martes, 23 de octubre de 2012

La Lengua



Los seres humanos están tan acostumbrados a tener el cuerpo completo y en operación, que no se paran un segundo a razonar sobre su origen.
¿Acaso alguna vez has pensado cómo fue la evolución del mismo? ¿Por qué tus dedos tienen esa forma? ¿Por qué tienes dos piernas en lugar de cuatro como la mayoría de los animales? ¿Por qué en la espalda no brotan un par de alas? ¿Por qué en tus pies ya no salen garras? Y un caso del que nadie le da la debida importancia: ¿Por qué tienes lengua?
Sí, ese “hidrostato muscular” llamado así porque se encuentra compuesta principalmente de agua. ¿Cómo es que la evolución la ha puesto ahí? ¿Puedes imaginarte tener la boca como la tiene una sanguijuela, una araña o una lombriz? Ellas no tienen lengua. Bueno, pues alguna vez nosotros tampoco la tuvimos. Eso fue hace mucho tiempo y nadie sospechaba que así era hasta que, tiempo atrás, se halló una pintura rupestre que mostraba figuras que se presumían humanas, alimentándose de lo que parece un buey, tal y como lo hace una sanguijuela.
Múltiples dientes poco a poco desgarraban la piel hasta llegar a la carne y, con la ayuda de una ventosa que venía de la faringe, succionábamos la sangre de la víctima.
Esa descripción hace que pensemos que éramos criaturas salidas de alguna historia de terror, pero no era así. Por suerte, teníamos unas membranas parecidas a los labios actuales que ocultaban los filosos dientes. Esas membranas, aunque no eran tan bellas como ahora son los labios, cumplían la tarea de cubrir la boca.
Desde que nacían, los humanos ya contaban con una pequeña provisión de pequeños dientes, y con la ayuda de los padres, sus primeros alimentos eran presas suaves como lechones o crías de venaditos… Hasta que un día nació un bebé diferente, un caso muy raro. Todo en él era normal, incluso tenía la ventosa, pero en el lugar donde debía tener los filosos dientes, no los tenía. ¿Cómo se iba a alimentar? ¿Cómo trituraría la carne, incluso la más suave?
No eran buenas noticias, no tenía posibilidad alguna de subsistir. Los padres simplemente esperarían a que muriera de hambre.
Pasadas cuarenta y ocho horas, el bebé seguía vivo, aunque muy débil. La madre, ante la desesperación de aquella lenta agonía, tuvo una idea: dar unas gotas de sangre y algunos trozos muy pequeños de carne machacada entre piedras. Y funcionó, el bebé empezó a comer y poco a poco a recuperar su fuerza. Meses después incluso le empezaron a salir los dientes, pocos pero ya era algo. Pero no servían para alimentarse como todos, por lo que empezó a comer frutas y hierbas. Algo muy interesante ya que también se puede decir que a partir de ahí el ser humano fue omnívoro.
Pese a su carente crecimiento y que se vio relegado de la tribu, conoció a una chica con la que tuvo un hijo. El resultado no fue agradable.
Al igual que él, el bebé había nacido sin dientes, aunque ahora la historia fue peor, ya que la poderosa ventosa de la faringe no se encontraba desarrollada y sólo se veía un pequeño montículo que no servía para tragar de una forma normal.
El padre, de igual manera que la madre, no se dio por vencido y se negó a dejar morir a su crío, así que buscó diferentes formas para alimentarlo. ¿Pero cómo hacerlo?
Ella dejó caer gotas de sangre en la garganta, aunque ésta era muy espesa para poder tragarse fácilmente. Intentaron con el jugo de algunas frutas, pero también era complicado. Finalmente, el líquido blanco que emanaba de una de las ubres de una cabra dio resultado.
El bebé empezó a tomar esa extraña sustancia y se fue desarrollando, pero esta vez tenía menos dientes -más pequeños- y la ventosa no se había desarrollado del todo.
La tribu pensó que aquella familia era parte de una misteriosa enfermedad o un defecto de la naturaleza, hasta que nació otro bebé con las mismas características. En poco tiempo ya eran más de veinte bebés con el mismo problema. Los mayores no se explicaban el porqué de esa nueva mutación, aunque se dieron cuenta de que era una ventaja poder comer otras cosas que no fuera sólo carne.
Fue así que poco a poco se fueron extinguiendo los filosos dientes, dejando en su lugar dientes más pequeños. ¿Pero qué sucedió con la ventosa?
El pequeño montículo de la tráquea empezó a desarrollarse y se volvió fuerte, tan fuerte que incluso si seguía creciendo sería tan fuerte como la trompa de un elefante y podríamos arrancar árboles. Por supuesto esto no pasó. Gracias a esa gran evolución comemos frutas, verduras y hierbas sin dejar de comer carne. Y aprendimos a tomar leche, aunque ahora las mujeres ya no necesitan de una cabra para alimentar a sus hijos: su cuerpo aprendió a producirla.
Y aunque a partir de esto podemos explicar la evolución de muchas cosas, yo quisiera centrarme en la lengua, que es tan poderosa y flexible, que evolucionó de tal manera que son varios músculos los que la conforman. Gracias a ella podemos deglutir y saborear nuestros alimentos; y lo que es más importante, nos ayuda a hablar.
Sí, gracias a ella podemos hacer tantas cosas, pero definitivamente hay una cosa que yo prefiero hacer: pasarla por tu cuello y después por la espalda. 

De Ollin Muñoz 

lunes, 15 de octubre de 2012

Sucesión



Berta era la primera niña que había parido Bárbara, y las dos, hija y madre, se parecieron en algo más que la B inicial de sus nombres: una mancha de color verdoso que la chica heredara en plena mejilla, y que con el tiempo disimuló mediante una leve caída de cabello justo en el punto crítico.
            Bárbara dio a luz ocho hijos en su corta vida matrimonial, que habrá durado aproximadamente el producto de esta breve multiplicación, 8 x 9 = 72 meses, más los 3 meses que tardó en concebir al primero, menos el séptimo, que no sobrevivió en su vientre, y las breves intermitencias, 115 meses en total. Y como la dueña de aquella fecundidad estaba tan ocupada en hacer esos ocho niños en tan poco tiempo, vino a ser la primogénita Berta quien, desde que tuvo uso de razón, los acogió en sus brazos durante la época indefensa de cada uno. Después, ayudaba en las tareas domésticas más pesadas. “Es como una madre”, se acostumbró a oír decir a la gente, viéndola siempre con un niño en los brazos. 
            Berta fue testigo de un fenómeno muy inusual a partir del quinto hermano que nació: todos los anteriores habían heredado esa misma mancha verdosa que ella cubría por vergüenza, pero colada en partes distintas del cuerpo: en la cadera, dedo meñique, nalga izquierda y codo derecho, respectivamente. Nada había parecido inusual hasta el quinto crío, que la tenía más grande y esparcida hasta llegar casi al pecho. Berta se compadecía del pobre hermano e intentaba restregarlo más a la hora del baño para que se le cayera esa suciedad enraizada por dentro. Su madre se paseaba con el vientre inflamado y cara de agotamiento; dejaba todo a la mitad para sentarse en la vieja y ruidosa cama. Berta estaba acostumbrada a verla así, y luego de que recuperaba las fuerzas, corría para acomodar los pliegues tibios en forma de corazón extendido que dejaban las sentaderas de su madre en las colchas.
            Cuando nació el sexto hermano, todos los miedos de Berta salieron a la luz. La mancha verdosa cubría dos terceras partes de su cuerpo. El único doctor de la región diagnosticó que se trataba de un simple lunar muy extendido que conforme fuera creciendo el niño, la piel morena le iría ganando lugar hasta que fuera de tamaño normal. Pero Berta guardaba la sospecha de que si su madre continuaba pariendo, progresivamente, su familia sería la burla de todos.
            Acostumbrada al trabajo y no a los juegos, a sus nueve años le escurrió la sangre entre las piernas por primera vez. Sabía lo que aquello significaba y estuvo decidida a no propagar jamás su especie. Como había oído decir al sacerdote que Dios era el único que sabía cuántos hijos mandaría, se apresuró para ir a la iglesia. Le preguntó al padre qué podía hacer para no tener familia. Incrédulo de que a su corta edad pudiera concebir, le pidió que le mostrara esa evidencia en el oratorio privado. Berta obedeció y, una vez solos, se quitó los calzones para mostrarle las manchas, pero al parecer, no fue prueba suficiente: sin más, el sacerdote le metió los dedos al sexo. Instintivamente, sus dedos respondieron ante semejante contacto y fueron a dar en un pinchazo a los ojos del cura, quien lanzó un grito de dolor tan bravo que rebotó en las paredes de las tres bóvedas, un eco tras otro. Berta se sintió muy ofendida y no quiso averiguar más sobre los designios de Dios. Por esos días presenció la peor amenaza: Bárbara había anunciado que tendría otro hijo.
            Así se confirmó el terror a la propagación del mal. Como si se fuera esparciendo sin control el árbol luego de cada remesa frutal, las criaturas eran cada vez más verdes. Quizá por la rapidez de las hornadas, o por lo que la genética quiera explicar, el asunto continuó así en línea progresiva. Todo aquello le estaba pareciendo a la gente del pueblo algo fuera de lo habitual. Se acercaban a la casa curiosos e incrédulos para ver a los niños verdosos. En el aire se percibía algo extraño, como si la deformidad se respirara en las calles y anduvieran mezclados al delirio de las supersticiones de brujas, duendes y seres fantásticos, elementos objetivos que eran capaces de obligar a creer en el conjunto de los hechos, contra cualquier protesta. Cuando por fin iba a nacer el séptimo bebé, una ligera caída le provocó un aborto. Resultó que el feto tenía la piel verde en todo el cuerpo, excepto la mano izquierda y la cara. Ambas excepciones fueron estudiadas por científicos famosos que desfilaban ante los ojos avergonzados de Berta. Todos concluyeron en la hipótesis del lunar, no había otra explicación. Se descartaron infecciones, células cancerosas y hongos en la piel.
            Luego de que el séptimo hijo no se lograra, Bárbara y su esposo recibieron un par de propuestas de cirqueros famosos para vender al próximo bebé-verde. Todos esperaban que la extraña cadena de verdor se cumpliera en el nuevo nacimiento. La madre, muy entusiasmada por la fama de su progenie, imaginaba el enorme reconocimiento que obtendría una vez que llegara al mundo el primer ser humano de color verde que se tuviera registro. Al menos por esas regiones. Había resentido la pérdida de su séptimo hijo, pero estaba segura que el próximo alimentaría a toda su familia y, por lo menos, un par de generaciones adelante.  
Esta vez Bárbara tardó en concebir casi dos años. La excitación aumentaba junto con la curiosidad. El doctor del pueblo se ofreció a asistir todo el nuevo embarazo sin cobrar honorarios por “amor a la ciencia”, según afirmaba cada que alguien le consultaba su opinión sobre el tema. Crecían las expectativas de todos, menos las de Berta. Su miedo se transformó en desesperación. Los niños de la escuela molestaban a sus hermanos y le era muy difícil tapar la mancha de su cara con maquillaje. Su condición hizo que los apodaran “Los reptiles”. Odiaba la idea de salir a la calle, porque sentía las miradas de la gente encima, buscando descifrar el misterio del verdor. Estaba delgada, pálida y parecía más grande de lo que era. Seguía cuidando de sus hermanos pequeños, pero no podía soportar tanta humillación. Fotógrafos, camarógrafos y reporteros de una revista americana llegaron una tarde para hacer un documental sobre su familia. Era el colmo. Iban a quedarse en el pueblo hasta que naciera el niño-verde. Por fortuna, la primogénita no era de su interés como los otros niños que habían presentado el fenómeno en sucesión. Bárbara y su esposo estaban felices por el pago que recibirían. No más coser ajeno ni manejar camiones de carga. Berta no podía con la ansiedad. El día del nacimiento, escribió en un cuaderno viejo:
            Hoy es el último día, ni una burla más.
Los reporteros se habían instalado en la recámara de Bárbara. Filmaron en cuanto comenzaron las contracciones, sin perderse un sólo gemido. Después de 10 horas en labor de parto, la sorpresa invadió a todos los presentes. Bárbara había dado a luz a un niño rubio. Tan blanco como la leche y de finos cabellos dorados. El médico buscó señales de verdor en todo el cuerpo del recién nacido y la única marca que encontró fue un vestigio de tercer pezón lo bastante común como para no salir en las revistas de lo insólito.
Cansado y temiendo que lo acusaran de falso, el padre de familia se recostó sobre el viejo sillón. Seguramente no les darían aquel dinero tan esperado. Todo volvería a la vieja y aburrida normalidad: nadie lo asaltaría con preguntas en la calle y tendría que volver a pedir trabajo. El peso de la realidad le iba cayendo sobre las piernas cuando, repentinamente, más de tres kilos de fuerza se incrustaron en sus testículos. Soltó un grito de dolor mayor a cualquier contracción y la mano de Berta repitió el golpe con el martillo. Los curiosos salieron de inmediato para ver a aquel hombre retorciéndose del dolor y con las manos en la entrepierna. A un lado de la escena, el arma reposaba.
 Expuesto a un dolor agónico, sus testículos fueron retirados en una cirugía de urgencia a causa del aplastamiento al que fueron sometidos. Berta por fin estaba tranquila, libre y feliz. Jamás había experimentado tanta soltura al cuidar a un nuevo hermano. Bárbara no tenía fuerzas para reprenderla o siquiera salir de la cama; estaba exhausta y débil. Los científicos no se iban todavía, puesto que el niño rubio había despertado más interés y todos esperaban los resultados de un último análisis capaz de confirmar la naturaleza de aquella blancura no justificada.
            Por fin llegaron los resultados y con eso bastó para que el padre castrado no regresara jamás a la vida de Bárbara. Los genes del nuevo miembro de la familia eran distintos, una mezcla que ponía en duda su paternidad. 


Por Alfredo Núñez Lanz
Publicado en: Gaceta del fondo de cultura económica y en cultura urbana

Un contratiempo



Le convenía tomar el último vagón del metro por una cuestión de cercanía. Recordó que la estación a la que iba tenía las escaleras eléctricas casi al final del andén y ahorraría por lo menos unos cinco minutos. Se había colocado cerca de la puerta para salir sin problemas. Estaba convencido de que un paso firme esquivaría a los lentos para ser el primero en salir y, con suerte, llegaría sólo cinco minutos tarde. Mientras esperaba pensó que si los trenes derramaban gente y sudor, tomaría la alternativa de los taxis.
            Iba con el tiempo medido y ya no podría fumarse un cigarro antes de la entrevista. A pesar de todos sus esfuerzos por salir temprano, el cálculole había salido mal. El despertador sonó una hora antes de lo acostumbrado, pero aquella noche una ráfaga había apagado el calentador. Jamás se había bañado con agua fría, ni siquiera en sus días de estudiante; le deprimía la idea porque lo relacionaba con la pobreza, así que esperó veinte minutos a que se calentara el agua.
            El metro se tardó en pasar. Por fin el último vagón abrió sus puertas y apareció una masa humana que se aferraba a cada centímetro. Era tanta su prisa que contuvo el aliento y se metió como pudo entre un comerciante de chicles y un oficinista con lentes oscuros. Subió el brazo para detenerse de la esquina del barandal, aunque sabía que en caso de frenar bruscamente, la masa podría contenerlo más que su brazo. A sus espaldas, el pelo crespo de una mujer chaparra comenzaba a darle comezón y a los lados estaban tres jóvenes que por lo menos usaban perfume. Pasaron las primeras estaciones y poco a poco todos se iban reacomodando conforme el espacio lo permitía. Una vendedora de estampas religiosas le dio sin preguntar la imagen de San Sebastián atravesado por docenas de flechas. Al reverso estaba la oración para invocarlo. Por un momento se vio reflejado en ella, sólo que en vez de estampas, él repartía su currículum en espera de que le interesara a alguien. Pensó en cuánto sería lo menos que podría aceptar por el trabajo. Ya no tenía ahorros y estaba desesperado. Debía la mitad de la renta y no acostumbraba pedir favores; por eso tenía que salir algo bueno de esa entrevista. Pasó de nuevo la vendedora, escabulléndose entre todos los cuerpos, y recogió la estampa sin decir nada.
Un ligero movimiento interrumpió sus pensamientos. El joven de su derecha se estaba frotando el pene con la mano metida en el bolsillo del pantalón. Al principio pensó que tenía comezón. Es normal querer rascarse por el sudor, pero para todo hay momentos, pensó. Miró hacia adelante tratando de perderse entre la negrura del túnel. Al cabo de un rato comprobó con la vista periférica que el movimiento continuaba. Volteó sigilosamente víctima de un morborepentino. Se podía ver una erección completa a través de la tela y una pequeña mancha de humedad. “¿Pero, qué nadie más lo nota?” El chico le sonrió en cuanto se cruzaron sus miradas. Qué asco, pensó, pero volvió a fijarse en la caricia disimulada. El corazón le latía con fuerza y no supo qué hacer. El chico se había quedado con esa sonrisa y no dejaba de tocarse. Miró hacia el frente y tragó saliva. Repentinamente, sintió cómo lo tocaban a él sin tapujos, con destreza y seguridad.Se paralizó. No creía lo que estaba ocurriendo y su concienciatrató de comprobar que una mano lo estaba estimulando. Reaccionó al contacto y una oleada de calor lo recorrió en dos segundos. Aquella mano sabía bien lo que hacía.
El metro comenzó a frenar; habían llegado a una nueva estación. Las puertas se abrieron en menos de tres segundos y la gente lo empujaba un poco al pasar. Con mucha tranquilidad, el chico se colocó sus audífonos. En su rostro vivía la normalidad, nada estaba pasando digno de un gesto. Metió las manos al bolsillo y esperó a que se cerraran las puertas, recargado sobre la pared.“Es un cínico”, pensó.Habían entrado tres hombres más que hablaban ruidosamente actuando como mujeres exageradas. Entonces se atrevió a preguntar en voz baja:
—¿Quién eres?
El chico sonrió y viéndolo a los ojos le dijo:
—Soy el diablo.
Alguien, una mujer, lanzó al fondo una larga, ronca, pérfida carcajada, y acto seguido empezó a toser; luego volvió a reír sobre las toses, y siguió riendo hasta que un acceso ahogó su risa. Mientras, como si se tratara de cualquier cosa, el chico volvió a tocarle. Esta vez dio un paso al frente y ambos pudieron rozar sus erecciones. Ya ni siquiera pensaba, no se atrevía a moverse. Sentía sobre sí la mirada de todos los que viajaban en el vagón y la posibilidad de ser descubierto hizo que su excitación creciera. Con los ojos cerrados se entregó a la proximidad del chico.
Llegaron a una nueva estación. Las puertas se abrieron y el sudor le recorrió la frente con la misma velocidad. El timbre de las puertas se encendió como una alarma insistente que denuncia un robo. Sus manos sudaban y le avergonzaba ese bulto terco apuntando al cielo; peroel deseo de sacardel pantalón su verga y mostrársela, dejar que él la viera y que todo el mundo comprobara su tamaño hinchado, lo enardecía. Avanzaron. El sonido del aire colado, luchando entre el túnel y la velocidad del metro instigaba el ritmo de aquella mano insistente. Otro tren pasó en dirección opuesta y las luces eran tan confusas como las palabras de los usuarios. La mano experta lo liberó con un movimiento rápido. Ahora estaba expuesto, pero no volteó a ver la reacción de los otros. Su carne fuera del pantalón era tocada por la carne de otro hombre. El hecho le provocó frenesí. Angustia, miedo, asco, deseo; todo estaba junto, revolviéndose hasta que el semen se desbordó. No hubo gemidos, todo grito estaba ahogado. El chico se limpió la mano y bajó en la nueva estación perdiéndose entre los demás. Ya todo había pasado.
Con la frente perlada de sudor y las piernas tensas por los espasmos, tuvo que regresar tres estaciones. Cuando subió las escaleras del metro sintió el aire del exterior chocándole la cara y recordó el tiempo, la entrevista, su compromiso. Respiró profundamente y junto al aire entraba la culpa. No era natural, había hecho algo asqueroso.Quería lavarse, eliminar ese aroma metálico que seguramente todos olfateaban. Trató de caminar rápido. Sus músculos estaban flojos y la exaltación le había dejado el lugar a una extraña armonía física que contrastaba con sus pensamientos. Había una luz pálida en las calles y todo parecía transcurrir con cierta calma. Llegó treinta minutos tarde. Entró al edificio; se sentía torpe, avergonzado y ajeno. Cuando entró a la oficina de contrataciones se paralizó;sólo supo que la miseria los había reunido y arrojado en el mismo espacio.Él también, el diablo, buscaba empleo.


Por Alfredo Núñez Lanz
Cuento publicado en  anal  magazine

sábado, 13 de octubre de 2012

Un cambio de hábitos


El golpe estremeció su cuerpo y un hilito de pipí salió de entre sus piernas. Adriana permaneció sentada con los brazos cruzados tratando de convencerse de que se trataba de un perro sin rumbo.
El chico, quizá de 20 años, reposaba sobre el concreto como si le hubiera sorprendido un ataque de sueño en la mitad de la calle.Uno de sus tenis yacía sobre la orilla de la banqueta. No había sangre. La noche susurraba silencios. Era buen momento para subirlo al auto y llevarlo al hospital. O quizá a casa.
El cuidador del edificio, tallándose los ojos, se incorporó del sillón desvencijado donde dormía. Con toda naturalidad Adriana le explicó que su amigo se había pasado de copas.
––Su amigo se ve re mal, señorita. Dele un cafecito bien cargado ––dijo el hombre amodorrado.
Pese a que los brazos de Adriana son de carnes generosas,con trabajos logró llevar a rastras al chico a su cama. Fue entonces cuando su mirada se quedó pasmada ante esos ojos aceitunados recién abiertos que observaban los cuadros de la pared melón, los peluches de su repisa, la colección de perfumes y los lápices multicolores.
––¿Te sientes bien? Antes que nada quiero pedirte una disculpa. La verdad es que no te vi. Estuve todo el día con los números y ya venía cansada. Hasta le bajé a la ventana para sentir el frío y luego le subí ala radio, a esa estación de las canciones viejitas ––dijo en una charla que parecía ser para ella misma.
El chico habló para decir su nombre: Luis. Después se dedicó a dormir. Fue cuando ella aprovechó para ponerle un trapo en la frente imitando las escenas de las películas en donde la enfermera atiende al héroe de guerra. También aprovechó para quitarse el rimel y las sombras azules que hacían juego con su suéter de cocoles.
El camisón transparente revelaba su frondosidad y al mismo tiempo su espíritu de niña con esos moños bordados que aumentaban aún más sus pechos. Pero Adriana estaba desnuda frente a Luis, o eso pensaba ella, porque la desnudez se siente de muchas formas.
Está nerviosa, hoy no dormirá sola. El noticiero de la noche se mezcla con la serenidad de Luis al respirar. Dentro de las cobijas el mundo se ha detenido. Adriana respira agitadamente, sobre todo cuando cruza su pierna encima de la de Luis, luego mueve el brazo de él hacia sus pechos.Hace círculos con sus rulos, toca sus labios con la punta de los dedos e inclina la cabeza en el hombro de Luis con la actitud de una niña de ocho años. Lo mira con la avidez de querer fotografiar indefinidamente su rostro. Un beso en la frente, otro en los pómulos, la piel de Luis es la de un chico que aún no vive las desazones de la vida. La noche también duerme. Adriana logró cerrar los ojos después de cerciorarse de que él estaba vivo.
La alarma sonó a las siete, despertó con la sensación de estar en un autobús con aire acondicionado. Luis se había ido. Lo buscó en el baño, en la estancia y en la cocina. Y fue justo allí, junto a la fruta, al medio refresco, a las papitas y a la bolsa de pan dulce donde encontró la nota con un “Gracias”.
Después de contemplar la letra descuidada de Luis durante varios minutos se metió a la regadera y talló cada uno de sus pliegues con la delicadeza que nunca habría tenido hace un día. La sonrisa se ha adueñado de su rostro. El rimel y las sombras son aplicados a detalle e incluso tarda más de la cuenta eligiendo la ropa que se va a poner hoy.
Adriana va tarareando en el auto las canciones de la estación viejita, convencida de que a veces los días de la semana tienen variaciones que hacen enchinar el cuerpo. Imagina a Luis caminando con su estilo desgarbado y su iPod. Ni siquiera la ambulancia que pasa frente a ella le haría pensar que es él quien está en la camilla de emergencias.  No hay inquietud, ni ruido en su panorama. Hoy le espera un día largo con números y gráficas infinitas, pero no le importa porque sabe que la noche es capaz de guardar secretos.


De Julieta Arévalo