––Eso no es asunto tuyo, chatita linda—le contesta Ignacio, mientras se quita la camisa empapada en sudor y se
mete a la cama con la cabeza dándole vueltas.
*
A la mañana siguiente, Amada,
como cada tercer día, acude a la iglesia a encontrarse con Dios y también con
sus amigas. Sin embargo, al saludarlas percibe síntomas de lástima, cuchicheos,
incluso burla. Ninguna se atreve a mirarla a los ojos, ella no entiende y
prefiere cobijarse en su mansión, una mansión que en realidad guarda secretos
entre sus paredes y sus fuentes, secretos de su nacimiento, de los amoríos de don
Porfirio -su padre- con su madre: una indígena que jamás volvería a ver.
Ayer se celebró la fiesta a la
que ni Amadita ni sus amigas de sociedad fueron invitadas. Sólo había gendarmes
cuidando la casona de la colonia Tabacalera y una fila larga de invitados.
Adentro, varios acaudalados mozos
lucían sus mejores galas: medias de seda, zapatos de tacón, sombreros, tela de
raso, rizos castaños, collares de perlas
y diamantes, aretes y maquillaje.
El baile comenzó y no hubo más remedio que abrazarse al otro, mirarse a
los ojos, tomarse de la cintura con determinación y sentir la picazón de los
bigotes en la piel. El ambiente olía a perfume y a alcohol, a cigarrillos y a flores
de campo. Adentro de esa mansión se vivían momentos de libertad y desenfado,
libres de murmullos y de críticas. Eso
fue hasta la madrugada, justo cuando los gendarmes derribaron las puertas y
encontraron a 41 hombres explorándose.
Formados en fila fueron
despojados de sus ropas y encarcelados. Porfirio Díaz decidió enviarlos a
Yucatán a realizar trabajos forzados y evitar hablar del asunto. Un hombre
había huido por la azotea y finalmente había llegado extenuado a la cama, donde
lo esperaba su esposa. Después de aquello, el nuero del presidente se quedó sin
el favor de la gubernatura en el estado de México.
Amada Díaz sabía quién era
Ignacio de la Torre. Conocía sus amoríos con otros hombres, y callaba porque lo
quería, porque eran dos amigos intentando ser marido y mujer, porque pese a
todo, deseaba un hijo. Sin embargo los frutos de Amadita maduraron y ya no hubo
espacio para ello. Finalmente, Nacho, como le decían, huyó tras los bigotes de
Zapata dejando a Amada huérfana de padre, con dos gatos y después viuda. Arrastrando
las deudas de su marido, vendió la mansión y se fue a vivir con su hermana. A
partir de entonces estuvo convencida de que en realidad su nombre debió haber
sido Dolores, nunca Amada.
De Julieta Arévalo
No hay comentarios:
Publicar un comentario