Nos
conocimos hace dos años en un encuentro de jóvenes anarquistas; Horacio, Pavel
y yo, compartíamos costumbres donde el compañerismo siempre iba por delante. Éramos
los mejores amigos. A veces nos reuníamos los fines de semana en la casa de uno
o de otro y, mientras esperábamos que la noche apareciera, nos manteníamos
consumiendo cualquier droga que cayera en nuestras manos para después
salir a la calle y romper fachadas de cristal de bancos y establecimientos,
asaltar tiendas de prestigio o incluso, cuando algún otro colectivo anarquista
se unía a nosotros, salíamos a buscar a policías en motocicleta; alguien hacía
algo para llamar su atención, y ya que se acercaba, terminamos rápidamente la
emboscada con un ataque contundente y en bola. Los tipos del orden nunca
entendían qué pasaba hasta que, supongo, se veían llenos de juveniles golpes y
sin sus botas, que eran unas cosas increíbles; la piel era de primerísima
calidad, la suela también de cuero, térmicas y muy cómodas pero, sobre todo,
habían sido de un policía. Pero no todo eran travesuras, también trabajamos. Todos
estábamos vinculados con una revista de izquierda; tomábamos fotos en marchas y
eventos, hacíamos difusión y demás mandados a nuestra altura.
Una noche íbamos caminando sobre la
avenida insurgentes y nos detuvimos a ver la fachada de una tienda de alimentos
europeos; vinos, carnes frías, quesos hediondos y podridos... de esas tiendas
que la gente rica es su principal clientela. Y mientras terminábamos de trazar
nuestro plan de ataque -qué vidrió era nuestro favorito, o si había posibilidad
de sustraer algo de la tienda-, por la puerta salió, con dos bolsas llenas,
Covarrubias, el editor principal de la revista para la que trabajábamos.
—¿Y ustedes, qué andan haciendo por
acá, tan solitos? —nos preguntó sin sorpresa, parecía aburrido.
—Nada, vagando a ver quién nos
invita a cenar o el rock —contestó Horacio, mientras nos miraba con la
intención de seguirle la corriente y no echarle de cabeza.
—Ya. Pues la verdad no me siento muy
bien, me acabo de pelear con mi pareja y decidí salir a comprar algunas cosas y
respirar algo de aire fresco. Y si quieren venir a mi casa a tomar un cerveza,
son bienvenidos.
Covarrubias era un viejo maricón de
unos cincuenta y tantos, con una abdomen envidia de cualquier africano muerto
de hambre, vistiendo mocasines color vino y ceja depilada.
Vivía en un penthouse ubicado en una zona también
muy cara. Cuando abrió la puerta, un olor a perdición casi nos desmaya. Parecía
que no la llevaba muy bien, todo en el piso tipo loft era un desastre; botellas
y basura por doquier, la duela quemada por colillas de cigarro que nunca nadie
había apagado, ropa que había sido usada para limpiar líquidos derramados,
pequeños montículos de libros y revistas que todo indicaba, habían funcionado
como pequeñas y múltiples fogatas. Sí, casi nos sentíamos como en casa.
—Ah, ese de allá es Franky, por si
alguien gusta —nos convidó al momento que señalaba una cama al fondo y sobre la
cuál reposaba el cuerpo de un hombre desnudo hasta de la conciencia.
—No, gracias. Nosotros somos
anarquistas, no putos.
—Bueno, pues como quieran. Yo sólo
intento ser amable ¿una cerveza?
Covarrubias nos preparó la cena y al terminar
nos invitó a pasar a la terraza. Nos sirvió unos tragos muy fuertes. Mientras
nos platicaba de sus locas aventuras nosotros reíamos. Era un buen tipo que por
el momento la estaba pasando mal. Nos contó que estaba perdidamente enamorado
de Franky, el bulto mamado e inconsciente del rincón, pero que el muy imbécil
tan sólo era un interesado. Nosotros nos pusimos de su lado, tanto que le
ofrecimos hacer algo con aquél vividor, pero nos contestó que no, que ese día era una fiesta y había que
festejar. Se puso de pie y por unos momentos nos dejó solos, cuando regresó,
traía en las manos una cajita, la puso sobre una mesita de centro frente a
nosotros –que estábamos sentados juntos, en un sillón para tres-, acercó una
silla, tomó asiento, abrió la cajita y estoy seguro que desde el otro lado de
la mesa, como desde otra dimensión donde él sabía cosas que nosotros no, pudo
ver cómo nuestros rostros se iluminaban de emoción. La cajita estaba llena de pequeños
frascos, pastillas, papeles y sobrecitos…
Mientras
miraba a las constelaciones bailar, escuché una bragueta abrirse a lo largo de
mi columna vertebral, bajé la vista y vi cómo Covarrubias se bajaba los
pantalones a media asta, sacaba un miembro grande, viejo y erecto de entre sus
calzones Ralph Lauren. Con la diestra sostenía una copa de oporto y con la
siniestra a un miembro casi salvaje.
—¿No tienen problema si me masturbo,
verdad? —preguntó.
—Ya te dijimos que somos anarquistas,
además es tu casa y por nosotros y si quieres, te puedes meter veladoras
prendidas por el culo. ¿Alguien necesita otro trago? —respondió y preguntó
Horacio, que también su mirada estaba perdida en aquella amenazadora verga.
Covarrubias comenzó con un
desenfrenado vaivén, decía cosas incomprensibles, escupía sobre su propio
miembro, se retorcía, nos miraba, y aquella verga como si nada.
—¿Ay, a poco a nadie se le antoja darme
unas jaladitas?, ¿o prefieren sobarme
las nalgas? —preguntó Covarrubias mientras se daba la vuelta para que su
trasero tomara las veces de interlocutor.
—Ya te dijimos que somos
anarquistas, no putos, entiende. Y allá de ti si nos salpicas —ahora fue Pavel
el que contestó perdido entre nalgas peludas y canciones de resistencia.
—Ay, si a leguas se ve que son re
putos. Seguramente se dan entre los tres y no invitan, qué ojetes.
Lo
último que recuerdo es que la noche siguió entre risas, constelaciones
bailarinas, mentadas de madre, invitaciones promiscuas, maldiciones y más
sonrisas.Al despertar, lo primero que pensé al sentir los cuerpos ajenos y desnudos,
es que, desde ese día, a todos nos costaría mucho trabajo pronunciar la palabra
puto.
Por Victor Hugo G
Por Victor Hugo G
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