domingo, 10 de marzo de 2013

La príncesa veneciana






Cuando ella entró al edificio, el portero la saludo sin extrañarse por la máscara veneciana que traía puesta. Era común que cada noche aquella mujer llegase a las tres de la mañana a su departamento.

Yo la vi desde el otro extremo del salón. Entre todas esas máscaras, ninguna otra resaltó más que aquella lujosa veneciana. Ésta le cubría toda la cara, tenía plumas a los extremos, simulaba un antifaz decorado de dorado y morado, y el resto era blanco, excepto por los labios que contrastaban con su color rojo. También llevaba puesto un corset negro, una larga falda del mismo color y unos tacones.
Detrás de esa máscara se asomaban unos ojos morados, cuyo color original nunca conoceré. Me miró intensamente y pestañeó de forma lenta, invitando a mi cuerpo a acercarse, pero cuando di el primer paso para caminar hacia ella, el salón se comenzó a llenar y la perdí de vista.
Estuve horas buscándola en cada esquina. Giré y giré con la música en brazos de extrañas -y extraños-, que me jalaban hacía sus cuerpos. Apretaban sus senos y sus ingles contra mí, pero mis ojos no dejaban de buscarla. Movía la cabeza de un lado a otro. Sólo podía pensar en ella. Me sentía embriagado aunque no había tomado nada, una fuerza extraña sofocaba mi pecho y comenzaba a ver únicamente caras monstruosas en aquella mascarada.
Fue entonces cuando la vi salir por la puerta principal y yo me hice paso entre la gente. El taxi en el que se fue arrancó justo cuando yo logré salir. Corrí al vehículo más próximo y le exigí al conductor seguirla. Él solamente se rió y me dijo «Tranquilo, hay tiempo» y no encendió el vehículo hasta que el taxi en el que ella iba desapareció en la esquina. Mi cuerpo se tensó y estuve a punto de golpear al conductor para después correr a perseguirla, pero en ese momento él encendió el vehículo y la fuerza del movimiento me impulsó al asiento.
Extrañamente el conductor me había traído ahí, ante su edificio. Vi, a través de la puerta de cristal, que oprimía el piso seis en el elevador y desaparecía. Entré acelerado al edificio, para hacer bajar aquel elevador lo más pronto posible y, mientras esperaba, sentí la mirada del portero. Lo volteé a ver y él me sonrió. No me preguntó quién era o qué hacía en ese lugar. Me consoló la idea de que yo llevara un antifaz ante aquella situación. Tanto la actitud del conductor como del portero, me hicieron desconfiar, sin embargo eso no me importó. Sentía que ella me estaba llamando, que me esperaba, sólo a mí, que sabía mi nombre y que me amaba. Porque tenía que amarme.
Hubo un breve sonido y el elevador se abrió. Oprimí el número seis y el portero desapareció de mi vista. Conforme el elevador se movía su fluorescente iluminación parpadeaba y mi impaciencia crecía.
Pronto llegué al piso indicado y ante mí apareció un largo pasillo con al menos doce puertas. Por un momento, me desesperó la idea de tener que quedarme ahí a esperar que ella saliera o de tener que ir tocando cada puerta hasta encontrarla. Sin embargo, escuché el golpe de unos tacones contra el suelo, me acerqué y descubrí que la puerta con el número once estaba abierta. Ella la había dejado así, pensé, y seguramente me estaba esperando.
Entré al departamento silenciosamente, cerré la puerta e inspeccioné el lugar. Unos focos iluminaban discretamente el pasillo que guiaban a una habitación. Ahí, al fondo vi su silueta moviéndose y luego desapareció de mi campo de visión.
Me dirigí a su recamara y al entrar el olor de su perfume me golpeó. Escuché unos sonidos provenientes de lo que parecía ser el baño. Toqué el suave cobertor de su cama y sentí el impulso de dejarme caer sobre ella. Sin temor a que me descubriera, me acosté y desde ahí pude verla perfectamente. Todavía tenía el corset y la máscara puesta, pero había dejado al descubierto sus piernas. Me pareció tanto extraño como excitante el hecho de que debajo de la falda tuviese unas medias puestas, de ésas que no son completas. Llevaba puesta también una tanga negra con encaje y un pequeño moño color lila.
Me hipnotizó la manera en que no atendía mi presencia, posiblemente la ignoraba. Yo simplemente me quede contemplando cómo se veía en el espejo y con sus manos inspeccionaba su cuerpo. Le llamé Ofelia en mi mente.

No me di cuenta del momento en que me quedé dormido, sentí un objeto frió rozar mis labios y yo los presioné para continuar el beso. Al abrir los ojos, la encontré sentada sobre mi pantalón, todavía con la máscara puesta. Yo me quedé entonces boquiabierto sin saber cómo reaccionar. Ofelia empezó a frotar su pubis contra la mía, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y sentí mi miembro crecer. Entonces levanté mi torso, apreté su pecho contra el mío y comencé a besarle el cuello. Sentí su pecho elevarse y descender por la velocidad de su respiración que aumentaba pero en ningún momento gimió o dijo algo. Alcé mi cabeza y busqué sus ojos. Éstos me miraron inexpresivos.
Continué besándole el cuello y poco a poco bajé hasta sus senos aún cubiertos por el corset. Cuando comencé a quitárselo ella me empujó contra la cama y de un jalón rompió los botones de la camisa que llevaba puesta. Me quite los restos y continué deshaciendo el lazo que mantenía sujeto el corset, hasta que finalmente descubrí sus senos. Los besé, los mordí y los succioné cual jugoso fruto. Ella se levantó y bailó un poco para mí moviendo suavemente las caderas mientras se quitaba la tanga. Yo me arrodillé ante ella y puse mis labios contra su clítoris. Ella pasó sus dedos por mi cabello y finalmente la escuché emitir un sonido de placer. Comencé a desabrocharme el pantalón, mis manos me temblaban y mi corazón latía tanto que sentía su fuerza en mi pecho. Me levanté, la volteé y la incliné sobre la cama. Le besé la nuca y fui recorriendo con mi lengua su columna hasta llegar a su espalda baja. Me reencontré con su vagina y me auxilié con mis dedos para darle placer. Dejé caer mi pantalón y mi miembro quedó expuesto. Finalmente, antes de que se diera cuenta de este hecho, la penetré suavemente, cosa que hizo que ella gimiera.
Me encantaba escucharla gemir y respirar con mayor excitación, aunque al tratar de verle la cara ésta se mantuviera inexpresiva. Pero eso me permitía imaginarme la cara de mi Ofelia en pleno éxtasis. Le continué besando el cuello y la espalda. Ella con una mano guiaba las mías hasta sus pechos y con la otra acariciaba mi nuca.
Su cuerpo se comenzó a tensar y yo empecé a arremeter contra éste con mayor fuerza. Nuestra respiración aumentó y pronto formamos una armonía de gemidos. La apreté contra mí, pude ver las venas en mis brazos causadas por la fuerza que comenzaba a acumularse.
«¡Ofelia! ¡Mi Ofelia!» Grité al cerrar los ojos y descargarme entero en ella. Ofelia lanzó un último alarido y nos quedamos petrificados sobre la cama. Temblábamos los dos e intentábamos recuperar el aire.
Finalmente, nos dejamos caer sobre las sábanas y yo recosté mi cabeza sobre la almohada, mientras que ella lo hacía en mi pecho. Pasamos unos minutos en silencio, hasta que nuestros cuerpos se relajaron completamente. Yo la abracé y comencé a pasar las yemas de mis dedos por su piel. Ella alzó su cabeza y nuestros ojos se volvieron a encontrar como lo habían hecho en la mascarada. Contemplé la máscara veneciana una vez más y me desesperó desconocer la verdadera cara de mi amada. Quise besar sus verdaderos labios, me los imaginaba suaves y carnosos. Entonces, aun viendo sus ojos, puse mi mano en la comisura de la máscara y de un jalón se la arrebaté.
Justo antes de poder ver su cara, Ofelia desapareció.


T.C. Durán

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