miércoles, 13 de febrero de 2013

Tras los bigotes




––¿Dónde estabas?––pregunta Amada casi dormida.
––Eso no es asunto tuyo, chatita lindale contesta Ignacio, mientras se quita la camisa empapada en sudor y se mete a la cama con la cabeza dándole vueltas.         
*
A la mañana siguiente, Amada, como cada tercer día, acude a la iglesia a encontrarse con Dios y también con sus amigas. Sin embargo, al saludarlas percibe síntomas de lástima, cuchicheos, incluso burla. Ninguna se atreve a mirarla a los ojos, ella no entiende y prefiere cobijarse en su mansión, una mansión que en realidad guarda secretos entre sus paredes y sus fuentes, secretos de su nacimiento, de los amoríos de don Porfirio -su padre- con su madre: una indígena que jamás volvería a ver.
Ayer se celebró la fiesta a la que ni Amadita ni sus amigas de sociedad fueron invitadas. Sólo había gendarmes cuidando la casona de la colonia Tabacalera y una fila larga de invitados.
Adentro, varios acaudalados mozos lucían sus mejores galas: medias de seda, zapatos de tacón, sombreros, tela de raso, rizos castaños, collares de perlas  y diamantes, aretes y maquillaje.  El baile comenzó y no hubo más remedio que abrazarse al otro, mirarse a los ojos, tomarse de la cintura con determinación y sentir la picazón de los bigotes en la piel. El ambiente olía a perfume y a alcohol, a cigarrillos y a flores de campo. Adentro de esa mansión se vivían momentos de libertad y desenfado, libres de murmullos y de críticas.  Eso fue hasta la madrugada, justo cuando los gendarmes derribaron las puertas y encontraron a 41 hombres explorándose.
Formados en fila fueron despojados de sus ropas y encarcelados. Porfirio Díaz decidió enviarlos a Yucatán a realizar trabajos forzados y evitar hablar del asunto. Un hombre había huido por la azotea y finalmente había llegado extenuado a la cama, donde lo esperaba su esposa. Después de aquello, el nuero del presidente se quedó sin el favor de la gubernatura en el estado de México.
Amada Díaz sabía quién era Ignacio de la Torre. Conocía sus amoríos con otros hombres, y callaba porque lo quería, porque eran dos amigos intentando ser marido y mujer, porque pese a todo, deseaba un hijo. Sin embargo los frutos de Amadita maduraron y ya no hubo espacio para ello. Finalmente, Nacho, como le decían, huyó tras los bigotes de Zapata dejando a Amada huérfana de padre, con dos gatos y después viuda. Arrastrando las deudas de su marido, vendió la mansión y se fue a vivir con su hermana. A partir de entonces estuvo convencida de que en realidad su nombre debió haber sido Dolores, nunca Amada.



De Julieta Arévalo

miércoles, 6 de febrero de 2013

La famosa guerra de la uretra




—Mierda, tan sólo a dos pasos de llegar a la cama —se dijo mientras consideraba la idea de rendirse y quedarse justo ahí. Pero no. Se arrastra, triunfa sobre la borrachera y duerme. Sueña. Entre ronquido y ronquido llega la brisa, las olas, los gritos y los rayos del sol en forma de nubes negras. Está en la playa de Normandía y es un soldado de bajo rango, en el inicio el día “D”.
            ¿Por qué un soldado? A él no le gusta la milicia, ni las armas y mucho menos entiende los motivos de la guerra. ¿Dar la vida por defender la Patria? ¿Por el hermano? ¿El ciudadano? Ni siquiera siente odio por el enemigo, es más, ni siquiera tiene enemigos. Y la vida es muy valiosa, dice. Por eso siempre ha preferido dormir, hacer nada: un lugar oscuro, cómodo y acogedor siempre será su trinchera. Pero sabe que es un sueño y tiene que estar a la altura, así que sin más, desciende del armatoste flotante hacia un mundo en guerra. El fuego de las balas es múltiple y cruzado, tanto que la arena arde como si fuese roja lava por tanta sangre derramada. Por todos lados hay retazos de muertos, bombas sin explotar, mochilas llenas de lonches sin comer, armas cargadas sin tirador. Pero él es un soldado que tiene sueño y la lluvia de balas le importa poco. Encuentra un hoyo poco profundo, entre varios cuerpos destripados, que le parece un lugar perfecto para ver el atardecer. Se instala. Con la punta de su arma aparta vísceras, huesos y pedazos completos de ser humano. Se recuesta sobre aquel  mar de sangre y con el rostro hacia el cielo saca un cigarrillo, lo coloca en sus labios, levanta cinco centímetros el rostro y deja que las potentes ráfagas de fuego hagan su trabajo sobre la punta del cigarrillo. Fuma.

Pasa el tiempo, pasan las balas, los muertos, pasa todo, incluso pasa la noción de él mismo y el escandaloso peligro que le rodea. No sabe qué hace ahí, está confundido, hace unas horas estaba en su casa buscando la mejor forma de perder el tiempo, como hace algunos años, cuando estaba buscando la mejor forma de existir. La pesadumbre lo regresa a su estado, a su sueño rodeado de cadáveres, de peligro y de unas inmensas ganas de orinar. Sabe que no hay salida, sabe que cualquier movimiento brusco significa la muerte. Pero también sabe que tiene estilo y dignidad; no será un soldado cualquiera que muera por cualquier causa. Así que decide ser el soldado anónimo que murió por orinar. Con mucho cuidado, baja el cierre de su pijama verde militar, saca el miembro, piensa en enfermeras bélicas cubiertas con uniformes cortos, blancos y manchados de sangre, todo con el fin de lograr una erección, y orina. Parece una hermosa fuente de jardín en medio de aquel caos. ¡Es hermoso!, antes de terminar con la meada, levanta un poco más las caderas para exponer al miembro orinante a la ráfaga de fuego, y ser herido de muerte justo en la cabeza. Los colores, los ruidos, el dolor de la herida y el placer de la meada se entremezclan y sabe que es el final. Está seguro de que le harán un monumento, de que por él izarán la bandera a media asta, de que a su la familia le entregarán su medalla de honor, pero sobre todo, está seguro de que cuando bebe de más, tiene que orinar antes de ir a dormir.

Por Victor Hugo G. 

martes, 5 de febrero de 2013

Los consejos de Heydar Aliyev




Mi casa es muy oscura. No tiene ventanas ni habitaciones, sólo un hueco de entrada y salida, pero no me importa porque sólo voy en las noches. En ella he conocido a mis mejores amigos, aunque ahora no estén aquí. Puede que alguno regrese o que vengan otros que serán tan buenos como aquéllos.
            Llegué aquí de pequeño. Había salido con mi familia de paseo y, jugando a las escondidas, cuando menos lo pensé ya estaba solo. Caminé preocupado sin hallar el camino de regreso y vagué hasta que encontré a los que me invitaron a entrar. Como no sabía a dónde más ir, me quedé esperando a que mi familia volviera, pero ya no los volví a ver. Supongo que no supieron cómo encontrarme. Pronto me acostumbré a mi nueva vida. Mis camaradas me enseñaron cosas muy prácticas. Aprendí que en los lugares en los que hay mucha gente, como en los parques, se puede encontrar todo lo que se necesita: comida y diversión. A veces competíamos a ver quién era el que brincaba más alto o el que corría más rápido, o simplemente nos echábamos al sol a descansar. Cuando nos alejábamos, preferíamos buscar otro sitio en donde guarecernos. Es fácil encontrar lugares en los que nadie moleste, algunas veces hasta hay cajas de cartón o cobijas; no entiendo por qué las tiran, si son de mucha utilidad, sobre todo a la hora de dormir.
            Lo que más me gusta de los parques es perseguir ardillas. Yo quiero jugar con ellas, pero son tan rápidas que en un momento trepan a los árboles y por más que las llamo no quieren bajar. Otra cosa que también disfruto es pasar tiempo con las estatuas que hay en medio de los jardines, porque siempre sabes qué esperar de ellas. En cambio, de las personas, nunca puedes estar muy seguro: algunas te sonríen, juegan y hasta comparten su comida contigo, aunque no las hayas visto antes; otras, en cambio, sin ninguna razón te tiran piedras o te gritan. Pero las estatuas permanecen serenas y nada parece afectarles. O al menos eso pensaba antes de conocer una a la que acabé tomándole cariño. Me llamó la atención por los individuos que durante muchos días vi reunidos, gritando molestos a su alrededor. No entendía muy bien lo que sucedía, pero mi instinto me ha enseñado a reconocer el desagrado en los demás. Por esos días dormíamos cerca del parque, así que fui a ver a la estatua de noche, sabiendo que estaría libre del gentío. Se habían esmerado en el cuidado del jardín que rodeaba la plataforma de piedra pulida sobre la que se alzaba. Era la escultura de un hombre sentado en una silla. Se veía sonriente y a gusto, mirando hacia el cielo. Me senté a contemplarla y, después de unos minutos, contenta por mi visita, empezó a hablarme de lo que había sido en vida.
            —Fui un buen gobernante. Luché por los habitantes de mi nación y todo lo que hice fue por ayudarlos a vivir bien. Yo, que conozco la naturaleza humana, sabía lo que era bueno para ellos, aún mejor que ellos mismos, pero no todos lo entendieron y ahora muchos me llaman de maneras injustas. Por eso, permíteme darte un consejo: sigue con los de tu clase, que son los únicos entre los que encontrarás un compañero leal, y aléjate de la muchedumbre.
            Me quedé dormido a sus pies y por la mañana nos despedimos. Ese día partí con mis amigos rumbo al cerro en el que se encuentra nuestra morada. Íbamos tan contentos que no nos dimos cuenta de la inusual cantidad de gente que había en los alrededores, que repentinamente nos atrapó llevándonos hasta un horrible lugar en el que nos encerraron. Sabíamos que estábamos todos, porque nos escuchábamos, pero no podíamos vernos ni mucho menos salir. Unas rejas nos lo impedían. Pasé más miedo que aquél día en que me encontré perdido en el bosque, de pequeño, sólo me consolaba saber que mis amigos seguían cerca y que no nos faltaba agua ni comida. Ninguno de nosotros sabía por qué estábamos ahí, ni por cuánto tiempo más.
            Pasaron días hasta que empezamos a notar que nos iban soltando. Una tarde abrieron mi celda, me sacaron a la calle e insistieron en que me fuera con unos desconocidos. Por más que me resistí, lograron subirme en la parte de atrás de una camioneta. No tenía idea de a dónde me llevarían, pero afortunadamente reconocí el camino y salté sin que se dieran cuenta. Corrí tan rápido como pude y no me detuve hasta encontrarme seguro en mi añorado refugio.
            He hecho nuevos amigos y con ellos me dirigí a visitar a la estatua del parque. Al llegar ya no la encontré y tampoco a los gritones mal encarados. Me entristeció pensar que se la habrían llevado para encerrarla en una cárcel. Sólo espero que también la liberen. Ahora comprendo sus palabras y sigo sus consejos. Me aparto de las personas si están en grupo y sólo confío en los de mi propio género, entre los que encuentro compañía desinteresada y afecto. Aún espero reencontrarme con mis antiguos compañeros y por eso trato de no alejarme mucho, por si logran regresar un día a nuestra cueva en el Cerro de la Estrella. Alguna vez hasta he creído escuchar sus ladridos.

Por Rose Casanova.