domingo, 21 de agosto de 2016

Unicornio



 ―Me han dicho muchas veces que todavía existen algunos, que un tipo es dueño de un ejemplar y que su rancho no queda muy lejos de aquí. Imagínate si consigo hablar con él, ¡tendríamos nuestros propios unicornios!
 ―No necesitamos unicornios, Erasmo, necesitamos vacas… o cabras, por ejemplo.               
De esto discutían Erasmo y Miriam ─más Erasmo que Miriam─, un matrimonio sin hijos que trabajaba todos los días en su rancho produciendo huevo y productos lácteos. También vendían algún animal cada cierto tiempo, por lo que trabajaban la crianza. Erasmo se quedó en silencio tratando de encontrar algo en los ojos de Miriam, su respiración se aceleró, las nubes liberaban al sol. El braco los observaba con el hocico abierto y la lengua colgando, con una sed exclusiva de los perros que no beben agua sino hasta encontrarse todo en completa calma.
 ―Qué ingenuidad, yo he visto a ese tal unicornio. Bueno, no lo he visto pero lo he olido, está a cincuenta y dos kilómetros al oriente. Vaya allí, jefe, y fin de la historia.  
Esa noche hicieron el amor: Miriam pensando en cómo haría para hacerse cargo del rancho mientras Erasmo estuviera fuera y, Erasmo, pensando en unicornios. Con esa idea en sus cabezas pasaron la noche.
 ―Según los rumores, este rancho de unicornios está detrás de la sierra, al poniente ―dijo Erasmo―.  Creo que rodearé para ir a la segura. Supongo que nos veremos en unos días.
Era como si Erasmo le hablara a la espalda de Miriam, quien actuaba como si Erasmo ya no estuviera, o como si ya no existiera. La mujer terminó de llenar el abrevadero de los caballos y luego tomó el semillero para las gallinas y así siguió con sus labores sin despedidas ni palabras para su marido. El braco dio un ladrido a Erasmo y los dos salieron del rancho, primero al poniente, pero, ante la terquedad del perro por ir al oriente: al oriente. Después de todo, el ranchero no contaba más que con rumores y confiaba más en la naturaleza que en 
especulaciones de otros rancheros.
 ―Es extraño, jefe. Su olor. Venga, por acá. Es extraño, le digo. Ese tal unicornio huele un poco a la brisa que me llega a veces desde el este, como a mar mezclado con la leña cuando arde. Imagino a esa bestia de un gran tamaño con colmillos más afilados que los míos, imagino que sabe nadar y cazar todo tipo de animales, tanto del mar como de la tierra e incluso del aire. Seguro que lanza fuego desde alguna parte de su cuerpo. Le dije que sería extraño.
Erasmo sólo oía sus propios pasos y los de su perro. Necesitaba de cierta sugestión cada que pensaba que todo aquello era una pérdida de tiempo. El sudor resbalaba por su frente. Miraba la inconmensurable variedad de piedritas en el suelo y al instante subía la mirada otra vez. Pensaba en ojalá no verse en la necesidad de acampar, porque eso lo pondría en medio de una circunstancia todavía menos favorable. Si acampaba, querría decir que anocheció, lo que significaba que le tomaría un día más tan sólo averiguar si el rancho de los unicornios existía o no.
―No puedo permitirme más de tres días fuera ―se decía―, ¿qué tal si Miriam se encuentra a otro hombre y si ese hombre ya trae consigo a un unicornio?
―Oiga, jefe, ¿le puedo hacer una confesión sin que me pegue con el periódico o me lance una bota? A veces pienso que ustedes dos son estériles, ¿sabe? Digo, lo que sea de cada quien, pero si yo tuviera una hembra, de inmediato tendría mis propios cachorros, dos o tres camadas al año. Por decir lo menos. Pero no lo tome personal, es sólo mi óptica de animal servil y salvaje.
Pasaron tres horas antes del primer descanso.
―Tenemos al sol encima, amigo ―decía Erasmo al perro―. Quiere decir que son las doce o un poco más. No hay mejor hora para descansar o hacer lo que sea. El sol, aunque joven, es manso a esta hora. Basta con un sombrero. Y dicho esto le obsequió una sonrisa a su perro para luego darle una mordida a un trozo de carne seca que llevaba consigo. De su bolsa sacó unos huesos.


 ―Mira ―le indicaba al perro― esto lo traje para ti. Sí pienso en ti, no creas.
Lanzó al piso los huesos y un pedazo de carne seca. El perro comió deprisa, parecía que no masticaba.
―Ésta es definitivamente mi comida favorita, jefe. Sí lo sé, es lo mismo que como todos los días desde que tengo edad para triturar. Pero de veras, es mi comida preferida, yo podría cazar, comerme a algún pollo de la granja, a una cabra e incluso a un carnero entero, en serio. No lo hago ni lo haré porque estos huesos son lo único que necesito.
Perro y amo continuaron toda la tarde por donde sale el sol. Conforme habían avanzado el paisaje había sido un poco diferente y con otro olor. Había más vegetación, la temperatura era menor. De la nada, el perro salió disparado.
―¡Eh! ¡¿Dónde vas?! Loco ―murmuró el ranchero.
El perro estaba olisqueando algo sobre un río. La cola apuntaba al cielo. Un instante después, cruzó. Y tras de él, el ranchero.
―¡Jefe! ¡Hay alguien! A treinta metros hacia el oriente. Un hombre, está solo. ¡¿Pero quién anda solo por estos lugares?!
Una franja tenue de humo sobresalía en el cielo. Llevaba directo a un campamento muy austero. Al verla, Erasmo supuso que alguien andaría descansando por allí, quizás también en busca del rancho de los unicornios. Se trataba de un hombre más joven. Cocinaba algo que parecían conejos empalados. Frente a él yacía un revolver en el suelo. El muchacho ni siquiera se inmutó al ver a Erasmo y su perro aproximándose.
―Buenas ―dijo Erasmo a modo de saludo.
Con la boca llena, el joven devolvió el saludo y ofreció al perro una pieza de carne. Parecía llevarse bien con los perros.
Jefe, sé que está mal que lo diga después de haber recibido tan sabrosa ofrenda de este hombre, pero no me gusta su olor. Es, cómo decirlo, poco usual.
―¿Va a casa o viene de casa? ―preguntó el muchacho acercándole a Erasmo una pieza de carne.
Erasmo no se había detenido como para entablar conversación, quería seguir lo antes posible. Además era muy vergonzoso contarle a alguien, que no fuera su mujer, lo de los unicornios. Hubo algo de silencio antes de responder. 
―Voy a casa, pero antes debo pasar a hacer una diligencia ―dijo Erasmo rechazando la comida con la palma de la mano.
¿Y usted, viene de casa o va a casa? ―preguntó Erasmo fingiendo interés.
Estoy en casa, mi amigo. Éste es mi hogar. Por lo menos hasta encontrar lo que ando buscando. 
Tras escuchar aquello, una sensación de alarma brotó de Erasmo.  Inmediatamente pensó lo peor. Y lo peor era que ese mocoso también anduviera tras los unicornios. Y es que un joven tendría mayor oportunidad para conseguirlo que un viejo.
―Puede decirme, no soy ningún ladrón de ideas. ¿Qué busca?, sé que busca algo, todos buscamos algo. 
―¡Yo no busco nada! ―contestó irritado el campesino.
Erasmo retomó su camino tajantemente y lanzó un chiflido al perro que aún mordisqueaba el hueso desnudo.
Estúpido mocoso, pensó Erasmo, que giró la cabeza para encontrar al muchacho despidiéndose meneando despacio la mano. Estúpida juventud.  Tan altanera y arrogante. Yo seré quien tenga esos unicornios, pierdes el tiempo si piensas que me quedaré a derrochar el mío con una comadreja como tú. El cansancio difícilmente me doblega, ya estoy acostumbrado a esto. Quédate tú a descansar y a seguir tragando conejos.
Amo y mascota prosiguieron por dos horas más hasta poco antes del atardecer. En el camino ya se distinguían las huellas de pasos y ruedas de carreta.
―Mar y leña, mar y leña. Están aquí, jefe. Están aquí.
Detuvo el paso frente a una reja. Echó una mirada a lo que parecía un paisaje demasiado calmado para ser un rancho de unicornios. Pensó en seguir y descartar la posibilidad de esta primera parada, pero antes de poder decidirse, su perro entró corriendo hacia la propiedad. Erasmo decidió entrar.
 ―¿Por qué no vino a caballo? ―dijo una voz desde el interior de unos maizales gigantes que paralizó a Erasmo. De ellos salió un viejo ─más que Erasmo─ cuyo rostro estaba impreso con aires de una alegría sin fundamento.
―Perdone, señor ―dijo Erasmo quitándose el sombrero―. Fíjese que mi nombre es Erasmo, también soy ranchero y tengo tierras no muy lejos de aquí.
Al tratar de explicarse, en las comisuras de los ojos se le notaban a Erasmo unas arrugas que casi nunca aparecían.
―Verá... pos estoy buscando un rancho donde dicen que hay unicornios.
Esto último diluyó toda la dignidad que poseía Erasmo.
―Yo me llamo Antonio, pero no me has respondido, muchacho.
―¿Qué cosa, don? Disculpe…
―¿Por qué has venido a pie?, dices que eres ranchero, ¿no sabes montar?
No sabía cuál de todas las respuestas dar. Su mujer no le autorizó usar la energía de uno de los caballos para esto, porque ella piensa que es algo que rebasa la ridiculez. Pero era algo que no iba a confesarle al viejo.
El viejo rió durante algunos segundos. 
―¡No me digas! ¿Tu mujer no te dio el permiso para usar un caballo para esto? ―dijo el viejo ante la cara roja de Erasmo―. Ven, vamos adentro y cuéntame más sobre esos uniconos.
―U… unicornios. Pues fíjese que son como caballos pero con un cuerno en la frente.
Antonio se agarraba las barbas mientras oía a Erasmo.
―¿Y alguna vez has visto a uno?
―No, señor. 
La casa olía a lo que huelen todas las casas rurales: barro y humedad. Adentro, una mujer mayor revisaba una olla que hervía.
―Mira, ella es mi mujer ―señalaba Antonio―. Socorro, él es… ¿cómo dice que se llama? ―preguntó después a Erasmo.
Erasmo. Un gusto, señora ―se presentó tendiendo la mano.
―Erasmo anda buscando unicornios ―repuso el viejo a su mujer quien con una sonrisa y menando la cabeza parecía burlarse―. Pues, Erasmo, yo creo que hoy estás de suerte. Porque creo que allá en el establo está lo que buscas: un caballo con un cuerno en la frente. Ni más ni menos.
Las piernas de Erasmo falsearon, por primera vez experimentaba aquella sensación de creer estar soñando. Inmerso en la necesidad de cerciorarse, discretamente fingió rascarse la cabeza para jalar con fuerza su cabello. Tal vez morí de hambre en alguna parte del camino y todo esto es el paraíso, pensó.
 ―Pero sólo tengo uno ―aclaró el viejo dirigiéndose al establo― debes saber que estos animalitos no tienen órganos sexuales, no tienen sexo. No que yo sepa, por lo que sólo se conciben una vez. No hay camadas, nace uno a la vez.
―¿Cómo es eso posible? Si no son ni machos ni hembras...
―Verás, el único modo de hacerse de uno es mediante el milagro. Sí, para engendrar unicornios, un caballo fértil y una cabra en celo deben coincidir en el acto. Y aun siendo de especies distintas, deben tener alguna clase de interés el uno por el otro. En veinte años se me han logrado tan sólo dos. Es un riesgo muy costoso, Erasmo. Si el caballo rechaza a la cabra, o viceversa, ambos mueren pasados seis días. Por lo que un individuo, en el afán de obtener lo impensable, se queda con lo impensable: sin el caballo y sin la cabra.
Ya casi no había luz. Las luciérnagas rondaban inquietas en busca de carne de otros insectos. A unos pasos del establo, Erasmo sentía que iba a desmayarse. La puerta se abrió y, junto a una cabra suiza estaba un pequeño unicornio blanco que parecía destellar al mismo tiempo la luz del sol y la de las luciérnagas. El unicornio y Erasmo se vieron a los ojos, en ese instante Erasmo pensó mucho en su mujer de un modo curioso, distinto, mientras se daba cuenta de que su perro estaba no muy lejos de él bebiendo agua como loco de una tina cercana.

Por Alejandro Valdez


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