SALVADOR
ELIZONDO - NARDA O EL VERANO
…They that had fought
so well
Came thro’ the jaws
of Death,
Back from the mouth
of Hell…
Alfred, Lord Tennyson: The Charge of the Light Brigade.
Ha sido un día terrible. 23 escenas y todas
en secuencia. Joyce ni siquiera se desmaquilló y se ha quedado dormida con la luz
encendida. Aprovecharé el silencio y la soledad que su fatiga me deja para
escribir la crónica de estas vacaciones. Puede decirse que el verano ha
terminado. Ha llegado el momento de concretar todas las experiencias que han
hecho esta temporada memorable y es preciso empezar por el principio.
No olvidaré jamás esa mañana de abril en que
Max y yo nos sentamos en una terraza de café para planear nuestras vacaciones.
Habíamos decidido pasar el verano a la orilla del mar, en un balneario de moda,
pero al mismo tiempo exclusivo. Nunca más volveríamos a uno de aquellos camps de turistas nórdicos en los que
las mujeres florecen en torno a sus tiendas de campaña de lona o de plástico
como flores de mal agüero, enrojecidas por el sol y rodeadas de niños rubios y
pecosos y en los que los hombres juegan a los bolos o escuchan radio al
anochecer. No teníamos mucho dinero, pero sí el suficiente para alquilar una
pequeña villa situada en lo alto de
los acantilados y que domina toda la bahía. Teníamos también un bonito
automóvil deportivo y un poco por curiosidad, pero también, claro está, por
economía, habíamos decidido compartir una sola mujer entre los dos.
¡Con cuánta nitidez recuerdo ahora los
inicios de nuestra aventura! Todavía salíamos a la calle bien abrigados y de
seguro que fue el frío el que nos metió esta idea en la cabeza aquella mañana
llena de ventiscas. Yo siempre he dicho que el frío es uno de los más
energéticos afrodisiacos que existen. Sí, para mí toda la cosa tiene un
trasfondo de deseo insatisfecho. Max es menos ardiente que yo. A él le gusta
concebir el trato con las mujeres como un deporte necesario para la salud sobre
el que se puede teorizar desde cierta altura, aunque en el fondo se escandaliza
sin atreverse a confesarlo.
—Para hacerlo como se debe es
preciso plantearlo con ingenuidad—me dijo después de que yo le había expuesto
el germen de la idea—; con ingenuidad, pero cinismo al mismo tiempo.
Yo estaba totalmente de acuerdo.
Decidimos entonces repartirnos los ingredientes según nuestro carácter. Él
proveería el cinismo y yo la ingenuidad.
Éste fue nuestro error de base.
El villino
está situado sobre los acantilados y desde él se domina la bahía casi cerrada
de Bellamare. Hay una estrecha y larga escalinata de travertino que baja entre
las rocas hasta la playa. Hay un embarcadero al que está amarrado un pequeño
velero blanco y reluciente que pertenece a la casa. En términos generales la
situación no deja nada que desear. Cuando llegamos aquí creímos que todas estas
cosas construirían un atractivo más que suficiente para quienquiera que
quisiera pasar un verano en nuestra compañía. Mientras nos instalábamos
discutíamos las características que debería reunir nuestra compañera. Max se
inclinaba por una mujer rica, blasée,
culta y de cuarenta años. Yo, por mi parte, pensaba que el ideal sería una demi-mondaine adolescente, tonta y
pobre. Sería más fácil manipularla a nuestro antojo. Finalmente nos pusimos de
acuerdo. Serviría cualquiera que tuviera cuando menos una de las cualidades que
uno u otro pedía. Tal era nuestra estrecha amistad.
Al atardecer fuimos a Bellamare.
Hacía algunos años había sido un pueblo de pescadores sucio y maloliente, pero
con una bonita bahía. Ahora es un ‘‘pueblo de pescadores’’, higiénico,
destartalado en la medida en que la ruina es necesaria al turismo. En cada casa
pintada de rosa, de ocre viejo, de azul, de amarillo, funciona un boîte, un snack bar,
una terraza con orquesta, una cave con jazz.
El Alberghod’Inghilterra,
con sus banderas ondeando sobre la puerta principal, domina desde el punto más
alto de la costa toda la bahía así como las salientes que a su vez van formando
otras bahías a lo largo del litoral. Los pescadores se han convertido en
‘‘botones’’ de los hoteles exclusivos o en meseros de los bares de moda y el
execrable olor a peces y a crustáceos muertos se ha transformado, durante la
mañana en un refrescante olor a Skol,
durante el mediodía en un sabroso olor a ajo. Durante el aperitivo de la tarde
comienza a olerse Joy
con su fragancia de limón sublimado que poco a poco, conforme avanza la noche,
se convierte en ese olor cálido, tenaz, ineluctable, de cuerpo asoleado que
suda mientras baila a los compases de un cha-cha-chá o de ‘Nelblu di-pinto di blu’.
Era
la hora del Joy.
Max y yo nos sentamos en la terraza de un cafecito con sinfonola situado en la
pequeña plaza frente al embarcadero. El desfile interminable de las mujeres que
considerábamos como posibles candidatas a compartirnos fue tan abrumador que
cuando oscureció habíamos perdido toda posibilidad de elección. Eran
demasiadas, tantas que nunca había una que estuviera aislada de las demás. Decidimos
entonces ir a cenar. Era preciso encontrar una mujer que estuviera separada de
sus congéneres para poder apreciarla sin restricciones, sin que la multitud nos
produjera el embarras du choix.
Traté
de convencer a Max de que diéramos una vuelta por la estación del ferrocarril.
Ése era el mejor lugar para reclutar una compañera. El direttissimo no
tardaría en llegar cargado de inglesas, francesas, belgas, suecas, suizas,
alemanas. Podríamos decirles que alquilábamos cuartos o algo por el estilo como
hace toda la gente en este país. Pero Max tenía mucha hambre y se negó.
Fuimos
a un restaurant de negros africanos. Se llamaba Baobab. Yo creo que este nombre, con el
que sólo me había topado en el Petit Prince, nunca
se me olvidará.
Desde
que entramos nos pusimos a mirarla. Estaba sentada sola, en una pequeña mesa
colocada cerca de un estrado de dimensiones mínimas sobre el que un negro
gigantesco, desnudo hasta la cintura, golpeaba rítmicamente unos trozos de
madera produciendo lo que con una gran amplitud de criterio estético pudiera
calificarse de música de percusión. Era el dueño del Baobab y no bien nos hubimos sentado se
apresuró a dar por terminada su presentación para dirigirse a nosotros. El menú
era hablado y consistía en el proferimiento de una larga lista de inmundicias
de tierra, mar y cielo, sazonadas con otras tantas excrecencias eméticas. No
nos entusiasmaban las viandas. El elefantiásico maître d’hotel
no se desanimó, sin embargo. Sonrió mostrando una larguísima hilera de dientes
limados en punta, como
las fauces de un tiburón. Su índice curvado hacia atrás y sonrosado por debajo
señaló en dirección de la mujer que estaba sentada en el otro extremo. Hizo
también un guiño que delataba su manifiesta condición de alcahuete cuando dijo:
—¿Mujer de Tchomba gustar a
señores?
La visión de sus dientes afilados
ponía un acento totalmente equívoco a esa pregunta: ¿Estábamos acaso entre
caníbales?
—¿Para comerla? —le preguntó a
su vez Max.
—No; mujer de Tchomba para
acompañar.
—¿Sirve de pan?
—Para acompañar comida, para
acompañar playa, para acompañar dormir… —dijo el negro juntando las manos y
ladeando la cabeza con los ojos cerrados.
En lo que había durado este
diálogo yo me había puesto a analizar a la mujer de Tchomba. A grandes rasgos
parecía reunir los requisitos indispensables para mí. Era una adolescente de
ojos verdes y pelo rubio muy corto. Su traje no era el último grito de la moda
veraniega aunque era elegante, lo que seguramente indicaba que tenía poco
dinero. Además era la mujer de un caníbal; eso quería decir que no discriminaba
mucho sus relaciones. Definitivamente me gustó.
—Dile que si quiere cenar con
nosotros —le dije al negro, pero luego me turbé porque Max me dio una patada en
la pierna por debajo de la mesa.
Comprendí que había hecho mal,
pero no hubo tiempo de reparar el daño. Lotario se volvió hacia su mujer y le
tronó los dedos señalándonos con un meneo de cabeza. Ella se puso
inmediatamente de pie y vino hacia nosotros. Era pequeña y sonreía todo el tiempo.
Su rostro delataba una sumisión afectuosa, no sólo al negro, sino a todos los
hombres que la hubieran querido saborear como parte del menú. Tchomba se
apresuró a acercarle una silla y su mujer se sentó, siempre sonriente, animada
de una alegría frágil y humilde.
—Tal vez tu mujer pueda
aconsejarnos lo que debemos ordenar —le dijo Max al negro, y sin volverse a
mirarla siquiera se dirigió a Tchomba—: ¿cómo se llama?
—Mi verdadero nombre es Elise,
pero este verano quiero llamarme Narda —contestó ella; luego agregó—: como la
novia de Mandrake el Mago.
Esto me olió mal. Las mujeres que
cambian de nombre según las estaciones son seres que se creen refinados,
esclavos de la banalidad que han leído a Mme. Sagan y nada más, pero el
pseudónimo no estaba mal. Me gustaba; era un nombre diáfano y firme a la vez.
—Narda… —dije para mí.
—¿Te gusta mi nombre? ¿Narda?
—dijo mirándome sonriente.
El tuteo había venido demasiado
pronto.
—Sí —le dije—, no parece un
nombre de platillo como Elise.
—En Suiza casi todas las muchachas
se llaman Elise, como en Alemania… o también Heidi.
—Sería el colmo que la mujer de
un caníbal se llamara Heidi —dijo Max displicentemente.
—Oh —dijo Narda—, yo no soy su
mujer. Fui su mujer el verano pasado, pero este año ya no me gustan los negros.
Se civilizan demasiado pronto; por eso ahora todavía me considera como su
mujer, porque ya se civilizó —Y volviéndose al negro con una sonrisa maliciosa,
pero llena de afecto, le preguntó—: ¿Verdad que ya te civilizaste, mi tigre del
Kilimanjaro?
El negro sonrió estúpidamente,
mostrando sus dientes puntiagudos, sin entender claramente el sentido de la
pregunta.
Esta muchacha había leído a
Hemingway, lo que me tranquilizaba después de mis suposiciones acerca de Mme.
Sagan.
—Cambiar nombre… cambiar hombre…
—dijo Tchomba repitiendo el gesto que significaba ‘‘dormir’’ y mostrando su
dentadura, inofensiva de tan terrible, en una sonrisa bonachona que le cruzaba
la cara de oreja a oreja.
—Yo quiero un filete de boa y
vino de kola —dijo finalmente Narda poniéndose seria. Max y yo ordenamos lo
mismo y Tchomba se retiró.
Cuando terminamos de comer, el
vino de kola se nos había subido a la cabeza. Narda era una mujer perfecta y
habíamos concluido un pacto con ella. Todavía bebimos un último sorbo de kola
en unas copas hechas con cráneos humanos para brindar por el éxito de nuestro
veraneo. Para el regocijo de Max habíamos descubierto también que Narda
pertenecía a una riquísima familia de relojeros y que estudiaba filología en el
Politécnico de Zúrich.
Decidimos ir a bailar para celebrarlo y en el
camino Max y yo nos planteábamos ya los primeros principios de nuestro angst. ¿Acaso se suscitaría una
rivalidad entre nosotros? ¿Daría Narda de sí para satisfacernos a ambos sin
dejar nada que desear a ninguno de los dos? Habría que ponerla a prueba durante
el baile. Era preciso que sus reacciones fueran idénticas con ambos. Cuando
llegáramos a la casa —pensamos— nos sentaríamos los tres en torno a la mesa a
fumar el último cigarrillo antes de acostarnos mientras hacíamos el cotejo de
nuestras experiencias y mientras decidíamos en qué cama dormiría Narda, pues a
todo esto era preciso que quienes lo decidiéramos fuéramos nosotros, Max y yo,
pero, ¿cómo?
En la boîte, que
representaba el interior de un ‘‘jacal’’ mexicano, las parejas practicaban un
erotismo tácito a los compases entrecortados y soñolientos de un blues
que una negra muy gorda producía en un piano vertical pintado de color de rosa
fuerte. A estas horas el olor de Joy se mezclaba con el humo de tabaco,
con el de gin, quizá con el de mariguana. Se guardaba silencio y los
cuerpos no producían más que un sonido pegajoso de alpargatas, de sandalias de
playa que rozaban pesadamente el piso, de carne que no se frota de tan
cercana. Las mujeres se abandonaban a esa lujuria lenta, callada, que no tiene
más manifestación que una respiración agitada, pero apenas perceptible, una
respiración que las hace mostrar los dientes, no sé por qué. Mrs. Topbrick—tal era el nombre de la negra que tocaba el
piano y el nombre también de aquel antro— bebía, durante las pausas de su
ejecución, pequeños sorbos de un enorme tarro lleno de vino de Marsala y en la
penumbra impregnada de jadeos y de caricias, profería de vez en cuando, hablando
casi, con una voz ronca y quebradiza, como temiendo romper el manoseo slow-motion que construía la atmósfera
de aquella diminuta y abigarrada catedral de la entrepierna, el refrán de su
canción:…
You can take me,
baby; put me on your big brass bed
Eagle Rock me, baby,
till my face turns cherry red…
Era el relajamiento absoluto de
las costumbres; por eso se estaba tan bien allí y Narda se convirtió de pronto,
al contacto de aquella realidad llena de penumbra y de sensualidad, cálida,
suave y dulce como el Marsala de Mrs. Topbrick, en un ser que reflejaba todo el
esplendor de la noche.
Max comenzaba a aceptarla.
Mientras bailábamos abrazados estrechamente, acariciándonos la espalda con esa
avidez minuciosa, perezosa, al ritmo del blues,
sus ojos grises nos seguían en un close-up
en el que sólo el rostro de Narda estaba en foco y yo no era más que un borrón
en medio de la bruma íntima. Pero yo la veía en un close-up muchísimo más violento; hubiera podido contar las células
de su piel, células tibias que se reproducían vertiginosamente en esa mínima y
tersa primavera de su rostro, ajeno siempre, lejano y sonriente de todo.
Luego Max bailó
con ella. Yo los veía deslizarse torpemente sobre la pequeña pista de baile,
chocando contra las otras parejas, tambaleándose a veces cuando perdían el
ritmo. Pero no los veía en close-up. Era más bien un plan america in enfocado
a la altura de sus cinturas. Max se insinuaba con maladresse, como todos
los de su raza, gente sin ritmo, o con un ritmo propio que nunca está de moda.
Narda se abandonaba a esta caricia impersonal con amor. ¿Amábamos ya a esa
mujer diminuta y frágil?
Una rubia rápida,
elegante y esbelta, pero ineficaz como un cohete de la NASA cayó de espaldas
sobre la mesa. De seguro que no se había hecho daño y que sólo se trataba de un
elaborado paso de baile porque su compañero, un inglés de pelo alborotado, se
inclinó sobre ella que yacía entre nuestros vasos y ceniceros volcados.
—I say, a bit jerky, isn’t it, my dear? —dijo y le dio un beso
fogosísimo en el ojo izquierdo, luego, supino como estaba, se dirigió a mí—: Sorry, old chap; have some more on me.
Tomó a la rubia de
los hombros y la incorporó para seguir bailando.
Este incidente me
distrajo y perdí de vista a nuestra amante y a mi amigo. Pedí otra tanda de copas
y entonces llegó Max a sentarse a la mesa. Estaba agotado de bailar. Le
pregunté que dónde estaba Narda y me contestó que había ido al ‘‘ladies’’. En
ese momento volví la mirada hacia el piano color de rosa.
—Mira —le dije a Max señalando
hacia el piano. La silueta de Tchomba se erguía majestuosa. Acodado sobre la
cubierta del piano coreaba con movimientos rítmicos de sus hombros los compases
del blues de Mrs. Topbrick.
— ¿Por qué tarda tanto? —preguntó
Max.
—Así son las mujeres —le
contesté.
En ese momento nuestra mujer
apareció por una puerta que estaba decorada con una enorme reproducción de la Danza de la Tierra de Diego Rivera (el
de los hombres era reconocible por el retrato de cuerpo entero de Emiliano
Zapata con su fusil en ristre). Cuando Narda pasó frente al piano para venir
hacia la mesa Tchomba la tomó bruscamente del brazo y la atrajo hacia él. Ella
no hizo ningún movimiento de resistencia, pero durante un instante volvió la
vista hacia nosotros sin encontrarnos. El negro le dijo algo al oído, sonrió
imbécilmente como era su costumbre y la soltó. Narda entonces prosiguió hacia
la mesa.
—Tchomba quiere que me vaya con
él —dijo en cuento se sentó—, ahora están de moda las reivindicaciones. Tal vez
lo que quiere es dinero.
—No tenemos mucho dinero —dijo
Max.
— ¿Cuánto quiere? —le pregunté a
Narda.
—No sé lo que valgo —me
contestó—, pero lo que sea, yo se lo daré. Me temo que se ha enamorado de mí el
pobre estúpido. Ahora quiere capitalizar sus sentimientos.
—Ahora eres nuestra, ¿verdad? —le
dije.
—No; no soy de ustedes: ustedes
son míos.
—Para el caso es lo mismo.
—No —dijo Narda—; es enteramente
diferente.
Tchomba nos miraba fijamente
desde el piano. Suponía seguramente que hablábamos de él y sus labios se
arqueaban, de vez en cuando, en una especie de sonrisa, mostrando sus fauces de
caníbal en nuestra dirección. Luego comenzó a golpear la cubierta del piano.
Decididamente tenía la manía de la música de percusión. Ya sólo bailaban el
inglés y la rubia y nosotros bebíamos en silencio. Le puse a Narda una mano
sobre el muslo y se lo acaricié durante un buen rato. Las mujeres que han
tomado el sol conservan el calor durante mucho tiempo y su piel se vuelve
inquietantemente tersa. Mientras yo llegaba a estas conclusiones, Max la besaba
en el cuello y en la nuca.
—Son unos niños tontos… son unos
niños muy tontos…—decía con su lánguida voz de puta amateur—. No sé por quién
decidirme esta noche.
—Que el azar decida —le dije.
Sólo un borracho puede ser tan
vulgar, pensé luego para mí.
—Dormirás conmigo —dijo Max.
Esta manera tan directa de
plantear la cuestión me ofendió, pero Max estaba tan borracho como yo. Por eso
lo perdoné.
—Decídanlo al marienbrad —dijo Narda sonriendo con una
sonrisa llena de gin.
—Eso quiere decir que dormirás
conmigo —le dije.
La borrachera me producía una
inefable confianza en mí mismo. Narda lanzó una carcajada estentórea. El negro,
desde donde estaba, se turbó un instante y dejó de golpear el piano volviendo
la mirada hacia nosotros.
— ¿Acaso nunca pierdes? —me
preguntó mientras comenzaba a disponer las cerillas sobre la mesa en el orden
necesario: 7…5…3…1…
—Puedo perder —le contesté—, pero
siempre gano.
— ¿Quién empieza —dijo ella
volviéndose hacia Max.
Tal vez supiera suficiente lógica
matemática o lo que fuera como para poder prever el resultado final de la
partida en función de cómo y quién empezaba. Su pregunta me dolió. Era una
pregunta maliciosa que delataba, involuntariamente quizá, una preferencia. Max
alargó la mano hacia las cerillas y retiró tres de la hilera superior. Yo
entonces retiré las tres de la tercera hilera. Narda juntó entonces las manos
sobre sus labios como tratando de concentrarse en el desenlace. Max titubeaba.
Ya había alargado la mano para retirar otras dos cerillas de la hilera
superior, pero se arrepintió y dirigió sus dedos hacia la última hilera: la de
la cerilla solitaria. Estaba a punto de tomarla.
— ¡Oh! —exclamó Narda separando
violentamente las manos.
Max retiró rápidamente las manos
para recapacitar, luego la volvió a alargar. Estaba ya muy cerca de la segunda
hilera de cerillas y seguramente iba a retirar las cinco que la componían
cuando de pronto, sin darnos cuenta de cómo habían ocurrido las cosas, la rubia
y el inglés volvieron a caer sobre la mesa atrapando con sus cuerpos la mano de
Max y trastocando con su peso la posición del marienbad.
—I am sorry! —dijo el inglés tratando con dificultad de poner en pie
a su sputnik—: Do have some on me!—exclamó volviéndose a nosotros una vez que
había conseguido poner en pie a la rubia e inmediatamente llamó al mesero y le
ordenó un recambio de copas. Éstas llegaron en poco tiempo y seguimos bebiendo
en silencio hasta que nos avisaron que iban a cerrar el lugar.
Cuando salimos de allí estaba
amaneciendo. Las gaviotas revoloteaban en torno a los mástiles de los yates
anclados frente a la plaza produciendo un graznido molesto, un aleteo
irritante. Max y yo estábamos perdidamente borrachos. Narda nos miraba
compasiva y sonreía ante nuestra desventura. Esto es, creo, lo último que
recuerdo de aquella noche: sus grandes ojos verdes y su pelo rubio agitado en
la brisa marina del alba. Nos tendimos a dormir sobre unos cordajes en el
muelle para dejar que ella durmiera en el coche.
No supe nunca si el rostro de
Tchomba, intuido, visto de alguna manera imprecisa en aquel amanecer gris, fue
un sueño o si anduvo rondando corpóreamente por el embarcadero.
El día siguiente lo pasamos en la playa,
tendidos cerca de nuestro embarcadero. Una quietud magnífica de mar y cielo
contribuía a nuestro restablecimiento, además de un cubo con botellas de
cerveza helada, después de la parranda de la noche anterior. Sólo Narda se
agitaba en torno a nosotros, saltando en la arena, bailoteando entre la espuma
de las ola que se rompían suavemente. A veces se acercaba y riéndose burlonamente
adoptaba actitudes insinuantes, haciendo caer los tirantes de su traje de baño
por los brazos dorados por el sol o arqueando la cintura como hacen las del strip-tease. Nosotros no le hacíamos
caso porque estábamos muy cansados. Yo estaba leyendo el Times Literary Supplement. Max estaba simplemente tendido sobre la
arena, viendo pasar las nubes como el extranjero, pero en una ocasión Narda se
acercó demasiado a Max y éste la cogió por un tobillo y la jaló con tanta
fuerza que la hizo caer junto a él sobre la arena. Max, no sin cierta
displicencia, la retuvo en sus brazos y la besó en la boca. Dejé de lado el
periódico y les tomé una fotografía, justo mientras se estaban besando.
—Vamos a dar una vuelta en el
velero —dijo Narda cuando sus bocas se separaron.
— ¡Me parece una gran idea!
—exclamé.
Los dos se
volvieron hacia mí sorprendidos.
—…Ya comprendo —agregué luego—,
supongo que he metido la pata.
—Siempre te equivocas —me dijo
Max con esa suficiencia kantiana que era tan suya.
—Tú te quedas aquí tomando fotos.
Estoy segura de que eres un gran fotógrafo… —dijo Narda sonriendo coquetamente.
A través del visor de la cámara
vi cómo se dirigían al velero. Narda saltó a bordo mientras Max desamarraba la
barca, luego subió en ella e izó la vela. Tomé otra fotografía del velero que
se alejaba. Narda iba de pie sobre la quilla y la brisa le alborotaba la
cabellera rubia. Parecía el mascarón dorado de un barco antiguo.
Cuando el velero se perdió de
vista me puse a tomar más fotos, pero en un momento dado eché un vistazo a mi
alrededor y encontré a mi espalda, a
unos pasos de donde yo estaba, la figura gigantesca y negra de Tchomba. Me
miraba sonriente como siempre, mostrando sus fauces de tiburón. Hizo una
pequeña reverencia agitando por encima de su cabeza un enorme sobrero de paja
destejido en las alas. No le devolví el salido, pero señalándole las botellas
de cerveza lo invité a que se acercara.
— ¿Señores satisfechos con
platillo especial del príncipe Tchomba?
— ¿Qué pasa? ¿Has venido por
dinero? —le pregunté pensando en lo que Narda nos había dicho la noche
anterior.
—Todavía no es momento. Príncipe
Tchomba ofrece todavía extenso surtido de mercancía exótica.
— ¿Vienes a ofrecernos una negra?
—Tubab es joven ingenuo. Príncipe
Tchomba ofrece paraíso chiquito, yerbita mágica para ver mujeres hermosas en la
soledad, mujeres hermosas como Elise…
— ¿Opio? —le pregunté.
—Mariguana —Me respondió
mostrándome sus imprescindibles dientes de aserradero.
—No me interesa —le dije—, ¿por
qué no mejor me consigues un cartón de Camels?
Tchomba lanzó una carcajada de
caníbal.
—Tubab se burla de Tchomba —dijo
riéndose todavía—, pero Tchomba ofrece mucha mercancía interesante… carne seca
de tubab condimentada con salsa de hashish… ver película del plomero… ver
curandero de tribu de Tchomba practicar cirugía ceremonial sobre muchacha
negra… extenso surtido de capotes anglaises
importadas del Oriente lejano… olisbos japoneses… extenso surtido en la
trastienda de Tchomba… edición secreta poemas eróticos de Mao TseTung, ejemplar
numerado… latitas de glándula de tubab para condimentar guisos… mejor que
trufas… píldoras anticonceptivas de Puerto Rico para la novia del tubab, un
bonito regalo… souvenirs de
Auschwitz, portafolio de piel de tubab con tatuaje de Viviane Romance desnuda…
chalecos para el tubab hechos en Burlington Arcade con tela de pelo humano…
mejor que vicuña… fotografías auténticas de la conferencia de prensa de Marilyn
en Mexico City… manuscrito autografiado de Ezra Pound… extenso surtido… wide selection… grande assortimento… grande
variété…
Parecía que estaba recitando uno
de esos extraños encantamientos hipnóticos que se escuchan en las películas de
Tarzán (serie Weismüller). Todo en él recordaba TraderHorn. Tomó luego entre sus dedos curvos mi cámara
fotográfica.
—Hasselblad… —dijo pensativo
observando cuidadosamente el lente—. Tchomba tiene extenso surtido semidiós
sueco; sólo ocho veces cien dólares en billetes con visor deportivo y juego
completo de filtros Wratten. ¿Tubab ha hecho imagen de Elise con Hasselblad?
—Un par de veces —le respondí—,
pero no son muy buenas.
—Tal vez tubab y príncipe Tchomba
puedan hacer transacción.
—No me interesa tu mercancía.
—¿El tubab quiere dólares, libras
esterlinas, rublos, piastras, marcos federales, francos suizos… o primera
edición Poulet-Malassis de Fleurs du Mal
de Verlaine…?
Su cultura literaria tenía
ciertas lagunas.
—Vamos al grano— le dije
interrumpiéndolo.
—Príncipe Tchomba interesa
obtener urgentemente fotografía de Elise totalmente desnuda con partes
religiosas del cuerpo bien visibles.
— ¿Le vas a hacer ‘‘yu-yu’’?
—El tubab se burla.
—Lamento no poder complacerte.
—Príncipe Tchomba sólo desea
imagen de Elise como recuerdo, como souvenir
de época feliz…
— ¿Por qué desnuda entonces?, ¿y
porque tanta urgencia?
— ¿Tubab nunca ha estado
enamorado?, ¿no?
Esta razón me pareció bastante convincente.
—Está bien —le dije—. Trataré de
tomar la foto, pero me darás el autógrafo de Ezra Pound por ella. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, tubab —dijo Tchomba
mirando pensativo hacia el horizonte surcado de pequeños veleros.
Luego se puso de pie y sacudió al
viento los faldones de su cotón color de rosa. Se descubrió nuevamente para
hacer la reverencia y se alejó lentamente por la playa. También a él le timé
una foto mientras se alejaba.
Era ya demasiado tarde para
almorzar cuando regresaron Max y Narda. El velero atracó de pronto sin que yo
casi me diera cuenta, sin que hubiera surgido lentamente en el horizonte como
se supone que deben hacerlo todos los barcos. No, súbitamente oí sus risas y la
barca ya estaba amarrada. Caminaban cogidos de la mano y al dirigirse lejos me
hicieron un saludo agitando los brazos. Hacía mucho calor y seguramente estaban
muy fatigados de navegar. Dormirían una larga siesta. Pensé para mí, sin
embargo, no sé por qué, que tal vez esa noche Narda sería mía.
Fui a Bellamare y me quedé allí
hasta que se hizo de noche. Miraba los yates que regresaban a atracar en el
muelle de la plaza. Vi cómo poco a poco se iban encendiendo las luces de neón,
cómo se iba organizando la música en el corazón automático de las sinfonolas,
cómo empezaba a surgir del interior abovedado de los pequeños restaurantes, de
las terrazas de los bares; cómo se iba elevando el olor del perfume de la noche
hasta que en la bahía el mar y la tierra se fundían sin saber cuál era cuál en
su negrura cruzada sólo por la línea curva de las luces del balneario.
Cuando llegué a la casa Max
estaba sirviendo unas copas y Narda se estaba duchando en el cuarto de baño con
la puerta abierta. Su desnudez era implacable, surcada de aquella lluvia
humeante que resbalaba a lo largo de su cuerpo tostado por el sol como por una
duna de oro. Max me alargó una copa sonriente. Se había establecido entre él y
Narda una inteligencia a la cual de momento yo era todavía ajeno, pero cuya
verdadera naturaleza no se me escapaba. Había que respetar nuestro pacto. Si
hubiera sido de día hubiera podido tomar la fotografía, pero en ese momento no
tenía bombillas para el flash. Yo
hubiera querido no mirarla. Cuando menos no tan fijamente porque me parecía que
era primitivo, que la contemplación de un cuerpo de mujer debe tomarse en
pequeñas dosis para no malgastarlo, que una mujer desnuda no debe ser una
costumbre sino un acontecimiento. Narda tarareaba Ladies of Spain y agitaba el cuerpo en una parodia de danza
española. Salió de la regadera y se envolvió en una toalla. Cantando con mayor
entusiasmo todavía que antes vino bailando hasta donde estábamos. Yo le di la
espalda y apuré nerviosamente mi copa fijando la mirada en el océano, quieto y
negro, que estaba más allá de la ventana, pero de pronto sus brazos me ciñeron
por los hombros y sentí sus labios, tarareando todavía muy lentamente Ladies of Spain, moverse cálidos, húmedos
sobre mi nuca.
— ¿Tu sabes lo que es un
sicofante? —me preguntó entonces adoptando un tono serio.
El aliento sibilante y tenue que
producía la última palabra de su pregunta me hizo estremecer.
— ¿Un sicofante? Un sicofante…
pues…
—Un sicofante es un sifón de
ducha —dijo Max sentenciosamente.
—No importa —dijo Narda—. Tengo
ganas de bailar. Que Max ponga un disco para que tú y yo bailemos.
Me volví hacia ella. La toalla
había caído a nuestros pies. La abracé por la cintura.
—¿Así? —le pregunté al oído. —Sí;
así.
Se abrazó a mí y apoyó la cabeza
sobre mi hombro. Sentía la humedad de su cabellera impregnándome, filtrándose a
través de la camisa hasta tocar mi piel. La besé y comenzamos a bailar. Max
apagó las luces y se tiró sobre el sofá. Al poco rato se había quedado dormido.
Cuando menos así parecía en la oscuridad. Bailando y bailando llegamos hasta la
recámara, pero no nos tendimos en la cama sino que seguimos bailando hasta que
se acabó el disco.
Hacía calor. El alba nos despertó desnudos,
abrazados el uno al otro. La luz gris se filtraba por la celosía de las
venecianas. Afuera, sobre el mar y la costa, los primeros rayos de sol
comenzaban a dispersar la bruma que como un enorme gato se revolvía sobre sí
misma. No se rompía el silencio sino con el tumbo acompasado de las olas que
venía desde lejos.
— ¿Sabes qué…? —me dijo.
— ¿Qué?
—Tchomba… nos estuvo mirando…
— ¿Cuándo?
—Esta noche
— ¿Cómo sabes?
—Lo vi detrás de la ventana.
— ¿Por qué no me dijiste?
— ¿Para qué?
— ¿Te gusta que nos haya estado
mirando?
—Sí.
— ¿Por qué?
—Porque sí.
— ¿Estás segura de que era él?
—Eran unos ojos y unos dientes
como los de él.
— ¿Te gustaba mucho… el año
pasado?
—A veces me gustaba.
— ¿Quién te gusta más, él o Max y
yo?
—Él y yo éramos algo distinto. Me
gustaba mucho porque era capaz de comerse un conejo vivo, destrozándolo poco a
poco, matándolo a mordiscos y porque me llevaba a pasear por la costa en su
Rolls tapizado de terciopelo rojo. Me ofrecía dinero a veces…
— ¿Tú lo aceptabas?
—Sí, a veces… para darle gusto.
— ¿Por qué viene a mirarnos?
—Tal vez para prepararse.
— ¿Prepararse para qué?
—No sé; es un tipo raro. Le
gustan ciertas cosas que yo no conozco ni comprendo.
—Te dejas llevar por la
imaginación.
—No; yo lo conozco mejor que tú.
—¿De veras tiene un Rolls?
—Ahora ya no. Lo tenía el año
pasado para mí. Era negro con los asientos tapizados de terciopelo rojo y tenía
placas de Montecarlo. Cuando me fui me dijo que lo iba a vender y así lo hizo.
— ¿Y ahora que has vuelto qué te
ha dicho?
—Quiere que vuelva con él. Me ha
ofrecido comprar nuevamente un Rolls.
— ¿De dónde saca tanto dinero?
—A veces tiene mucho y otras
veces no tiene nada —me dijo y saltó fuera de la cama—. Tengo hambre —agregó
envolviéndose en un cobertor.
Salió del cuarto. Yo me quedé en la cama pensando
en lo que me había contado. No me creí lo del Rolls con asientos de terciopelo
rojo. De vez en cuando la oía tararear por la casa, pero en todo el día no la
volví a ver. Cuando salí de la cama era más de mediodía. Max también había
salido. Eché un vistazo a la playa desde la terraza. Allí estaba el velero,
pero no pude ver a Max o a Narda. Me dirigí a la playa y estuve al sol la mayor
parte del día. Luego fui a Bellamare a comprar bombillas para el flash.
Cuando volví a casa por la tarde
Narda había regresado, pero Max no estaba con ella. Era parte de nuestro trato
no pedir cuentas a nadie. Traté de besarla, pero no se dejó. Le pedí perdón y
empezó a llorar. Le supliqué nuevamente que me perdonara tomándole la mano,
pero entonces se fue a la recámara y se encerró con llave. Desde el pasillo le
estuve hablando durante algunos minutos, pero sólo oía sus sollozos a través de
la puerta. Al cabo de un rato me aburrí. Además Max acababa de volver.
— ¿Qué ha sucedido? —le pregunté.
—Nada. ¿Por qué? —me contestó
evasivamente mientras se servía una copa—, ¿quieres un martini?
En realidad no me importaba lo
que había sucedido, con tal de que nuestro pacto con Narda no se rompiera. Tomé
la copa que me tendía. Max alzó la suya.
—Brindo por nuestra amistad —dijo
en tono wagneriano.
—Sí —dije yo—, está bueno… por
nuestra amistad.
Luego puso unos discos. Estaba
cayendo el día. Me senté frente a la ventana que daba al mar. ¡Qué bien se
estaba allí, a esa hora, con esa música, con una copa en la mano, sin pensar en
nada más que en lo bien que se estaba allí! Los sollozos de Narda habían
cesado. Crujió la cerradura de su puerta y luego se abrió. Narda vino caminando
muy despacio hasta donde yo estaba y se apoyó en el respaldo de mi sillón. Ni
Max ni yo la saludamos o hicimos como si nos hubiéramos percatado de su
presencia, sin embargo, Narda había florecido en ese momento junto a nosotros
como esas flores que sólo se abren al anochecer: sin que nos diéramos cuenta de
ello.
— ¿Por qué no bailamos un poco?
—dijo al cabo de un rato.
—Se está muy bien así, sin bailar
—le contesté. Se volvió entonces hacia Max.
—Quiero bailar contigo, Max.
Max se puso de pie y la tomó en
sus brazos con poco entusiasmo. Se movían apenas y yo los miraba reflejados en
el vidrio de la ventana. Era ya de noche. El mar se había fundido con la tierra
en una línea curva de luces a lo lejos. Estuvimos así mucho rato. De vez en
cuando alguno de los tres volvía a llenar las copas, pero sólo Narda y Max
bailaban. Dejaron de bailar cuando decidimos comer unos sándwiches. Comimos en
silencio. Hacía mucho calor y el alcohol había comenzado a surtir efecto.
—Vamos a desnudarnos —dijo
Narda—, iremos a bañarnos a la playa.
Me puse de pie y me dirigí
rápidamente a la recámara. En un instante armé la cámara con el flash y volví a la sala.
— ¡Qué bien la estamos pasando!
—dije—. Hay que guardar un recuerdo de esta noche. Tomaré unas fotos.
Volví a llenar las copas y puse
un disco de música tropical.
—…Luego iremos a bañarnos al mar,
bajo la luz de la luna—agregué.
Yo sabía perfectamente que no
había luna, pero había que decir algo por el estilo.
— ¿Por qué no bailas, Narda? —Le dije tomándola de los hombros.
—Sí —dijo entusiasmada—, ¿quieren
que baile para ustedes?
A Max decididamente no le
interesaba esta exhibición
— ¡Claro! —dije yo—. ¡Una danza
exótica!
Narda comenzó a contonearse. Se
había vuelto fluida de pronto y de todo su cuerpo comenzó a emanar una
sensualidad rítmica, esbozada apenas en ese momento, pero que a cada instante
se iba definiendo y precisando con mayor fuerza.
—Apaga la luz—me dijo mientras
que con un movimiento violento de sus piernas lanzó sus zapatos a un rincón de
la sala.
Corrí hacia el apagador y en la
penumbra dispuse la profundidad de foco al tacto. Luego volví al sillón y me
parapeté en el respaldo, de espaldas a la ventana. No se veía más que su
silueta. Su vestido de playa cayó al suelo en medio de la danza y su cuerpo,
indefinido pero real, se arqueaba y se mecía, desplazándose apenas, a los
compases de aquellos tambores salvajes.
Dejé pasar mucho rato para darle
confianza y para poder verla bailar. Max bebía y fumaba plácidamente. La cámara
pendía de mi cuello apuntando ineluctablemente, como un arma mortal, en
dirección de Narda que aturdida de su propio movimiento se había olvidado de
ese ojo implacable que, como el de Tchomba, le acechaba en la oscuridad.
En el momento deseado no tendría
más que oprimir el disparador y entonces se produciría el fogonazo cegador.
Vacié mi copa para darme ánimos. Después me puse a esperar una buena pose.
Debió ser muy tarde ya porque sólo quedaban
unos cuantos lugares abiertos en Bellamare. Los cafés y los bares situados
frente al muelle habían cerrado y la plaza estaba desierta. Fuimos a pie hasta
Bellamare porque Narda se había llevado el coche en su huida. Durante la
caminata yo había estado especulando acerca de las consecuencias de mi acción.
En realidad estaba perplejo pues el fogonazo del flash no había tenido sino un resultado incomprensible. La vida se
había quedado congelada en aquella fotografía tomada con todas las agravantes.
Narda se había quedado tan quieta ante ese violento orgasmo de luz que yo había
producido que era como si se hubiera muerto en esa actitud. Cuando llegamos a
la plaza estábamos fatigados. Max guardaba un silencio tenaz, animoso, contra
mí. Recorrí con la vista, hasta donde pude, todos los resquicios de la plaza y
las callejuelas que en ella desembocaban tratando de descubrir el coche,
indicio de la presencia de ella. Ese pueblo desconocido, con sus calles
accidentadas y tortuosas, nos traicionaba en nuestra búsqueda. Anduvimos mucho
rato guiados por el fulgor lejano de los letreros de neón cuando los
descubríamos en la distancia o cuando los intuíamos más allá de la vuelta de una
esquina. De vez en cuando me lamentaba con Max. Pero me lamentaba más conmigo
mismo y esto me irritaba. Me dolía tener que arrepentirme de lo que había
hecho. Después de todo ¿no éramos nosotros gente civilizada? ¿Qué misterio
encerraba la huida de Narda ante aquella luz intensísima? Su reputación estaba
a salvo, cuando menos en la medida en que su reputación era una cosa
perfectamente definida. Yo no había atentado contra el pudor o contra las
costumbres. No; sin quererlo tal vez había yo develado un arcano, una esencia
turbadora, una vergüenza inquietante. Haciéndome todas esas reflexiones
llegamos al Tobrick’s. Nuestro coche
estaba parado frente a la puerta por la que escapaba todavía un bullicio
nervioso de música y de baile. Entramos. Narda estaba bailando, abandonada en
los brazos del inglés de la cabellera rebelde que había tirado nuestras copas
la noche en que habíamos conocido a Narda. Ella nos vio cuando entramos, pero
no nos hizo ningún caso. Max estaba muy deprimido y nos fuimos al bar. Durante mucho
tiempo la estuvimos viendo bailar con el inglés. Varias veces cayeron juntos
sobre las mesas de los demás, volcando las copas y los ceniceros. Cuando por
accidente sus ojos se encontraban con los nuestros, su mirada nos traspasaba,
pasaba por nosotros como si no existiéramos, aniquilando nuestra presencia con
su frialdad, diluyendo nuestra existencia con su desprecio.
—Bueno —dijo Max—, yo creo que
aquí no hay nada que hacer.
—Espera, espera, —le dije
nerviosamente.
Yo no quería irme. Presentía la
inminencia de acontecimientos importantes. En un momento en que la música cesó,
Narda vino hacia nosotros. Sin decir una sola palabra y mirándonos apenas,
arrojó las llaves del coche sobre el mostrador del bar. Luego se fue otra vez
con el inglés.
Al poco rato llegó Tchomba. De
inmediato se puso a tamborilear sobre la cubierta del piano. De cuando en
cuando me dirigía una sonrisa de inteligencia. Él y yo teníamos ahora algo en
común. Max no lo tomaba en cuenta. Pero yo, por mi parte, cada vez que volvía
los ojos hacia mí, sentía que nos ligaba una complicidad. Al cabo de un rato
vino hacia donde estábamos. Max le dio la espalda. ¿Por qué le demostraba tanta
aversión? Habíamos decidido no pedir cuentas a nadie y sin embargo yo me
preguntaba qué era lo que Narda había podido decirle a Max acerca del negro
para que actuara ahora así con él.
—Buenas noches, tubab —me dijo y
sin esperar más agregó—: ¿tienes mi encargo?
—No —le contesté—; Narda nos ha
dejado. Nuestro trato queda sin efecto.
—Tubab se burla, como siempre, de
príncipe Tchomba.
— ¿Te gustó el show de la otra
noche?
Tchomba sonrió.
— ¿Cuál show? Dijo al fin dándome la espalda.
Narda seguía bailando. En un
momento dado ella y el inglés se detuvieron para besarse en la boca, en mitad
de la pista. La música cesó mientras se estaban besando porque ya sólo ellos
bailaban. Cuando se produjo ese silencio Tchomba se volvió para verlos. La
visión de Narda besándose con aquel hombre desdibujó por un momento la
inseparable sonrisa. A mí me produjo una emoción violenta.
—Es preciso que Tchomba tenga
foto de Elise lo más pronto —me dijo.
—La tendrás —le contesté,
acicateado en mi orgullo herido por aquel beso—. Estaré por la plaza a las seis
de la tarde.
Echó una última mirada a Narda
que se disponía a marcharse con el inglés y luego se fue. Pocos minutos después
Narda pasó ante nosotros del brazo de su compañero, pero no nos miró siquiera.
Cumplí con mi parte del trato. Al
día siguiente hice entrega a Tchomba del rollo sin revelar. Estaba igual de
sonriente que siempre. Me entregó un sobre cerrado y se fue corriendo después
de darme una palmada afectuosa en el hombro. Me senté en la terraza de un café
y abrí el sobre. Contenía un papel artificiosamente manchado
con té y desgarrado adrede de las orillas sobre el que estaba escrito, con
tinta azul, lo siguiente:
A POEM BY
MR. EZRA POUND.
Cannon to right of
them,
Cannon to left of
them,
Cannon behind them
Volley’d and
thunder’d;
Storm’d at with shot
and shell,
While horse and hero
fell,
They that had fought
so well
Came thro, the jaws
of Death,
&…
Y un poco más abajo decía:
Here written by his
own hand. Venice, December 5th, 1959.
Sentí vergüenza de que me
hubieran estafado par dessus le marché.
Comprendí que nunca volvería a ver a Narda.
Y sin embargo Max y yo abrigábamos la
esperanza de que Narda volvería. Pasaron muchos días y al atardecer siempre
estábamos en la casa porque pensábamos que si volvía, volvería al caer la
noche. Cuando el sol se ponía y Narda no llegaba bebíamos y especulábamos
acerca de ella y de su posible retorno al día siguiente. ¿La amábamos? Quién
sabe. Agotada la esperanza cotidiana nos íbamos tambaleantes a dormir. Pero
llegó el día en que nuestra esperanza no quiso contentarse con hablar de ella,
con esperarla y decidimos ir al pueblo por la noche.
Primero fuimos al Topbrick’s. No estaba allí. El inglés
seguía cayéndose sobre las mesas, volcando, como siempre, los vasos. Esta vez
bailaba con una starlet de cierto
renombre en la región. No nos detuvimos mucho tiempo allí. Tomamos una copa y
salimos. Caminamos como la primera noche. Sólo que en el sentido inverso, hasta
el Baobab. No habiéndola encontrado
en Topbrick’s teníamos la esperanza
de que casi seguramente se hallaría en el restaurant caníbal. No estaba muy
lejos. Llegamos hasta el antro. El anuncio de neón que representaba un árbol
enorme cuyos frutos eran calaveras humanas se encendía y se apagaba. Sobre la
copa frondosa se leía el nombre del lugar escrito con letras rojas que imitaban
manchones de sangre. Estacionado frente a la puerta estaba un enorme Rolls
Royce Silver Cloud negro que despedía, en conjunción con la luz del letrero, un
destello rojo de su interior. Las placas características del Principado de
Mónaco, con el escudo del Automóvil Club de Montecarlo, eran claramente
visibles. Max no pareció darle ninguna importancia a todo esto. Parecía que ni
siquiera se había percatado de esta enorme presencia negra, reluciente y
perfecta, sangrante por dentro como el cuerpo de un rey salvaje que ha sido
sacrificado por sus enemigos que se disponen a devorarlo en un acto de
canibalismo ritual. Yo tuve entonces la seguridad de que esa noche volveríamos
a ver a Narda, pero me guardé muy bien de decírselo a Max porque, en realidad,
más que una seguridad, era una esperanza llevada a sus límites extremos y me di
cuenta en ese momento de que Narda se había repartido generosamente entre
nosotros; había desmenuzado su vida en porciones perfectas para cada uno. A Max
le había revelado la verdadera naturaleza de Tchomba y a mí me había entregado
la fantasía del Rolls con los asientos tapizados de terciopelo rojo: una
fantasía que entonces, en el momento en que nos acercábamos vacilantes al Baobab, se había convertido en una
realidad reluciente, magnífica, indudable.
Entramos. A pesar de que la
oscuridad era casi absoluta pudimos darnos cuenta de que nosotros éramos los
únicos clientes. Sobre el pequeño estrado se adivinaba la silueta enorme,
acuclillada, de Tchomba que producía su música en un complicado xilófono de
cráneos humanos. Esa noche estaba inspirado y todo en él recordaba a esos junkers que después de haber tomado
parte en unas aguerridas maniobras militares o de haberse batido en duelo a
sable, se sientan al piano a tocar alguna pieza del Carnaval de Schumann o que se extasían ante el sorpresivo
florecimiento de un geranio en pleno invierno, como Eric von Stroheim en La Grande Illusion. Esa impresión era
tanto más patente ya que lo que Tchomba estaba tocando no era del todo
original: eran unas variaciones, sincopadas y salvajes, sobre el tema de FürElise. Pensé que, después de todo, el
negro poseía un espíritu delicado.
—Hoy no damos servicio —dijo
mientras seguía tocando y luego agregó—: pero los tubabi son bienvenidos de
todos modos. Tal vez desean compartir una jarra de vino de kola con príncipe
Tchomba.
Hizo un signo en la oscuridad y
al poco rato llegó un mozo con las copas de cráneo humano y una jarra de vino.
A Max se le subió bastante pronto
porque al cabo de un rato decidió no ocuparse más de mí. Su mirada estaba fija
en un punto indeterminado de aquel salón. Yo miraba hacia todas partes tratando
de descubrir la presencia de Narda. En aquella oscuridad era imposible
discernir nada con precisión más allá de nuestra mesa. Tchomba estaba como en
éxtasis. Sus largas manos se deslizaban en la sombra como serpientes. Sólo de
vez en cuando un reflejo accidental hacía brillar las canillas con las que
percutía sobre su instrumento, pero tal era la oscuridad aquella noche que ni
siquiera sus dientes afilados y blanquísimos brillaban como siempre. Atrás de
nosotros, sin que pudiéramos más que adivinarlas, se movían unas sombras; eran
los empleados de Tchomba, pero su presencia no tenía ningún significado
inquietante. Todo era más bien triste: aquella música lenta y reiterada y sobre
todo la ausencia de Narda, una ausencia inconmensurable que todo lo pintaba de
negro, de negro caníbal. Pronto se agotó el vino de kola. Max hubiera querido
seguir bebiendo toda la noche, pero yo me puse de pie. Lancé una última ojeada
a mí alrededor. Nada. Sólo Tchomba golpeando sus calaveras.
Nos fuimos hacia la puerta. Al
pasar frente al negro, éste dejó de tocar.
—Adiós, tubabi—dijo—, espero que
pronto nos volvamos a ver.
A mí me tendió un sobre. Me
acordé entonces del autógrafo de Ezra
Pound.
—Me estafaste —le dije.
—Tú a mí también —me contestó
sonriendo más burlonamente que nunca.
Salimos de allí. Estaba
amaneciendo. Max iba callado. Durante todo el trayecto a la casa guardó
silencio y cuando llegamos se fue directamente a su cuarto sin decirme buenas
noches siquiera. Yo me quedé dormido en el sillón hasta que me despertaron los
de la Questura que llegaron al alba,
como en Le jour se léve de Carné.
Nos llevaron directamente con el
inspector. Éste se puso de pie cuando entramos interrumpiendo una conversación
con un individuo que preguntaba por una muchacha que se había perdido durante
un paseo en yate por las islas vecinas. No parecía muy afectado por la
desaparición de la muchacha. El inspector le dijo que no había noticias y lo
despidió cortésmente. Luego se dirigió a nosotros y nos explicó que en nuestro
caso se trataba de una simple formalidad ya que el culpable se hallaba convicto
y confeso.
El cadáver de Narda había sido
encontrado por unos pescadores en la playa. Esto fue lo que él dijo y nos pidió
que fuéramos tan amables de identificarlo. Fuimos conducidos a un cuarto
vecino. Olía a formol y las paredes estaban pintadas de verde claro.
—Su, signori, coraggio! —dijo
cuando notó que vacilábamos antes de trasponer el umbral de aquella puerta.
Estaba tendida en una mesa de
madera, sobre las páginas manchadas del Corriere
della Domenica: lo que quedaba de ella. Sangrante, medio carbonizada, purulenta;
las manos arrancadas de las muñecas como por el tajo de un cuchillo sin filo;
su cuello como si hubiera sido herido por una sierra de leñador. Una desnudez
dorada de sol, de fuego, de incisiones rituales. Su rostro parecía sonreír y el
pelo corto y rubio vibraba a veces sobre su frente movido por la ráfaga que
cruzaba aquel cuarto entre la ventana mal cerrada y la puerta entreabierta. Sus
ojos verdes nos miraban más fijamente y más verdemente que nunca.
Dimos fe. Cuando salimos de la Questura pudimos oír unos golpes
rítmicos, hipnóticos, sincopados, que alguien producía golpeando con el canto
de la mano sobre unos barrotes de hierro.
Esa misma tarde Max decidió marcharse. Va a
pasar el resto del verano en una colonia estival de compatriotas suyos situada
a pocos kilómetros de aquí. Lo acompañé al autobús. Yo decidí pasar el resto de
las vacaciones en la villa. El
alquiler había sido pagado por adelantado. Cuando regresé de dejar a Max abrí
el sobre que me había dado Tchomba. Eran las fotos y los negativos. Las estuve
viendo con atención durante mucho tiemplo y, cosa curiosa, en ninguna de ellas —o
en los negativos— aparecía Narda. Había una de Max recostado en la arena, otra
de Max piloteando el velero, otra del salón de la casa con la puerta del cuarto
de baño abierta al fondo, una de Tchomba de espaldas en la playa. Sobre el
reverso de la de la puerta del cuarto de baño estaba escrito lo siguiente: No creíste lo del Rolls tapizado de
terciopelo rojo, ¿verdad? Narda.
Han pasado varias semanas desde que se fue
Max. Creo que conseguí, después de todo, normalizar mi situación, cuando menos
en la medida de mis posibilidades. Todas las noches desde entonces he ido al Topbrick’s. Comparto la villa con la starlet de nombre regional
que bailaba con el inglés la última noche que estuve en Topbrick’s con Max. Es una
buena chica.. Se hace llamar Joyce Proust —su verdadero nombre es Marion
Silverstein y nació en Flatbush Avenue, Brooklyn— y los dos hemos conseguido
trabajo para ayudarnos con los gastos durante el resto del verano: ella como figurante y yo como uno de los diez aiutiregista y a veces, gracias a la
Hasselblad, como stillman en una
producción muy importante que han venido a filmar aquí. El director es toda una
personalidad. Según dicen los críticos nadie como él ha penetrado tan
profundamente en el alma de la mujer moderna. La película trata de una fiesta
en la que sale un caballo y unos muchachos lanzando cohetes; termina con la
actriz principal —una francesa entrada en carnes— que le lee una carta a su
marido sin que ninguno de los dos sepa quién la escribió.
Joyce es exclusivamente mía. No
he querido compartirla ni siquiera con el joven que manipula el boom del micrófono. Es quizá por esto
que ella a veces está deprimida y triste. Yo entonces la tomo en mis brazos y
le digo para darle ánimos:
— ¿Por qué eres desdichada,
Joyce, si la vida es tan bella?
Ella me responde invariablemente:
—No sé si soy desdichada porque
no soy libre o si no soy libre porque soy desdichada…
Los fines de semana, cuando me
queda algún tiempo libre, me voy en el coche por la costa a visitar a Max. Vive
con una familia de adoradores del sol y duerme colectivamente en el interior de
una tienda de campaña de tela ahulada.
La última vez que lo fui a ver
salimos a caminar por la playa.
—Hay algo que tú no sabes —me
dijo deteniéndose. Yo quise seguir caminando y lo dejé unos pasos atrás de mí—.
La última vez que estuvimos en el Baobab
vi a Narda. Estaba sentada como la primera noche. Sola, en la mesita junto al
estrado de Tchomba. Sólo fue un instante, pero estoy seguro de que era ella.
Yo seguí caminando como si no
hubiera oído nada de lo que había dicho y él se quedó allí mirando las olas que
se rompían en la arena muy cerca de nosotros.
Hoy han dado el wrapitup temprano porque ha sido un día
muy pesado: 23 escenas todas en secuencia. Al pasar por Bellamare he notado que
han arriado el Union Jack del Albergho d’ Inghilterra. Esto quiere
decir que los ingleses se han marchado y que ha llegado el otoño. Joyce venía a
mi lado en el coche y ascendimos a toda velocidad la cuesta que conduce a la
casa. Detrás de nosotros se estaba poniendo el sol.
Pero basta de palabras. Un gesto.
No escribo más.
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