Llegamos
poco antes de las siete de la tarde al café Marinho Da Arcada. Pedimos dos
vasos de oporto y un plato de aceitunas negras con hueso. El judío holandés
llegó cuando comenzábamos a sorber el segundo vaso. Yo me quedé callado. Fábio
le entregó los diamantes y recibió el dinero. El judío tomó su sombrero, lo
puso sobre sus gruesos caireles negros y se marchó con su pesado abrigo bajo el
brazo. Nos apuramos un tercer vaso y salimos cada quien con 20 mil escudos en
el bolsillo. Era la mitad de lo que pudimos haber ganado hace un par de meses,
pero desde que las tropas de los británicos invadieron Mozambique sacar
diamantes de África y venderlos en Lisboa resultaba cada vez más complicado.
Esto hizo que los joyeros belgas y holandeses quisieran pagar cada vez menos.
No podíamos hacer mucho.
Atravesamos la Praça do Comercio, el
sol se dirigía lentamente a hundirse en el mar. Elegantes caballeros portaban
bastones de cedro y sombreros de copa, paseaban del brazo de sus esbeltas
amantes con corsettes ajustados y vestidos ampones. Caminamos rumbo a la Rua
Augusta.
—Vayamos por algo de cenar Bartolomeu,
la noche es tan joven como nosotros y tengo un inmenso apetito –dijo Fábio
mientras nuestras pisadas resonaban contra los pedazos de mármol blanco de las
calles. Éramos clientes frecuentes del restauran de la señora Alegra. Siempre
nos regalaba una o dos botellas de vino. Comimos grandes platos de pescado con
verduras y charlamos hasta entrada la noche. Alegra nos dio la buena noche y su
bendición y nos marchamos de ahí borrachos y satisfechos.
Fábio se despidió para ir a ver a su novia
Mayra, una chica blanca y frágil. Rubia, pecosa y con ojos color olivo. Mi buen
amigo tenía la cabeza perdida. Algún día le compraré un castillo tan hermoso
como ella, solía decirme.
Fábio y yo nos conocimos hace dos
inviernos en las orillas del Tejo. Yo fumaba un puro y miraba la luna cuando se
me acercó. Me dijo que venía regresando de un largo viaje por las colonias
africanas. Yo le dije que era marinero. Me convenció de traficar diamantes y
nos hicimos socios. Venía de una familia de campesinos de Coímbra. Había
llegado a Lisboa siendo muy joven y había incursionado como explorador pero la
paga no era buena. Mis abuelos habían llegado hace más o menos seis décadas
como sirvientes y cocineros de una rica familia de blancos. Mi madre era
costurera y mi padre marinero. Comencé a navegar con él a los doce años, llegué
a saberme de memoria los mares y las costas. Fábio y yo nos entendíamos muy
bien. Queríamos juntar el suficiente dinero para largarnos de Portugal para
siempre, ir a un lugar nuevo, lejano y exótico.
Caminé sin rumbo entre la oscuridad y
el silencio de la noche. El reloj de la praça sonó para anunciar las once. Me
dirigí al burdel de madame Dulcinea. Nunca supe el verdadero nombre de la
vieja, nunca me interesó. Yo tenía ahí una querida. Una brasilera de piel
morena y ojos de fuego. De senos firmes y redondos, cintura estrecha y grandes
muslos y caderas. Belem tenía apenas 19 años. Sus antepasados habían cruzado el
Atlántico en calidad de esclavos, ella lo había cruzado de vuelta buscando algo
mejor. Amanecíamos juntos tres o cuatro veces por semana. Yo le regalaba
aretes, vestidos y flores, ella me daba masajes y pasión. Cuando me fuera de
Lisboa la llevaría conmigo.
―Ayer vino a verme un caballero
francés –dijo mientras desenredaba su largo cabello rizado– me preguntó por los
aretes de diamantes rosados, dijo que ese tipo de joya era muy difícil de
conseguir, y que le gustaría tener unos para llevar de vuelta a su mujer y sus
hijas. Dejó su nombre en aquella servilleta de hotel.
No dije nada y la jalé para traerla
de nuevo a la cama. Cuando me marché guarde la servilleta en mi chaleco.
Vi a Fábio después de la hora del
almuerzo. Nos veíamos aunque no tuviéramos nada que vender por el día. Me dijo
que cada vez se enamoraba más. Yo no sabía muy bien lo que sentía por Belem. Le
platiqué lo del caballero francés y le enseñé la servilleta. François Ravell,
Hotel **** se leía en ella.
—Creo que es nuestra oportunidad de
retirarnos con una generosa suma –comencé diciéndole a mi amigo– este hombre no
es un joyero, es un turista. Estará dispuesto a pagar dos veces el precio real
de los diamantes, y tengo entendido que querrá llevarse mas de uno. Tal vez sea
buena idea ir a verlo.
Nos encaminamos al Hotel ****. El sol
hacía relucir el sudor de nuestras frentes. No habíamos pensado en lo que
haríamos cuando encontráramos al francés. El entusiasmo de saber que tal vez
después de esta venta podríamos irnos para siempre nos motivó a seguir
adelante. Llegamos al hotel y preguntamos a la recepcionista por el señor
François. Nos dijo que esperáramos en el lobby, que ella se pondría en contacto
con él y lo reuniría con nosotros. Nos sentamos en un largo butacón beige. Por más
de diez minutos vimos desfilar a decenas de extranjeros. Yo me preguntaba cómo
luciría aquel hombre, intenté adivinar si era alguno de los que paseaba por el
bar o si había salido de nadar de la piscina. Sentía que todas las miradas
caían sobre nosotros. Fábio comenzaba a desesperarse, creía que todo había sido
una broma y me dijo que nos marcháramos. Casi por acto del destino, cuando nos
levantamos del butacón llegó François. Se presentó y estrechó nuestras manos.
Nos dijo que disculpáramos su tardanza pero que estaba terminando una llamada
de negocios. Llevaba un traje color marfil y el cabello negro peinado hacia
atrás. Lucía un bigote cuidadosamente recortado y encerado. Sus ojos azules
penetraron mi mirada e hicieron que me estremeciera. Había algo peculiar en el
aspecto de ese hombre. Pasamos al bar y pidió tres cervezas.
—Su amiga Belem sí que es una joya –quise
apuñalarlo con la mirada– me alegra que los haya puesto en contacto conmigo.
Ahora bien; los diamantes que vi en el tocador de esa chica son maravillosos,
nunca había visto algo tan bello y créanme que he recorrido el mundo y me
encontrado con bellezas inigualables, –había algo en su forma de hablar que me
molestaba en exceso–, he venido a Lisboa a resolver algunos asuntos y quisiera
llevar de regreso a París unos cuantos pares de esos irresistibles aretes. Bebí
un largo trago de cerveza, cruce los brazos y confié en que Fábio sabría qué
decir.
—Nosotros no somos joyeros, no
vendemos aretes. Somos comerciantes y vendemos diamantes.
La mirada del francés pareció
iluminarse y comenzó a jugar con su bigote mientras escuchaba. Saqué una
pequeña piedra de mi bolsillo y la puse sobre la mesa. Fraçois la tomó y la
observó con detenimiento mientras asentía con la cabeza.
—¡Son aun mejores de lo que pensé! Mi
esposa y mis hijas estarán muy contentas. ¿Cuál es su precio?
—Oscila entre los 40 y 50 mil escudos
por pieza, pero si está dispuesto a llevarse más de dos podemos dejarle cada
pieza en 35 mil -dije con la voz más grave y seca que pude encontrar en mi
garganta mientras me apuraba el resto de la cerveza de un solo trago.
El francés se levantó de su silla y
dio un aplauso.
—Me llevo seis. Los quisiera para el
fin de la semana, ¿es eso posible?
Disimulamos lo mejor que pudimos
nuestro entusiasmo y le dijimos que lo veríamos el viernes en la noche en punto
de las ocho en el café Marinho. Nos despedimos, él volvió a su habitación y
Fábio y yo echamos a correr al malecón.
Nuestros gritos fueron tales que logramos
espantar a todas las palomas que descansaban, nos abrazamos y bajamos a la
playa a celebrar.
Hace tres semanas había visto un
anuncio en el periódico sobre un barco que zarparía dentro de dos meses rumbo a
Nueva Guinea. Tenía ya suficiente dinero ahorrado para comprar dos boletos y
sabía que podría sobrevivir un par de años sin tener que hacer nada. La mañana
antes de ver a Fábio y a François, me dirigí al puerto a comprarlos. Dos
boletos en camarote de primera clase. Ahora con la compra del francés, Belem y
yo podríamos vivir como reyes en ese paraíso del que solo sabía el nombre.
Toda esa semana estuvimos ocupados en
pulir y limpiar los diamantes de cualquier imperfección. Aún nos sobraban unos
cuantos de nuestro último viaje, sobrarían algunos para cuando me fuera. La
noche del viernes llegó. El francés había llegado antes que nosotros al café.
Nos sentamos, pedimos tres vasos de vino y realizamos la transacción con gran
éxito. Él se marchó. Fábio y yo nos quedamos a beber un rato más para celebrar.
A las 11 llegué con Belem.
—Tu amigo nos ha comprado una buena
cantidad. Quiero que vayas haciendo tus maletas, sólo lleva lo indispensable o
lo que tenga gran valor para ti. Nos vamos a Papúa en diez días –le dije
después de habernos revolcado largo rato.
—¡¿A Papúa?! Ni siquiera sé donde está
eso.
—Es una isla que está casi por donde
acaba el mundo. No sé qué haya ahí, pero vamos a vivir como reyes, yo voy a
cuidar de ti para siempre –apenas tuve tiempo de contestarle, ya tenía sus
labios sobre los míos y sus piernas enredadas en mi cintura.
El sábado anduve feliz y distraído.
Fábio estaba con Mayra así que tenía el día libre. Nunca creí que un hombre tan
serio y solemne como yo podría sonreír tanto. Pasé el día tomando el sol y el
viento en el mirador del castillo de San Jorge. Al caer la noche me dirigí a
casa, debía empacar, todo lo que no me llevaría resolví en regalarlo. Iba
doblando la esquina cuando lo vi. El francés estaba frente a la puerta de mi
edificio, con él iban otros seis o siete hombres. Todos vestidos de negro.
Comenzaron a golpear con violencia y desesperación la puerta. La casera se
asomó exaltada por su balcón. Traté de acercarme para escuchar lo que decían,
me escondí detrás del frondoso árbol que protegía mi habitación del calor. La
anciana había bajado hasta la puerta. Poniendo suficiente atención logré
descifrar su diálogo. Al parecer el francés nos había denunciado con los
oficiales británicos. Me habían seguido a casa la noche que le vendimos los
diamantes. Le mostraron un papel a la casera en el que se entendía que yo y
Fábio estábamos acusados por robo y contrabando. Me pregunto por qué no nos
detuvieron aquella noche, creo que querían capturarnos con todos nuestros
billetes y los diamantes que teníamos guardados. Alcancé a ver sus siluetas por
la ventana saqueando mi cuarto. Me reí de ellos. Todo lo que necesitaba estaba
en mis bolsillos. Los boletos del barco, los diamantes sobrantes y mi dinero. Corrí
sin parar hasta el burdel. Madame Dulcinea me dijo que Belem estaba ocupada,
tenía poco tiempo antes de que aquel francés traicionero llegara a buscarnos,
la empujé y subí hasta el cuarto. Abrí la puerta, Belem se desnudaba frente a
un hombre cuyo rostro no me tomé el tiempo de mirar, ella se cubrió con pena
detrás de la cortina, el hombre se marchó asustado sin dudar un segundo. Me
acerqué a ella y la abracé.
—Agarra todo lo que puedas, debemos
irnos en este instante no hay tiempo de explicar.
Alcanzó a ponerse un vestido holgado
y medio transparente, cogió los aretes y ropas que le había regalado y los echó
a una pequeña maleta. Madame Dulcinea intentó detenernos pero sus fuerzas de
anciana no fueron suficientes.
La suerte quiso que alcanzáramos el
último tranvía que salía de la ciudad. Mayra vivía a las afueras de Lisboa.
Eran las dos de la madrugada cuando llegamos. Toqué sin parar la puerta hasta
que Fábio bajó a abrir. Traía un cuchillo en la mano. Al ver que era yo sólo me
jaló hacia el interior de la casa.
—¿Qué demonios pasa Bartolomeu? ¿Cómo
se te ocurre venir a hacer escándalo a estas horas? Los padres de Mayra
duermen.
Le platiqué todo lo ocurrido. Mayra
le había ofrecido una ropa más abrigadora a Belem, quien temblaba, supongo de
miedo porque no hacía frío. Me había asegurado de que nadie nos siguiera hasta
aquí. Belem y Mayra estaban a salvo, Fábio y yo tendríamos que irnos. Ellas se
quedaron dormidas. Nosotros subimos al balcón. Le dije a Fábio que me marchaba
a Papúa en una semana, era una decisión que ya se había tomado. El me abrazó y
me dijo que se iría a Cannes el mes siguiente. Resolvimos ir a nuestros
departamentos al día siguiente por nuestras cosas.
—Belem, aquí está tu boleto y unos
cuantos billetes. Te veré en una semana en el camarote del barco. No salgas de
esta casa hasta ese entonces. He hablado con Mayra, ella te llevará ese día al
puerto. Procura no llamar mucho la atención. Te amo. Hasta ese día.
Me marché enseguida. Sé que me
hubiera suplicado que me quedara.
Fábio cargó los revólveres. Tomamos
el primer tranvía. Era mejor llegar a Lisboa antes de que amaneciera y salir de
ahí con el anochecer. El cuarto de Fábio estaba intacto, al parecer los
oficiales solo me habían seguido a mí. Guardó su dinero, sus diamantes, el
anillo de compromiso de Mayra y alguna ropa. Nos dirigimos hacía mi edificio.
Veníamos nerviosos. No hablamos durante el trayecto. Sosteníamos todo el tiempo
el revólver cargado por dentro del bolsillo. Llegamos a mi cuadra antes del
amanecer, la ciudad estaba aun dormida. Dimos un par de vueltas a la calle
antes de entrar. Subí y agarré el retrato roto de mis padres. Solo había
regresado por eso. La ropa y los muebles me importaban una mierda. Me
preguntaba dónde estaría François, o cómo sea que se llamase esa rata en
realidad. Con mucho gusto le pondría un tiro humeante entre los ojos.
Necesitábamos un lugar donde escondernos. Un lugar desconocido para los
extranjeros.
Los habitantes de la Rua Augusta
comenzaban a salir de sus casas. Alegra nos abrió la puerta del restaurante aún
cerrado y nos invitó a pasar. Cuando le contamos nuestra historia un par de lágrimas
gordas rodaron por sus mejillas. Tenía miedo de que nos mataran.
—No harían eso. Sólo nos meterían a la
cárcel.
Nos abrazó por turnos y dijo que
podíamos quedarnos ahí el tiempo necesario. Sólo yo me quedé. Fábio debía salir
a Coímbra a arreglar unos últimos asuntos. Se marchó al amanecer. Hasta la
fecha no he vuelto a ver a mi amigo. Pero sé que es feliz, se ha casado con
Mayra y tienen dos hijos. Terminaron decidiéndose por vivir en Marsella.
Yo no podía estar tranquilo. Me
sentía como un prisionero escondido en el ático. Los días pasaban lentos y
faltaban aún cuatro para que zarpase el barco. Confiaba en que Belem estaría
bien. Era imposible que la encontraran ahí. Bajaba a cenar cuando el
restaurante cerraba, Alegra me daba las noticias del día. Me enseñó un
periódico. El encabezado leía “Oficiales clausuran el burdel más famoso y
antiguo de Lisboa” una foto de Madame Dulcinea y sus chicas lo adornaban. A su
lado reconocí a uno de los hombres que había saqueado mi departamento,
sonriente, con su traje británico perfectamente limpio. Me pregunto si habrían
seguido buscándome. Hubiera querido confrontar a François. Decirle que
peleáramos a puño limpio como hombres, y me sentía el más cobarde por no poder
hacerlo. Alegra me contó que habían sacado todos los muebles de mi cuarto a la
calle, que ahora ya estaba en renta de nuevo.
Después de lo que pareció una eternidad llegó
el día de marcharme. No me despedí de Alegra, le deje una nota diciendo que le
escribiría al llegar a mi destino, le agradecí todo lo que hizo siempre por mis
padres y por mí, y le dejé un pequeño diamante. Me marché al puerto antes de
que hubiera luz. El barco zarpaba al anochecer pero preferí estar ahí desde
temprano. Me pasé el día escondiéndome entre las cubiertas y los camarotes.
Toda mi vida había estado allí. Deseé poder caminar una última vez por las calles
de mármol de Lisboa pero me limité a mirarla y despedirme de lejos. Vi a varios
oficiales ingleses dando vueltas por el puerto y el malecón. Me pregunté si me
buscaban a mí. Tal vez ya hasta me habían olvidado. François tenía seis
diamantes carísimos, podía venderlos y retirarse para siempre.
Otro miedo comenzó a asaltarme. Temí
que Belem hubiese cambiado de opinión y no apareciera. Me sentí culpable por
dudar de ella pero la ansiedad que había en mí era demasiada. El silbato del
barco sonó tres veces. Izaron el ancla. Me dirigí a la popa del barco. Estiré
el brazo y me despedí de aquella mágica y misteriosa ciudad. Corrí al camarote
y mi corazón se detuvo al verla ahí acostada en su camisón de seda, escribiendo
en una pequeña libreta. Se levantó y corrió a mis brazos. Me besó y me dijo que
me amaba. Creo que estuvimos haciendo el amor en altamar durante los seis meses
que duró el viaje.
Por Hebe Kiebooms
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