lunes, 19 de septiembre de 2016

Miradour



Llegamos poco antes de las siete de la tarde al café Marinho Da Arcada. Pedimos dos vasos de oporto y un plato de aceitunas negras con hueso. El judío holandés llegó cuando comenzábamos a sorber el segundo vaso. Yo me quedé callado. Fábio le entregó los diamantes y recibió el dinero. El judío tomó su sombrero, lo puso sobre sus gruesos caireles negros y se marchó con su pesado abrigo bajo el brazo. Nos apuramos un tercer vaso y salimos cada quien con 20 mil escudos en el bolsillo. Era la mitad de lo que pudimos haber ganado hace un par de meses, pero desde que las tropas de los británicos invadieron Mozambique sacar diamantes de África y venderlos en Lisboa resultaba cada vez más complicado. Esto hizo que los joyeros belgas y holandeses quisieran pagar cada vez menos. No podíamos hacer mucho.
Atravesamos la Praça do Comercio, el sol se dirigía lentamente a hundirse en el mar. Elegantes caballeros portaban bastones de cedro y sombreros de copa, paseaban del brazo de sus esbeltas amantes con corsettes ajustados y vestidos ampones. Caminamos rumbo a la Rua Augusta.
Vayamos por algo de cenar Bartolomeu, la noche es tan joven como nosotros y tengo un inmenso apetito –dijo Fábio mientras nuestras pisadas resonaban contra los pedazos de mármol blanco de las calles. Éramos clientes frecuentes del restauran de la señora Alegra. Siempre nos regalaba una o dos botellas de vino. Comimos grandes platos de pescado con verduras y charlamos hasta entrada la noche. Alegra nos dio la buena noche y su bendición y nos marchamos de ahí borrachos y satisfechos.
 Fábio se despidió para ir a ver a su novia Mayra, una chica blanca y frágil. Rubia, pecosa y con ojos color olivo. Mi buen amigo tenía la cabeza perdida. Algún día le compraré un castillo tan hermoso como ella, solía decirme.
Fábio y yo nos conocimos hace dos inviernos en las orillas del Tejo. Yo fumaba un puro y miraba la luna cuando se me acercó. Me dijo que venía regresando de un largo viaje por las colonias africanas. Yo le dije que era marinero. Me convenció de traficar diamantes y nos hicimos socios. Venía de una familia de campesinos de Coímbra. Había llegado a Lisboa siendo muy joven y había incursionado como explorador pero la paga no era buena. Mis abuelos habían llegado hace más o menos seis décadas como sirvientes y cocineros de una rica familia de blancos. Mi madre era costurera y mi padre marinero. Comencé a navegar con él a los doce años, llegué a saberme de memoria los mares y las costas. Fábio y yo nos entendíamos muy bien. Queríamos juntar el suficiente dinero para largarnos de Portugal para siempre, ir a un lugar nuevo, lejano y exótico.
Caminé sin rumbo entre la oscuridad y el silencio de la noche. El reloj de la praça sonó para anunciar las once. Me dirigí al burdel de madame Dulcinea. Nunca supe el verdadero nombre de la vieja, nunca me interesó. Yo tenía ahí una querida. Una brasilera de piel morena y ojos de fuego. De senos firmes y redondos, cintura estrecha y grandes muslos y caderas. Belem tenía apenas 19 años. Sus antepasados habían cruzado el Atlántico en calidad de esclavos, ella lo había cruzado de vuelta buscando algo mejor. Amanecíamos juntos tres o cuatro veces por semana. Yo le regalaba aretes, vestidos y flores, ella me daba masajes y pasión. Cuando me fuera de Lisboa la llevaría conmigo.
 Ayer vino a verme un caballero francés –dijo mientras desenredaba su largo cabello rizado– me preguntó por los aretes de diamantes rosados, dijo que ese tipo de joya era muy difícil de conseguir, y que le gustaría tener unos para llevar de vuelta a su mujer y sus hijas. Dejó su nombre en aquella servilleta de hotel.
No dije nada y la jalé para traerla de nuevo a la cama. Cuando me marché guarde la servilleta en mi chaleco.
Vi a Fábio después de la hora del almuerzo. Nos veíamos aunque no tuviéramos nada que vender por el día. Me dijo que cada vez se enamoraba más. Yo no sabía muy bien lo que sentía por Belem. Le platiqué lo del caballero francés y le enseñé la servilleta. François Ravell, Hotel **** se leía en ella.
Creo que es nuestra oportunidad de retirarnos con una generosa suma –comencé diciéndole a mi amigo– este hombre no es un joyero, es un turista. Estará dispuesto a pagar dos veces el precio real de los diamantes, y tengo entendido que querrá llevarse mas de uno. Tal vez sea buena idea ir a verlo.
Nos encaminamos al Hotel ****. El sol hacía relucir el sudor de nuestras frentes. No habíamos pensado en lo que haríamos cuando encontráramos al francés. El entusiasmo de saber que tal vez después de esta venta podríamos irnos para siempre nos motivó a seguir adelante. Llegamos al hotel y preguntamos a la recepcionista por el señor François. Nos dijo que esperáramos en el lobby, que ella se pondría en contacto con él y lo reuniría con nosotros. Nos sentamos en un largo butacón beige. Por más de diez minutos vimos desfilar a decenas de extranjeros. Yo me preguntaba cómo luciría aquel hombre, intenté adivinar si era alguno de los que paseaba por el bar o si había salido de nadar de la piscina. Sentía que todas las miradas caían sobre nosotros. Fábio comenzaba a desesperarse, creía que todo había sido una broma y me dijo que nos marcháramos. Casi por acto del destino, cuando nos levantamos del butacón llegó François. Se presentó y estrechó nuestras manos. Nos dijo que disculpáramos su tardanza pero que estaba terminando una llamada de negocios. Llevaba un traje color marfil y el cabello negro peinado hacia atrás. Lucía un bigote cuidadosamente recortado y encerado. Sus ojos azules penetraron mi mirada e hicieron que me estremeciera. Había algo peculiar en el aspecto de ese hombre. Pasamos al bar y pidió tres cervezas.
Su amiga Belem sí que es una joya –quise apuñalarlo con la mirada– me alegra que los haya puesto en contacto conmigo. Ahora bien; los diamantes que vi en el tocador de esa chica son maravillosos, nunca había visto algo tan bello y créanme que he recorrido el mundo y me encontrado con bellezas inigualables, –había algo en su forma de hablar que me molestaba en exceso–, he venido a Lisboa a resolver algunos asuntos y quisiera llevar de regreso a París unos cuantos pares de esos irresistibles aretes. Bebí un largo trago de cerveza, cruce los brazos y confié en que Fábio sabría qué decir.
Nosotros no somos joyeros, no vendemos aretes. Somos comerciantes y vendemos diamantes.
La mirada del francés pareció iluminarse y comenzó a jugar con su bigote mientras escuchaba. Saqué una pequeña piedra de mi bolsillo y la puse sobre la mesa. Fraçois la tomó y la observó con detenimiento mientras asentía con la cabeza.
¡Son aun mejores de lo que pensé! Mi esposa y mis hijas estarán muy contentas. ¿Cuál es su precio?
Oscila entre los 40 y 50 mil escudos por pieza, pero si está dispuesto a llevarse más de dos podemos dejarle cada pieza en 35 mil -dije con la voz más grave y seca que pude encontrar en mi garganta mientras me apuraba el resto de la cerveza de un solo trago.
El francés se levantó de su silla y dio un aplauso.
Me llevo seis. Los quisiera para el fin de la semana, ¿es eso posible?
Disimulamos lo mejor que pudimos nuestro entusiasmo y le dijimos que lo veríamos el viernes en la noche en punto de las ocho en el café Marinho. Nos despedimos, él volvió a su habitación y Fábio y yo echamos a correr al malecón.
 Nuestros gritos fueron tales que logramos espantar a todas las palomas que descansaban, nos abrazamos y bajamos a la playa a celebrar.
Hace tres semanas había visto un anuncio en el periódico sobre un barco que zarparía dentro de dos meses rumbo a Nueva Guinea. Tenía ya suficiente dinero ahorrado para comprar dos boletos y sabía que podría sobrevivir un par de años sin tener que hacer nada. La mañana antes de ver a Fábio y a François, me dirigí al puerto a comprarlos. Dos boletos en camarote de primera clase. Ahora con la compra del francés, Belem y yo podríamos vivir como reyes en ese paraíso del que solo sabía el nombre.
Toda esa semana estuvimos ocupados en pulir y limpiar los diamantes de cualquier imperfección. Aún nos sobraban unos cuantos de nuestro último viaje, sobrarían algunos para cuando me fuera. La noche del viernes llegó. El francés había llegado antes que nosotros al café. Nos sentamos, pedimos tres vasos de vino y realizamos la transacción con gran éxito. Él se marchó. Fábio y yo nos quedamos a beber un rato más para celebrar. A las 11 llegué con Belem.
Tu amigo nos ha comprado una buena cantidad. Quiero que vayas haciendo tus maletas, sólo lleva lo indispensable o lo que tenga gran valor para ti. Nos vamos a Papúa en diez días –le dije después de habernos revolcado largo rato.
¡¿A Papúa?! Ni siquiera sé donde está eso.
Es una isla que está casi por donde acaba el mundo. No sé qué haya ahí, pero vamos a vivir como reyes, yo voy a cuidar de ti para siempre –apenas tuve tiempo de contestarle, ya tenía sus labios sobre los míos y sus piernas enredadas en mi cintura.
El sábado anduve feliz y distraído. Fábio estaba con Mayra así que tenía el día libre. Nunca creí que un hombre tan serio y solemne como yo podría sonreír tanto. Pasé el día tomando el sol y el viento en el mirador del castillo de San Jorge. Al caer la noche me dirigí a casa, debía empacar, todo lo que no me llevaría resolví en regalarlo. Iba doblando la esquina cuando lo vi. El francés estaba frente a la puerta de mi edificio, con él iban otros seis o siete hombres. Todos vestidos de negro. Comenzaron a golpear con violencia y desesperación la puerta. La casera se asomó exaltada por su balcón. Traté de acercarme para escuchar lo que decían, me escondí detrás del frondoso árbol que protegía mi habitación del calor. La anciana había bajado hasta la puerta. Poniendo suficiente atención logré descifrar su diálogo. Al parecer el francés nos había denunciado con los oficiales británicos. Me habían seguido a casa la noche que le vendimos los diamantes. Le mostraron un papel a la casera en el que se entendía que yo y Fábio estábamos acusados por robo y contrabando. Me pregunto por qué no nos detuvieron aquella noche, creo que querían capturarnos con todos nuestros billetes y los diamantes que teníamos guardados. Alcancé a ver sus siluetas por la ventana saqueando mi cuarto. Me reí de ellos. Todo lo que necesitaba estaba en mis bolsillos. Los boletos del barco, los diamantes sobrantes y mi dinero. Corrí sin parar hasta el burdel. Madame Dulcinea me dijo que Belem estaba ocupada, tenía poco tiempo antes de que aquel francés traicionero llegara a buscarnos, la empujé y subí hasta el cuarto. Abrí la puerta, Belem se desnudaba frente a un hombre cuyo rostro no me tomé el tiempo de mirar, ella se cubrió con pena detrás de la cortina, el hombre se marchó asustado sin dudar un segundo. Me acerqué a ella y la abracé.
Agarra todo lo que puedas, debemos irnos en este instante no hay tiempo de explicar.
Alcanzó a ponerse un vestido holgado y medio transparente, cogió los aretes y ropas que le había regalado y los echó a una pequeña maleta. Madame Dulcinea intentó detenernos pero sus fuerzas de anciana no fueron suficientes.
La suerte quiso que alcanzáramos el último tranvía que salía de la ciudad. Mayra vivía a las afueras de Lisboa. Eran las dos de la madrugada cuando llegamos. Toqué sin parar la puerta hasta que Fábio bajó a abrir. Traía un cuchillo en la mano. Al ver que era yo sólo me jaló hacia el interior de la casa.
¿Qué demonios pasa Bartolomeu? ¿Cómo se te ocurre venir a hacer escándalo a estas horas? Los padres de Mayra duermen.
Le platiqué todo lo ocurrido. Mayra le había ofrecido una ropa más abrigadora a Belem, quien temblaba, supongo de miedo porque no hacía frío. Me había asegurado de que nadie nos siguiera hasta aquí. Belem y Mayra estaban a salvo, Fábio y yo tendríamos que irnos. Ellas se quedaron dormidas. Nosotros subimos al balcón. Le dije a Fábio que me marchaba a Papúa en una semana, era una decisión que ya se había tomado. El me abrazó y me dijo que se iría a Cannes el mes siguiente. Resolvimos ir a nuestros departamentos al día siguiente por nuestras cosas.
Belem, aquí está tu boleto y unos cuantos billetes. Te veré en una semana en el camarote del barco. No salgas de esta casa hasta ese entonces. He hablado con Mayra, ella te llevará ese día al puerto. Procura no llamar mucho la atención. Te amo. Hasta ese día.
Me marché enseguida. Sé que me hubiera suplicado que me quedara.
Fábio cargó los revólveres. Tomamos el primer tranvía. Era mejor llegar a Lisboa antes de que amaneciera y salir de ahí con el anochecer. El cuarto de Fábio estaba intacto, al parecer los oficiales solo me habían seguido a mí. Guardó su dinero, sus diamantes, el anillo de compromiso de Mayra y alguna ropa. Nos dirigimos hacía mi edificio. Veníamos nerviosos. No hablamos durante el trayecto. Sosteníamos todo el tiempo el revólver cargado por dentro del bolsillo. Llegamos a mi cuadra antes del amanecer, la ciudad estaba aun dormida. Dimos un par de vueltas a la calle antes de entrar. Subí y agarré el retrato roto de mis padres. Solo había regresado por eso. La ropa y los muebles me importaban una mierda. Me preguntaba dónde estaría François, o cómo sea que se llamase esa rata en realidad. Con mucho gusto le pondría un tiro humeante entre los ojos. Necesitábamos un lugar donde escondernos. Un lugar desconocido para los extranjeros.
Los habitantes de la Rua Augusta comenzaban a salir de sus casas. Alegra nos abrió la puerta del restaurante aún cerrado y nos invitó a pasar. Cuando le contamos nuestra historia un par de lágrimas gordas rodaron por sus mejillas. Tenía miedo de que nos mataran.
No harían eso. Sólo nos meterían a la cárcel.
Nos abrazó por turnos y dijo que podíamos quedarnos ahí el tiempo necesario. Sólo yo me quedé. Fábio debía salir a Coímbra a arreglar unos últimos asuntos. Se marchó al amanecer. Hasta la fecha no he vuelto a ver a mi amigo. Pero sé que es feliz, se ha casado con Mayra y tienen dos hijos. Terminaron decidiéndose por vivir en Marsella.
Yo no podía estar tranquilo. Me sentía como un prisionero escondido en el ático. Los días pasaban lentos y faltaban aún cuatro para que zarpase el barco. Confiaba en que Belem estaría bien. Era imposible que la encontraran ahí. Bajaba a cenar cuando el restaurante cerraba, Alegra me daba las noticias del día. Me enseñó un periódico. El encabezado leía “Oficiales clausuran el burdel más famoso y antiguo de Lisboa” una foto de Madame Dulcinea y sus chicas lo adornaban. A su lado reconocí a uno de los hombres que había saqueado mi departamento, sonriente, con su traje británico perfectamente limpio. Me pregunto si habrían seguido buscándome. Hubiera querido confrontar a François. Decirle que peleáramos a puño limpio como hombres, y me sentía el más cobarde por no poder hacerlo. Alegra me contó que habían sacado todos los muebles de mi cuarto a la calle, que ahora ya estaba en renta de nuevo.

 Después de lo que pareció una eternidad llegó el día de marcharme. No me despedí de Alegra, le deje una nota diciendo que le escribiría al llegar a mi destino, le agradecí todo lo que hizo siempre por mis padres y por mí, y le dejé un pequeño diamante. Me marché al puerto antes de que hubiera luz. El barco zarpaba al anochecer pero preferí estar ahí desde temprano. Me pasé el día escondiéndome entre las cubiertas y los camarotes. Toda mi vida había estado allí. Deseé poder caminar una última vez por las calles de mármol de Lisboa pero me limité a mirarla y despedirme de lejos. Vi a varios oficiales ingleses dando vueltas por el puerto y el malecón. Me pregunté si me buscaban a mí. Tal vez ya hasta me habían olvidado. François tenía seis diamantes carísimos, podía venderlos y retirarse para siempre.
Otro miedo comenzó a asaltarme. Temí que Belem hubiese cambiado de opinión y no apareciera. Me sentí culpable por dudar de ella pero la ansiedad que había en mí era demasiada. El silbato del barco sonó tres veces. Izaron el ancla. Me dirigí a la popa del barco. Estiré el brazo y me despedí de aquella mágica y misteriosa ciudad. Corrí al camarote y mi corazón se detuvo al verla ahí acostada en su camisón de seda, escribiendo en una pequeña libreta. Se levantó y corrió a mis brazos. Me besó y me dijo que me amaba. Creo que estuvimos haciendo el amor en altamar durante los seis meses que duró el viaje.


Por Hebe Kiebooms


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