domingo, 22 de mayo de 2016

El empleo



Como de costumbre llegaba temprano a mi empleo. A veces entraba de puntillas por la puerta trasera, los trabajadores sufrían de paranoia y cuando menos lo esperaban les daba un susto imitando la voz del jefe. Enseguida aceleraban el ritmo y guardaban silencio por algunos minutos, pero lo más divertido era ver las caras que ponían. Después registraba la hora de mi llegada en la computadora más sofisticada con la que contábamos: una Windows 95, en pleno 2013, y me ponía el uniforme de chef. No era enteramente blanco. Tenía casi un año y el deterioro era evidente. Hacía un par de meses que le había solicitado uno nuevo al jefe y cuando preguntaba por él, me respondía que no fuera impaciente, que estaba en camino.
El siguiente paso consistía en organizar el área de trabajo. Sacaba los recipientes e ingredientes para la elaboración de aros de cebolla, pepinillos, papas, pescado y otros vegetales que requirieran ser freídos. El local abría las puertas a las diez y media, debido a que la mayoría de los trabajadores de la zona salían a comer entre las once y la una. Mis obligaciones consistían en supervisar la sección de comida frita y tomar el lugar de algún empleado cuando faltara. El negocio se llamaba “La cueva de las hamburguesas”, ubicado en una de las mejores zonas de la región noroeste de la ciudad, bajo el lema de “Siempre fresco, nunca congelado” que en realidad era “Siempre congelado, rara vez fresco”. Alrededor existían una gran variedad de restaurantes de comida rápida, pero éste contaba con un menú de carnes exóticas como búfalo, jabalí y venado, hasta las más clásicas como pavo, res y pollo. El lugar era atendido por un amplio personal especializado en comida tradicional. El chef Mario que tenía dos años en el negocio y que su mejor cualidad era la paciencia. Yo, su asistente y amigo.  Los cajeros José y Mike, este último nos mantenía entretenidos con sus tragedias sentimentales: cambiaba de novia cada semana, porque cada semana encontraba al amor de su vida. Dos preparadores: Ricardo y Nohemí, de los cuales apenas conocí su nombre. Ellos se encargaban del turno de la tarde. Y Martha, la mesera, la pobre tenía que soportar a nuestra refinadísima y prepotente clientela; la mayoría de ellos que aunque no dejaban ni un cuarto de dólar de propina seguían siendo pudientes y tacaños.
El lugar era lo tripe de tamaño de cualquier restaurante de comida rápida. La decoración era una inmensa colección de fotografías de la vida y obra del dueño y fundador; desde que nació, cuando ingresó al jardín de niños, cuando tuvo su primera novia, cuando lo mandaron a la friendzone, el día de su boda, e incluso cuando se  convirtió en abuelo. Sin embargo -enmarcadas en marcos grandes y dorados- las fotos más llamativas eran las de su paso por el ejército. En la mayoría de ellas portaba con orgullo diversas armas de varios calibres y sonreía de emoción. A veces daba la impresión de que la guerra lo divertía. También había adornado una mesa exclusiva para el soldado caído, con una fotografía de un desconocido, la bandera del país, un servicio completo de cubiertos, un florero con un lupino de imitación y algunas insignias militares.
 Mr. Greg, nuestro amado jefe, nos contó historias acerca de cómo el ejército estadounidense había salvado al mundo. Según él, los vietnamitas eran seres infernales, llenos de maldad y odio, y que gracias a que habían sido vencidos por Estados Unidos el mundo podía respirar tranquilo. Uno de los detalles que más les gustaba a los clientes, en su mayoría gente blanca, era el cartel colgado en la puerta principal donde hacía hincapié al derecho de los ciudadanos a portar armas en el establecimiento. Aún recuerdo a una clienta a la que no le gustó su hamburguesa y se la tuvimos que cambiar más de tres veces. Estaba histérica y muy molesta, pero sólo podíamos darle la razón debido a la Magnum 45 que la respaldaba.
Nuestros salarios eran buenos, claro, si no se tomaba en cuenta que eran condicionados por el género, la experiencia y la situación migratoria. Había un excelente ambiente de trabajo, exceptuando los casi cinco días de la semana de todos contra todos. Era un caos cuando el negocio se llenaba, cometíamos tantos errores y nadie se hacía responsable. ¿Cómo íbamos a imaginar lo que estaba a punto de suceder?
Mr. Greg asistía cuatro veces por semana a supervisar al personal, a elaborar cheques, a llenar papelería o a verificar que se cumplieran los requerimientos de la ciudad, que siempre estaba al pendiente de la seguridad o, más bien, al pendiente de multarnos. Una vez Mr. Greg dejó de ir y el pánico nos invadió. Los cheques no salían, nosotros teníamos que pagar cuentas propias, no había pagos a proveedores, los insumos se agotaban y él sin dar señales de vida.  Era bien sabido que sufría cáncer en la piel y diabetes, no se nos ocurrió otra cosa que darlo por muerto y como su familia nunca aparecía comenzamos a elaborar nuestra propia liquidación. Nos pusimos de acuerdo para cerrar el negocio un domingo por la noche después de que Mike hiciera el corte de caja y nos diera lo que nos correspondía. A punto de recibir nuestro sueldo atrasado escuchamos cómo abrían la puerta trasera. El miedo nos paralizó y con sorpresa vimos al jefe con dos maletas en las manos y con ropa de veraniego. Nos preguntó qué era lo que estábamos haciendo. Yo le contesté que era obvio, cerrar. Comenzó a carcajearse y nos dijo que había olvidado avisarnos de sus vacaciones.   
De ahí, poco a poco dejó cada vez más el restaurante en nuestras manos.
Mario mantenía todo en orden, desde realizar los pedidos, abrir y cerrar el negocio, hacerse cargo del personal y tratar con proveedores. Si alguien renunciaba, el dueño de inmediato se esmeraba en contratar a un veterano de guerra o algún policía retirado, pero éstos se iban a la semana, rara vez duraban un mes. Alguna vez mencionó en tono de broma que se había resignado a estar con nosotros porque no le quedaba de otra. La mayor parte del tiempo nosotros manejábamos el local. Mantuvimos un índice aceptable de ventas. Cuando había una queja de un comensal lo referíamos al correo electrónico del dueño y le regalábamos una galleta de mantequilla de maní recién hecha. A final de cuentas el restaurante era el sustento de nuestras familias y tratábamos de cuidarlo. Hace dos meses Mr. Greg llegó con otra grandiosa idea: según él transformaría el restaurante por las noches en un lugar de cenas familiares. El menú que introdujo tenía como platos principales cerdo en barbacoa, fajitas, chuletas, papas y frijoles dulces. Sin embargo los clientes seguían viendo el lugar como un restaurante de comida rápida y sin más remedio las cenas fracasaron. Al mes siguiente comenzó a bajar la cantidad de los pedidos, dejó de ordenar productos de marca y los sustituyó por productos de menor calidad, por consiguiente bajaron costos y calidad. Ya no contrató los servicios del fumigador. Si aparecía alguna cucaracha cuando atendíamos a los clientes de inmediato hacíamos circo y maroma para que no la vieran. Los productos de limpieza se fueron agotando, tuvimos que traer los nuestros. Cuando no había algo del menú, les insistíamos a los clientes que eligieran otro plato, que debido a la alta demanda había productos agotados. Incluso el aire acondicionado sufrió averías, obligándonos a poner cubetas en medio del restaurante para contener el agua que caía.
    Comenzamos a preocuparnos y a manifestar nuestras inquietudes con el chef encargado, él nos tranquilizó diciéndonos que tomáramos en cuenta el par de contrataciones que acababa de hacer Mr. Greg, su personalidad excéntrica, la costumbre que tenía de bromear y de hacer cambios radicales. Nos confiamos. Así pasaron casi tres semanas llevándose utensilios de cocina, papelería y dejando de hacer pedidos, y nosotros felices de la vida pensando que renovaría el negocio. El lunes de la última semana del mes nos presentamos a trabajar con toda normalidad, sin embargo ya no pudimos entrar al restaurante. En la puerta estaba el dueño con un equipo de personas sacando refrigeradores, estufas, hornos, mesas y sus horrendas fotografías.  Tiraba montañas de pan, carnes, vegetales en perfecto estado, refrescos, agua embotellada y condimentos. Antes de que pudiéramos decir algo nos vio con indiferencia y nos pidió que esperáramos un momento. Nos entregó el último cheque y nos dijo que se encontraba fuera del negocio. Se dio media vuelta y continuó con lo que estaba haciendo.
Sentí coraje, tristeza, quería golpearlo. ¿Cómo podía tratarnos así? No tuvo la delicadeza de avisarnos acerca de sus planes y ni siquiera nos dio las gracias. Era fin de mes, y tenía que pagar la renta, el servicio eléctrico, la manutención de mi hijo y comprar alimentos. Pero no solo yo vivía la tragedia, mis compañeros también estaban afectados. Martha lloraba, Mario no sabía que decir, Mike hablaba por celular con su novia contándole lo ocurrido y el otro cajero comenzó a llamar a los del turno de la tarde para que llegaran a cobrar antes de que terminaran de sacar las cosas y el jefe se fuera sin pagarles. Afectados y sin ánimos nos fuimos a tomar un café al restaurante de al lado. ¿Qué haríamos? Nos preguntábamos mientras bebíamos. Yo iría el siguiente día a la oficina de desempleo en busca del fondo de emergencias, donde solo me darían la tercera parte de mi sueldo. Eso no me alcanzaría ni para pagar los servicios básicos. Mis compañeros no tendrían ni eso. Martha continuaba llorando, tratamos de tranquilizarla sin mucho éxito. Los demás solo hablaban de buscar un nuevo empleo lo más pronto posible. Al finalizar el café nos despedimos con nostalgia, prometimos llamarnos.
Ha pasado un mes y todavía no encuentro empleo. Se me han acumulado las deudas, no hay día en que mi ex esposa no me llame para exigirme la manutención de mi hijo, amenazando con que no me dejara verlo si no pago mis obligaciones. No he sabido nada de los cajeros, no contestan mis llamadas. Mario está trabajando en un hotel como ayudante del chef, por menos de la mitad de lo que ganaba, Martha se mudó a otro estado donde sus familiares la ayudarían. Lo último que supe de Mr. Greg es que se dedica a viajar y a dar pláticas de matrimonios saludables en la iglesia donde es miembro. Siempre nos decía que la nación, la familia, la iglesia, pero sobre todo el trabajo, son los pilares para la formación de excepcionales y valiosos seres humanos. Entonces, ¿qué somos nosotros?


Por: Susi Cortés

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