domingo, 23 de octubre de 2016

Milagros


Tenía dos opciones: Hallar el modo en que Danielle volviera conmigo o matarme. Sin ella no había manera de seguir interesado en vivir. A esto me había reducido. Si lo pensaba un poco, era como el fin del mundo. Me costaba admitirlo, pero resulté ser una decepción de persona.
Busqué en internet: "Hacer que vuelva tu ex" y la pantalla me mostró una lista interminable de sitios de místicos y brujos. Borré y esta vez escribí: "Milagros". Vi una página cuyo eslogan era "Centro holístico Kajumari - Creando tus propios milagros.  Reuniones todos los miércoles". Deslicé el scroll a medida que iba leyendo la información de su sitio y anoté la dirección. Me estuve despierto por un rato más en la silla, contemplando la posibilidad de traer a mi vida a Danielle como a un pez recién picado, jalándola hacia mí poco a poco. Luego me quedé dormido mirando la oscuridad de la habitación, pensando en qué iba decir mañana en el centro ése.
Logré despertar hasta la tercera alarma. Era miércoles. Me vi al espejo: mi rostro estaba más deteriorado que ayer. Parpadear me cansaba. Salí hacia el centro, no me tomaría más de quince minutos. Gente paseaba a sus mascotas, algunos vendedores levantaban  sus puestos, madres llevaban a sus hijos de la mano. Martillazos se hacían más estridentes conforme avanzaba, como latidos. Todos parecían estar de buen humor, incluso el sol emitiendo un calor suave.
Adentro todo olía a incienso. Una mujer morena y sonriente sentada tras un escritorio me preguntó si venía a la reunión de C y E.
¡¿De qué?! le contesté.
¿Que si vienes a la sesión de Contemplación y eclosión: C y E? me insistió, a lo que no supe qué decir—. Ven, mira, anótate en esa libretita de allá y pasa, tiene poco que empezó la sesión me dijo extendiendo la mano en dirección a unas cortinas color verde oliva.
Atravesé las cortinas. Cuando mis ojos se adaptaron a la escasa luz que había adentro, alcancé a distinguir a seis personas sentadas cada una en un cojín. Estaban todas dispuestas en un círculo que abarcaba la sala entera. Con la espalda erguida y las piernas cruzadas, tenían los ojos cerrados y las manos una vertical apoyada sobre la otra horizontal mientras respiraban exagerando al inhalar y todavía más al exhalar. Me quedé parado en un rincón observando. Percibí un hedor resultante de la mezcla de todos los alientos licuados sobre el aire. Era como estar en un gimnasio, pero sin las pesas, la música y los músculos. Alguien prendió la luz.
Muy bien, clase, ahora recuéstense y visualicen sus milagros, siéntanlos.  Copulen con ellos dijo al grupo una joven, y mientras los demás hacían lo que les pidió, se me acercó—. Me llamo Edna, un gusto, soy la instructora.
Me hablaba en voz baja, sus ojos parecían no parpadear. Me preguntó sobre el milagro que quería materializar. Preferí no decírselo y ella dijo comprender, porque muchos preferían la discreción. Y en esto hizo un especial ahínco sin dejar de mirarme un solo segundo y en silencio, como esperando una respuesta. Desvié mi atención hacia las personas que empezaban a levantarse. Un hombre alzó su mano en señal de saludo como si nos conociéramos.
Edna me presentó ante el grupo que me examinaba. A cada cosa que yo decía, ellos movían la cabeza diciendo sí. Luego pidió al extraño del saludo que nos hablara de sus progresos. "En serio creo que estoy avanzando. La otra noche casi me quedo dormido", dijo, y tras esto la gente le aplaudió. "Muy bien, Enrique, bendiciones para ti". El resto de la sesión transcurrió con otros hablando sobre sus deseos y los milagros que querían. Al salir, sentí una mano apoyada en mi hombro. Era Enrique, ahora traía puesto un sombrero y una camisa blanca formal. Se notaba que hizo un esfuerzo para correr. Tomó aire y me preguntó a qué hora estaba libre. Antes de salir del centro, Edna había asignado a Enrique para que me explicara la técnica C y E. Le dije que en ese momento yo no tenía nada que hacer y él caminó conmigo hablándome de dicha técnica.
—Por cierto —pregunté—, ¿cuál es tu problema, o sea, qué quieres conseguir?
Dio un suspiro y me contó que su problema era que no podía dormir.
—¿Entonces tienes insomnio?
—¡No! —me contestó abrumado— ¡si fuera un insomnio cualquiera, ¿crees que tomaría estas medidas desesperadas?!
Le costaba respirar. Con la luz de la calle se le notaban unas ojeras como hechas con grasa para autos.  
—Bebí el café definitivo —dijo.
Cruzamos la calle por lo que tuve que volver a preguntar para confirmar lo que creí haber oído.
Sí, el café definitivo —repitió.
—¿Y qué cosa es ese café?
Se detuvo unos instantes diciendo que, hace mucho, hizo un viaje a Haití. La idea era vacacionar pero un día, llevado por la curiosidad, entró a uno de esos lugares donde te leen el café. Había una vieja que le dijo cosas acerca de su vida las cuales él consideró muy acertadas. Al final le ofreció beber el café, le prometió que era el más rico que iba a probar, pero que sería el definitivo, haciendo que nunca más pudiera volver a conciliar el sueño. Esto lo tomó en broma como parte del misticismo de la vieja y lo bebió. “Y de eso ya van cuatro años”, agregó.
Lo miré sin decirle nada, con un gesto el cual, según yo, indicaba lo poco que le estaba creyendo.
¿Y por qué te lo tomaste? le pregunté fingiendo interés.
¡Te lo acabo de decir!
Los cláxones de los autos inundaban la atmósfera, el sol ahora se sentía abrasivo. Bajo cada sombra disminuía mi paso y Enrique seguía mi ritmo.
—¿Entonces estás enfocando tu mente en dormir? —pregunté.
—Cuando uno bebe el café definitivo no se puede volver a dormir. Pero ya he estado viendo a un naturópata el cual me dio una idea. La única opción es cambiar mi tipo de sangre. Y eso es lo que estoy enfocando. Hace rato en el centro no mentí, creo que mi sangre comienza a mutar. Poco a poco paso de ser O positivo a B positivo          —sentía que hablaba con un loco—. Mira, primero debes trazar en tu mente lo que deseas, luego, con tus dedos corazón e índice, pintar un triángulo imaginario y respirar con fuerza soplando el milagro. Es muy sencillo.
Para mi sorpresa, realicé este ritual por varios meses. Cada noche ponía en mi mente la escena ideal: Danielle y yo caminando, Danielle y yo tomados de la mano, yendo al cine, besándonos en el museo, en el parque, en el metro. Respiraba con tanta fuerza que a menudo mis vías respiratorias se resecaban. En mi habitación, y cada miércoles en el centro, hacía el estúpido C y E. No ocurrió nada. Pensé en que Danielle ya estaba viéndose con otra persona y mientras tanto yo me degradaba en la creencia de poder traerla mágicamente. En el fondo sabía que era inútil. Lo siguiente era tomar valor y recurrir al suicidio. Porque, resignarse, simplemente era para eso: para resignados y conformistas.
Me acosté, planeaba acudir al día siguiente a una última sesión, como tiro de gracia y para despedirme. Sonó mi teléfono, "Número privado", decía en la pantalla. "¿Bueno?", nadie contestó. Repetí el "¿bueno?", pero nada. Oía un sonido como de ambiente pero ninguna respiración, ni una voz. A partir de esa noche las llamadas eran diarias. DANIELLE, ¡claro!, ¡sí!, ¡debe ser ella!, pensaba. Retomé las sesiones con diez veces más intensidad, era más fiel que nunca al C y E. ¡Viva el C y E!, Contemplación y eclosión. ¡Contemplación y eclosión!. Incluso mis pulmones se fortalecieron. Estaba convencido que Danielle reaparecería en mi vida en el momento menos esperado. Enfocado, vivía y dormía enfocado.
Era miércoles, Enrique y yo quedamos para tomar algo antes de ir al centro Kajumari. Lo vi desde una cuadra de distancia, estaba de pie y haciendo algo con las manos, como nervioso.
—¿Todo bien? —fue mi saludo.
—Qué bueno que llegas —dijo— ¡anoche dormí, pude quedarme inconsciente por una hora!
Le contesté que eso era muy buena noticia, sin embargo él siguió con un semblante intranquilo.
—¡No!, esto no es lo que esperaba. Se supone que todo esto es un paliativo para gente como nosotros, sin esperanzas y con el suicidio a la vuelta de la esquina. No debería ser real, ¡vamos!, no me digas que tú sí creíste todo esto del C y E.
Se rascaba el cuero cabelludo con las yemas de los dedos. Mientras su respiración se volvía más rápida.
—Pues... yo incluso he recibido señales —dije—, por eso he retomado esto con más vigor.
Sentí vibrar mi teléfono en el bolsillo. Contesté y ahí estaba el silencio otra vez.
—¿Danielle?... —me atreví a preguntar y después de unos segundos de silencio agregué:— he pensado… he pensado mucho en ti.
El mutismo seguía. Me detuve, todos los autos disminuyeron su velocidad de golpe, se movían cada vez más despacio. Vi cruzar una parvada de pericos en cámara lenta, el agua que brotaba de las fuentes y aspersores salía disparada a una velocidad cada vez menor. En el crucero una imagen holográfica gigante de La Virgen del Apocalipsis iba apareciendo gradualmente. Su figura parpadeaba como si fuera proyectada por algún aparato estroboscópico. En su cabeza, en vez de una aureola y doce estrellas, tenía un triángulo. Yo sostenía mi teléfono sin reaccionar. Todo se ralentizaba. La Virgen me miraba mientras descendía despacio. Sus ojos parecían seducir pero al mismo tiempo contemplar con inocencia. En la comisura de sus labios se dibujaba de un modo apenas perceptible lo que parecía una sonrisa. Extendió unas alas inmensas hechas de pixeles. Voltee hacia Enrique y éste yacía tirado sobre la banqueta, durmiendo como un recién nacido.

Por Alejandro Valdez


lunes, 19 de septiembre de 2016

Miradour



Llegamos poco antes de las siete de la tarde al café Marinho Da Arcada. Pedimos dos vasos de oporto y un plato de aceitunas negras con hueso. El judío holandés llegó cuando comenzábamos a sorber el segundo vaso. Yo me quedé callado. Fábio le entregó los diamantes y recibió el dinero. El judío tomó su sombrero, lo puso sobre sus gruesos caireles negros y se marchó con su pesado abrigo bajo el brazo. Nos apuramos un tercer vaso y salimos cada quien con 20 mil escudos en el bolsillo. Era la mitad de lo que pudimos haber ganado hace un par de meses, pero desde que las tropas de los británicos invadieron Mozambique sacar diamantes de África y venderlos en Lisboa resultaba cada vez más complicado. Esto hizo que los joyeros belgas y holandeses quisieran pagar cada vez menos. No podíamos hacer mucho.
Atravesamos la Praça do Comercio, el sol se dirigía lentamente a hundirse en el mar. Elegantes caballeros portaban bastones de cedro y sombreros de copa, paseaban del brazo de sus esbeltas amantes con corsettes ajustados y vestidos ampones. Caminamos rumbo a la Rua Augusta.
Vayamos por algo de cenar Bartolomeu, la noche es tan joven como nosotros y tengo un inmenso apetito –dijo Fábio mientras nuestras pisadas resonaban contra los pedazos de mármol blanco de las calles. Éramos clientes frecuentes del restauran de la señora Alegra. Siempre nos regalaba una o dos botellas de vino. Comimos grandes platos de pescado con verduras y charlamos hasta entrada la noche. Alegra nos dio la buena noche y su bendición y nos marchamos de ahí borrachos y satisfechos.
 Fábio se despidió para ir a ver a su novia Mayra, una chica blanca y frágil. Rubia, pecosa y con ojos color olivo. Mi buen amigo tenía la cabeza perdida. Algún día le compraré un castillo tan hermoso como ella, solía decirme.
Fábio y yo nos conocimos hace dos inviernos en las orillas del Tejo. Yo fumaba un puro y miraba la luna cuando se me acercó. Me dijo que venía regresando de un largo viaje por las colonias africanas. Yo le dije que era marinero. Me convenció de traficar diamantes y nos hicimos socios. Venía de una familia de campesinos de Coímbra. Había llegado a Lisboa siendo muy joven y había incursionado como explorador pero la paga no era buena. Mis abuelos habían llegado hace más o menos seis décadas como sirvientes y cocineros de una rica familia de blancos. Mi madre era costurera y mi padre marinero. Comencé a navegar con él a los doce años, llegué a saberme de memoria los mares y las costas. Fábio y yo nos entendíamos muy bien. Queríamos juntar el suficiente dinero para largarnos de Portugal para siempre, ir a un lugar nuevo, lejano y exótico.
Caminé sin rumbo entre la oscuridad y el silencio de la noche. El reloj de la praça sonó para anunciar las once. Me dirigí al burdel de madame Dulcinea. Nunca supe el verdadero nombre de la vieja, nunca me interesó. Yo tenía ahí una querida. Una brasilera de piel morena y ojos de fuego. De senos firmes y redondos, cintura estrecha y grandes muslos y caderas. Belem tenía apenas 19 años. Sus antepasados habían cruzado el Atlántico en calidad de esclavos, ella lo había cruzado de vuelta buscando algo mejor. Amanecíamos juntos tres o cuatro veces por semana. Yo le regalaba aretes, vestidos y flores, ella me daba masajes y pasión. Cuando me fuera de Lisboa la llevaría conmigo.
 Ayer vino a verme un caballero francés –dijo mientras desenredaba su largo cabello rizado– me preguntó por los aretes de diamantes rosados, dijo que ese tipo de joya era muy difícil de conseguir, y que le gustaría tener unos para llevar de vuelta a su mujer y sus hijas. Dejó su nombre en aquella servilleta de hotel.
No dije nada y la jalé para traerla de nuevo a la cama. Cuando me marché guarde la servilleta en mi chaleco.
Vi a Fábio después de la hora del almuerzo. Nos veíamos aunque no tuviéramos nada que vender por el día. Me dijo que cada vez se enamoraba más. Yo no sabía muy bien lo que sentía por Belem. Le platiqué lo del caballero francés y le enseñé la servilleta. François Ravell, Hotel **** se leía en ella.
Creo que es nuestra oportunidad de retirarnos con una generosa suma –comencé diciéndole a mi amigo– este hombre no es un joyero, es un turista. Estará dispuesto a pagar dos veces el precio real de los diamantes, y tengo entendido que querrá llevarse mas de uno. Tal vez sea buena idea ir a verlo.
Nos encaminamos al Hotel ****. El sol hacía relucir el sudor de nuestras frentes. No habíamos pensado en lo que haríamos cuando encontráramos al francés. El entusiasmo de saber que tal vez después de esta venta podríamos irnos para siempre nos motivó a seguir adelante. Llegamos al hotel y preguntamos a la recepcionista por el señor François. Nos dijo que esperáramos en el lobby, que ella se pondría en contacto con él y lo reuniría con nosotros. Nos sentamos en un largo butacón beige. Por más de diez minutos vimos desfilar a decenas de extranjeros. Yo me preguntaba cómo luciría aquel hombre, intenté adivinar si era alguno de los que paseaba por el bar o si había salido de nadar de la piscina. Sentía que todas las miradas caían sobre nosotros. Fábio comenzaba a desesperarse, creía que todo había sido una broma y me dijo que nos marcháramos. Casi por acto del destino, cuando nos levantamos del butacón llegó François. Se presentó y estrechó nuestras manos. Nos dijo que disculpáramos su tardanza pero que estaba terminando una llamada de negocios. Llevaba un traje color marfil y el cabello negro peinado hacia atrás. Lucía un bigote cuidadosamente recortado y encerado. Sus ojos azules penetraron mi mirada e hicieron que me estremeciera. Había algo peculiar en el aspecto de ese hombre. Pasamos al bar y pidió tres cervezas.
Su amiga Belem sí que es una joya –quise apuñalarlo con la mirada– me alegra que los haya puesto en contacto conmigo. Ahora bien; los diamantes que vi en el tocador de esa chica son maravillosos, nunca había visto algo tan bello y créanme que he recorrido el mundo y me encontrado con bellezas inigualables, –había algo en su forma de hablar que me molestaba en exceso–, he venido a Lisboa a resolver algunos asuntos y quisiera llevar de regreso a París unos cuantos pares de esos irresistibles aretes. Bebí un largo trago de cerveza, cruce los brazos y confié en que Fábio sabría qué decir.
Nosotros no somos joyeros, no vendemos aretes. Somos comerciantes y vendemos diamantes.
La mirada del francés pareció iluminarse y comenzó a jugar con su bigote mientras escuchaba. Saqué una pequeña piedra de mi bolsillo y la puse sobre la mesa. Fraçois la tomó y la observó con detenimiento mientras asentía con la cabeza.
¡Son aun mejores de lo que pensé! Mi esposa y mis hijas estarán muy contentas. ¿Cuál es su precio?
Oscila entre los 40 y 50 mil escudos por pieza, pero si está dispuesto a llevarse más de dos podemos dejarle cada pieza en 35 mil -dije con la voz más grave y seca que pude encontrar en mi garganta mientras me apuraba el resto de la cerveza de un solo trago.
El francés se levantó de su silla y dio un aplauso.
Me llevo seis. Los quisiera para el fin de la semana, ¿es eso posible?
Disimulamos lo mejor que pudimos nuestro entusiasmo y le dijimos que lo veríamos el viernes en la noche en punto de las ocho en el café Marinho. Nos despedimos, él volvió a su habitación y Fábio y yo echamos a correr al malecón.
 Nuestros gritos fueron tales que logramos espantar a todas las palomas que descansaban, nos abrazamos y bajamos a la playa a celebrar.
Hace tres semanas había visto un anuncio en el periódico sobre un barco que zarparía dentro de dos meses rumbo a Nueva Guinea. Tenía ya suficiente dinero ahorrado para comprar dos boletos y sabía que podría sobrevivir un par de años sin tener que hacer nada. La mañana antes de ver a Fábio y a François, me dirigí al puerto a comprarlos. Dos boletos en camarote de primera clase. Ahora con la compra del francés, Belem y yo podríamos vivir como reyes en ese paraíso del que solo sabía el nombre.
Toda esa semana estuvimos ocupados en pulir y limpiar los diamantes de cualquier imperfección. Aún nos sobraban unos cuantos de nuestro último viaje, sobrarían algunos para cuando me fuera. La noche del viernes llegó. El francés había llegado antes que nosotros al café. Nos sentamos, pedimos tres vasos de vino y realizamos la transacción con gran éxito. Él se marchó. Fábio y yo nos quedamos a beber un rato más para celebrar. A las 11 llegué con Belem.
Tu amigo nos ha comprado una buena cantidad. Quiero que vayas haciendo tus maletas, sólo lleva lo indispensable o lo que tenga gran valor para ti. Nos vamos a Papúa en diez días –le dije después de habernos revolcado largo rato.
¡¿A Papúa?! Ni siquiera sé donde está eso.
Es una isla que está casi por donde acaba el mundo. No sé qué haya ahí, pero vamos a vivir como reyes, yo voy a cuidar de ti para siempre –apenas tuve tiempo de contestarle, ya tenía sus labios sobre los míos y sus piernas enredadas en mi cintura.
El sábado anduve feliz y distraído. Fábio estaba con Mayra así que tenía el día libre. Nunca creí que un hombre tan serio y solemne como yo podría sonreír tanto. Pasé el día tomando el sol y el viento en el mirador del castillo de San Jorge. Al caer la noche me dirigí a casa, debía empacar, todo lo que no me llevaría resolví en regalarlo. Iba doblando la esquina cuando lo vi. El francés estaba frente a la puerta de mi edificio, con él iban otros seis o siete hombres. Todos vestidos de negro. Comenzaron a golpear con violencia y desesperación la puerta. La casera se asomó exaltada por su balcón. Traté de acercarme para escuchar lo que decían, me escondí detrás del frondoso árbol que protegía mi habitación del calor. La anciana había bajado hasta la puerta. Poniendo suficiente atención logré descifrar su diálogo. Al parecer el francés nos había denunciado con los oficiales británicos. Me habían seguido a casa la noche que le vendimos los diamantes. Le mostraron un papel a la casera en el que se entendía que yo y Fábio estábamos acusados por robo y contrabando. Me pregunto por qué no nos detuvieron aquella noche, creo que querían capturarnos con todos nuestros billetes y los diamantes que teníamos guardados. Alcancé a ver sus siluetas por la ventana saqueando mi cuarto. Me reí de ellos. Todo lo que necesitaba estaba en mis bolsillos. Los boletos del barco, los diamantes sobrantes y mi dinero. Corrí sin parar hasta el burdel. Madame Dulcinea me dijo que Belem estaba ocupada, tenía poco tiempo antes de que aquel francés traicionero llegara a buscarnos, la empujé y subí hasta el cuarto. Abrí la puerta, Belem se desnudaba frente a un hombre cuyo rostro no me tomé el tiempo de mirar, ella se cubrió con pena detrás de la cortina, el hombre se marchó asustado sin dudar un segundo. Me acerqué a ella y la abracé.
Agarra todo lo que puedas, debemos irnos en este instante no hay tiempo de explicar.
Alcanzó a ponerse un vestido holgado y medio transparente, cogió los aretes y ropas que le había regalado y los echó a una pequeña maleta. Madame Dulcinea intentó detenernos pero sus fuerzas de anciana no fueron suficientes.
La suerte quiso que alcanzáramos el último tranvía que salía de la ciudad. Mayra vivía a las afueras de Lisboa. Eran las dos de la madrugada cuando llegamos. Toqué sin parar la puerta hasta que Fábio bajó a abrir. Traía un cuchillo en la mano. Al ver que era yo sólo me jaló hacia el interior de la casa.
¿Qué demonios pasa Bartolomeu? ¿Cómo se te ocurre venir a hacer escándalo a estas horas? Los padres de Mayra duermen.
Le platiqué todo lo ocurrido. Mayra le había ofrecido una ropa más abrigadora a Belem, quien temblaba, supongo de miedo porque no hacía frío. Me había asegurado de que nadie nos siguiera hasta aquí. Belem y Mayra estaban a salvo, Fábio y yo tendríamos que irnos. Ellas se quedaron dormidas. Nosotros subimos al balcón. Le dije a Fábio que me marchaba a Papúa en una semana, era una decisión que ya se había tomado. El me abrazó y me dijo que se iría a Cannes el mes siguiente. Resolvimos ir a nuestros departamentos al día siguiente por nuestras cosas.
Belem, aquí está tu boleto y unos cuantos billetes. Te veré en una semana en el camarote del barco. No salgas de esta casa hasta ese entonces. He hablado con Mayra, ella te llevará ese día al puerto. Procura no llamar mucho la atención. Te amo. Hasta ese día.
Me marché enseguida. Sé que me hubiera suplicado que me quedara.
Fábio cargó los revólveres. Tomamos el primer tranvía. Era mejor llegar a Lisboa antes de que amaneciera y salir de ahí con el anochecer. El cuarto de Fábio estaba intacto, al parecer los oficiales solo me habían seguido a mí. Guardó su dinero, sus diamantes, el anillo de compromiso de Mayra y alguna ropa. Nos dirigimos hacía mi edificio. Veníamos nerviosos. No hablamos durante el trayecto. Sosteníamos todo el tiempo el revólver cargado por dentro del bolsillo. Llegamos a mi cuadra antes del amanecer, la ciudad estaba aun dormida. Dimos un par de vueltas a la calle antes de entrar. Subí y agarré el retrato roto de mis padres. Solo había regresado por eso. La ropa y los muebles me importaban una mierda. Me preguntaba dónde estaría François, o cómo sea que se llamase esa rata en realidad. Con mucho gusto le pondría un tiro humeante entre los ojos. Necesitábamos un lugar donde escondernos. Un lugar desconocido para los extranjeros.
Los habitantes de la Rua Augusta comenzaban a salir de sus casas. Alegra nos abrió la puerta del restaurante aún cerrado y nos invitó a pasar. Cuando le contamos nuestra historia un par de lágrimas gordas rodaron por sus mejillas. Tenía miedo de que nos mataran.
No harían eso. Sólo nos meterían a la cárcel.
Nos abrazó por turnos y dijo que podíamos quedarnos ahí el tiempo necesario. Sólo yo me quedé. Fábio debía salir a Coímbra a arreglar unos últimos asuntos. Se marchó al amanecer. Hasta la fecha no he vuelto a ver a mi amigo. Pero sé que es feliz, se ha casado con Mayra y tienen dos hijos. Terminaron decidiéndose por vivir en Marsella.
Yo no podía estar tranquilo. Me sentía como un prisionero escondido en el ático. Los días pasaban lentos y faltaban aún cuatro para que zarpase el barco. Confiaba en que Belem estaría bien. Era imposible que la encontraran ahí. Bajaba a cenar cuando el restaurante cerraba, Alegra me daba las noticias del día. Me enseñó un periódico. El encabezado leía “Oficiales clausuran el burdel más famoso y antiguo de Lisboa” una foto de Madame Dulcinea y sus chicas lo adornaban. A su lado reconocí a uno de los hombres que había saqueado mi departamento, sonriente, con su traje británico perfectamente limpio. Me pregunto si habrían seguido buscándome. Hubiera querido confrontar a François. Decirle que peleáramos a puño limpio como hombres, y me sentía el más cobarde por no poder hacerlo. Alegra me contó que habían sacado todos los muebles de mi cuarto a la calle, que ahora ya estaba en renta de nuevo.

 Después de lo que pareció una eternidad llegó el día de marcharme. No me despedí de Alegra, le deje una nota diciendo que le escribiría al llegar a mi destino, le agradecí todo lo que hizo siempre por mis padres y por mí, y le dejé un pequeño diamante. Me marché al puerto antes de que hubiera luz. El barco zarpaba al anochecer pero preferí estar ahí desde temprano. Me pasé el día escondiéndome entre las cubiertas y los camarotes. Toda mi vida había estado allí. Deseé poder caminar una última vez por las calles de mármol de Lisboa pero me limité a mirarla y despedirme de lejos. Vi a varios oficiales ingleses dando vueltas por el puerto y el malecón. Me pregunté si me buscaban a mí. Tal vez ya hasta me habían olvidado. François tenía seis diamantes carísimos, podía venderlos y retirarse para siempre.
Otro miedo comenzó a asaltarme. Temí que Belem hubiese cambiado de opinión y no apareciera. Me sentí culpable por dudar de ella pero la ansiedad que había en mí era demasiada. El silbato del barco sonó tres veces. Izaron el ancla. Me dirigí a la popa del barco. Estiré el brazo y me despedí de aquella mágica y misteriosa ciudad. Corrí al camarote y mi corazón se detuvo al verla ahí acostada en su camisón de seda, escribiendo en una pequeña libreta. Se levantó y corrió a mis brazos. Me besó y me dijo que me amaba. Creo que estuvimos haciendo el amor en altamar durante los seis meses que duró el viaje.


Por Hebe Kiebooms


jueves, 25 de agosto de 2016

El infierno

No es como lo pintan, ni tampoco es como muchos creen o quieren que sea. La mayoría lo imagina como un lugar debajo de la tierra en el que serás castigado por toda la eternidad con llamas que salen del suelo y diablillos divirtiéndose con sus tridentes ¿Se imaginan lo aburrido que sería tanto para el castigador como para el castigado? Seguro llegaría el momento en que tal castigo deje de ser doloroso y sea un día más en el que al despertar vas a tu cubículo a teclear y arreglar cosas por otros mientras compartes el espacio con otras diez personas haciendo lo mismo que tú. Aparte, tomando en cuenta que ni siquiera tienes un cuerpo físico o un sistema nervioso para sentir dolor, el castigo no suena realista.
Otros creen que el infierno es como nos lo hizo creer Dante, donde según tus pecados ibas a un círculo distinto del infierno, en el que podrías ver a gente de tu pueblo, a tus maestros y amigos, sufriendo el mismo castigo que tú. O si fuiste muy malo tendrías tu pase para estar al lado de Satanás.
Pero no, el infierno no es así. Se los digo por experiencia propia pues yo estoy muerto y habito en él. Perdí la cuenta de hace cuánto morí, pero ahora se me ha dado la oportunidad de contarles cómo realmente es esta tortura. El Infierno no es más que otra versión del mundo en que transcurrieron nuestras vidas. El castigo no es más que esperar a que se prepare un nuevo cuerpo físico para nuestra alma y eso dura nada más y nada menos que quinientos años. Aquí no importa si fuiste presidente o primo del amigo de alguien con poder, aquí todos esperamos lo mismo bajo las mismas condiciones. No tienes rostro, ni amigos, ni familia. Todos parecemos una sombra que varía entre el blanco y el gris oscuro. Podemos comunicarnos, pero de poco sirve convivir.
En este lapso vemos cómo otros nos recuerdan y nos lloran sin que podamos intervenir o hacer nada. Somos un ente invisible e incapaz de interactuar con las cosas de los vivos. Uno que vaga limitado a ciertas áreas.
Aquí, cada quien decide cuánto y cómo sufrir, los más jóvenes se limitan a seguir a sus padres y llorar al sentir la indiferencia de quienes hace unos días jugaban con ellos. Ves a madres caer en la locura al verse alejadas de sus pequeños. Algunos sufren tanto que empiezan a delirar diciendo que algún vivo los vio, otros caen en negación y esperan sentados su tiempo restante. Incluso intentan viajar a otras zonas a sabiendas que es imposible ir más allá de donde esté alguien que tenga un poco de relación contigo, y otros tantos. Como yo, nos la pasamos siguiendo de manera poco saludable a nuestros seres queridos, los vemos cada día de sus vidas, cometer errores, reír al superar nuestra partida, llorar al recordarnos, escuchar cómo piensan en nosotros. Verlos morir y no querer que estén a tu lado para que no les pase lo que tú estás pasando. Es una impotencia que no se puedan imaginar. Y, lo peor de todo, es sufrir al ver cómo para los hijos de los hijos de tus hijos, ya no eres nada. 
Este es el verdadero infierno al que estamos condenados y al que cada uno de nosotros va a llegar.


Por Juan Reyes

domingo, 21 de agosto de 2016

Unicornio



 ―Me han dicho muchas veces que todavía existen algunos, que un tipo es dueño de un ejemplar y que su rancho no queda muy lejos de aquí. Imagínate si consigo hablar con él, ¡tendríamos nuestros propios unicornios!
 ―No necesitamos unicornios, Erasmo, necesitamos vacas… o cabras, por ejemplo.               
De esto discutían Erasmo y Miriam ─más Erasmo que Miriam─, un matrimonio sin hijos que trabajaba todos los días en su rancho produciendo huevo y productos lácteos. También vendían algún animal cada cierto tiempo, por lo que trabajaban la crianza. Erasmo se quedó en silencio tratando de encontrar algo en los ojos de Miriam, su respiración se aceleró, las nubes liberaban al sol. El braco los observaba con el hocico abierto y la lengua colgando, con una sed exclusiva de los perros que no beben agua sino hasta encontrarse todo en completa calma.
 ―Qué ingenuidad, yo he visto a ese tal unicornio. Bueno, no lo he visto pero lo he olido, está a cincuenta y dos kilómetros al oriente. Vaya allí, jefe, y fin de la historia.  
Esa noche hicieron el amor: Miriam pensando en cómo haría para hacerse cargo del rancho mientras Erasmo estuviera fuera y, Erasmo, pensando en unicornios. Con esa idea en sus cabezas pasaron la noche.
 ―Según los rumores, este rancho de unicornios está detrás de la sierra, al poniente ―dijo Erasmo―.  Creo que rodearé para ir a la segura. Supongo que nos veremos en unos días.
Era como si Erasmo le hablara a la espalda de Miriam, quien actuaba como si Erasmo ya no estuviera, o como si ya no existiera. La mujer terminó de llenar el abrevadero de los caballos y luego tomó el semillero para las gallinas y así siguió con sus labores sin despedidas ni palabras para su marido. El braco dio un ladrido a Erasmo y los dos salieron del rancho, primero al poniente, pero, ante la terquedad del perro por ir al oriente: al oriente. Después de todo, el ranchero no contaba más que con rumores y confiaba más en la naturaleza que en 
especulaciones de otros rancheros.
 ―Es extraño, jefe. Su olor. Venga, por acá. Es extraño, le digo. Ese tal unicornio huele un poco a la brisa que me llega a veces desde el este, como a mar mezclado con la leña cuando arde. Imagino a esa bestia de un gran tamaño con colmillos más afilados que los míos, imagino que sabe nadar y cazar todo tipo de animales, tanto del mar como de la tierra e incluso del aire. Seguro que lanza fuego desde alguna parte de su cuerpo. Le dije que sería extraño.
Erasmo sólo oía sus propios pasos y los de su perro. Necesitaba de cierta sugestión cada que pensaba que todo aquello era una pérdida de tiempo. El sudor resbalaba por su frente. Miraba la inconmensurable variedad de piedritas en el suelo y al instante subía la mirada otra vez. Pensaba en ojalá no verse en la necesidad de acampar, porque eso lo pondría en medio de una circunstancia todavía menos favorable. Si acampaba, querría decir que anocheció, lo que significaba que le tomaría un día más tan sólo averiguar si el rancho de los unicornios existía o no.
―No puedo permitirme más de tres días fuera ―se decía―, ¿qué tal si Miriam se encuentra a otro hombre y si ese hombre ya trae consigo a un unicornio?
―Oiga, jefe, ¿le puedo hacer una confesión sin que me pegue con el periódico o me lance una bota? A veces pienso que ustedes dos son estériles, ¿sabe? Digo, lo que sea de cada quien, pero si yo tuviera una hembra, de inmediato tendría mis propios cachorros, dos o tres camadas al año. Por decir lo menos. Pero no lo tome personal, es sólo mi óptica de animal servil y salvaje.
Pasaron tres horas antes del primer descanso.
―Tenemos al sol encima, amigo ―decía Erasmo al perro―. Quiere decir que son las doce o un poco más. No hay mejor hora para descansar o hacer lo que sea. El sol, aunque joven, es manso a esta hora. Basta con un sombrero. Y dicho esto le obsequió una sonrisa a su perro para luego darle una mordida a un trozo de carne seca que llevaba consigo. De su bolsa sacó unos huesos.


 ―Mira ―le indicaba al perro― esto lo traje para ti. Sí pienso en ti, no creas.
Lanzó al piso los huesos y un pedazo de carne seca. El perro comió deprisa, parecía que no masticaba.
―Ésta es definitivamente mi comida favorita, jefe. Sí lo sé, es lo mismo que como todos los días desde que tengo edad para triturar. Pero de veras, es mi comida preferida, yo podría cazar, comerme a algún pollo de la granja, a una cabra e incluso a un carnero entero, en serio. No lo hago ni lo haré porque estos huesos son lo único que necesito.
Perro y amo continuaron toda la tarde por donde sale el sol. Conforme habían avanzado el paisaje había sido un poco diferente y con otro olor. Había más vegetación, la temperatura era menor. De la nada, el perro salió disparado.
―¡Eh! ¡¿Dónde vas?! Loco ―murmuró el ranchero.
El perro estaba olisqueando algo sobre un río. La cola apuntaba al cielo. Un instante después, cruzó. Y tras de él, el ranchero.
―¡Jefe! ¡Hay alguien! A treinta metros hacia el oriente. Un hombre, está solo. ¡¿Pero quién anda solo por estos lugares?!
Una franja tenue de humo sobresalía en el cielo. Llevaba directo a un campamento muy austero. Al verla, Erasmo supuso que alguien andaría descansando por allí, quizás también en busca del rancho de los unicornios. Se trataba de un hombre más joven. Cocinaba algo que parecían conejos empalados. Frente a él yacía un revolver en el suelo. El muchacho ni siquiera se inmutó al ver a Erasmo y su perro aproximándose.
―Buenas ―dijo Erasmo a modo de saludo.
Con la boca llena, el joven devolvió el saludo y ofreció al perro una pieza de carne. Parecía llevarse bien con los perros.
Jefe, sé que está mal que lo diga después de haber recibido tan sabrosa ofrenda de este hombre, pero no me gusta su olor. Es, cómo decirlo, poco usual.
―¿Va a casa o viene de casa? ―preguntó el muchacho acercándole a Erasmo una pieza de carne.
Erasmo no se había detenido como para entablar conversación, quería seguir lo antes posible. Además era muy vergonzoso contarle a alguien, que no fuera su mujer, lo de los unicornios. Hubo algo de silencio antes de responder. 
―Voy a casa, pero antes debo pasar a hacer una diligencia ―dijo Erasmo rechazando la comida con la palma de la mano.
¿Y usted, viene de casa o va a casa? ―preguntó Erasmo fingiendo interés.
Estoy en casa, mi amigo. Éste es mi hogar. Por lo menos hasta encontrar lo que ando buscando. 
Tras escuchar aquello, una sensación de alarma brotó de Erasmo.  Inmediatamente pensó lo peor. Y lo peor era que ese mocoso también anduviera tras los unicornios. Y es que un joven tendría mayor oportunidad para conseguirlo que un viejo.
―Puede decirme, no soy ningún ladrón de ideas. ¿Qué busca?, sé que busca algo, todos buscamos algo. 
―¡Yo no busco nada! ―contestó irritado el campesino.
Erasmo retomó su camino tajantemente y lanzó un chiflido al perro que aún mordisqueaba el hueso desnudo.
Estúpido mocoso, pensó Erasmo, que giró la cabeza para encontrar al muchacho despidiéndose meneando despacio la mano. Estúpida juventud.  Tan altanera y arrogante. Yo seré quien tenga esos unicornios, pierdes el tiempo si piensas que me quedaré a derrochar el mío con una comadreja como tú. El cansancio difícilmente me doblega, ya estoy acostumbrado a esto. Quédate tú a descansar y a seguir tragando conejos.
Amo y mascota prosiguieron por dos horas más hasta poco antes del atardecer. En el camino ya se distinguían las huellas de pasos y ruedas de carreta.
―Mar y leña, mar y leña. Están aquí, jefe. Están aquí.
Detuvo el paso frente a una reja. Echó una mirada a lo que parecía un paisaje demasiado calmado para ser un rancho de unicornios. Pensó en seguir y descartar la posibilidad de esta primera parada, pero antes de poder decidirse, su perro entró corriendo hacia la propiedad. Erasmo decidió entrar.
 ―¿Por qué no vino a caballo? ―dijo una voz desde el interior de unos maizales gigantes que paralizó a Erasmo. De ellos salió un viejo ─más que Erasmo─ cuyo rostro estaba impreso con aires de una alegría sin fundamento.
―Perdone, señor ―dijo Erasmo quitándose el sombrero―. Fíjese que mi nombre es Erasmo, también soy ranchero y tengo tierras no muy lejos de aquí.
Al tratar de explicarse, en las comisuras de los ojos se le notaban a Erasmo unas arrugas que casi nunca aparecían.
―Verá... pos estoy buscando un rancho donde dicen que hay unicornios.
Esto último diluyó toda la dignidad que poseía Erasmo.
―Yo me llamo Antonio, pero no me has respondido, muchacho.
―¿Qué cosa, don? Disculpe…
―¿Por qué has venido a pie?, dices que eres ranchero, ¿no sabes montar?
No sabía cuál de todas las respuestas dar. Su mujer no le autorizó usar la energía de uno de los caballos para esto, porque ella piensa que es algo que rebasa la ridiculez. Pero era algo que no iba a confesarle al viejo.
El viejo rió durante algunos segundos. 
―¡No me digas! ¿Tu mujer no te dio el permiso para usar un caballo para esto? ―dijo el viejo ante la cara roja de Erasmo―. Ven, vamos adentro y cuéntame más sobre esos uniconos.
―U… unicornios. Pues fíjese que son como caballos pero con un cuerno en la frente.
Antonio se agarraba las barbas mientras oía a Erasmo.
―¿Y alguna vez has visto a uno?
―No, señor. 
La casa olía a lo que huelen todas las casas rurales: barro y humedad. Adentro, una mujer mayor revisaba una olla que hervía.
―Mira, ella es mi mujer ―señalaba Antonio―. Socorro, él es… ¿cómo dice que se llama? ―preguntó después a Erasmo.
Erasmo. Un gusto, señora ―se presentó tendiendo la mano.
―Erasmo anda buscando unicornios ―repuso el viejo a su mujer quien con una sonrisa y menando la cabeza parecía burlarse―. Pues, Erasmo, yo creo que hoy estás de suerte. Porque creo que allá en el establo está lo que buscas: un caballo con un cuerno en la frente. Ni más ni menos.
Las piernas de Erasmo falsearon, por primera vez experimentaba aquella sensación de creer estar soñando. Inmerso en la necesidad de cerciorarse, discretamente fingió rascarse la cabeza para jalar con fuerza su cabello. Tal vez morí de hambre en alguna parte del camino y todo esto es el paraíso, pensó.
 ―Pero sólo tengo uno ―aclaró el viejo dirigiéndose al establo― debes saber que estos animalitos no tienen órganos sexuales, no tienen sexo. No que yo sepa, por lo que sólo se conciben una vez. No hay camadas, nace uno a la vez.
―¿Cómo es eso posible? Si no son ni machos ni hembras...
―Verás, el único modo de hacerse de uno es mediante el milagro. Sí, para engendrar unicornios, un caballo fértil y una cabra en celo deben coincidir en el acto. Y aun siendo de especies distintas, deben tener alguna clase de interés el uno por el otro. En veinte años se me han logrado tan sólo dos. Es un riesgo muy costoso, Erasmo. Si el caballo rechaza a la cabra, o viceversa, ambos mueren pasados seis días. Por lo que un individuo, en el afán de obtener lo impensable, se queda con lo impensable: sin el caballo y sin la cabra.
Ya casi no había luz. Las luciérnagas rondaban inquietas en busca de carne de otros insectos. A unos pasos del establo, Erasmo sentía que iba a desmayarse. La puerta se abrió y, junto a una cabra suiza estaba un pequeño unicornio blanco que parecía destellar al mismo tiempo la luz del sol y la de las luciérnagas. El unicornio y Erasmo se vieron a los ojos, en ese instante Erasmo pensó mucho en su mujer de un modo curioso, distinto, mientras se daba cuenta de que su perro estaba no muy lejos de él bebiendo agua como loco de una tina cercana.

Por Alejandro Valdez


domingo, 22 de mayo de 2016

El empleo



Como de costumbre llegaba temprano a mi empleo. A veces entraba de puntillas por la puerta trasera, los trabajadores sufrían de paranoia y cuando menos lo esperaban les daba un susto imitando la voz del jefe. Enseguida aceleraban el ritmo y guardaban silencio por algunos minutos, pero lo más divertido era ver las caras que ponían. Después registraba la hora de mi llegada en la computadora más sofisticada con la que contábamos: una Windows 95, en pleno 2013, y me ponía el uniforme de chef. No era enteramente blanco. Tenía casi un año y el deterioro era evidente. Hacía un par de meses que le había solicitado uno nuevo al jefe y cuando preguntaba por él, me respondía que no fuera impaciente, que estaba en camino.
El siguiente paso consistía en organizar el área de trabajo. Sacaba los recipientes e ingredientes para la elaboración de aros de cebolla, pepinillos, papas, pescado y otros vegetales que requirieran ser freídos. El local abría las puertas a las diez y media, debido a que la mayoría de los trabajadores de la zona salían a comer entre las once y la una. Mis obligaciones consistían en supervisar la sección de comida frita y tomar el lugar de algún empleado cuando faltara. El negocio se llamaba “La cueva de las hamburguesas”, ubicado en una de las mejores zonas de la región noroeste de la ciudad, bajo el lema de “Siempre fresco, nunca congelado” que en realidad era “Siempre congelado, rara vez fresco”. Alrededor existían una gran variedad de restaurantes de comida rápida, pero éste contaba con un menú de carnes exóticas como búfalo, jabalí y venado, hasta las más clásicas como pavo, res y pollo. El lugar era atendido por un amplio personal especializado en comida tradicional. El chef Mario que tenía dos años en el negocio y que su mejor cualidad era la paciencia. Yo, su asistente y amigo.  Los cajeros José y Mike, este último nos mantenía entretenidos con sus tragedias sentimentales: cambiaba de novia cada semana, porque cada semana encontraba al amor de su vida. Dos preparadores: Ricardo y Nohemí, de los cuales apenas conocí su nombre. Ellos se encargaban del turno de la tarde. Y Martha, la mesera, la pobre tenía que soportar a nuestra refinadísima y prepotente clientela; la mayoría de ellos que aunque no dejaban ni un cuarto de dólar de propina seguían siendo pudientes y tacaños.
El lugar era lo tripe de tamaño de cualquier restaurante de comida rápida. La decoración era una inmensa colección de fotografías de la vida y obra del dueño y fundador; desde que nació, cuando ingresó al jardín de niños, cuando tuvo su primera novia, cuando lo mandaron a la friendzone, el día de su boda, e incluso cuando se  convirtió en abuelo. Sin embargo -enmarcadas en marcos grandes y dorados- las fotos más llamativas eran las de su paso por el ejército. En la mayoría de ellas portaba con orgullo diversas armas de varios calibres y sonreía de emoción. A veces daba la impresión de que la guerra lo divertía. También había adornado una mesa exclusiva para el soldado caído, con una fotografía de un desconocido, la bandera del país, un servicio completo de cubiertos, un florero con un lupino de imitación y algunas insignias militares.
 Mr. Greg, nuestro amado jefe, nos contó historias acerca de cómo el ejército estadounidense había salvado al mundo. Según él, los vietnamitas eran seres infernales, llenos de maldad y odio, y que gracias a que habían sido vencidos por Estados Unidos el mundo podía respirar tranquilo. Uno de los detalles que más les gustaba a los clientes, en su mayoría gente blanca, era el cartel colgado en la puerta principal donde hacía hincapié al derecho de los ciudadanos a portar armas en el establecimiento. Aún recuerdo a una clienta a la que no le gustó su hamburguesa y se la tuvimos que cambiar más de tres veces. Estaba histérica y muy molesta, pero sólo podíamos darle la razón debido a la Magnum 45 que la respaldaba.
Nuestros salarios eran buenos, claro, si no se tomaba en cuenta que eran condicionados por el género, la experiencia y la situación migratoria. Había un excelente ambiente de trabajo, exceptuando los casi cinco días de la semana de todos contra todos. Era un caos cuando el negocio se llenaba, cometíamos tantos errores y nadie se hacía responsable. ¿Cómo íbamos a imaginar lo que estaba a punto de suceder?
Mr. Greg asistía cuatro veces por semana a supervisar al personal, a elaborar cheques, a llenar papelería o a verificar que se cumplieran los requerimientos de la ciudad, que siempre estaba al pendiente de la seguridad o, más bien, al pendiente de multarnos. Una vez Mr. Greg dejó de ir y el pánico nos invadió. Los cheques no salían, nosotros teníamos que pagar cuentas propias, no había pagos a proveedores, los insumos se agotaban y él sin dar señales de vida.  Era bien sabido que sufría cáncer en la piel y diabetes, no se nos ocurrió otra cosa que darlo por muerto y como su familia nunca aparecía comenzamos a elaborar nuestra propia liquidación. Nos pusimos de acuerdo para cerrar el negocio un domingo por la noche después de que Mike hiciera el corte de caja y nos diera lo que nos correspondía. A punto de recibir nuestro sueldo atrasado escuchamos cómo abrían la puerta trasera. El miedo nos paralizó y con sorpresa vimos al jefe con dos maletas en las manos y con ropa de veraniego. Nos preguntó qué era lo que estábamos haciendo. Yo le contesté que era obvio, cerrar. Comenzó a carcajearse y nos dijo que había olvidado avisarnos de sus vacaciones.   
De ahí, poco a poco dejó cada vez más el restaurante en nuestras manos.
Mario mantenía todo en orden, desde realizar los pedidos, abrir y cerrar el negocio, hacerse cargo del personal y tratar con proveedores. Si alguien renunciaba, el dueño de inmediato se esmeraba en contratar a un veterano de guerra o algún policía retirado, pero éstos se iban a la semana, rara vez duraban un mes. Alguna vez mencionó en tono de broma que se había resignado a estar con nosotros porque no le quedaba de otra. La mayor parte del tiempo nosotros manejábamos el local. Mantuvimos un índice aceptable de ventas. Cuando había una queja de un comensal lo referíamos al correo electrónico del dueño y le regalábamos una galleta de mantequilla de maní recién hecha. A final de cuentas el restaurante era el sustento de nuestras familias y tratábamos de cuidarlo. Hace dos meses Mr. Greg llegó con otra grandiosa idea: según él transformaría el restaurante por las noches en un lugar de cenas familiares. El menú que introdujo tenía como platos principales cerdo en barbacoa, fajitas, chuletas, papas y frijoles dulces. Sin embargo los clientes seguían viendo el lugar como un restaurante de comida rápida y sin más remedio las cenas fracasaron. Al mes siguiente comenzó a bajar la cantidad de los pedidos, dejó de ordenar productos de marca y los sustituyó por productos de menor calidad, por consiguiente bajaron costos y calidad. Ya no contrató los servicios del fumigador. Si aparecía alguna cucaracha cuando atendíamos a los clientes de inmediato hacíamos circo y maroma para que no la vieran. Los productos de limpieza se fueron agotando, tuvimos que traer los nuestros. Cuando no había algo del menú, les insistíamos a los clientes que eligieran otro plato, que debido a la alta demanda había productos agotados. Incluso el aire acondicionado sufrió averías, obligándonos a poner cubetas en medio del restaurante para contener el agua que caía.
    Comenzamos a preocuparnos y a manifestar nuestras inquietudes con el chef encargado, él nos tranquilizó diciéndonos que tomáramos en cuenta el par de contrataciones que acababa de hacer Mr. Greg, su personalidad excéntrica, la costumbre que tenía de bromear y de hacer cambios radicales. Nos confiamos. Así pasaron casi tres semanas llevándose utensilios de cocina, papelería y dejando de hacer pedidos, y nosotros felices de la vida pensando que renovaría el negocio. El lunes de la última semana del mes nos presentamos a trabajar con toda normalidad, sin embargo ya no pudimos entrar al restaurante. En la puerta estaba el dueño con un equipo de personas sacando refrigeradores, estufas, hornos, mesas y sus horrendas fotografías.  Tiraba montañas de pan, carnes, vegetales en perfecto estado, refrescos, agua embotellada y condimentos. Antes de que pudiéramos decir algo nos vio con indiferencia y nos pidió que esperáramos un momento. Nos entregó el último cheque y nos dijo que se encontraba fuera del negocio. Se dio media vuelta y continuó con lo que estaba haciendo.
Sentí coraje, tristeza, quería golpearlo. ¿Cómo podía tratarnos así? No tuvo la delicadeza de avisarnos acerca de sus planes y ni siquiera nos dio las gracias. Era fin de mes, y tenía que pagar la renta, el servicio eléctrico, la manutención de mi hijo y comprar alimentos. Pero no solo yo vivía la tragedia, mis compañeros también estaban afectados. Martha lloraba, Mario no sabía que decir, Mike hablaba por celular con su novia contándole lo ocurrido y el otro cajero comenzó a llamar a los del turno de la tarde para que llegaran a cobrar antes de que terminaran de sacar las cosas y el jefe se fuera sin pagarles. Afectados y sin ánimos nos fuimos a tomar un café al restaurante de al lado. ¿Qué haríamos? Nos preguntábamos mientras bebíamos. Yo iría el siguiente día a la oficina de desempleo en busca del fondo de emergencias, donde solo me darían la tercera parte de mi sueldo. Eso no me alcanzaría ni para pagar los servicios básicos. Mis compañeros no tendrían ni eso. Martha continuaba llorando, tratamos de tranquilizarla sin mucho éxito. Los demás solo hablaban de buscar un nuevo empleo lo más pronto posible. Al finalizar el café nos despedimos con nostalgia, prometimos llamarnos.
Ha pasado un mes y todavía no encuentro empleo. Se me han acumulado las deudas, no hay día en que mi ex esposa no me llame para exigirme la manutención de mi hijo, amenazando con que no me dejara verlo si no pago mis obligaciones. No he sabido nada de los cajeros, no contestan mis llamadas. Mario está trabajando en un hotel como ayudante del chef, por menos de la mitad de lo que ganaba, Martha se mudó a otro estado donde sus familiares la ayudarían. Lo último que supe de Mr. Greg es que se dedica a viajar y a dar pláticas de matrimonios saludables en la iglesia donde es miembro. Siempre nos decía que la nación, la familia, la iglesia, pero sobre todo el trabajo, son los pilares para la formación de excepcionales y valiosos seres humanos. Entonces, ¿qué somos nosotros?


Por: Susi Cortés