—Buenas
noches, mi querido, queridísimo señor; no se enoje conmigo, su más devoto
servidor.
—Sí —dije yo—,
quiero formularle algunas preguntas, estimado señor; ya seme escapó varias
veces, pero hoy no podrá escaparse.
—Tenga
piedad de mí, señor; permítame volver a mi casa. Soy indigno de su interés, esa
es la verdad.
—No —exclamé
yo a través del ruido de un tranvía que pasaba—, no le permitiré irse. Estos
encuentros son justamente los que me agradan. Usted es una suerte para mí. Me
felicito.
—Dios mío —dijo
él—, tiene un corazón vivaz y una cabeza de adoquín. Para considerarme una
suerte, qué feliz debe ser. Porque mi desdicha es una desdicha tambaleante, una
desdicha que oscila sobre una punta aguzada, y apena se la toca, cae sobre el
curioso. Buenas noches, señor.
—Muy bien —dije,
reteniéndole con fuerza la mano derecha—; ya que no quiere contestarme, me
echaré a gritar aquí mismo, en la calle. Y todas las empleadas que ahora salen
de los negocios, y todos sus enamorados que las esperan gozosos, acudirán
corriendo, porque creerán que algún caballo de plaza se ha caído o que ha
ocurrido algún accidente semejante. Y entonces le denunciaré ante la multitud.
Inmediatamente
me besó las manos, una después de la otra.
—Le diré lo
que quiera, señor; pero, por favor, entremos en una de estas callejuelas
laterales.
Asentí y lo
seguí.
Pero no le
bastaba la oscuridad de la callejuela, iluminada por lejanas lámparas
amarillentas; me condujo hasta el zaguán de una vieja casa, bajo una lamparilla
que pendía de un techo bajo, frente a una escalera de madera.
Allí sacó
gravemente su pañuelo y, extendiéndolo sobre un escalón, me dijo:
—Siéntese,
estimado señor; así podrá interrogarme con comodidad; yo permaneceré de pie
para contestar mejor. Pero no me atormente.
Me senté y,
mirándolo con los ojos entrecerrados, le dije:
—Usted es un
perfecto lunático; eso es usted. ¡Cómo
se comporta en la iglesia! ¡Qué irritante y desagradable espectáculo! ¿Cómo
quiero que uno medite en calma, cuando lo ve a usted?
El joven
había apoyado su cuerpo hacia la pared, y sólo su cabeza se movía libremente en
el aire.
—No se
enoje; ¿por qué se enoja por cosas que no le conciernen? Yo me enojo cuando me
porto mal; pero cuando otro se porta mal, me alegro. Por eso no debe enojarse
si le digo que el motivo de mi vida es ser contemplado por los demás.
—¡Qué cosas
dice! —exclamé demasiado fuerte para ese reducido corredor, porque temía dejar
que mi voz se apagara nuevamente—. ¡Realmente, qué cosas dice! Ya adivino, ya
adiviné la primera vez que lo vi, en que estado se encuentra usted. Tengo
cierta experiencia y no brome cuando le digo que eso es un mareo en tierra
firme. Es una condición en que uno se olvida del verdadero nombre de las cosas
y con la prisa les pone nombres momentáneos y arbitrarios. ¡Rápido, rápido!
Pero apenas se aleja de ellas, se olvida de los nombres que les puso. El álamo
del campo, que usted llamó «Torre de Babel», porque no sabía o no quería saber
que era un álamo, se estremece de pronto innominado, y usted se ve obligado a
llamarlo «Noé, cuando estaba ebrio».
Me sentí un
poco desconcertado cuando me contestó:
—Me alegro
de no haber entendido lo que acaba de decir.
Airado, le
dije rápidamente:
—Por eso
mismo, porque se alegra, demuestra lo que ha entendido.
—Naturalmente
que lo demuestro, estimado señor; pero es indudable que sus palabras fueron
bastante singulares.
Apoyé una
mano sobre un escalón más alto, me estiré hacia atrás, y en esta posición casi
inexpugnable, último recurso del luchador, le pregunté:
—¿No le
parece que tiene una manera muy astuta de librarse de las situaciones,
proyectando en los otros su propio estado de animo?
Esto le dio
coraje. Colocó una mano dentro de la otra, para dar mayor unidad a su cuerpo,
y, ofreciendo cierta resistencia, me dijo:
—No, no hago
eso con todos; por ejemplo, ni siquiera lo hago con usted, porque no puedo.
Pero me alegraría mucho poder, porque entonces ya no necesitaría llamar la
atención de los personas en la iglesia. ¿Sabe usted por qué lo necesito?
Esta
pregunta me desconcertó.
Evidentemente,
no lo sabía, y creo que tampoco quería saberlo. Tampoco hubiera querido ir a
ese lugar, pensaba yo, pero ese hombre me había obligado, para que lo
escuchara. Por lo tanto, bastaba menear la cabeza para demostrarle que no lo
sabía, pero ya no podía mover la cabeza.
El joven
sonrió. Luego se arrodilló y me confesó con muecas somnolientas:
—No hubo
nunca época alguna en que pudiera convencerme por mis propios medio de mi
existencia. Tengo por lo tanto una conciencia tan fugitiva de los objetos que
me rodean que siempre creo que esas cosas han vivido alguna vez, pero que ahora
están desapareciendo. Siempre siento el deseo, querido señor, de ver las cosas
tales como son antes que yo las vea. Deben de ser muy hermosas y tranquilas.
Así deben ser, porque oigo a la gente hablar así de ellas.
Como no
contestaba y sólo mediante involuntarias contracciones del rostro le demostraba
lo incómodo que me sentía, me preguntó:
—¿Usted no
cree que la gente habla así?
Pensé que
debía asentir con la cabeza, pero no pude.
—¿Realmente,
no lo cree usted? Escúcheme, sin
embargo, una vez, cuando era chico, abrí los ojos después de una breve siesta y
oí, todavía semidormido, que mi madre preguntaba con voz natural, desde el
balcón: «¿Qué hace usted allí, querida? Hace tanto calor». Una mujer le
contestó desde el jardín: «Gozo entre las plantas». Lo dijo con absoluta
naturalidad y sin insistir demasiado, como si todo el mundo lo diera por
sentado.
Pensé que
debía contestar y, por lo tanto, metí la mano en el bolsillo posterior de los
pantalones, simulando buscar algo. Pero no buscaba nada; sólo quería cambiar de
posición, para suplir mi parte en el diálogo. Luego le dije que ese incidente
era muy singular y que no lo comprendía. Agregué que no creía en su veracidad y
que seguramente lo habría inventado con algún propósito oculto, que se me
escapaba. Después cerré los ojos, porque me dolían.
—¡Oh, cuánto
me alegra que usted comparta mi opinión, y ha sido muy generoso de su parte
interrumpirme para hacérmelo saber! Verdaderamente, por qué avergonzarme (o por
qué avergonzarnos) si mi andar no es altivo y grave, si no hago resonar las
piedras con mi bastón ni rozo las piedras de la gente que pasa bulliciosamente
a mi lado. Más bien, con justificado derecho, debería quejarme de verme
obligado a pasar pegado a las paredes de las casas, con las espaldas
encorvadas, a menudo desapareciendo en los cristales de los escaparates.
«¡Qué días los
días de mi vida! ¿Por qué todo está tan mal construido que a veces los más
altos edificios se derrumban, sin que se descubra el menor motivo visible? Yo
me trepo, sin embargo, a las ruinas y pregunto a todos los que encuentro: ¿Cómo
pudo ocurrir esto? En nuestra ciudad…, una casa nueva…, ya es la quinta hoy…,
fíjese usted. Pero nadie puede contestarme.
»A menudo
caen hombres muertos en la calle, y allí se quedan. Entonces todos los
comerciantes abren sus puertas, adornadas con sus mercaderías, acuden ágilmente,
introducen al muerto en alguna casa y reaparecen con la sonrisa en los labios y
en los ojos, diciendo: “Buenos días…, el cielo está gris…, he vendido muchos
pañuelos de seda…; sí, la guerra”. Me deslizo dentro de la casa y, después de
alzar varias veces tímidamente la mano, con los dedos ya arqueados, termino por
golpear en la ventanita del portero. “Estimado amigo –le digo amistosamente–,
acaban de traerle un muerto. Muéstremelo, se lo ruego”. Y cuando él menea la
cabeza, indeciso, le digo con decisión: “Estimado amigo. Soy de la policía
secreta. Muéstreme ahora ese cadáver”. “¿Un
cadáver?”, pregunta él entonces, casi ofendido. “No, aquí no hay ningún
cadáver. Esta es una casa decente”. Saludo y me voy.
»Luego,
cuando tengo que atravesar una plaza grande, me olvido de todo. La dificultad
de esta empresa me perturba, y pienso insistentemente: Ya que construyen plazas
tan grandes por puro capricho, ¿por qué no construyen también una balaustrada
de piedra, que sirva de guía a través de la plaza? Hoy sopla un viento fuerte
del sudoeste. El aire de la plaza se arremolina. La aguja del ayuntamiento
describe pequeños círculos. ¿Por qué no ponen orden en este caos? Todos los cristales de las ventas repiquetean,
y los postes de alumbrado se inclinan como bambúes. El manto de la virgen María
sobre la columna flamea, y el viento tempestuoso quiere desgarrarlo. ¿Nadie lo
ve? Los caballeros y las damas que quieren atravesar la plaza se deslizan por
el aire. Cuando el viento amaina, se quedan donde están, se dicen algunas
palabras y se inclinan para saludarse; apenas se reinician las ráfagas no
pueden resistirlas, y todos los pies se elevan al mismo tiempo. Naturalmente,
tienen que sostenerse el sombrero; pero sus miradas brillan alegremente, como
si se tratara de una suave brisa. Sólo yo estoy atemorizado.»
Ofendido, le
dije:
—La historia
que me contó antes, de su señora madre y la señora en el jardín, no me parece
nada notable. No sólo porque he oído y vivido muchas historias semejantes, sino
también porque he participado muchas veces en ellas. Ese incidente es, sin
embargo, absolutamente natural. ¿Le parece que si yo hubiera estado en ese
balcón, no habría podido decir lo mismo, o contestar lo mismo desde el jardín?
Una situación muy común.
Cuando dije
esto pareció encantado. Me contestó que yo estaba muy bien vestido y que mi
corbata le gustaba mucho. Y que qué esplendido cutis tenía yo. Y nada aclara
más una confesión que retractarse de ella.
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