No sé qué
hago aquí, pensó Altagracia mientras esperaba en la habitación mal
iluminada por unas cuantas velas. Le dieron ganas de irse pero ya había pagado.
No podía darse el lujo de perder los 800 pesos que le habían cobrado. Esperó
unos minutos más, tamborileando los dedos contra su bolsa. Empezaba a dolerle a
cabeza por el olor a incienso cuando, finalmente, Madame Vidya entró. Saludó a Altagracia con
voz grave mientras se sentaba frente a ella, al otro lado de la mesa.
— ¿Lectura estándar? —preguntó mientras
sacaba un mazo de cartas con las orillas desgastadas que comenzó a barajar
hábilmente.
—Sí —respondió Altagracia en un
tono apenas audible, sin dejar de mirar cómo las manos de Madame Vidya
mezclaban con rapidez esas cartas que en pocos minutos le descifrarían su
destino.
—Usted tiene una duda, algo que
le preocupa, ¿cierto?
Era increíble que una mujer que
no la conocía pudiera saber eso. Altagracia se sorprendió. Al parecer, ella no
estaba al tanto de que las dudas, las preocupaciones del presente y la
incertidumbre del porvenir son justo los motivos por los que las personas
recurren a las artes de la adivinación.
—Piense en aquello que desea
saber. Concéntrese en ello mientras barajo el tarot —continuó diciendo Madame
Vidya con voz pausada—, cuando usted crea que los arcanos se han mezclado lo
suficiente, dígamelo.
Altagracia asintió con la
cabeza, pensó unos minutos en su marido que cada vez llegaba más tarde del
trabajo.
—Ya con eso está bien —le dijo
mientras le hacía un gesto con la mano.
Madame Vidya puso el mazo en la mesa.
—Pártalo en tres y deme una de
las tres secciones con la mano derecha —ordenó. Altagracia lo hizo y eligió el
mazo del centro. Por algún motivo, es el que escogen la mayoría de las
personas.
Madame Vidya agarró las cartas y
puso cuatro de ellas en forma de cruz sobre la mesa. Volteó la primera de
ellas. La imagen era la de un joven que sostenía en su mano derecha una moneda
de oro con un pentagrama.
—Paje de pentáculos —dijo
bajando un poco la voz—. Usted es una mujer casada.
—Sí, sí... —respondió Altagracia
fascinada, inclinándose hacia adelante para escuchar mejor las palabras de la tarotista.
No notó que Madame Vidya, mientras mezclaba las cartas, había visto con
detenimiento su rostro y su atuendo, incluyendo su suéter de tianguis raído de
las costuras y, por supuesto, su anillo de bodas.
—Los pentáculos representan lo
material, parece que tiene problemas de dinero.
Altagracia se asombraba más con
cada palabra que oía.
—Veo también que es usted muy
inteligente, que es quien más aporta a su matrimonio. Aunque aún no puedo ver
qué es lo que le preocupa. Para eso necesito de los otros arcanos.
—Es Gerardo, mi marido...
—No, señora, no necesita usted
decir nada. El tarot todo lo sabe —dijo Madame Vidya con firmeza y destapó la
segunda carta, el seis de espadas—. Veo un hombre, su marido.
La imagen era de alguien remando
en una balsa con seis espadas en ella. Altagracia no entendió cómo esa carta
representaba a su marido, pero no le quedó duda que de cualquier modo Madame
Vidya hubiera encontrado a Gerardo en esa imagen aunque ella no lo hubiera
mencionado.
—Veo que se alejó, está
navegando lejos, él se fue...
Altagracia, sin pensarlo,
sacudió levemente la cabeza y retrocedió un poco. Gerardo no la había
abandonado, sólo había estado llegando tarde las últimas semanas.
—Claro, no me refiero a un
alejamiento físico —añadió con calma Madame Vidya—. En definitiva él sigue
viviendo con usted, pero se ha distanciado en lo emocional... —hizo una pausa
esperando la reacción de su consultante y al verla asentir ligeramente,
continuó—: Quizá viaja mucho, o habla menos con usted, o hay menos intimidad o
llega tarde a casa...
Los ojos de Altagracia se llenaron
de lágrimas al oír esto último
—Sí, el seis representa al
tiempo, el arcano nos dice, sin lugar a dudas, que su marido pasa menos tiempo
con usted porque ha estado llegando tarde a casa —dijo Madame Vidya con
absoluta seguridad.
— ¿Y usted puede decirme por
qué? ¿Con esto puede saberse si tiene otra? —preguntó desesperada.
—No hay secretos para el tarot —respondió
con calma y destapó la tercera carta. La imagen estaba al revés, era un anciano
de perfil que sostenía una lámpara con su brazo levantado. —El ermitaño, invertido— explicó Madame Vidya—
Sin duda hay otra mujer.
Altagracia apretó los labios y
cubrió su boca con la mano. Apenas podía contener el llanto.
—¿En esa carta...
—Arcano —corrigió Madame Vidya.
—Perdón, ¿en ese arcano del
viejito se ve una mujer?
—Sí, bueno, el ermitaño es... Bueno,
verá, las imágenes del tarot son simbólicas. El ermitaño es el tiempo que pasa,
significa el recuerdo —dijo Madame Vidya con su ronca voz de fumadora—, aquí
claramente nos dice que usted está empezando a formar parte de su pasado... y
la luz que sostiene alumbra para él un nuevo amor. Así pues, no hay duda en que
este arcano simboliza que Gerardo ha conocido a otra mujer.
—Lo sabía… —murmuró Altagracia
con tristeza.
—La última carta nos dirá lo que
pasará en el futuro.
Madame Vidya destapó el cuarto
arcano. También estaba al revés. Era un niño pequeño montando un caballo
blanco, sobre él había un enorme sol de rostro serio.
—El Sol invertido. En poco
tiempo, Gerardo la dejará y formará una nueva familia con ella.
Altagracia ya no preguntó cómo
es que ese terrible futuro se desprendía de la imagen del niñito en el caballo.
Le parecía evidente que Madame Vidya decía la verdad, considerando sus precisas
predicciones con los otros tres arcanos. Era imposible dudar de las palabras de
esa mujer pues, sin conocerla, sin preguntarle nada, le había dicho con exactitud impresionante
todo lo que necesitaba saber.
—Puedo alejar a esa mujer de su
marido —dijo Madame Vidya—. Por cinco mil pesos le haría un trabajito. Sólo
necesito una foto de su esposo, un pedazo de su ropa y un cabello.
—Gracias, de verdad, se lo
agradecería muchísimo —respondió al instante Altagracia, ya sin poder contener
sus lágrimas. No sabía de dónde sacaría el dinero, pero de algún modo lo haría.
Estaba segura de que se sentiría tranquila una vez que Madame Vidya le hiciera
el trabajito; después de todo, había demostrado sus
grandes dones adivinatorios.
Por Víctor Hugo Gómez Arias
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