Los seres humanos están tan
acostumbrados a tener el cuerpo completo y en operación, que no se paran un
segundo a razonar sobre su origen.
¿Acaso alguna vez has
pensado cómo fue la evolución del mismo? ¿Por qué tus dedos tienen esa forma?
¿Por qué tienes dos piernas en lugar de cuatro como la mayoría de los animales?
¿Por qué en la espalda no brotan un par de alas? ¿Por qué en tus pies ya no
salen garras? Y un caso del que nadie le da la debida importancia: ¿Por qué
tienes lengua?
Sí, ese “hidrostato
muscular” llamado así porque se encuentra compuesta principalmente de agua. ¿Cómo
es que la evolución la ha puesto ahí? ¿Puedes imaginarte tener la boca como la
tiene una sanguijuela, una araña o una lombriz? Ellas no tienen lengua. Bueno,
pues alguna vez nosotros tampoco la tuvimos. Eso fue hace mucho tiempo y nadie
sospechaba que así era hasta que, tiempo atrás, se halló una pintura rupestre
que mostraba figuras que se presumían humanas, alimentándose de lo que parece
un buey, tal y como lo hace una sanguijuela.
Múltiples dientes
poco a poco desgarraban la piel hasta llegar a la carne y, con la ayuda de una
ventosa que venía de la faringe, succionábamos la sangre de la víctima.
Esa descripción hace
que pensemos que éramos criaturas salidas de alguna historia de terror, pero no
era así. Por suerte, teníamos unas membranas parecidas a los labios actuales
que ocultaban los filosos dientes. Esas membranas, aunque no eran tan bellas
como ahora son los labios, cumplían la tarea de cubrir la boca.
Desde que nacían, los
humanos ya contaban con una pequeña provisión de pequeños dientes, y con la
ayuda de los padres, sus primeros alimentos eran presas suaves como lechones o
crías de venaditos… Hasta que un día nació un bebé diferente, un caso muy raro.
Todo en él era normal, incluso tenía la ventosa, pero en el lugar donde debía tener
los filosos dientes, no los tenía. ¿Cómo se iba a alimentar? ¿Cómo trituraría
la carne, incluso la más suave?
No eran buenas
noticias, no tenía posibilidad alguna de subsistir. Los padres simplemente
esperarían a que muriera de hambre.
Pasadas cuarenta y
ocho horas, el bebé seguía vivo, aunque muy débil. La madre, ante la
desesperación de aquella lenta agonía, tuvo una idea: dar unas gotas de sangre
y algunos trozos muy pequeños de carne machacada entre piedras. Y funcionó, el
bebé empezó a comer y poco a poco a recuperar su fuerza. Meses después incluso
le empezaron a salir los dientes, pocos pero ya era algo. Pero no servían para
alimentarse como todos, por lo que empezó a comer frutas y hierbas. Algo muy
interesante ya que también se puede decir que a partir de ahí el ser humano fue
omnívoro.
Pese a su carente
crecimiento y que se vio relegado de la tribu, conoció a una chica con la que
tuvo un hijo. El resultado no fue agradable.
Al igual que él, el
bebé había nacido sin dientes, aunque ahora la historia fue peor, ya que la
poderosa ventosa de la faringe no se encontraba desarrollada y sólo se veía un
pequeño montículo que no servía para tragar de una forma normal.
El padre, de igual
manera que la madre, no se dio por vencido y se negó a dejar morir a su crío,
así que buscó diferentes formas para alimentarlo. ¿Pero cómo hacerlo?
Ella dejó caer gotas
de sangre en la garganta, aunque ésta era muy espesa para poder tragarse
fácilmente. Intentaron con el jugo de algunas frutas, pero también era
complicado. Finalmente, el líquido blanco que emanaba de una de las ubres de
una cabra dio resultado.
El bebé empezó a
tomar esa extraña sustancia y se fue desarrollando, pero esta vez tenía menos
dientes -más pequeños- y la ventosa no se había desarrollado del todo.
La tribu pensó que
aquella familia era parte de una misteriosa enfermedad o un defecto de la
naturaleza, hasta que nació otro bebé con las mismas características. En poco
tiempo ya eran más de veinte bebés con el mismo problema. Los mayores no se
explicaban el porqué de esa nueva mutación, aunque se dieron cuenta de que era
una ventaja poder comer otras cosas que no fuera sólo carne.
Fue así que poco a poco
se fueron extinguiendo los filosos dientes, dejando en su lugar dientes más
pequeños. ¿Pero qué sucedió con la ventosa?
El pequeño montículo
de la tráquea empezó a desarrollarse y se volvió fuerte, tan fuerte que incluso
si seguía creciendo sería tan fuerte como la trompa de un elefante y podríamos
arrancar árboles. Por supuesto esto no pasó. Gracias a esa gran evolución
comemos frutas, verduras y hierbas sin dejar de comer carne. Y aprendimos a
tomar leche, aunque ahora las mujeres ya no necesitan de una cabra para
alimentar a sus hijos: su cuerpo aprendió a producirla.
Y aunque a partir de
esto podemos explicar la evolución de muchas cosas, yo quisiera centrarme en la
lengua, que es tan poderosa y flexible, que evolucionó de tal manera que son varios
músculos los que la conforman. Gracias a ella podemos deglutir y saborear
nuestros alimentos; y lo que es más importante, nos ayuda a hablar.
Sí, gracias a ella
podemos hacer tantas cosas, pero definitivamente hay una cosa que yo prefiero hacer:
pasarla por tu cuello y después por la espalda.
De Ollin Muñoz