Berta era la
primera niña que había parido Bárbara, y las dos, hija
y madre, se parecieron en algo más que la B inicial de sus nombres: una mancha
de color verdoso que la chica heredara en plena mejilla, y que con el tiempo
disimuló mediante una leve caída de cabello justo en el punto crítico.
Bárbara dio a
luz ocho hijos en su corta vida matrimonial, que habrá durado aproximadamente
el producto de esta breve multiplicación, 8 x 9 = 72 meses, más los 3 meses que
tardó en concebir al primero, menos el séptimo, que no sobrevivió en su
vientre, y las breves intermitencias, 115 meses en total. Y como la dueña de
aquella fecundidad estaba tan ocupada en hacer esos ocho niños en tan poco
tiempo, vino a ser la primogénita Berta quien, desde que tuvo uso de razón, los
acogió en sus brazos durante la época indefensa de cada uno. Después, ayudaba
en las tareas domésticas más pesadas. “Es como una madre”, se acostumbró a oír
decir a la gente, viéndola siempre con un niño en los brazos.
Berta fue testigo de un fenómeno muy
inusual a partir del quinto hermano que nació: todos los anteriores habían
heredado esa misma mancha verdosa que ella cubría por vergüenza, pero colada en
partes distintas del cuerpo: en la cadera, dedo meñique, nalga izquierda y codo
derecho, respectivamente. Nada había parecido inusual hasta el quinto crío, que
la tenía más grande y esparcida hasta llegar casi al pecho. Berta se compadecía
del pobre hermano e intentaba restregarlo más a la hora del baño para que se le
cayera esa suciedad enraizada por dentro. Su madre se paseaba con el vientre
inflamado y cara de agotamiento; dejaba todo a la mitad para sentarse en la
vieja y ruidosa cama. Berta estaba acostumbrada a verla así, y luego de que
recuperaba las fuerzas, corría para acomodar los pliegues tibios en forma de
corazón extendido que dejaban las sentaderas de su madre en las colchas.
Cuando nació el sexto hermano, todos
los miedos de Berta salieron a la luz. La mancha verdosa cubría dos terceras
partes de su cuerpo. El único doctor de la región diagnosticó que se trataba de
un simple lunar muy extendido que conforme fuera creciendo el niño, la piel
morena le iría ganando lugar hasta que fuera de tamaño normal. Pero Berta
guardaba la sospecha de que si su madre continuaba pariendo, progresivamente,
su familia sería la burla de todos.
Acostumbrada al trabajo y no a los
juegos, a sus nueve años le escurrió la sangre entre las piernas por primera
vez. Sabía lo que aquello significaba y estuvo decidida a no propagar jamás su
especie. Como había oído decir al sacerdote que Dios era el único que sabía
cuántos hijos mandaría, se apresuró para ir a la iglesia. Le preguntó al padre
qué podía hacer para no tener familia. Incrédulo de que a su corta edad pudiera
concebir, le pidió que le mostrara esa evidencia en el oratorio privado. Berta
obedeció y, una vez solos, se quitó los calzones para mostrarle las manchas,
pero al parecer, no fue prueba suficiente: sin más, el sacerdote le metió los
dedos al sexo. Instintivamente, sus dedos respondieron ante semejante contacto
y fueron a dar en un pinchazo a los ojos del cura, quien lanzó un grito de
dolor tan bravo que rebotó en las paredes de las tres bóvedas, un eco tras
otro. Berta se sintió muy ofendida y no quiso averiguar más sobre los designios
de Dios. Por esos días presenció la peor amenaza: Bárbara había anunciado que
tendría otro hijo.
Así se confirmó el terror a la
propagación del mal. Como si se fuera esparciendo sin control el árbol luego de
cada remesa frutal, las criaturas eran cada vez más verdes. Quizá por la
rapidez de las hornadas, o por lo que la genética quiera explicar, el asunto
continuó así en línea progresiva. Todo aquello le estaba pareciendo a la gente
del pueblo algo fuera de lo habitual. Se acercaban a la casa curiosos e
incrédulos para ver a los niños verdosos. En el aire se percibía algo extraño,
como si la deformidad se respirara en las calles y anduvieran mezclados al
delirio de las supersticiones de brujas, duendes y seres fantásticos, elementos
objetivos que eran capaces de obligar a creer en el conjunto de los hechos,
contra cualquier protesta. Cuando por fin iba a nacer el séptimo bebé, una
ligera caída le provocó un aborto. Resultó que el feto tenía la piel verde en
todo el cuerpo, excepto la mano izquierda y la cara. Ambas excepciones fueron
estudiadas por científicos famosos que desfilaban ante los ojos avergonzados de
Berta. Todos concluyeron en la hipótesis del lunar, no había otra explicación.
Se descartaron infecciones, células cancerosas y hongos en la piel.
Luego de que el séptimo hijo no se
lograra, Bárbara y su esposo recibieron un par de propuestas de cirqueros
famosos para vender al próximo bebé-verde. Todos esperaban que la extraña
cadena de verdor se cumpliera en el nuevo nacimiento. La madre, muy
entusiasmada por la fama de su progenie, imaginaba el enorme reconocimiento que
obtendría una vez que llegara al mundo el primer ser humano de color verde que
se tuviera registro. Al menos por esas regiones. Había resentido la pérdida de
su séptimo hijo, pero estaba segura que el próximo alimentaría a toda su
familia y, por lo menos, un par de generaciones adelante.
Esta
vez Bárbara tardó en concebir casi dos años. La excitación aumentaba junto con
la curiosidad. El doctor del pueblo se ofreció a asistir todo el nuevo embarazo
sin cobrar honorarios por “amor a la ciencia”, según afirmaba cada que alguien
le consultaba su opinión sobre el tema. Crecían las expectativas de todos,
menos las de Berta. Su miedo se transformó en desesperación. Los niños de la
escuela molestaban a sus hermanos y le era muy difícil tapar la mancha de su
cara con maquillaje. Su condición hizo que los apodaran “Los reptiles”. Odiaba
la idea de salir a la calle, porque sentía las miradas de la gente encima,
buscando descifrar el misterio del verdor. Estaba delgada, pálida y parecía más
grande de lo que era. Seguía cuidando de sus hermanos pequeños, pero no podía
soportar tanta humillación. Fotógrafos, camarógrafos y reporteros de una
revista americana llegaron una tarde para hacer un documental sobre su familia.
Era el colmo. Iban a quedarse en el pueblo hasta que naciera el niño-verde. Por
fortuna, la primogénita no era de su interés como los otros niños que habían
presentado el fenómeno en sucesión. Bárbara y su esposo estaban felices por el
pago que recibirían. No más coser ajeno ni manejar camiones de carga. Berta no
podía con la ansiedad. El día del nacimiento, escribió en un cuaderno viejo:
Hoy
es el último día, ni una burla más.
Los
reporteros se habían instalado en la recámara de Bárbara. Filmaron en cuanto
comenzaron las contracciones, sin perderse un sólo gemido. Después de 10 horas
en labor de parto, la sorpresa invadió a todos los presentes. Bárbara había
dado a luz a un niño rubio. Tan blanco como la leche y de finos cabellos
dorados. El médico buscó señales de verdor en todo el cuerpo del recién nacido
y la única marca que encontró fue un vestigio de tercer pezón lo bastante común
como para no salir en las revistas de lo insólito.
Cansado
y temiendo que lo acusaran de falso, el padre de familia se recostó sobre el
viejo sillón. Seguramente no les darían aquel dinero tan esperado. Todo
volvería a la vieja y aburrida normalidad: nadie lo asaltaría con preguntas en
la calle y tendría que volver a pedir trabajo. El peso de la realidad le iba
cayendo sobre las piernas cuando, repentinamente, más de tres kilos de fuerza
se incrustaron en sus testículos. Soltó un grito de dolor mayor a cualquier
contracción y la mano de Berta repitió el golpe con el martillo. Los curiosos
salieron de inmediato para ver a aquel hombre retorciéndose del dolor y con las
manos en la entrepierna. A un lado de la escena, el arma reposaba.
Expuesto a un dolor agónico, sus testículos fueron retirados en una
cirugía de urgencia a causa del aplastamiento al que fueron sometidos. Berta
por fin estaba tranquila, libre y feliz. Jamás había experimentado tanta
soltura al cuidar a un nuevo hermano. Bárbara no tenía fuerzas para reprenderla
o siquiera salir de la cama; estaba exhausta y débil. Los científicos no se
iban todavía, puesto que el niño rubio había despertado más interés y todos
esperaban los resultados de un último análisis capaz de confirmar la naturaleza
de aquella blancura no justificada.
Por fin llegaron
los resultados y con eso bastó para que el padre castrado no regresara jamás a
la vida de Bárbara. Los genes del nuevo miembro de la familia eran distintos,
una mezcla que ponía en duda su paternidad.
Por Alfredo Núñez Lanz
Publicado en: Gaceta del fondo de cultura económica y en cultura urbana
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