No es como lo pintan, ni tampoco es como muchos creen o quieren que sea.
La mayoría lo imagina como un lugar debajo de la tierra en el que serás
castigado por toda la eternidad con llamas que salen del suelo y diablillos
divirtiéndose con sus tridentes ¿Se imaginan lo aburrido que sería tanto para
el castigador como para el castigado? Seguro llegaría el momento en que tal
castigo deje de ser doloroso y sea un día más en el que al despertar vas a tu
cubículo a teclear y arreglar cosas por otros mientras compartes el espacio con
otras diez personas haciendo lo mismo que tú. Aparte, tomando en cuenta que ni
siquiera tienes un cuerpo físico o un sistema nervioso para sentir dolor, el
castigo no suena realista.
Otros creen que el infierno es como nos lo hizo creer Dante, donde según
tus pecados ibas a un círculo distinto del infierno, en el que podrías ver a
gente de tu pueblo, a tus maestros y amigos, sufriendo el mismo castigo que tú.
O si fuiste muy malo tendrías tu pase para estar al lado de Satanás.
Pero no, el infierno no es así. Se los digo por experiencia propia pues
yo estoy muerto y habito en él. Perdí la cuenta de hace cuánto morí, pero ahora
se me ha dado la oportunidad de contarles cómo realmente es esta tortura. El
Infierno no es más que otra versión del mundo en que transcurrieron nuestras
vidas. El castigo no es más que esperar a que se prepare un nuevo cuerpo físico
para nuestra alma y eso dura nada más y nada menos que quinientos años. Aquí no
importa si fuiste presidente o primo del amigo de alguien con poder, aquí todos
esperamos lo mismo bajo las mismas condiciones. No tienes rostro, ni amigos, ni
familia. Todos parecemos una sombra que varía entre el blanco y el gris oscuro.
Podemos comunicarnos, pero de poco sirve convivir.
En este lapso vemos cómo otros nos recuerdan y nos lloran sin que
podamos intervenir o hacer nada. Somos un ente invisible e incapaz de
interactuar con las cosas de los vivos. Uno que vaga limitado a ciertas áreas.
Aquí, cada quien decide cuánto y cómo sufrir, los más jóvenes se limitan
a seguir a sus padres y llorar al sentir la indiferencia de quienes hace unos
días jugaban con ellos. Ves a madres caer en la locura al verse alejadas de sus
pequeños. Algunos sufren tanto que empiezan a delirar diciendo que algún vivo
los vio, otros caen en negación y esperan sentados su tiempo restante. Incluso
intentan viajar a otras zonas a sabiendas que es imposible ir más allá de donde
esté alguien que tenga un poco de relación contigo, y otros tantos. Como yo,
nos la pasamos siguiendo de manera poco saludable a nuestros seres queridos,
los vemos cada día de sus vidas, cometer errores, reír al superar nuestra
partida, llorar al recordarnos, escuchar cómo piensan en nosotros. Verlos morir
y no querer que estén a tu lado para que no les pase lo que tú estás pasando.
Es una impotencia que no se puedan imaginar. Y, lo peor de todo, es sufrir al
ver cómo para los hijos de los hijos de tus hijos, ya no eres nada.
Este es el verdadero infierno al que estamos condenados y al que cada
uno de nosotros va a llegar.
Por Juan Reyes
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