lunes, 15 de octubre de 2012

Sucesión



Berta era la primera niña que había parido Bárbara, y las dos, hija y madre, se parecieron en algo más que la B inicial de sus nombres: una mancha de color verdoso que la chica heredara en plena mejilla, y que con el tiempo disimuló mediante una leve caída de cabello justo en el punto crítico.
            Bárbara dio a luz ocho hijos en su corta vida matrimonial, que habrá durado aproximadamente el producto de esta breve multiplicación, 8 x 9 = 72 meses, más los 3 meses que tardó en concebir al primero, menos el séptimo, que no sobrevivió en su vientre, y las breves intermitencias, 115 meses en total. Y como la dueña de aquella fecundidad estaba tan ocupada en hacer esos ocho niños en tan poco tiempo, vino a ser la primogénita Berta quien, desde que tuvo uso de razón, los acogió en sus brazos durante la época indefensa de cada uno. Después, ayudaba en las tareas domésticas más pesadas. “Es como una madre”, se acostumbró a oír decir a la gente, viéndola siempre con un niño en los brazos. 
            Berta fue testigo de un fenómeno muy inusual a partir del quinto hermano que nació: todos los anteriores habían heredado esa misma mancha verdosa que ella cubría por vergüenza, pero colada en partes distintas del cuerpo: en la cadera, dedo meñique, nalga izquierda y codo derecho, respectivamente. Nada había parecido inusual hasta el quinto crío, que la tenía más grande y esparcida hasta llegar casi al pecho. Berta se compadecía del pobre hermano e intentaba restregarlo más a la hora del baño para que se le cayera esa suciedad enraizada por dentro. Su madre se paseaba con el vientre inflamado y cara de agotamiento; dejaba todo a la mitad para sentarse en la vieja y ruidosa cama. Berta estaba acostumbrada a verla así, y luego de que recuperaba las fuerzas, corría para acomodar los pliegues tibios en forma de corazón extendido que dejaban las sentaderas de su madre en las colchas.
            Cuando nació el sexto hermano, todos los miedos de Berta salieron a la luz. La mancha verdosa cubría dos terceras partes de su cuerpo. El único doctor de la región diagnosticó que se trataba de un simple lunar muy extendido que conforme fuera creciendo el niño, la piel morena le iría ganando lugar hasta que fuera de tamaño normal. Pero Berta guardaba la sospecha de que si su madre continuaba pariendo, progresivamente, su familia sería la burla de todos.
            Acostumbrada al trabajo y no a los juegos, a sus nueve años le escurrió la sangre entre las piernas por primera vez. Sabía lo que aquello significaba y estuvo decidida a no propagar jamás su especie. Como había oído decir al sacerdote que Dios era el único que sabía cuántos hijos mandaría, se apresuró para ir a la iglesia. Le preguntó al padre qué podía hacer para no tener familia. Incrédulo de que a su corta edad pudiera concebir, le pidió que le mostrara esa evidencia en el oratorio privado. Berta obedeció y, una vez solos, se quitó los calzones para mostrarle las manchas, pero al parecer, no fue prueba suficiente: sin más, el sacerdote le metió los dedos al sexo. Instintivamente, sus dedos respondieron ante semejante contacto y fueron a dar en un pinchazo a los ojos del cura, quien lanzó un grito de dolor tan bravo que rebotó en las paredes de las tres bóvedas, un eco tras otro. Berta se sintió muy ofendida y no quiso averiguar más sobre los designios de Dios. Por esos días presenció la peor amenaza: Bárbara había anunciado que tendría otro hijo.
            Así se confirmó el terror a la propagación del mal. Como si se fuera esparciendo sin control el árbol luego de cada remesa frutal, las criaturas eran cada vez más verdes. Quizá por la rapidez de las hornadas, o por lo que la genética quiera explicar, el asunto continuó así en línea progresiva. Todo aquello le estaba pareciendo a la gente del pueblo algo fuera de lo habitual. Se acercaban a la casa curiosos e incrédulos para ver a los niños verdosos. En el aire se percibía algo extraño, como si la deformidad se respirara en las calles y anduvieran mezclados al delirio de las supersticiones de brujas, duendes y seres fantásticos, elementos objetivos que eran capaces de obligar a creer en el conjunto de los hechos, contra cualquier protesta. Cuando por fin iba a nacer el séptimo bebé, una ligera caída le provocó un aborto. Resultó que el feto tenía la piel verde en todo el cuerpo, excepto la mano izquierda y la cara. Ambas excepciones fueron estudiadas por científicos famosos que desfilaban ante los ojos avergonzados de Berta. Todos concluyeron en la hipótesis del lunar, no había otra explicación. Se descartaron infecciones, células cancerosas y hongos en la piel.
            Luego de que el séptimo hijo no se lograra, Bárbara y su esposo recibieron un par de propuestas de cirqueros famosos para vender al próximo bebé-verde. Todos esperaban que la extraña cadena de verdor se cumpliera en el nuevo nacimiento. La madre, muy entusiasmada por la fama de su progenie, imaginaba el enorme reconocimiento que obtendría una vez que llegara al mundo el primer ser humano de color verde que se tuviera registro. Al menos por esas regiones. Había resentido la pérdida de su séptimo hijo, pero estaba segura que el próximo alimentaría a toda su familia y, por lo menos, un par de generaciones adelante.  
Esta vez Bárbara tardó en concebir casi dos años. La excitación aumentaba junto con la curiosidad. El doctor del pueblo se ofreció a asistir todo el nuevo embarazo sin cobrar honorarios por “amor a la ciencia”, según afirmaba cada que alguien le consultaba su opinión sobre el tema. Crecían las expectativas de todos, menos las de Berta. Su miedo se transformó en desesperación. Los niños de la escuela molestaban a sus hermanos y le era muy difícil tapar la mancha de su cara con maquillaje. Su condición hizo que los apodaran “Los reptiles”. Odiaba la idea de salir a la calle, porque sentía las miradas de la gente encima, buscando descifrar el misterio del verdor. Estaba delgada, pálida y parecía más grande de lo que era. Seguía cuidando de sus hermanos pequeños, pero no podía soportar tanta humillación. Fotógrafos, camarógrafos y reporteros de una revista americana llegaron una tarde para hacer un documental sobre su familia. Era el colmo. Iban a quedarse en el pueblo hasta que naciera el niño-verde. Por fortuna, la primogénita no era de su interés como los otros niños que habían presentado el fenómeno en sucesión. Bárbara y su esposo estaban felices por el pago que recibirían. No más coser ajeno ni manejar camiones de carga. Berta no podía con la ansiedad. El día del nacimiento, escribió en un cuaderno viejo:
            Hoy es el último día, ni una burla más.
Los reporteros se habían instalado en la recámara de Bárbara. Filmaron en cuanto comenzaron las contracciones, sin perderse un sólo gemido. Después de 10 horas en labor de parto, la sorpresa invadió a todos los presentes. Bárbara había dado a luz a un niño rubio. Tan blanco como la leche y de finos cabellos dorados. El médico buscó señales de verdor en todo el cuerpo del recién nacido y la única marca que encontró fue un vestigio de tercer pezón lo bastante común como para no salir en las revistas de lo insólito.
Cansado y temiendo que lo acusaran de falso, el padre de familia se recostó sobre el viejo sillón. Seguramente no les darían aquel dinero tan esperado. Todo volvería a la vieja y aburrida normalidad: nadie lo asaltaría con preguntas en la calle y tendría que volver a pedir trabajo. El peso de la realidad le iba cayendo sobre las piernas cuando, repentinamente, más de tres kilos de fuerza se incrustaron en sus testículos. Soltó un grito de dolor mayor a cualquier contracción y la mano de Berta repitió el golpe con el martillo. Los curiosos salieron de inmediato para ver a aquel hombre retorciéndose del dolor y con las manos en la entrepierna. A un lado de la escena, el arma reposaba.
 Expuesto a un dolor agónico, sus testículos fueron retirados en una cirugía de urgencia a causa del aplastamiento al que fueron sometidos. Berta por fin estaba tranquila, libre y feliz. Jamás había experimentado tanta soltura al cuidar a un nuevo hermano. Bárbara no tenía fuerzas para reprenderla o siquiera salir de la cama; estaba exhausta y débil. Los científicos no se iban todavía, puesto que el niño rubio había despertado más interés y todos esperaban los resultados de un último análisis capaz de confirmar la naturaleza de aquella blancura no justificada.
            Por fin llegaron los resultados y con eso bastó para que el padre castrado no regresara jamás a la vida de Bárbara. Los genes del nuevo miembro de la familia eran distintos, una mezcla que ponía en duda su paternidad. 


Por Alfredo Núñez Lanz
Publicado en: Gaceta del fondo de cultura económica y en cultura urbana

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