Como
de costumbre llegaba temprano a mi empleo. A veces entraba de puntillas por la
puerta trasera, los trabajadores sufrían de paranoia y cuando menos lo esperaban
les daba un susto imitando la voz del jefe. Enseguida aceleraban el ritmo y guardaban
silencio por algunos minutos, pero lo más divertido era ver las caras que
ponían. Después registraba la hora de mi llegada en la computadora más
sofisticada con la que contábamos: una Windows 95, en pleno 2013, y me ponía el
uniforme de chef. No era enteramente blanco. Tenía casi un año y el deterioro
era evidente. Hacía un par de meses que le había solicitado uno nuevo al jefe y
cuando preguntaba por él, me respondía que no fuera impaciente, que estaba en camino.
El
siguiente paso consistía en organizar el área de trabajo. Sacaba los recipientes
e ingredientes para la elaboración de aros de cebolla, pepinillos, papas,
pescado y otros vegetales que requirieran ser freídos. El local abría las
puertas a las diez y media, debido a que la mayoría de los trabajadores de la
zona salían a comer entre las once y la una. Mis obligaciones consistían en supervisar
la sección de comida frita y tomar el lugar de algún empleado cuando faltara.
El negocio se llamaba “La cueva de las hamburguesas”, ubicado en una de las
mejores zonas de la región noroeste de la ciudad, bajo el lema de “Siempre
fresco, nunca congelado” que en realidad era “Siempre congelado, rara vez
fresco”. Alrededor existían una gran variedad de restaurantes de comida rápida,
pero éste contaba con un menú de carnes exóticas como búfalo, jabalí y venado,
hasta las más clásicas como pavo, res y pollo. El lugar era atendido por un
amplio personal especializado en comida tradicional. El chef Mario que tenía
dos años en el negocio y que su mejor cualidad era la paciencia. Yo, su
asistente y amigo. Los cajeros José y
Mike, este último nos mantenía entretenidos con sus tragedias sentimentales:
cambiaba de novia cada semana, porque cada semana encontraba al amor de su vida.
Dos preparadores: Ricardo y Nohemí, de los cuales apenas conocí su nombre. Ellos
se encargaban del turno de la tarde. Y Martha, la mesera, la pobre tenía que soportar
a nuestra refinadísima y prepotente clientela; la mayoría de ellos que aunque
no dejaban ni un cuarto de dólar de propina seguían siendo pudientes y tacaños.
El
lugar era lo tripe de tamaño de cualquier restaurante de comida rápida. La
decoración era una inmensa colección de fotografías de la vida y obra del dueño
y fundador; desde que nació, cuando ingresó al jardín de niños, cuando tuvo su primera
novia, cuando lo mandaron a la friendzone,
el día de su boda, e incluso cuando se convirtió en abuelo. Sin embargo -enmarcadas
en marcos grandes y dorados- las fotos más llamativas eran las de su paso por
el ejército. En la mayoría de ellas portaba con orgullo diversas armas de
varios calibres y sonreía de emoción. A veces daba la impresión de que la guerra
lo divertía. También había adornado una mesa exclusiva para el soldado caído, con
una fotografía de un desconocido, la bandera del país, un servicio completo de cubiertos,
un florero con un lupino de imitación y algunas insignias militares.
Mr. Greg, nuestro amado jefe, nos contó historias
acerca de cómo el ejército estadounidense había salvado al mundo. Según él, los
vietnamitas eran seres infernales, llenos de maldad y odio, y que gracias a que
habían sido vencidos por Estados Unidos el mundo podía respirar tranquilo. Uno
de los detalles que más les gustaba a los clientes, en su mayoría gente blanca,
era el cartel colgado en la puerta principal donde hacía hincapié al derecho de
los ciudadanos a portar armas en el establecimiento. Aún recuerdo a una clienta
a la que no le gustó su hamburguesa y se la tuvimos que cambiar más de tres
veces. Estaba histérica y muy molesta, pero sólo podíamos darle la razón debido
a la Magnum 45 que la respaldaba.
Nuestros
salarios eran buenos, claro, si no se tomaba en cuenta que eran condicionados
por el género, la experiencia y la situación migratoria. Había un excelente
ambiente de trabajo, exceptuando los casi cinco días de la semana de todos
contra todos. Era un caos cuando el negocio se llenaba, cometíamos tantos errores
y nadie se hacía responsable. ¿Cómo íbamos a imaginar lo que estaba a punto de
suceder?
Mr.
Greg asistía cuatro veces por semana a supervisar al personal, a elaborar
cheques, a llenar papelería o a verificar que se cumplieran los requerimientos
de la ciudad, que siempre estaba al pendiente de la seguridad o, más bien, al
pendiente de multarnos. Una vez Mr. Greg dejó de ir y el pánico nos invadió.
Los cheques no salían, nosotros teníamos que pagar cuentas propias, no había
pagos a proveedores, los insumos se agotaban y él sin dar señales de vida. Era bien sabido que sufría cáncer en la piel
y diabetes, no se nos ocurrió otra cosa que darlo por muerto y como su familia
nunca aparecía comenzamos a elaborar nuestra propia liquidación. Nos pusimos de
acuerdo para cerrar el negocio un domingo por la noche después de que Mike
hiciera el corte de caja y nos diera lo que nos correspondía. A punto de
recibir nuestro sueldo atrasado escuchamos cómo abrían la puerta trasera. El
miedo nos paralizó y con sorpresa vimos al jefe con dos maletas en las manos y
con ropa de veraniego. Nos preguntó qué era lo que estábamos haciendo. Yo le
contesté que era obvio, cerrar. Comenzó a carcajearse y nos dijo que había
olvidado avisarnos de sus vacaciones.
De
ahí, poco a poco dejó cada vez más el restaurante en nuestras manos.
Mario
mantenía todo en orden, desde realizar los pedidos, abrir y cerrar el negocio, hacerse
cargo del personal y tratar con proveedores. Si alguien renunciaba, el dueño de
inmediato se esmeraba en contratar a un veterano de guerra o algún policía
retirado, pero éstos se iban a la semana, rara vez duraban un mes. Alguna vez
mencionó en tono de broma que se había resignado a estar con nosotros porque no
le quedaba de otra. La mayor parte del tiempo nosotros manejábamos el local. Mantuvimos
un índice aceptable de ventas. Cuando había una queja de un comensal lo
referíamos al correo electrónico del dueño y le regalábamos una galleta de
mantequilla de maní recién hecha. A final de cuentas el restaurante era el
sustento de nuestras familias y tratábamos de cuidarlo. Hace dos meses Mr. Greg
llegó con otra grandiosa idea: según él transformaría el restaurante por las
noches en un lugar de cenas familiares. El menú que introdujo tenía como platos
principales cerdo en barbacoa, fajitas, chuletas, papas y frijoles dulces. Sin
embargo los clientes seguían viendo el lugar como un restaurante de comida
rápida y sin más remedio las cenas fracasaron. Al mes siguiente comenzó a bajar
la cantidad de los pedidos, dejó de ordenar productos de marca y los sustituyó
por productos de menor calidad, por consiguiente bajaron costos y calidad. Ya
no contrató los servicios del fumigador. Si aparecía alguna cucaracha cuando
atendíamos a los clientes de inmediato hacíamos circo y maroma para que no la vieran.
Los productos de limpieza se fueron agotando, tuvimos que traer los nuestros.
Cuando no había algo del menú, les insistíamos a los clientes que eligieran otro
plato, que debido a la alta demanda había productos agotados. Incluso el aire
acondicionado sufrió averías, obligándonos a poner cubetas en medio del
restaurante para contener el agua que caía.
Comenzamos
a preocuparnos y a manifestar nuestras inquietudes con el chef encargado, él nos
tranquilizó diciéndonos que tomáramos en cuenta el par de contrataciones que
acababa de hacer Mr. Greg, su personalidad excéntrica, la costumbre que tenía de
bromear y de hacer cambios radicales. Nos confiamos. Así pasaron casi tres
semanas llevándose utensilios de cocina, papelería y dejando de hacer pedidos,
y nosotros felices de la vida pensando que renovaría el negocio. El lunes de la
última semana del mes nos presentamos a trabajar con toda normalidad, sin
embargo ya no pudimos entrar al restaurante. En la puerta estaba el dueño con
un equipo de personas sacando refrigeradores, estufas, hornos, mesas y sus
horrendas fotografías. Tiraba montañas
de pan, carnes, vegetales en perfecto estado, refrescos, agua embotellada y condimentos.
Antes de que pudiéramos decir algo nos vio con indiferencia y nos pidió que
esperáramos un momento. Nos entregó el último cheque y nos dijo que se
encontraba fuera del negocio. Se dio media vuelta y continuó con lo que estaba
haciendo.
Sentí
coraje, tristeza, quería golpearlo. ¿Cómo podía tratarnos así? No tuvo la
delicadeza de avisarnos acerca de sus planes y ni siquiera nos dio las gracias.
Era fin de mes, y tenía que pagar la renta, el servicio eléctrico, la
manutención de mi hijo y comprar alimentos. Pero no solo yo vivía la tragedia,
mis compañeros también estaban afectados. Martha lloraba, Mario no sabía que
decir, Mike hablaba por celular con su novia contándole lo ocurrido y el otro
cajero comenzó a llamar a los del turno de la tarde para que llegaran a cobrar
antes de que terminaran de sacar las cosas y el jefe se fuera sin pagarles.
Afectados y sin ánimos nos fuimos a tomar un café al restaurante de al lado. ¿Qué
haríamos? Nos preguntábamos mientras bebíamos. Yo iría el siguiente día a la oficina
de desempleo en busca del fondo de emergencias, donde solo me darían la tercera
parte de mi sueldo. Eso no me alcanzaría ni para pagar los servicios básicos. Mis
compañeros no tendrían ni eso. Martha continuaba llorando, tratamos de
tranquilizarla sin mucho éxito. Los demás solo hablaban de buscar un nuevo
empleo lo más pronto posible. Al finalizar el café nos despedimos con
nostalgia, prometimos llamarnos.
Ha
pasado un mes y todavía no encuentro empleo. Se me han acumulado las deudas, no
hay día en que mi ex esposa no me llame para exigirme la manutención de mi hijo,
amenazando con que no me dejara verlo si no pago mis obligaciones. No he sabido
nada de los cajeros, no contestan mis llamadas. Mario está trabajando en un
hotel como ayudante del chef, por menos de la mitad de lo que ganaba, Martha se
mudó a otro estado donde sus familiares la ayudarían. Lo último que supe de Mr.
Greg es que se dedica a viajar y a dar pláticas de matrimonios saludables en la
iglesia donde es miembro. Siempre nos decía que la nación, la familia, la
iglesia, pero sobre todo el trabajo, son los pilares para la formación de
excepcionales y valiosos seres humanos. Entonces, ¿qué somos nosotros?
Por: Susi Cortés
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