―Me han dicho
muchas veces que todavía existen algunos, que un tipo es dueño de un ejemplar y que su rancho no queda muy lejos de aquí. Imagínate si consigo hablar con él, ¡tendríamos nuestros propios unicornios!
―No necesitamos unicornios, Erasmo, necesitamos vacas… o
cabras, por ejemplo.
De esto discutían Erasmo y Miriam ─más
Erasmo que Miriam─, un matrimonio sin hijos que trabajaba todos los días en
su rancho produciendo huevo y productos lácteos. También vendían algún animal
cada cierto tiempo, por lo que trabajaban la crianza. Erasmo se quedó en
silencio tratando de encontrar algo en los ojos de Miriam, su respiración se aceleró, las nubes liberaban al sol. El braco
los observaba con el hocico abierto y la lengua colgando, con una sed exclusiva
de los perros que no beben agua sino hasta encontrarse todo en completa calma.
―Qué
ingenuidad, yo he visto a ese tal unicornio. Bueno, no lo he visto pero lo he olido, está a cincuenta y dos kilómetros al oriente. Vaya allí, jefe,
y fin de la historia.
Esa noche hicieron el amor: Miriam pensando en cómo haría para hacerse cargo del rancho mientras
Erasmo estuviera fuera y, Erasmo, pensando en unicornios. Con
esa idea en sus cabezas pasaron la noche.
―Según
los rumores, este rancho de unicornios está detrás de la
sierra, al poniente ―dijo Erasmo―. Creo
que rodearé para ir a la segura. Supongo que nos veremos en unos días.
Era como si Erasmo le hablara a la espalda
de Miriam, quien actuaba como si Erasmo ya no estuviera, o como si ya no existiera. La
mujer terminó de llenar el abrevadero de los caballos y luego tomó el semillero para las gallinas y así siguió con
sus labores sin despedidas ni palabras para su marido. El braco dio un
ladrido a Erasmo y los dos salieron del rancho, primero al poniente, pero,
ante la terquedad del perro por ir al oriente: al oriente. Después de
todo, el ranchero no contaba más que con rumores y confiaba más en la
naturaleza que en
especulaciones de otros rancheros.
especulaciones de otros rancheros.
―Es
extraño, jefe. Su olor. Venga, por acá. Es extraño, le digo. Ese tal unicornio
huele un poco a la brisa que me llega a veces desde el este, como a mar mezclado con
la leña cuando arde. Imagino a esa bestia de un gran tamaño con colmillos más
afilados que los míos, imagino que sabe nadar y cazar todo tipo de animales,
tanto del mar como de la tierra e incluso del aire. Seguro que lanza fuego
desde alguna parte de su cuerpo. Le dije que sería extraño.
Erasmo sólo oía sus propios pasos y los de
su perro. Necesitaba de cierta sugestión cada que pensaba que todo aquello era
una pérdida de tiempo. El sudor resbalaba por su frente. Miraba la
inconmensurable variedad de piedritas en el suelo y al instante subía la mirada
otra vez. Pensaba en ojalá no verse en la necesidad de acampar, porque eso lo
pondría en medio de una circunstancia todavía menos favorable. Si acampaba,
querría decir que anocheció, lo que significaba que le tomaría un día más tan
sólo averiguar si el rancho de los unicornios existía o no.
―No puedo permitirme más de tres días
fuera ―se decía―, ¿qué tal si Miriam se encuentra a otro hombre y si ese
hombre ya trae consigo a un unicornio?
―Oiga, jefe, ¿le puedo hacer una confesión
sin que me pegue con el periódico o me lance una bota? A veces pienso que ustedes
dos son estériles, ¿sabe? Digo, lo que sea de cada quien, pero si yo tuviera
una hembra, de inmediato tendría mis propios cachorros, dos o tres camadas al
año. Por decir lo menos. Pero no lo tome personal, es sólo mi óptica de animal
servil y salvaje.
Pasaron tres horas antes del primer
descanso.
―Tenemos al sol encima, amigo ―decía
Erasmo al perro―. Quiere decir que son las doce o un poco más. No hay mejor
hora para descansar o hacer lo que sea. El sol, aunque joven, es manso a esta
hora. Basta con un sombrero. Y dicho esto le obsequió una sonrisa a su perro
para luego darle una mordida a un trozo de carne seca que llevaba consigo. De
su bolsa sacó unos huesos.
―Mira ―le indicaba al perro― esto lo traje para ti. Sí pienso en ti, no creas.
Lanzó al piso los huesos y un pedazo de
carne seca. El perro comió deprisa, parecía que no masticaba.
―Ésta es definitivamente mi comida
favorita, jefe. Sí lo sé, es lo mismo que como todos los días desde que tengo edad para
triturar. Pero de veras, es mi comida preferida, yo podría cazar, comerme a
algún pollo de la granja, a una cabra e incluso a un carnero entero, en
serio. No lo hago ni lo haré porque estos huesos son lo único que necesito.
Perro y amo continuaron toda la tarde por
donde sale el sol. Conforme habían avanzado el paisaje había sido un poco
diferente y con otro olor. Había más vegetación, la temperatura era menor. De
la nada, el perro salió disparado.
―¡Eh! ¡¿Dónde vas?! Loco ―murmuró el
ranchero.
El perro estaba olisqueando algo sobre un río.
La cola apuntaba al cielo. Un instante después, cruzó. Y tras de él, el
ranchero.
―¡Jefe! ¡Hay alguien! A treinta metros
hacia el oriente. Un hombre, está solo. ¡¿Pero quién
anda solo por estos lugares?!
Una franja tenue de humo sobresalía en el
cielo. Llevaba directo a un campamento muy austero. Al verla, Erasmo supuso que
alguien andaría descansando por allí, quizás también en busca del rancho de los
unicornios. Se trataba de un hombre más joven. Cocinaba algo que parecían
conejos empalados. Frente a él yacía un
revolver en el suelo. El muchacho ni siquiera se inmutó al ver a Erasmo y su
perro aproximándose.
―Buenas ―dijo Erasmo a modo de saludo.
Con la boca llena, el joven devolvió el
saludo y ofreció al perro una pieza de carne. Parecía llevarse bien con
los perros.
―Jefe, sé que está mal que lo diga después
de haber recibido tan sabrosa ofrenda de este hombre, pero no me gusta su olor.
Es, cómo decirlo, poco usual.
―¿Va a casa o viene de casa? ―preguntó el
muchacho acercándole a Erasmo una pieza de carne.
Erasmo no se había detenido como para
entablar conversación, quería seguir lo antes posible. Además era muy vergonzoso
contarle a alguien, que no fuera su mujer, lo de los unicornios. Hubo algo de
silencio antes de responder.
―Voy a casa, pero antes debo pasar a hacer
una diligencia ―dijo Erasmo rechazando la comida con la palma de la mano.
―¿Y usted, viene de casa o va a casa? ―preguntó
Erasmo fingiendo interés.
―Estoy en casa, mi amigo. Éste es mi
hogar. Por lo menos hasta encontrar lo que ando buscando.
Tras escuchar aquello, una sensación de
alarma brotó de Erasmo. Inmediatamente
pensó lo peor. Y lo peor era que ese mocoso también anduviera tras los
unicornios. Y es que un joven tendría mayor oportunidad para conseguirlo que un
viejo.
―Puede decirme, no soy ningún ladrón de
ideas. ¿Qué busca?, sé que busca algo, todos buscamos algo.
―¡Yo no busco nada! ―contestó irritado el
campesino.
Erasmo retomó su camino tajantemente y
lanzó un chiflido al perro que aún mordisqueaba el hueso desnudo.
Estúpido
mocoso, pensó Erasmo, que giró la
cabeza para encontrar al muchacho despidiéndose meneando despacio la mano. Estúpida juventud. Tan altanera y
arrogante. Yo seré quien tenga esos unicornios,
pierdes el tiempo si piensas que me quedaré a derrochar el mío con una
comadreja como tú. El cansancio difícilmente me doblega, ya estoy acostumbrado
a esto. Quédate tú a descansar y a seguir
tragando conejos.
Amo y mascota prosiguieron por dos horas
más hasta poco antes del atardecer. En el camino ya se distinguían las huellas
de pasos y ruedas de carreta.
―Mar y leña, mar y leña. Están aquí, jefe.
Están aquí.
Detuvo el paso frente a una reja. Echó una
mirada a lo que parecía un paisaje demasiado calmado para ser un rancho de
unicornios. Pensó en seguir y descartar la posibilidad de esta primera parada,
pero antes de poder decidirse, su perro entró corriendo hacia la propiedad. Erasmo decidió entrar.
―¿Por
qué no vino a caballo? ―dijo una voz desde el interior de unos maizales
gigantes que paralizó a Erasmo. De ellos salió un viejo ─más que Erasmo─ cuyo
rostro estaba impreso con aires de una alegría sin fundamento.
―Perdone, señor ―dijo Erasmo quitándose el
sombrero―. Fíjese que mi nombre es Erasmo, también soy ranchero y tengo tierras
no muy lejos de aquí.
Al tratar de explicarse, en las comisuras
de los ojos se le notaban a Erasmo unas arrugas que casi nunca aparecían.
―Verá... pos estoy buscando un rancho
donde dicen que hay unicornios.
Esto último diluyó toda la dignidad que
poseía Erasmo.
―Yo me llamo Antonio, pero no me has
respondido, muchacho.
―¿Qué cosa, don? Disculpe…
―¿Por qué has venido a pie?, dices que
eres ranchero, ¿no sabes montar?
No sabía cuál de todas las respuestas dar.
Su mujer no le autorizó usar la energía de uno de los caballos para esto,
porque ella piensa que es algo que rebasa la ridiculez. Pero era algo que no
iba a confesarle al viejo.
El viejo rió durante algunos segundos.
―¡No me digas! ¿Tu mujer no te dio el
permiso para usar un caballo para esto? ―dijo el viejo ante la cara roja de
Erasmo―. Ven, vamos adentro y cuéntame más sobre esos uniconos.
―U… unicornios. Pues fíjese que son como
caballos pero con un cuerno en la frente.
Antonio se agarraba las barbas mientras oía
a Erasmo.
―¿Y alguna vez has visto a uno?
―No, señor.
La casa olía a lo que huelen todas las casas
rurales: barro y humedad. Adentro, una mujer mayor revisaba una olla que hervía.
―Mira, ella es mi mujer ―señalaba Antonio―. Socorro,
él es… ¿cómo dice que se llama? ―preguntó después a Erasmo.
―Erasmo. Un
gusto, señora ―se presentó tendiendo la mano.
―Erasmo anda buscando unicornios ―repuso el
viejo a su mujer quien con una sonrisa y menando la cabeza parecía burlarse―. Pues,
Erasmo, yo creo que hoy estás de suerte. Porque creo que allá en el establo
está lo que buscas: un caballo con un cuerno en la frente. Ni más ni menos.
Las piernas de Erasmo falsearon, por primera
vez experimentaba aquella sensación de creer estar soñando. Inmerso en la
necesidad de cerciorarse, discretamente fingió rascarse la cabeza para jalar
con fuerza su cabello. Tal vez morí de hambre
en alguna parte del camino y todo esto es el paraíso, pensó.
―Pero
sólo tengo uno ―aclaró el viejo dirigiéndose al establo― debes saber que estos
animalitos no tienen órganos sexuales, no tienen sexo. No que yo sepa, por lo
que sólo se conciben una vez. No hay camadas, nace uno a la vez.
―¿Cómo es eso posible? Si no son ni machos ni
hembras...
―Verás, el único modo de hacerse de uno es
mediante el milagro. Sí, para engendrar unicornios, un caballo fértil y una
cabra en celo deben coincidir en el acto. Y aun siendo de especies distintas, deben
tener alguna clase de interés el uno por el otro. En veinte años se me han logrado
tan sólo dos. Es un riesgo muy costoso, Erasmo. Si el caballo rechaza a la
cabra, o viceversa, ambos mueren pasados seis días. Por lo que un individuo, en
el afán de obtener lo impensable, se queda con lo impensable: sin el caballo y
sin la cabra.
Ya casi no había luz. Las luciérnagas rondaban
inquietas en busca de carne de otros insectos. A unos pasos del establo, Erasmo
sentía que iba a desmayarse. La puerta se abrió y, junto a una cabra suiza estaba
un pequeño unicornio blanco que parecía destellar al mismo tiempo la luz del
sol y la de las luciérnagas. El unicornio y Erasmo se vieron a los ojos, en ese
instante Erasmo pensó mucho en su mujer de un modo curioso, distinto, mientras
se daba cuenta de que su perro estaba no muy lejos de él bebiendo agua como
loco de una tina cercana.
Por Alejandro Valdez
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