jueves, 17 de octubre de 2013

Conversación con el suplicante – Franz Kafka


En cierta época yo iba a menudo a la iglesia, porque una muchacha de quien yo estaba enamorado solía ir todas las tardes;  la joven rezaba de rodillas, durante media hora, lo que me permitía contemplarla tranquilamente.
Una tarde que la joven no había venido, mientras observaba decepcionado a los demás fieles, me llamó la atención un muchacho delgado, echado de bruces en el suelo. De vez en cuando, se aferraba el cráneo con todas sus fuerzas, gemía intensamente y, con la cara en la concavidad de las manos, se golpeaba la cabeza contra las piedras del suelo.
En la iglesia sólo había unas cuantas viejas, que frecuentemente ladeaban sus rostros inclinados y miraban de reojo al suplicante. Esta conspicuidad parecía inundarlo de felicidad, porque antes de iniciar cada uno de sus arrebatos piadosos, miraba en torno, para comprobar si los espectadores eran suficientemente numerosos.  Esto me pareció indecoroso; decidí hablarle cuando saliera de la iglesia y preguntarle por qué rezaba de tan insólito modo. Sí, me sentía irritado porque mi amiga no había venido.
Transcurrió, sin embargo, una hora. Luego se levantó, se persignó minuciosamente y se dirigió tambaleando hacia la pila de agua bendita. Me interpuse entre la pila y la puerta, sabía que no lo dejaría pasar sin exigirle una explicación. Apreté las mandíbulas, como hago siempre antes de encarar una conversación decisiva. Adelanté la pierna derecha y apoyé sobre ella el peso de mi cuerpo; la izquierda sólo reposaba sobre la punta del pie. Esta posición contribuye a darme aplomo.
Es posible que el hombre me haya visto cuando mojó los dedos en el agua bendita o tal vez ya me había visto antes y se había asustado, porque de pronto echó a correr hacia la puerta y salió. La puerta vidriada se cerró tras él. Y cuando yo salí a mi vez de la iglesia, ya lo había perdido de vista, porque en las inmediaciones hay numerosas callejuelas y mucho movimiento.
Los siguientes días no vino, y en cambio vino mi amiga. Llevaba su vestido negro, con encajes transparentes en los hombros –que dejaban ver la media luna del borde de la camisa–, de cuyo ruedo caían volantes de seda bellamente cortado. Como ella siguió viniendo, me olvidé del joven y ni siquiera lo miré cuando días después apareció y reanudó sus habituales imploraciones. Pero al salir siempre pasaba a toda velocidad a mi lado con el rostro vuelto. Quizá fuera porque yo sólo podía imaginármelo en movimiento, de modo que aun cuando estaba en reposo me parecía verlo correr.
Una vez me demoré en mi habitación. No obstante, fui a la iglesia. Descubrí que la joven ya se había ido y decidí volverme a casa. Pero allí estaba el muchacho, como siempre. Recordé nuestro anterior incidente y sentí cierta curiosidad.
De puntillas fui hasta la puerta, di una moneda al mendigo ciego allí sentado y me acurruqué a su lado detrás de la hoja abierta de la puerta; allí permanecí una hora, con expresión seguramente astuta. Me agradaba estar allí y decidí volver a menudo. Después de dos horas de espera me pareció insensato quedarme en ese lugar, por culpa de un suplicante. Y, sin embargo, me quedé una hora más, sin importarme ya que las arañas se pasearan por mis ropas, mientras los últimos fieles salían de la oscuridad de la iglesia, respirando profundamente.
Por fin salió él. Pisaba con cuidado, y sus pies tanteaban ligeramente el suelo antes de dar cada paso.
Me puse de pie, di un paso largo hacia adelante y lo aferré.
—Buenas noches —le dije y, tomándolo por el cuello de la camisa, lo arrastré por la escalinata, hacia la plaza iluminada.
Cuando llegamos abajo, me dijo con voz muy temblorosa:
—Buenas noches, mi querido, queridísimo señor; no se enoje conmigo, su más devoto servidor.
—Sí —dije yo—, quiero formularle algunas preguntas, estimado señor; ya seme escapó varias veces, pero hoy no podrá escaparse.
—Tenga piedad de mí, señor; permítame volver a mi casa. Soy indigno de su interés, esa es la verdad.
—No —exclamé yo a través del ruido de un tranvía que pasaba—, no le permitiré irse. Estos encuentros son justamente los que me agradan. Usted es una suerte para mí. Me felicito.
—Dios mío —dijo él—, tiene un corazón vivaz y una cabeza de adoquín. Para considerarme una suerte, qué feliz debe ser. Porque mi desdicha es una desdicha tambaleante, una desdicha que oscila sobre una punta aguzada, y apena se la toca, cae sobre el curioso. Buenas noches, señor.
—Muy bien —dije, reteniéndole con fuerza la mano derecha—; ya que no quiere contestarme, me echaré a gritar aquí mismo, en la calle. Y todas las empleadas que ahora salen de los negocios, y todos sus enamorados que las esperan gozosos, acudirán corriendo, porque creerán que algún caballo de plaza se ha caído o que ha ocurrido algún accidente semejante. Y entonces le denunciaré ante la multitud.
Inmediatamente me besó las manos, una después de la otra.
—Le diré lo que quiera, señor; pero, por favor, entremos en una de estas callejuelas laterales.
Asentí y lo seguí.
Pero no le bastaba la oscuridad de la callejuela, iluminada por lejanas lámparas amarillentas; me condujo hasta el zaguán de una vieja casa, bajo una lamparilla que pendía de un techo bajo, frente a una escalera de madera.
Allí sacó gravemente su pañuelo y, extendiéndolo sobre un escalón, me dijo:
—Siéntese, estimado señor; así podrá interrogarme con comodidad; yo permaneceré de pie para contestar mejor. Pero no me atormente.
Me senté y, mirándolo con los ojos entrecerrados, le dije:
—Usted es un perfecto lunático; eso es usted.  ¡Cómo se comporta en la iglesia! ¡Qué irritante y desagradable espectáculo! ¿Cómo quiero que uno medite en calma, cuando lo ve a usted?
El joven había apoyado su cuerpo hacia la pared, y sólo su cabeza se movía libremente en el aire.
—No se enoje; ¿por qué se enoja por cosas que no le conciernen? Yo me enojo cuando me porto mal; pero cuando otro se porta mal, me alegro. Por eso no debe enojarse si le digo que el motivo de mi vida es ser contemplado por los demás.
—¡Qué cosas dice! —exclamé demasiado fuerte para ese reducido corredor, porque temía dejar que mi voz se apagara nuevamente—. ¡Realmente, qué cosas dice! Ya adivino, ya adiviné la primera vez que lo vi, en que estado se encuentra usted. Tengo cierta experiencia y no brome cuando le digo que eso es un mareo en tierra firme. Es una condición en que uno se olvida del verdadero nombre de las cosas y con la prisa les pone nombres momentáneos y arbitrarios. ¡Rápido, rápido! Pero apenas se aleja de ellas, se olvida de los nombres que les puso. El álamo del campo, que usted llamó «Torre de Babel», porque no sabía o no quería saber que era un álamo, se estremece de pronto innominado, y usted se ve obligado a llamarlo «Noé, cuando estaba ebrio».
Me sentí un poco desconcertado cuando me contestó:
—Me alegro de no haber entendido lo que acaba de decir.
Airado, le dije rápidamente:
—Por eso mismo, porque se alegra, demuestra lo que ha entendido.
—Naturalmente que lo demuestro, estimado señor; pero es indudable que sus palabras fueron bastante singulares.
Apoyé una mano sobre un escalón más alto, me estiré hacia atrás, y en esta posición casi inexpugnable, último recurso del luchador, le pregunté:
—¿No le parece que tiene una manera muy astuta de librarse de las situaciones, proyectando en los otros su propio estado de animo?
Esto le dio coraje. Colocó una mano dentro de la otra, para dar mayor unidad a su cuerpo, y, ofreciendo cierta resistencia, me dijo:
—No, no hago eso con todos; por ejemplo, ni siquiera lo hago con usted, porque no puedo. Pero me alegraría mucho poder, porque entonces ya no necesitaría llamar la atención de los personas en la iglesia. ¿Sabe usted por qué lo necesito?
Esta pregunta me desconcertó.
Evidentemente, no lo sabía, y creo que tampoco quería saberlo. Tampoco hubiera querido ir a ese lugar, pensaba yo, pero ese hombre me había obligado, para que lo escuchara. Por lo tanto, bastaba menear la cabeza para demostrarle que no lo sabía, pero ya no podía mover la cabeza.
El joven sonrió. Luego se arrodilló y me confesó con muecas somnolientas:
—No hubo nunca época alguna en que pudiera convencerme por mis propios medio de mi existencia. Tengo por lo tanto una conciencia tan fugitiva de los objetos que me rodean que siempre creo que esas cosas han vivido alguna vez, pero que ahora están desapareciendo. Siempre siento el deseo, querido señor, de ver las cosas tales como son antes que yo las vea. Deben de ser muy hermosas y tranquilas. Así deben ser, porque oigo a la gente hablar así de ellas.
Como no contestaba y sólo mediante involuntarias contracciones del rostro le demostraba lo incómodo que me sentía, me preguntó:
—¿Usted no cree que la gente habla así?
Pensé que debía asentir con la cabeza, pero no pude.
—¿Realmente, no lo cree usted?  Escúcheme, sin embargo, una vez, cuando era chico, abrí los ojos después de una breve siesta y oí, todavía semidormido, que mi madre preguntaba con voz natural, desde el balcón: «¿Qué hace usted allí, querida? Hace tanto calor». Una mujer le contestó desde el jardín: «Gozo entre las plantas». Lo dijo con absoluta naturalidad y sin insistir demasiado, como si todo el mundo lo diera por sentado.
Pensé que debía contestar y, por lo tanto, metí la mano en el bolsillo posterior de los pantalones, simulando buscar algo. Pero no buscaba nada; sólo quería cambiar de posición, para suplir mi parte en el diálogo. Luego le dije que ese incidente era muy singular y que no lo comprendía. Agregué que no creía en su veracidad y que seguramente lo habría inventado con algún propósito oculto, que se me escapaba. Después cerré los ojos, porque me dolían.
—¡Oh, cuánto me alegra que usted comparta mi opinión, y ha sido muy generoso de su parte interrumpirme para hacérmelo saber! Verdaderamente, por qué avergonzarme (o por qué avergonzarnos) si mi andar no es altivo y grave, si no hago resonar las piedras con mi bastón ni rozo las piedras de la gente que pasa bulliciosamente a mi lado. Más bien, con justificado derecho, debería quejarme de verme obligado a pasar pegado a las paredes de las casas, con las espaldas encorvadas, a menudo desapareciendo en los cristales de los escaparates.
«¡Qué días los días de mi vida! ¿Por qué todo está tan mal construido que a veces los más altos edificios se derrumban, sin que se descubra el menor motivo visible? Yo me trepo, sin embargo, a las ruinas y pregunto a todos los que encuentro: ¿Cómo pudo ocurrir esto? En nuestra ciudad…, una casa nueva…, ya es la quinta hoy…, fíjese usted. Pero nadie puede contestarme.
»A menudo caen hombres muertos en la calle, y allí se quedan. Entonces todos los comerciantes abren sus puertas, adornadas con sus mercaderías, acuden ágilmente, introducen al muerto en alguna casa y reaparecen con la sonrisa en los labios y en los ojos, diciendo: “Buenos días…, el cielo está gris…, he vendido muchos pañuelos de seda…; sí, la guerra”. Me deslizo dentro de la casa y, después de alzar varias veces tímidamente la mano, con los dedos ya arqueados, termino por golpear en la ventanita del portero. “Estimado amigo –le digo amistosamente–, acaban de traerle un muerto. Muéstremelo, se lo ruego”. Y cuando él menea la cabeza, indeciso, le digo con decisión: “Estimado amigo. Soy de la policía secreta. Muéstreme ahora ese cadáver”.  “¿Un cadáver?”, pregunta él entonces, casi ofendido. “No, aquí no hay ningún cadáver. Esta es una casa decente”. Saludo y me voy.
»Luego, cuando tengo que atravesar una plaza grande, me olvido de todo. La dificultad de esta empresa me perturba, y pienso insistentemente: Ya que construyen plazas tan grandes por puro capricho, ¿por qué no construyen también una balaustrada de piedra, que sirva de guía a través de la plaza? Hoy sopla un viento fuerte del sudoeste. El aire de la plaza se arremolina. La aguja del ayuntamiento describe pequeños círculos. ¿Por qué no ponen orden en este caos?  Todos los cristales de las ventas repiquetean, y los postes de alumbrado se inclinan como bambúes. El manto de la virgen María sobre la columna flamea, y el viento tempestuoso quiere desgarrarlo. ¿Nadie lo ve? Los caballeros y las damas que quieren atravesar la plaza se deslizan por el aire. Cuando el viento amaina, se quedan donde están, se dicen algunas palabras y se inclinan para saludarse; apenas se reinician las ráfagas no pueden resistirlas, y todos los pies se elevan al mismo tiempo. Naturalmente, tienen que sostenerse el sombrero; pero sus miradas brillan alegremente, como si se tratara de una suave brisa. Sólo yo estoy atemorizado.»
Ofendido, le dije:
—La historia que me contó antes, de su señora madre y la señora en el jardín, no me parece nada notable. No sólo porque he oído y vivido muchas historias semejantes, sino también porque he participado muchas veces en ellas. Ese incidente es, sin embargo, absolutamente natural. ¿Le parece que si yo hubiera estado en ese balcón, no habría podido decir lo mismo, o contestar lo mismo desde el jardín? Una situación muy común.
Cuando dije esto pareció encantado. Me contestó que yo estaba muy bien vestido y que mi corbata le gustaba mucho. Y que qué esplendido cutis tenía yo. Y nada aclara más una confesión que retractarse de ella.







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