Es una mañana
soleada y una mujer se ha desmayado en el desierto. Su cabello negro contrasta
con el oro sucio de la arena. Abandonó la casa de su madre hace dos semanas.
Cruzó bosques y montañas en tren. Casi se ahoga en la corriente de un río. Sabía que cuando el suelo se poblara de arena y sólo le
hiciera sombra algún matorral, estaría cerca de su destino. Subestimó el calor,
la distancia y su propio cansancio. Pensó que podría hacerlo sola y que cinco
litros de agua serían suficientes para cruzar el desierto.
Fran
ha aprovechado los vientos de esta mañana para buscar algo de comer. Da un
aleteo y mantiene sus alas firmes para deslizarse, así cada cinco segundos.
Espera encontrar algo pronto, no ha comido en varios días. Piensa que sería más
fácil integrarse a una bandada y olisquear desde el cielo entre muchos hasta
encontrar algún zorro muerto. No tolera a los de su especie. Una cosa es comer
carroña y otra es serlo, se dice. Recuerda la ocasión que junto a una bandada
contempló el alumbramiento de un becerro. Cuando la vaca se descuidó, se
abalanzaron él y veinte buitres más. Le picaron los ojos y el hocico hasta que
murió, luego se lo comieron. Desde entonces, Fran ya no frecuentó las
multitudes y prefiere cazar en solitario, aunque pase más hambre.
Vuela
en círculos que se hacen cada vez mayores, empiezan siendo unos metros y al
final recorre decenas de kilómetros por vuelta. Lo hace despacio, tiene todo el
día. Ya caerá alguna ratita. Si no es hoy ni mañana, tendrá que recurrir a la
basura, algo que a todo buitre le parece denigrante. En eso pensaba, en la
mugrosa basura humana, cuando distinguió el pelaje negro de un mamífero. Era
una mancha entre la arena que lo miraba fijamente, como la pupila de un ojo.
Descendió con lentitud, como si fuera jalado por un embudo. Se esforzó en
percibir el olor a muerte, pero no lo halló. Ya en el suelo, se acercó dando
unos saltos hasta que tuvo el pie de la mujer al alcance de su pico.
Nunca
había estado tan cerca de un humano. Los había visto caminar por estos parajes
y conocía el inconfundible olor de los pulgares podridos, pero nunca había
pensado en acercarse. Desde polluelo le infundían un miedo especial las
historias que se cuentan sobre esta especie. Con delicadeza, picó un talón de
la mujer. Con un salto tras otro, rodeó el cuerpo y se acercó a su cabeza. Fran
veía el negro opaco de sus plumas, luego el brillo oscuro de la cabellera. Se
vio en él, como un espejo de obsidiana que refleja a un ave de carbón. Sintió
un vínculo que pudo ser tejido en tiempos y lugares lejanos. El cabello era tan
espeso que podría resguardarse en él o arreglar su nido. Quería vivir ahí y
pensó en arrebatarlo a mordidas, pero mantuvo respeto por su propietaria. Le
gritó: «¡Despierta! ¿Quién eres?» No obtuvo respuesta. Tras unos minutos insistió. «¡Despierta! ¿Quién eres? Quiero llevarte conmigo.
Déjame vivir en tu pelaje y te traeré todos los días los huesos más jugosos y
las vísceras más finas.» Plegarias
que para la mujer eran graznidos furiosos de un ave carroñera. Cuando la
garganta no le daba para más emprendió el vuelo.
Regresó
con un pedazo de vidrio que colocó ante los pies de la mujer. Se fue de nuevo y
regresó con una corcholata percudida. Así pasó toda la tarde, de ida y vuelta
por el desierto, cargando baratijas de colores brillantes. Cuando anochecía, se
acercó a esperar que ella despertara. Varios insectos recorrían la piel y él se
encargó de quitárselos, en especial los que se enredaban en el cabello,
cautivado por la suavidad y el aroma de la seda que cubría la cabellera. Mientras retiraba los
insectos, aspiraba con tal fuerza que terminó por aceptar lo que se había
negado desde hacía varias horas: olía a muerto.
Esa
noche Fran durmió tranquilo con el estómago lleno y arropado en la suavidad de
su nuevo nido. Al amanecer, emprendió el vuelo, más por ocio que otra cosa. Al
regresar esperaba encontrar algo de tejido, pero la voracidad de una bandada lo
rechazó. Por días buscó otra mancha negra en medio del desierto. Tiempo después
se olvidó de los humanos y siguió buscando armadillos y ratones muertos.
Por
Miguel Aguilar
No hay comentarios:
Publicar un comentario