Le convenía tomar el
último vagón del metro por una cuestión de cercanía. Recordó que la estación a
la que iba tenía las escaleras eléctricas casi al final del andén y ahorraría
por lo menos unos cinco minutos. Se había colocado cerca de la puerta para
salir sin problemas. Estaba convencido de que un paso firme esquivaría a los lentos
para ser el primero en salir y, con suerte, llegaría sólo cinco minutos tarde. Mientras
esperaba pensó que si los trenes derramaban gente y sudor, tomaría la
alternativa de los taxis.
Iba con el tiempo medido y ya no
podría fumarse un cigarro antes de la entrevista. A pesar de todos sus
esfuerzos por salir temprano, el cálculole había salido mal. El despertador
sonó una hora antes de lo acostumbrado, pero aquella noche una ráfaga había
apagado el calentador. Jamás se había bañado con agua fría, ni siquiera en sus
días de estudiante; le deprimía la idea porque lo relacionaba con la pobreza,
así que esperó veinte minutos a que se calentara el agua.
El metro se tardó en pasar. Por fin
el último vagón abrió sus puertas y apareció una masa humana que se aferraba a
cada centímetro. Era tanta su prisa que contuvo el aliento y se metió como pudo
entre un comerciante de chicles y un oficinista con lentes oscuros. Subió el brazo
para detenerse de la esquina del barandal, aunque sabía que en caso de frenar
bruscamente, la masa podría contenerlo más que su brazo. A sus espaldas, el
pelo crespo de una mujer chaparra comenzaba a darle comezón y a los lados
estaban tres jóvenes que por lo menos usaban perfume. Pasaron las primeras
estaciones y poco a poco todos se iban reacomodando conforme el espacio lo
permitía. Una vendedora de estampas religiosas le dio sin preguntar la imagen
de San Sebastián atravesado por docenas de flechas. Al reverso estaba la
oración para invocarlo. Por un momento se vio reflejado en ella, sólo que en
vez de estampas, él repartía su currículum en espera de que le interesara a
alguien. Pensó en cuánto sería lo menos que podría aceptar por el trabajo. Ya
no tenía ahorros y estaba desesperado. Debía la mitad de la renta y no
acostumbraba pedir favores; por eso tenía que salir algo bueno de esa
entrevista. Pasó de nuevo la vendedora, escabulléndose entre todos los cuerpos,
y recogió la estampa sin decir nada.
Un
ligero movimiento interrumpió sus pensamientos. El joven de su derecha se
estaba frotando el pene con la mano metida en el bolsillo del pantalón. Al
principio pensó que tenía comezón. Es normal querer rascarse por el sudor, pero
para todo hay momentos, pensó. Miró hacia adelante tratando de perderse entre
la negrura del túnel. Al cabo de un rato comprobó con la vista periférica que
el movimiento continuaba. Volteó sigilosamente víctima de un morborepentino. Se
podía ver una erección completa a través de la tela y una pequeña mancha de
humedad. “¿Pero, qué nadie más lo nota?” El chico le sonrió en cuanto se
cruzaron sus miradas. Qué asco, pensó, pero volvió a fijarse en la caricia
disimulada. El corazón le latía con fuerza y no supo qué hacer. El chico se
había quedado con esa sonrisa y no dejaba de tocarse. Miró hacia el frente y
tragó saliva. Repentinamente, sintió cómo lo tocaban a él sin tapujos, con
destreza y seguridad.Se paralizó. No creía lo que estaba ocurriendo y su
concienciatrató de comprobar que una mano lo estaba estimulando. Reaccionó al
contacto y una oleada de calor lo recorrió en dos segundos. Aquella mano sabía
bien lo que hacía.
El metro
comenzó a frenar; habían llegado a una nueva estación. Las puertas se abrieron
en menos de tres segundos y la gente lo empujaba un poco al pasar. Con mucha
tranquilidad, el chico se colocó sus audífonos. En su rostro vivía la
normalidad, nada estaba pasando digno de un gesto. Metió las manos al bolsillo
y esperó a que se cerraran las puertas, recargado sobre la pared.“Es un cínico”,
pensó.Habían entrado tres hombres más que hablaban ruidosamente actuando como
mujeres exageradas. Entonces se atrevió a preguntar en voz baja:
—¿Quién
eres?
El chico
sonrió y viéndolo a los ojos le dijo:
—Soy el
diablo.
Alguien,
una mujer, lanzó al fondo una larga, ronca, pérfida carcajada, y acto seguido
empezó a toser; luego volvió a reír sobre las toses, y siguió riendo hasta que
un acceso ahogó su risa. Mientras, como si se tratara de cualquier cosa, el
chico volvió a tocarle. Esta vez dio un paso al frente y ambos pudieron rozar
sus erecciones. Ya ni siquiera pensaba, no se atrevía a moverse. Sentía sobre
sí la mirada de todos los que viajaban en el vagón y la posibilidad de ser
descubierto hizo que su excitación creciera. Con los ojos cerrados se entregó a
la proximidad del chico.
Llegaron
a una nueva estación. Las puertas se abrieron y el sudor le recorrió la frente
con la misma velocidad. El timbre de las puertas se encendió como una alarma
insistente que denuncia un robo. Sus manos sudaban y le avergonzaba ese bulto
terco apuntando al cielo; peroel deseo de sacardel pantalón su verga y
mostrársela, dejar que él la viera y que todo el mundo comprobara su tamaño
hinchado, lo enardecía. Avanzaron. El sonido del aire colado, luchando entre el
túnel y la velocidad del metro instigaba el ritmo de aquella mano insistente.
Otro tren pasó en dirección opuesta y las luces eran tan confusas como las
palabras de los usuarios. La mano experta lo liberó con un movimiento rápido.
Ahora estaba expuesto, pero no volteó a ver la reacción de los otros. Su carne
fuera del pantalón era tocada por la carne de otro hombre. El hecho le provocó frenesí.
Angustia, miedo, asco, deseo; todo estaba junto, revolviéndose hasta que el
semen se desbordó. No hubo gemidos, todo grito estaba ahogado. El chico se
limpió la mano y bajó en la nueva estación perdiéndose entre los demás. Ya todo
había pasado.
Con la
frente perlada de sudor y las piernas tensas por los espasmos, tuvo que
regresar tres estaciones. Cuando subió las escaleras del metro sintió el aire
del exterior chocándole la cara y recordó el tiempo, la entrevista, su
compromiso. Respiró profundamente y junto al aire entraba la culpa. No era
natural, había hecho algo asqueroso.Quería lavarse, eliminar ese aroma metálico
que seguramente todos olfateaban. Trató de caminar rápido. Sus músculos estaban
flojos y la exaltación le había dejado el lugar a una extraña armonía física
que contrastaba con sus pensamientos. Había una luz pálida en las calles y todo
parecía transcurrir con cierta calma. Llegó treinta minutos tarde. Entró al
edificio; se sentía torpe, avergonzado y ajeno. Cuando entró a la oficina de
contrataciones se paralizó;sólo supo que la miseria los había reunido y
arrojado en el mismo espacio.Él también, el diablo, buscaba empleo.
Por Alfredo Núñez Lanz
Cuento publicado en anal magazine
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