El
golpe estremeció su cuerpo y un hilito de pipí salió de entre sus piernas. Adriana
permaneció sentada con los brazos cruzados tratando de convencerse de que se
trataba de un perro sin rumbo.
El chico, quizá de 20 años, reposaba sobre el concreto
como si le hubiera sorprendido un ataque de sueño en la mitad de la calle.Uno
de sus tenis yacía sobre la orilla de la banqueta. No había sangre. La noche
susurraba silencios. Era buen momento para subirlo al auto y llevarlo al
hospital. O quizá a casa.
El cuidador del edificio, tallándose los ojos, se
incorporó del sillón desvencijado donde dormía. Con toda naturalidad Adriana le
explicó que su amigo se había pasado de copas.
Pese a que los brazos de Adriana son de carnes
generosas,con trabajos logró llevar a rastras al chico a su cama. Fue entonces
cuando su mirada se quedó pasmada ante esos ojos aceitunados recién abiertos
que observaban los cuadros de la pared melón, los peluches de su repisa, la
colección de perfumes y los lápices multicolores.
––¿Te sientes bien? Antes que nada quiero pedirte una
disculpa. La verdad es que no te vi. Estuve todo el día con los números y ya
venía cansada. Hasta le bajé a la ventana para sentir el frío y luego le subí
ala radio, a esa estación de las canciones viejitas ––dijo en una charla que
parecía ser para ella misma.
El chico habló para decir su nombre: Luis. Después se
dedicó a dormir. Fue cuando ella aprovechó para ponerle un trapo en la frente
imitando las escenas de las películas en donde la enfermera atiende al héroe de
guerra. También aprovechó para quitarse el rimel y las sombras azules que
hacían juego con su suéter de cocoles.
El camisón transparente revelaba su frondosidad y al
mismo tiempo su espíritu de niña con esos moños bordados que aumentaban aún más
sus pechos. Pero Adriana estaba desnuda frente a Luis, o eso pensaba ella,
porque la desnudez se siente de muchas formas.
Está nerviosa, hoy no dormirá sola. El noticiero de la
noche se mezcla con la serenidad de Luis al respirar. Dentro de las cobijas el
mundo se ha detenido. Adriana respira agitadamente, sobre todo cuando cruza su
pierna encima de la de Luis, luego mueve el brazo de él hacia sus pechos.Hace
círculos con sus rulos, toca sus labios con la punta de los dedos e inclina la
cabeza en el hombro de Luis con la actitud de una niña de ocho años. Lo mira con
la avidez de querer fotografiar indefinidamente su rostro. Un beso en la
frente, otro en los pómulos, la piel de Luis es la de un chico que aún no vive
las desazones de la vida. La noche también duerme. Adriana logró cerrar los
ojos después de cerciorarse de que él estaba vivo.
La alarma sonó a las siete, despertó con la sensación
de estar en un autobús con aire acondicionado. Luis se había ido. Lo buscó en
el baño, en la estancia y en la cocina. Y fue justo allí, junto a la fruta, al medio
refresco, a las papitas y a la bolsa de pan dulce donde encontró la nota con un
“Gracias”.
Después de contemplar la letra descuidada de Luis
durante varios minutos se metió a la regadera y talló cada uno de sus pliegues
con la delicadeza que nunca habría tenido hace un día. La sonrisa se ha adueñado
de su rostro. El rimel y las sombras son aplicados a detalle e incluso tarda
más de la cuenta eligiendo la ropa que se va a poner hoy.
Adriana va tarareando en el auto las canciones de la
estación viejita, convencida de que a veces los días de la semana tienen
variaciones que hacen enchinar el cuerpo. Imagina a Luis caminando con su
estilo desgarbado y su iPod. Ni siquiera la ambulancia que pasa frente a ella
le haría pensar que es él quien está en la camilla de emergencias. No hay inquietud, ni ruido en su panorama. Hoy
le espera un día largo con números y gráficas infinitas, pero no le importa
porque sabe que la noche es capaz de guardar secretos.
De Julieta Arévalo
De Julieta Arévalo
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