lunes, 24 de febrero de 2014

SALVADOR ELIZONDO - NARDA O EL VERANO

SALVADOR ELIZONDO - NARDA O EL VERANO


…They that had fought so well
Came thro’ the jaws of Death,
Back from the mouth of Hell…
Alfred, Lord Tennyson: The Charge of the Light Brigade.

Ha sido un día terrible. 23 escenas y todas en secuencia. Joyce ni siquiera se desmaquilló y se ha quedado dormida con la luz encendida. Aprovecharé el silencio y la soledad que su fatiga me deja para escribir la crónica de estas vacaciones. Puede decirse que el verano ha terminado. Ha llegado el momento de concretar todas las experiencias que han hecho esta temporada memorable y es preciso empezar por el principio.
No olvidaré jamás esa mañana de abril en que Max y yo nos sentamos en una terraza de café para planear nuestras vacaciones. Habíamos decidido pasar el verano a la orilla del mar, en un balneario de moda, pero al mismo tiempo exclusivo. Nunca más volveríamos a uno de aquellos camps de turistas nórdicos en los que las mujeres florecen en torno a sus tiendas de campaña de lona o de plástico como flores de mal agüero, enrojecidas por el sol y rodeadas de niños rubios y pecosos y en los que los hombres juegan a los bolos o escuchan radio al anochecer. No teníamos mucho dinero, pero sí el suficiente para alquilar una pequeña villa situada en lo alto de los acantilados y que domina toda la bahía. Teníamos también un bonito automóvil deportivo y un poco por curiosidad, pero también, claro está, por economía, habíamos decidido compartir una sola mujer entre los dos.
¡Con cuánta nitidez recuerdo ahora los inicios de nuestra aventura! Todavía salíamos a la calle bien abrigados y de seguro que fue el frío el que nos metió esta idea en la cabeza aquella mañana llena de ventiscas. Yo siempre he dicho que el frío es uno de los más energéticos afrodisiacos que existen. Sí, para mí toda la cosa tiene un trasfondo de deseo insatisfecho. Max es menos ardiente que yo. A él le gusta concebir el trato con las mujeres como un deporte necesario para la salud sobre el que se puede teorizar desde cierta altura, aunque en el fondo se escandaliza sin atreverse a confesarlo.
—Para hacerlo como se debe es preciso plantearlo con ingenuidad—me dijo después de que yo le había expuesto el germen de la idea—; con ingenuidad, pero cinismo al mismo tiempo.
Yo estaba totalmente de acuerdo. Decidimos entonces repartirnos los ingredientes según nuestro carácter. Él proveería el cinismo y yo la ingenuidad.
Éste fue nuestro error de base.

El villino está situado sobre los acantilados y desde él se domina la bahía casi cerrada de Bellamare. Hay una estrecha y larga escalinata de travertino que baja entre las rocas hasta la playa. Hay un embarcadero al que está amarrado un pequeño velero blanco y reluciente que pertenece a la casa. En términos generales la situación no deja nada que desear. Cuando llegamos aquí creímos que todas estas cosas construirían un atractivo más que suficiente para quienquiera que quisiera pasar un verano en nuestra compañía. Mientras nos instalábamos discutíamos las características que debería reunir nuestra compañera. Max se inclinaba por una mujer rica, blasée, culta y de cuarenta años. Yo, por mi parte, pensaba que el ideal sería una demi-mondaine adolescente, tonta y pobre. Sería más fácil manipularla a nuestro antojo. Finalmente nos pusimos de acuerdo. Serviría cualquiera que tuviera cuando menos una de las cualidades que uno u otro pedía. Tal era nuestra estrecha amistad.
Al atardecer fuimos a Bellamare. Hacía algunos años había sido un pueblo de pescadores sucio y maloliente, pero con una bonita bahía. Ahora es un ‘‘pueblo de pescadores’’, higiénico, destartalado en la medida en que la ruina es necesaria al turismo. En cada casa pintada de rosa, de ocre viejo, de azul, de amarillo, funciona un boîte, un snack bar, una terraza con orquesta, una cave con jazz. El Alberghod’Inghilterra, con sus banderas ondeando sobre la puerta principal, domina desde el punto más alto de la costa toda la bahía así como las salientes que a su vez van formando otras bahías a lo largo del litoral. Los pescadores se han convertido en ‘‘botones’’ de los hoteles exclusivos o en meseros de los bares de moda y el execrable olor a peces y a crustáceos muertos se ha transformado, durante la mañana en un refrescante olor a Skol, durante el mediodía en un sabroso olor a ajo. Durante el aperitivo de la tarde comienza a olerse Joy con su fragancia de limón sublimado que poco a poco, conforme avanza la noche, se convierte en ese olor cálido, tenaz, ineluctable, de cuerpo asoleado que suda mientras baila a los compases de un cha-cha-chá o de ‘Nelblu di-pinto di blu’.
Era la hora del Joy. Max y yo nos sentamos en la terraza de un cafecito con sinfonola situado en la pequeña plaza frente al embarcadero. El desfile interminable de las mujeres que considerábamos como posibles candidatas a compartirnos fue tan abrumador que cuando oscureció habíamos perdido toda posibilidad de elección. Eran demasiadas, tantas que nunca había una que estuviera aislada de las demás. Decidimos entonces ir a cenar. Era preciso encontrar una mujer que estuviera separada de sus congéneres para poder apreciarla sin restricciones, sin que la multitud nos produjera el embarras du choix.
Traté de convencer a Max de que diéramos una vuelta por la estación del ferrocarril. Ése era el mejor lugar para reclutar una compañera. El direttissimo no tardaría en llegar cargado de inglesas, francesas, belgas, suecas, suizas, alemanas. Podríamos decirles que alquilábamos cuartos o algo por el estilo como hace toda la gente en este país. Pero Max tenía mucha hambre y se negó.
Fuimos a un restaurant de negros africanos. Se llamaba Baobab. Yo creo que este nombre, con el que sólo me había topado en el Petit Prince, nunca se me olvidará.
Desde que entramos nos pusimos a mirarla. Estaba sentada sola, en una pequeña mesa colocada cerca de un estrado de dimensiones mínimas sobre el que un negro gigantesco, desnudo hasta la cintura, golpeaba rítmicamente unos trozos de madera produciendo lo que con una gran amplitud de criterio estético pudiera calificarse de música de percusión. Era el dueño del Baobab y no bien nos hubimos sentado se apresuró a dar por terminada su presentación para dirigirse a nosotros. El menú era hablado y consistía en el proferimiento de una larga lista de inmundicias de tierra, mar y cielo, sazonadas con otras tantas excrecencias eméticas. No nos entusiasmaban las viandas. El elefantiásico maître d’hotel no se desanimó, sin embargo. Sonrió mostrando una larguísima hilera de dientes limados en punta, como las fauces de un tiburón. Su índice curvado hacia atrás y sonrosado por debajo señaló en dirección de la mujer que estaba sentada en el otro extremo. Hizo también un guiño que delataba su manifiesta condición de alcahuete cuando dijo:
—¿Mujer de Tchomba gustar a señores?
La visión de sus dientes afilados ponía un acento totalmente equívoco a esa pregunta: ¿Estábamos acaso entre caníbales?
—¿Para comerla? —le preguntó a su vez Max.
—No; mujer de Tchomba para acompañar.
—¿Sirve de pan?
—Para acompañar comida, para acompañar playa, para acompañar dormir… —dijo el negro juntando las manos y ladeando la cabeza con los ojos cerrados.
En lo que había durado este diálogo yo me había puesto a analizar a la mujer de Tchomba. A grandes rasgos parecía reunir los requisitos indispensables para mí. Era una adolescente de ojos verdes y pelo rubio muy corto. Su traje no era el último grito de la moda veraniega aunque era elegante, lo que seguramente indicaba que tenía poco dinero. Además era la mujer de un caníbal; eso quería decir que no discriminaba mucho sus relaciones. Definitivamente me gustó.
—Dile que si quiere cenar con nosotros —le dije al negro, pero luego me turbé porque Max me dio una patada en la pierna por debajo de la mesa.
Comprendí que había hecho mal, pero no hubo tiempo de reparar el daño. Lotario se volvió hacia su mujer y le tronó los dedos señalándonos con un meneo de cabeza. Ella se puso inmediatamente de pie y vino hacia nosotros. Era pequeña y sonreía todo el tiempo. Su rostro delataba una sumisión afectuosa, no sólo al negro, sino a todos los hombres que la hubieran querido saborear como parte del menú. Tchomba se apresuró a acercarle una silla y su mujer se sentó, siempre sonriente, animada de una alegría frágil y humilde.
—Tal vez tu mujer pueda aconsejarnos lo que debemos ordenar —le dijo Max al negro, y sin volverse a mirarla siquiera se dirigió a Tchomba—: ¿cómo se llama?
—Mi verdadero nombre es Elise, pero este verano quiero llamarme Narda —contestó ella; luego agregó—: como la novia de Mandrake el Mago.
Esto me olió mal. Las mujeres que cambian de nombre según las estaciones son seres que se creen refinados, esclavos de la banalidad que han leído a Mme. Sagan y nada más, pero el pseudónimo no estaba mal. Me gustaba; era un nombre diáfano y firme a la vez.
—Narda… —dije para mí.
—¿Te gusta mi nombre? ¿Narda? —dijo mirándome sonriente.
El tuteo había venido demasiado pronto.
—Sí —le dije—, no parece un nombre de platillo como Elise.
—En Suiza casi todas las muchachas se llaman Elise, como en Alemania… o también Heidi.
—Sería el colmo que la mujer de un caníbal se llamara Heidi —dijo Max displicentemente.
—Oh —dijo Narda—, yo no soy su mujer. Fui su mujer el verano pasado, pero este año ya no me gustan los negros. Se civilizan demasiado pronto; por eso ahora todavía me considera como su mujer, porque ya se civilizó —Y volviéndose al negro con una sonrisa maliciosa, pero llena de afecto, le preguntó—: ¿Verdad que ya te civilizaste, mi tigre del Kilimanjaro?
El negro sonrió estúpidamente, mostrando sus dientes puntiagudos, sin entender claramente el sentido de la pregunta.
Esta muchacha había leído a Hemingway, lo que me tranquilizaba después de mis suposiciones acerca de Mme. Sagan.
—Cambiar nombre… cambiar hombre… —dijo Tchomba repitiendo el gesto que significaba ‘‘dormir’’ y mostrando su dentadura, inofensiva de tan terrible, en una sonrisa bonachona que le cruzaba la cara de oreja a oreja.
—Yo quiero un filete de boa y vino de kola —dijo finalmente Narda poniéndose seria. Max y yo ordenamos lo mismo y Tchomba se retiró.
Cuando terminamos de comer, el vino de kola se nos había subido a la cabeza. Narda era una mujer perfecta y habíamos concluido un pacto con ella. Todavía bebimos un último sorbo de kola en unas copas hechas con cráneos humanos para brindar por el éxito de nuestro veraneo. Para el regocijo de Max habíamos descubierto también que Narda pertenecía a una riquísima familia de relojeros y que estudiaba filología en el Politécnico de Zúrich.

Decidimos ir a bailar para celebrarlo y en el camino Max y yo nos planteábamos ya los primeros principios de nuestro angst. ¿Acaso se suscitaría una rivalidad entre nosotros? ¿Daría Narda de sí para satisfacernos a ambos sin dejar nada que desear a ninguno de los dos? Habría que ponerla a prueba durante el baile. Era preciso que sus reacciones fueran idénticas con ambos. Cuando llegáramos a la casa —pensamos— nos sentaríamos los tres en torno a la mesa a fumar el último cigarrillo antes de acostarnos mientras hacíamos el cotejo de nuestras experiencias y mientras decidíamos en qué cama dormiría Narda, pues a todo esto era preciso que quienes lo decidiéramos fuéramos nosotros, Max y yo, pero, ¿cómo?
En la boîte, que representaba el interior de un ‘‘jacal’’ mexicano, las parejas practicaban un erotismo tácito a los compases entrecortados y soñolientos de un blues que una negra muy gorda producía en un piano vertical pintado de color de rosa fuerte. A estas horas el olor de Joy se mezclaba con el humo de tabaco, con el de gin, quizá con el de mariguana. Se guardaba silencio y los cuerpos no producían más que un sonido pegajoso de alpargatas, de sandalias de playa que rozaban pesadamente el piso, de carne que no se frota de tan cercana. Las mujeres se abandonaban a esa lujuria lenta, callada, que no tiene más manifestación que una respiración agitada, pero apenas perceptible, una respiración que las hace mostrar los dientes, no sé por qué. Mrs. Topbrick—tal era el nombre de la negra que tocaba el piano y el nombre también de aquel antro— bebía, durante las pausas de su ejecución, pequeños sorbos de un enorme tarro lleno de vino de Marsala y en la penumbra impregnada de jadeos y de caricias, profería de vez en cuando, hablando casi, con una voz ronca y quebradiza, como temiendo romper el manoseo slow-motion que construía la atmósfera de aquella diminuta y abigarrada catedral de la entrepierna, el refrán de su canción:…

You can take me, baby; put me on your big brass bed
Eagle Rock me, baby, till my face turns cherry red…

Era el relajamiento absoluto de las costumbres; por eso se estaba tan bien allí y Narda se convirtió de pronto, al contacto de aquella realidad llena de penumbra y de sensualidad, cálida, suave y dulce como el Marsala de Mrs. Topbrick, en un ser que reflejaba todo el esplendor de la noche.
Max comenzaba a aceptarla. Mientras bailábamos abrazados estrechamente, acariciándonos la espalda con esa avidez minuciosa, perezosa, al ritmo del blues, sus ojos grises nos seguían en un close-up en el que sólo el rostro de Narda estaba en foco y yo no era más que un borrón en medio de la bruma íntima. Pero yo la veía en un close-up muchísimo más violento; hubiera podido contar las células de su piel, células tibias que se reproducían vertiginosamente en esa mínima y tersa primavera de su rostro, ajeno siempre, lejano y sonriente de todo.
Luego Max bailó con ella. Yo los veía deslizarse torpemente sobre la pequeña pista de baile, chocando contra las otras parejas, tambaleándose a veces cuando perdían el ritmo. Pero no los veía en close-up. Era más bien un plan america in enfocado a la altura de sus cinturas. Max se insinuaba con maladresse, como todos los de su raza, gente sin ritmo, o con un ritmo propio que nunca está de moda. Narda se abandonaba a esta caricia impersonal con amor. ¿Amábamos ya a esa mujer diminuta y frágil?
Una rubia rápida, elegante y esbelta, pero ineficaz como un cohete de la NASA cayó de espaldas sobre la mesa. De seguro que no se había hecho daño y que sólo se trataba de un elaborado paso de baile porque su compañero, un inglés de pelo alborotado, se inclinó sobre ella que yacía entre nuestros vasos y ceniceros volcados.
I say, a bit jerky, isn’t it, my dear? —dijo y le dio un beso fogosísimo en el ojo izquierdo, luego, supino como estaba, se dirigió a mí—: Sorry, old chap; have some more on me.
Tomó a la rubia de los hombros y la incorporó para seguir bailando.
Este incidente me distrajo y perdí de vista a nuestra amante y a mi amigo. Pedí otra tanda de copas y entonces llegó Max a sentarse a la mesa. Estaba agotado de bailar. Le pregunté que dónde estaba Narda y me contestó que había ido al ‘‘ladies’’. En ese momento volví la mirada hacia el piano color de rosa.
—Mira —le dije a Max señalando hacia el piano. La silueta de Tchomba se erguía majestuosa. Acodado sobre la cubierta del piano coreaba con movimientos rítmicos de sus hombros los compases del blues de Mrs. Topbrick.
— ¿Por qué tarda tanto? —preguntó Max.
—Así son las mujeres —le contesté.
En ese momento nuestra mujer apareció por una puerta que estaba decorada con una enorme reproducción de la Danza de la Tierra de Diego Rivera (el de los hombres era reconocible por el retrato de cuerpo entero de Emiliano Zapata con su fusil en ristre). Cuando Narda pasó frente al piano para venir hacia la mesa Tchomba la tomó bruscamente del brazo y la atrajo hacia él. Ella no hizo ningún movimiento de resistencia, pero durante un instante volvió la vista hacia nosotros sin encontrarnos. El negro le dijo algo al oído, sonrió imbécilmente como era su costumbre y la soltó. Narda entonces prosiguió hacia la mesa.
—Tchomba quiere que me vaya con él —dijo en cuento se sentó—, ahora están de moda las reivindicaciones. Tal vez lo que quiere es dinero.
—No tenemos mucho dinero —dijo Max.
— ¿Cuánto quiere? —le pregunté a Narda.
—No sé lo que valgo —me contestó—, pero lo que sea, yo se lo daré. Me temo que se ha enamorado de mí el pobre estúpido. Ahora quiere capitalizar sus sentimientos.
—Ahora eres nuestra, ¿verdad? —le dije.
—No; no soy de ustedes: ustedes son míos.
—Para el caso es lo mismo.
—No —dijo Narda—; es enteramente diferente.
Tchomba nos miraba fijamente desde el piano. Suponía seguramente que hablábamos de él y sus labios se arqueaban, de vez en cuando, en una especie de sonrisa, mostrando sus fauces de caníbal en nuestra dirección. Luego comenzó a golpear la cubierta del piano. Decididamente tenía la manía de la música de percusión. Ya sólo bailaban el inglés y la rubia y nosotros bebíamos en silencio. Le puse a Narda una mano sobre el muslo y se lo acaricié durante un buen rato. Las mujeres que han tomado el sol conservan el calor durante mucho tiempo y su piel se vuelve inquietantemente tersa. Mientras yo llegaba a estas conclusiones, Max la besaba en el cuello y en la nuca.
—Son unos niños tontos… son unos niños muy tontos…—decía con su lánguida voz de puta amateur—. No sé por quién decidirme esta noche.
—Que el azar decida —le dije.
Sólo un borracho puede ser tan vulgar, pensé luego para mí.
—Dormirás conmigo —dijo Max.
Esta manera tan directa de plantear la cuestión me ofendió, pero Max estaba tan borracho como yo. Por eso lo perdoné.
—Decídanlo al marienbrad —dijo Narda sonriendo con una sonrisa llena de gin.
—Eso quiere decir que dormirás conmigo —le dije.
La borrachera me producía una inefable confianza en mí mismo. Narda lanzó una carcajada estentórea. El negro, desde donde estaba, se turbó un instante y dejó de golpear el piano volviendo la mirada hacia nosotros.
— ¿Acaso nunca pierdes? —me preguntó mientras comenzaba a disponer las cerillas sobre la mesa en el orden necesario: 7…5…3…1…
—Puedo perder —le contesté—, pero siempre gano.
— ¿Quién empieza —dijo ella volviéndose hacia Max.
Tal vez supiera suficiente lógica matemática o lo que fuera como para poder prever el resultado final de la partida en función de cómo y quién empezaba. Su pregunta me dolió. Era una pregunta maliciosa que delataba, involuntariamente quizá, una preferencia. Max alargó la mano hacia las cerillas y retiró tres de la hilera superior. Yo entonces retiré las tres de la tercera hilera. Narda juntó entonces las manos sobre sus labios como tratando de concentrarse en el desenlace. Max titubeaba. Ya había alargado la mano para retirar otras dos cerillas de la hilera superior, pero se arrepintió y dirigió sus dedos hacia la última hilera: la de la cerilla solitaria. Estaba a punto de tomarla.
— ¡Oh! —exclamó Narda separando violentamente las manos.
Max retiró rápidamente las manos para recapacitar, luego la volvió a alargar. Estaba ya muy cerca de la segunda hilera de cerillas y seguramente iba a retirar las cinco que la componían cuando de pronto, sin darnos cuenta de cómo habían ocurrido las cosas, la rubia y el inglés volvieron a caer sobre la mesa atrapando con sus cuerpos la mano de Max y trastocando con su peso la posición del marienbad.
I am sorry! —dijo el inglés tratando con dificultad de poner en pie a su sputnik—: Do have some on me!—exclamó volviéndose a nosotros una vez que había conseguido poner en pie a la rubia e inmediatamente llamó al mesero y le ordenó un recambio de copas. Éstas llegaron en poco tiempo y seguimos bebiendo en silencio hasta que nos avisaron que iban a cerrar el lugar.
Cuando salimos de allí estaba amaneciendo. Las gaviotas revoloteaban en torno a los mástiles de los yates anclados frente a la plaza produciendo un graznido molesto, un aleteo irritante. Max y yo estábamos perdidamente borrachos. Narda nos miraba compasiva y sonreía ante nuestra desventura. Esto es, creo, lo último que recuerdo de aquella noche: sus grandes ojos verdes y su pelo rubio agitado en la brisa marina del alba. Nos tendimos a dormir sobre unos cordajes en el muelle para dejar que ella durmiera en el coche.
No supe nunca si el rostro de Tchomba, intuido, visto de alguna manera imprecisa en aquel amanecer gris, fue un sueño o si anduvo rondando corpóreamente por el embarcadero.

El día siguiente lo pasamos en la playa, tendidos cerca de nuestro embarcadero. Una quietud magnífica de mar y cielo contribuía a nuestro restablecimiento, además de un cubo con botellas de cerveza helada, después de la parranda de la noche anterior. Sólo Narda se agitaba en torno a nosotros, saltando en la arena, bailoteando entre la espuma de las ola que se rompían suavemente. A veces se acercaba y riéndose burlonamente adoptaba actitudes insinuantes, haciendo caer los tirantes de su traje de baño por los brazos dorados por el sol o arqueando la cintura como hacen las del strip-tease. Nosotros no le hacíamos caso porque estábamos muy cansados. Yo estaba leyendo el Times Literary Supplement. Max estaba simplemente tendido sobre la arena, viendo pasar las nubes como el extranjero, pero en una ocasión Narda se acercó demasiado a Max y éste la cogió por un tobillo y la jaló con tanta fuerza que la hizo caer junto a él sobre la arena. Max, no sin cierta displicencia, la retuvo en sus brazos y la besó en la boca. Dejé de lado el periódico y les tomé una fotografía, justo mientras se estaban besando.
—Vamos a dar una vuelta en el velero —dijo Narda cuando sus bocas se separaron.
— ¡Me parece una gran idea! —exclamé.
Los dos se volvieron hacia mí sorprendidos.
—…Ya comprendo —agregué luego—, supongo que he metido la pata.
—Siempre te equivocas —me dijo Max con esa suficiencia kantiana que era tan suya.
—Tú te quedas aquí tomando fotos. Estoy segura de que eres un gran fotógrafo… —dijo Narda sonriendo coquetamente.
A través del visor de la cámara vi cómo se dirigían al velero. Narda saltó a bordo mientras Max desamarraba la barca, luego subió en ella e izó la vela. Tomé otra fotografía del velero que se alejaba. Narda iba de pie sobre la quilla y la brisa le alborotaba la cabellera rubia. Parecía el mascarón dorado de un barco antiguo.
Cuando el velero se perdió de vista me puse a tomar más fotos, pero en un momento dado eché un vistazo a mi alrededor  y encontré a mi espalda, a unos pasos de donde yo estaba, la figura gigantesca y negra de Tchomba. Me miraba sonriente como siempre, mostrando sus fauces de tiburón. Hizo una pequeña reverencia agitando por encima de su cabeza un enorme sobrero de paja destejido en las alas. No le devolví el salido, pero señalándole las botellas de cerveza lo invité a que se acercara.
— ¿Señores satisfechos con platillo especial del príncipe Tchomba?
— ¿Qué pasa? ¿Has venido por dinero? —le pregunté pensando en lo que Narda nos había dicho la noche anterior.
—Todavía no es momento. Príncipe Tchomba ofrece todavía extenso surtido de mercancía exótica.
— ¿Vienes a ofrecernos una negra?
—Tubab es joven ingenuo. Príncipe Tchomba ofrece paraíso chiquito, yerbita mágica para ver mujeres hermosas en la soledad, mujeres hermosas como Elise…
— ¿Opio? —le pregunté.
—Mariguana —Me respondió mostrándome sus imprescindibles dientes de aserradero.
—No me interesa —le dije—, ¿por qué no mejor me consigues un cartón de Camels?
Tchomba lanzó una carcajada de caníbal.
—Tubab se burla de Tchomba —dijo riéndose todavía—, pero Tchomba ofrece mucha mercancía interesante… carne seca de tubab condimentada con salsa de hashish… ver película del plomero… ver curandero de tribu de Tchomba practicar cirugía ceremonial sobre muchacha negra… extenso surtido de capotes anglaises importadas del Oriente lejano… olisbos japoneses… extenso surtido en la trastienda de Tchomba… edición secreta poemas eróticos de Mao TseTung, ejemplar numerado… latitas de glándula de tubab para condimentar guisos… mejor que trufas… píldoras anticonceptivas de Puerto Rico para la novia del tubab, un bonito regalo… souvenirs de Auschwitz, portafolio de piel de tubab con tatuaje de Viviane Romance desnuda… chalecos para el tubab hechos en Burlington Arcade con tela de pelo humano… mejor que vicuña… fotografías auténticas de la conferencia de prensa de Marilyn en Mexico City… manuscrito autografiado de Ezra Pound… extenso surtido… wide selection… grande assortimento… grande variété…
Parecía que estaba recitando uno de esos extraños encantamientos hipnóticos que se escuchan en las películas de Tarzán (serie Weismüller). Todo en él recordaba TraderHorn. Tomó luego entre sus dedos curvos mi cámara fotográfica.
—Hasselblad… —dijo pensativo observando cuidadosamente el lente—. Tchomba tiene extenso surtido semidiós sueco; sólo ocho veces cien dólares en billetes con visor deportivo y juego completo de filtros Wratten. ¿Tubab ha hecho imagen de Elise con Hasselblad?
—Un par de veces —le respondí—, pero no son muy buenas.
—Tal vez tubab y príncipe Tchomba puedan hacer transacción.
—No me interesa tu mercancía.
—¿El tubab quiere dólares, libras esterlinas, rublos, piastras, marcos federales, francos suizos… o primera edición Poulet-Malassis de Fleurs du Mal de Verlaine…?
Su cultura literaria tenía ciertas lagunas.
—Vamos al grano— le dije interrumpiéndolo.
—Príncipe Tchomba interesa obtener urgentemente fotografía de Elise totalmente desnuda con partes religiosas del cuerpo bien visibles.
— ¿Le vas a hacer ‘‘yu-yu’’?
—El tubab se burla.
—Lamento no poder complacerte.
—Príncipe Tchomba sólo desea imagen de Elise como recuerdo, como souvenir de época feliz…
— ¿Por qué desnuda entonces?, ¿y porque tanta urgencia?
— ¿Tubab nunca ha estado enamorado?, ¿no?
Esta razón me pareció bastante convincente.
—Está bien —le dije—. Trataré de tomar la foto, pero me darás el autógrafo de Ezra Pound por ella. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, tubab —dijo Tchomba mirando pensativo hacia el horizonte surcado de pequeños veleros.
Luego se puso de pie y sacudió al viento los faldones de su cotón color de rosa. Se descubrió nuevamente para hacer la reverencia y se alejó lentamente por la playa. También a él le timé una foto mientras se alejaba.
Era ya demasiado tarde para almorzar cuando regresaron Max y Narda. El velero atracó de pronto sin que yo casi me diera cuenta, sin que hubiera surgido lentamente en el horizonte como se supone que deben hacerlo todos los barcos. No, súbitamente oí sus risas y la barca ya estaba amarrada. Caminaban cogidos de la mano y al dirigirse lejos me hicieron un saludo agitando los brazos. Hacía mucho calor y seguramente estaban muy fatigados de navegar. Dormirían una larga siesta. Pensé para mí, sin embargo, no sé por qué, que tal vez esa noche Narda sería mía.
Fui a Bellamare y me quedé allí hasta que se hizo de noche. Miraba los yates que regresaban a atracar en el muelle de la plaza. Vi cómo poco a poco se iban encendiendo las luces de neón, cómo se iba organizando la música en el corazón automático de las sinfonolas, cómo empezaba a surgir del interior abovedado de los pequeños restaurantes, de las terrazas de los bares; cómo se iba elevando el olor del perfume de la noche hasta que en la bahía el mar y la tierra se fundían sin saber cuál era cuál en su negrura cruzada sólo por la línea curva de las luces del balneario.
Cuando llegué a la casa Max estaba sirviendo unas copas y Narda se estaba duchando en el cuarto de baño con la puerta abierta. Su desnudez era implacable, surcada de aquella lluvia humeante que resbalaba a lo largo de su cuerpo tostado por el sol como por una duna de oro. Max me alargó una copa sonriente. Se había establecido entre él y Narda una inteligencia a la cual de momento yo era todavía ajeno, pero cuya verdadera naturaleza no se me escapaba. Había que respetar nuestro pacto. Si hubiera sido de día hubiera podido tomar la fotografía, pero en ese momento no tenía bombillas para el flash. Yo hubiera querido no mirarla. Cuando menos no tan fijamente porque me parecía que era primitivo, que la contemplación de un cuerpo de mujer debe tomarse en pequeñas dosis para no malgastarlo, que una mujer desnuda no debe ser una costumbre sino un acontecimiento. Narda tarareaba Ladies of Spain y agitaba el cuerpo en una parodia de danza española. Salió de la regadera y se envolvió en una toalla. Cantando con mayor entusiasmo todavía que antes vino bailando hasta donde estábamos. Yo le di la espalda y apuré nerviosamente mi copa fijando la mirada en el océano, quieto y negro, que estaba más allá de la ventana, pero de pronto sus brazos me ciñeron por los hombros y sentí sus labios, tarareando todavía muy lentamente Ladies of Spain, moverse cálidos, húmedos sobre mi nuca.
— ¿Tu sabes lo que es un sicofante? —me preguntó entonces adoptando un tono serio.
El aliento sibilante y tenue que producía la última palabra de su pregunta me hizo estremecer.
— ¿Un sicofante? Un sicofante… pues…
—Un sicofante es un sifón de ducha —dijo Max sentenciosamente.
—No importa —dijo Narda—. Tengo ganas de bailar. Que Max ponga un disco para que tú y yo bailemos.
Me volví hacia ella. La toalla había caído a nuestros pies. La abracé por la cintura.
—¿Así? —le pregunté al oído. —Sí; así.
Se abrazó a mí y apoyó la cabeza sobre mi hombro. Sentía la humedad de su cabellera impregnándome, filtrándose a través de la camisa hasta tocar mi piel. La besé y comenzamos a bailar. Max apagó las luces y se tiró sobre el sofá. Al poco rato se había quedado dormido. Cuando menos así parecía en la oscuridad. Bailando y bailando llegamos hasta la recámara, pero no nos tendimos en la cama sino que seguimos bailando hasta que se acabó el disco.

Hacía calor. El alba nos despertó desnudos, abrazados el uno al otro. La luz gris se filtraba por la celosía de las venecianas. Afuera, sobre el mar y la costa, los primeros rayos de sol comenzaban a dispersar la bruma que como un enorme gato se revolvía sobre sí misma. No se rompía el silencio sino con el tumbo acompasado de las olas que venía desde lejos.
— ¿Sabes qué…? —me dijo.
— ¿Qué?
—Tchomba… nos estuvo mirando…
— ¿Cuándo?
—Esta noche
— ¿Cómo sabes?
—Lo vi detrás de la ventana.
— ¿Por qué no me dijiste?
— ¿Para qué?
— ¿Te gusta que nos haya estado mirando?
—Sí.
— ¿Por qué?
—Porque sí.
— ¿Estás segura de que era él?
—Eran unos ojos y unos dientes como los de él.
— ¿Te gustaba mucho… el año pasado?
—A veces me gustaba.
— ¿Quién te gusta más, él o Max y yo?
—Él y yo éramos algo distinto. Me gustaba mucho porque era capaz de comerse un conejo vivo, destrozándolo poco a poco, matándolo a mordiscos y porque me llevaba a pasear por la costa en su Rolls tapizado de terciopelo rojo. Me ofrecía dinero a veces…
— ¿Tú lo aceptabas?
—Sí, a veces… para darle gusto.
— ¿Por qué viene a mirarnos?
—Tal vez para prepararse.
— ¿Prepararse para qué?
—No sé; es un tipo raro. Le gustan ciertas cosas que yo no conozco ni comprendo.
—Te dejas llevar por la imaginación.
—No; yo lo conozco mejor que tú.
—¿De veras tiene un Rolls?
—Ahora ya no. Lo tenía el año pasado para mí. Era negro con los asientos tapizados de terciopelo rojo y tenía placas de Montecarlo. Cuando me fui me dijo que lo iba a vender y así lo hizo.
— ¿Y ahora que has vuelto qué te ha dicho?
—Quiere que vuelva con él. Me ha ofrecido comprar nuevamente un Rolls.
— ¿De dónde saca tanto dinero?
—A veces tiene mucho y otras veces no tiene nada —me dijo y saltó fuera de la cama—. Tengo hambre —agregó envolviéndose en un cobertor.
Salió del cuarto. Yo me quedé en la cama pensando en lo que me había contado. No me creí lo del Rolls con asientos de terciopelo rojo. De vez en cuando la oía tararear por la casa, pero en todo el día no la volví a ver. Cuando salí de la cama era más de mediodía. Max también había salido. Eché un vistazo a la playa desde la terraza. Allí estaba el velero, pero no pude ver a Max o a Narda. Me dirigí a la playa y estuve al sol la mayor parte del día. Luego fui a Bellamare a comprar bombillas para el flash.
Cuando volví a casa por la tarde Narda había regresado, pero Max no estaba con ella. Era parte de nuestro trato no pedir cuentas a nadie. Traté de besarla, pero no se dejó. Le pedí perdón y empezó a llorar. Le supliqué nuevamente que me perdonara tomándole la mano, pero entonces se fue a la recámara y se encerró con llave. Desde el pasillo le estuve hablando durante algunos minutos, pero sólo oía sus sollozos a través de la puerta. Al cabo de un rato me aburrí. Además Max acababa de volver.
— ¿Qué ha sucedido? —le pregunté.
—Nada. ¿Por qué? —me contestó evasivamente mientras se servía una copa—, ¿quieres un martini?
En realidad no me importaba lo que había sucedido, con tal de que nuestro pacto con Narda no se rompiera. Tomé la copa que me tendía. Max alzó la suya.
—Brindo por nuestra amistad —dijo en tono wagneriano.
—Sí —dije yo—, está bueno… por nuestra amistad.
Luego puso unos discos. Estaba cayendo el día. Me senté frente a la ventana que daba al mar. ¡Qué bien se estaba allí, a esa hora, con esa música, con una copa en la mano, sin pensar en nada más que en lo bien que se estaba allí! Los sollozos de Narda habían cesado. Crujió la cerradura de su puerta y luego se abrió. Narda vino caminando muy despacio hasta donde yo estaba y se apoyó en el respaldo de mi sillón. Ni Max ni yo la saludamos o hicimos como si nos hubiéramos percatado de su presencia, sin embargo, Narda había florecido en ese momento junto a nosotros como esas flores que sólo se abren al anochecer: sin que nos diéramos cuenta de ello.
— ¿Por qué no bailamos un poco? —dijo al cabo de un rato.
—Se está muy bien así, sin bailar —le contesté. Se volvió entonces hacia Max.
—Quiero bailar contigo, Max.
Max se puso de pie y la tomó en sus brazos con poco entusiasmo. Se movían apenas y yo los miraba reflejados en el vidrio de la ventana. Era ya de noche. El mar se había fundido con la tierra en una línea curva de luces a lo lejos. Estuvimos así mucho rato. De vez en cuando alguno de los tres volvía a llenar las copas, pero sólo Narda y Max bailaban. Dejaron de bailar cuando decidimos comer unos sándwiches. Comimos en silencio. Hacía mucho calor y el alcohol había comenzado a surtir efecto.
—Vamos a desnudarnos —dijo Narda—, iremos a bañarnos a la playa.
Me puse de pie y me dirigí rápidamente a la recámara. En un instante armé la cámara con el flash y volví a la sala.
— ¡Qué bien la estamos pasando! —dije—. Hay que guardar un recuerdo de esta noche. Tomaré unas fotos.
Volví a llenar las copas y puse un disco de música tropical.
—…Luego iremos a bañarnos al mar, bajo la luz de la luna—agregué.
Yo sabía perfectamente que no había luna, pero había que decir algo por el estilo.
— ¿Por qué no bailas, Narda?  —Le dije tomándola de los hombros.
—Sí —dijo entusiasmada—, ¿quieren que baile para ustedes?
A Max decididamente no le interesaba esta exhibición
— ¡Claro! —dije yo—. ¡Una danza exótica!
Narda comenzó a contonearse. Se había vuelto fluida de pronto y de todo su cuerpo comenzó a emanar una sensualidad rítmica, esbozada apenas en ese momento, pero que a cada instante se iba definiendo y precisando con mayor fuerza.
—Apaga la luz—me dijo mientras que con un movimiento violento de sus piernas lanzó sus zapatos a un rincón de la sala.
Corrí hacia el apagador y en la penumbra dispuse la profundidad de foco al tacto. Luego volví al sillón y me parapeté en el respaldo, de espaldas a la ventana. No se veía más que su silueta. Su vestido de playa cayó al suelo en medio de la danza y su cuerpo, indefinido pero real, se arqueaba y se mecía, desplazándose apenas, a los compases de aquellos tambores salvajes.
Dejé pasar mucho rato para darle confianza y para poder verla bailar. Max bebía y fumaba plácidamente. La cámara pendía de mi cuello apuntando ineluctablemente, como un arma mortal, en dirección de Narda que aturdida de su propio movimiento se había olvidado de ese ojo implacable que, como el de Tchomba, le acechaba en la oscuridad.
En el momento deseado no tendría más que oprimir el disparador y entonces se produciría el fogonazo cegador. Vacié mi copa para darme ánimos. Después me puse a esperar una buena pose.

Debió ser muy tarde ya porque sólo quedaban unos cuantos lugares abiertos en Bellamare. Los cafés y los bares situados frente al muelle habían cerrado y la plaza estaba desierta. Fuimos a pie hasta Bellamare porque Narda se había llevado el coche en su huida. Durante la caminata yo había estado especulando acerca de las consecuencias de mi acción. En realidad estaba perplejo pues el fogonazo del flash no había tenido sino un resultado incomprensible. La vida se había quedado congelada en aquella fotografía tomada con todas las agravantes. Narda se había quedado tan quieta ante ese violento orgasmo de luz que yo había producido que era como si se hubiera muerto en esa actitud. Cuando llegamos a la plaza estábamos fatigados. Max guardaba un silencio tenaz, animoso, contra mí. Recorrí con la vista, hasta donde pude, todos los resquicios de la plaza y las callejuelas que en ella desembocaban tratando de descubrir el coche, indicio de la presencia de ella. Ese pueblo desconocido, con sus calles accidentadas y tortuosas, nos traicionaba en nuestra búsqueda. Anduvimos mucho rato guiados por el fulgor lejano de los letreros de neón cuando los descubríamos en la distancia o cuando los intuíamos más allá de la vuelta de una esquina. De vez en cuando me lamentaba con Max. Pero me lamentaba más conmigo mismo y esto me irritaba. Me dolía tener que arrepentirme de lo que había hecho. Después de todo ¿no éramos nosotros gente civilizada? ¿Qué misterio encerraba la huida de Narda ante aquella luz intensísima? Su reputación estaba a salvo, cuando menos en la medida en que su reputación era una cosa perfectamente definida. Yo no había atentado contra el pudor o contra las costumbres. No; sin quererlo tal vez había yo develado un arcano, una esencia turbadora, una vergüenza inquietante. Haciéndome todas esas reflexiones llegamos al Tobrick’s. Nuestro coche estaba parado frente a la puerta por la que escapaba todavía un bullicio nervioso de música y de baile. Entramos. Narda estaba bailando, abandonada en los brazos del inglés de la cabellera rebelde que había tirado nuestras copas la noche en que habíamos conocido a Narda. Ella nos vio cuando entramos, pero no nos hizo ningún caso. Max estaba muy deprimido y nos fuimos al bar. Durante mucho tiempo la estuvimos viendo bailar con el inglés. Varias veces cayeron juntos sobre las mesas de los demás, volcando las copas y los ceniceros. Cuando por accidente sus ojos se encontraban con los nuestros, su mirada nos traspasaba, pasaba por nosotros como si no existiéramos, aniquilando nuestra presencia con su frialdad, diluyendo nuestra existencia con su desprecio.
—Bueno —dijo Max—, yo creo que aquí no hay nada que hacer.
—Espera, espera, —le dije nerviosamente.
Yo no quería irme. Presentía la inminencia de acontecimientos importantes. En un momento en que la música cesó, Narda vino hacia nosotros. Sin decir una sola palabra y mirándonos apenas, arrojó las llaves del coche sobre el mostrador del bar. Luego se fue otra vez con el inglés.
Al poco rato llegó Tchomba. De inmediato se puso a tamborilear sobre la cubierta del piano. De cuando en cuando me dirigía una sonrisa de inteligencia. Él y yo teníamos ahora algo en común. Max no lo tomaba en cuenta. Pero yo, por mi parte, cada vez que volvía los ojos hacia mí, sentía que nos ligaba una complicidad. Al cabo de un rato vino hacia donde estábamos. Max le dio la espalda. ¿Por qué le demostraba tanta aversión? Habíamos decidido no pedir cuentas a nadie y sin embargo yo me preguntaba qué era lo que Narda había podido decirle a Max acerca del negro para que actuara ahora así con él.
—Buenas noches, tubab —me dijo y sin esperar más agregó—: ¿tienes mi encargo?
—No —le contesté—; Narda nos ha dejado. Nuestro trato queda sin efecto.
—Tubab se burla, como siempre, de príncipe Tchomba.
— ¿Te gustó el show de la otra noche?
Tchomba sonrió.
— ¿Cuál show? Dijo al fin dándome la espalda.
Narda seguía bailando. En un momento dado ella y el inglés se detuvieron para besarse en la boca, en mitad de la pista. La música cesó mientras se estaban besando porque ya sólo ellos bailaban. Cuando se produjo ese silencio Tchomba se volvió para verlos. La visión de Narda besándose con aquel hombre desdibujó por un momento la inseparable sonrisa. A mí me produjo una emoción violenta.
—Es preciso que Tchomba tenga foto de Elise lo más pronto —me dijo.
—La tendrás —le contesté, acicateado en mi orgullo herido por aquel beso—. Estaré por la plaza a las seis de la tarde.
Echó una última mirada a Narda que se disponía a marcharse con el inglés y luego se fue. Pocos minutos después Narda pasó ante nosotros del brazo de su compañero, pero no nos miró siquiera.
Cumplí con mi parte del trato. Al día siguiente hice entrega a Tchomba del rollo sin revelar. Estaba igual de sonriente que siempre. Me entregó un sobre cerrado y se fue corriendo después de darme una palmada afectuosa en el hombro. Me senté en la terraza de un café y abrí el sobre. Contenía un papel artificiosamente manchado con té y desgarrado adrede de las orillas sobre el que estaba escrito, con tinta azul, lo siguiente:

A POEM BY MR. EZRA POUND.
Cannon to right of them,
Cannon to left of them,
Cannon behind them
Volley’d and thunder’d;
Storm’d at with shot and shell,
While horse and hero fell,
They that had fought so well
Came thro, the jaws of Death,
&…

Y un poco más abajo decía:

Here written by his own hand. Venice, December 5th, 1959.

Sentí vergüenza de que me hubieran estafado par dessus le marché. Comprendí que nunca volvería a ver a Narda.

Y sin embargo Max y yo abrigábamos la esperanza de que Narda volvería. Pasaron muchos días y al atardecer siempre estábamos en la casa porque pensábamos que si volvía, volvería al caer la noche. Cuando el sol se ponía y Narda no llegaba bebíamos y especulábamos acerca de ella y de su posible retorno al día siguiente. ¿La amábamos? Quién sabe. Agotada la esperanza cotidiana nos íbamos tambaleantes a dormir. Pero llegó el día en que nuestra esperanza no quiso contentarse con hablar de ella, con esperarla y decidimos ir al pueblo por la noche.
Primero fuimos al Topbrick’s. No estaba allí. El inglés seguía cayéndose sobre las mesas, volcando, como siempre, los vasos. Esta vez bailaba con una starlet de cierto renombre en la región. No nos detuvimos mucho tiempo allí. Tomamos una copa y salimos. Caminamos como la primera noche. Sólo que en el sentido inverso, hasta el Baobab. No habiéndola encontrado en Topbrick’s teníamos la esperanza de que casi seguramente se hallaría en el restaurant caníbal. No estaba muy lejos. Llegamos hasta el antro. El anuncio de neón que representaba un árbol enorme cuyos frutos eran calaveras humanas se encendía y se apagaba. Sobre la copa frondosa se leía el nombre del lugar escrito con letras rojas que imitaban manchones de sangre. Estacionado frente a la puerta estaba un enorme Rolls Royce Silver Cloud negro que despedía, en conjunción con la luz del letrero, un destello rojo de su interior. Las placas características del Principado de Mónaco, con el escudo del Automóvil Club de Montecarlo, eran claramente visibles. Max no pareció darle ninguna importancia a todo esto. Parecía que ni siquiera se había percatado de esta enorme presencia negra, reluciente y perfecta, sangrante por dentro como el cuerpo de un rey salvaje que ha sido sacrificado por sus enemigos que se disponen a devorarlo en un acto de canibalismo ritual. Yo tuve entonces la seguridad de que esa noche volveríamos a ver a Narda, pero me guardé muy bien de decírselo a Max porque, en realidad, más que una seguridad, era una esperanza llevada a sus límites extremos y me di cuenta en ese momento de que Narda se había repartido generosamente entre nosotros; había desmenuzado su vida en porciones perfectas para cada uno. A Max le había revelado la verdadera naturaleza de Tchomba y a mí me había entregado la fantasía del Rolls con los asientos tapizados de terciopelo rojo: una fantasía que entonces, en el momento en que nos acercábamos vacilantes al Baobab, se había convertido en una realidad reluciente, magnífica, indudable.
Entramos. A pesar de que la oscuridad era casi absoluta pudimos darnos cuenta de que nosotros éramos los únicos clientes. Sobre el pequeño estrado se adivinaba la silueta enorme, acuclillada, de Tchomba que producía su música en un complicado xilófono de cráneos humanos. Esa noche estaba inspirado y todo en él recordaba a esos junkers que después de haber tomado parte en unas aguerridas maniobras militares o de haberse batido en duelo a sable, se sientan al piano a tocar alguna pieza del Carnaval de Schumann o que se extasían ante el sorpresivo florecimiento de un geranio en pleno invierno, como Eric von Stroheim en La Grande Illusion. Esa impresión era tanto más patente ya que lo que Tchomba estaba tocando no era del todo original: eran unas variaciones, sincopadas y salvajes, sobre el tema de FürElise. Pensé que, después de todo, el negro poseía un espíritu delicado.
—Hoy no damos servicio —dijo mientras seguía tocando y luego agregó—: pero los tubabi son bienvenidos de todos modos. Tal vez desean compartir una jarra de vino de kola con príncipe Tchomba.
Hizo un signo en la oscuridad y al poco rato llegó un mozo con las copas de cráneo humano y una jarra de vino.
A Max se le subió bastante pronto porque al cabo de un rato decidió no ocuparse más de mí. Su mirada estaba fija en un punto indeterminado de aquel salón. Yo miraba hacia todas partes tratando de descubrir la presencia de Narda. En aquella oscuridad era imposible discernir nada con precisión más allá de nuestra mesa. Tchomba estaba como en éxtasis. Sus largas manos se deslizaban en la sombra como serpientes. Sólo de vez en cuando un reflejo accidental hacía brillar las canillas con las que percutía sobre su instrumento, pero tal era la oscuridad aquella noche que ni siquiera sus dientes afilados y blanquísimos brillaban como siempre. Atrás de nosotros, sin que pudiéramos más que adivinarlas, se movían unas sombras; eran los empleados de Tchomba, pero su presencia no tenía ningún significado inquietante. Todo era más bien triste: aquella música lenta y reiterada y sobre todo la ausencia de Narda, una ausencia inconmensurable que todo lo pintaba de negro, de negro caníbal. Pronto se agotó el vino de kola. Max hubiera querido seguir bebiendo toda la noche, pero yo me puse de pie. Lancé una última ojeada a mí alrededor. Nada. Sólo Tchomba golpeando sus calaveras.
Nos fuimos hacia la puerta. Al pasar frente al negro, éste dejó de tocar.
—Adiós, tubabi—dijo—, espero que pronto nos volvamos a ver.
A mí me tendió un sobre. Me acordé entonces del autógrafo de Ezra
Pound.
—Me estafaste —le dije.
—Tú a mí también —me contestó sonriendo más burlonamente que nunca.
Salimos de allí. Estaba amaneciendo. Max iba callado. Durante todo el trayecto a la casa guardó silencio y cuando llegamos se fue directamente a su cuarto sin decirme buenas noches siquiera. Yo me quedé dormido en el sillón hasta que me despertaron los de la Questura que llegaron al alba, como en Le jour se léve de Carné.
Nos llevaron directamente con el inspector. Éste se puso de pie cuando entramos interrumpiendo una conversación con un individuo que preguntaba por una muchacha que se había perdido durante un paseo en yate por las islas vecinas. No parecía muy afectado por la desaparición de la muchacha. El inspector le dijo que no había noticias y lo despidió cortésmente. Luego se dirigió a nosotros y nos explicó que en nuestro caso se trataba de una simple formalidad ya que el culpable se hallaba convicto y confeso.
El cadáver de Narda había sido encontrado por unos pescadores en la playa. Esto fue lo que él dijo y nos pidió que fuéramos tan amables de identificarlo. Fuimos conducidos a un cuarto vecino. Olía a formol y las paredes estaban pintadas de verde claro.
—Su, signori, coraggio! —dijo cuando notó que vacilábamos antes de trasponer el umbral de aquella puerta.
Estaba tendida en una mesa de madera, sobre las páginas manchadas del Corriere della Domenica: lo que quedaba de ella. Sangrante, medio carbonizada, purulenta; las manos arrancadas de las muñecas como por el tajo de un cuchillo sin filo; su cuello como si hubiera sido herido por una sierra de leñador. Una desnudez dorada de sol, de fuego, de incisiones rituales. Su rostro parecía sonreír y el pelo corto y rubio vibraba a veces sobre su frente movido por la ráfaga que cruzaba aquel cuarto entre la ventana mal cerrada y la puerta entreabierta. Sus ojos verdes nos miraban más fijamente y más verdemente que nunca.
Dimos fe. Cuando salimos de la Questura pudimos oír unos golpes rítmicos, hipnóticos, sincopados, que alguien producía golpeando con el canto de la mano sobre unos barrotes de hierro.

Esa misma tarde Max decidió marcharse. Va a pasar el resto del verano en una colonia estival de compatriotas suyos situada a pocos kilómetros de aquí. Lo acompañé al autobús. Yo decidí pasar el resto de las vacaciones en la villa. El alquiler había sido pagado por adelantado. Cuando regresé de dejar a Max abrí el sobre que me había dado Tchomba. Eran las fotos y los negativos. Las estuve viendo con atención durante mucho tiemplo y, cosa curiosa, en ninguna de ellas —o en los negativos— aparecía Narda. Había una de Max recostado en la arena, otra de Max piloteando el velero, otra del salón de la casa con la puerta del cuarto de baño abierta al fondo, una de Tchomba de espaldas en la playa. Sobre el reverso de la de la puerta del cuarto de baño estaba escrito lo siguiente: No creíste lo del Rolls tapizado de terciopelo rojo, ¿verdad? Narda.

Han pasado varias semanas desde que se fue Max. Creo que conseguí, después de todo, normalizar mi situación, cuando menos en la medida de mis posibilidades. Todas las noches desde entonces he ido al Topbrick’s. Comparto la villa con la starlet de nombre regional que bailaba con el inglés la última noche que estuve en Topbrick’s con Max.  Es una buena chica.. Se hace llamar Joyce Proust —su verdadero nombre es Marion Silverstein y nació en Flatbush Avenue, Brooklyn— y los dos hemos conseguido trabajo para ayudarnos con los gastos durante el resto del verano: ella como figurante y yo como uno de los diez aiutiregista y a veces, gracias a la Hasselblad, como stillman en una producción muy importante que han venido a filmar aquí. El director es toda una personalidad. Según dicen los críticos nadie como él ha penetrado tan profundamente en el alma de la mujer moderna. La película trata de una fiesta en la que sale un caballo y unos muchachos lanzando cohetes; termina con la actriz principal —una francesa entrada en carnes— que le lee una carta a su marido sin que ninguno de los dos sepa quién la escribió.
Joyce es exclusivamente mía. No he querido compartirla ni siquiera con el joven que manipula el boom del micrófono. Es quizá por esto que ella a veces está deprimida y triste. Yo entonces la tomo en mis brazos y le digo para darle ánimos:
— ¿Por qué eres desdichada, Joyce, si la vida es tan bella?
Ella me responde invariablemente:
—No sé si soy desdichada porque no soy libre o si no soy libre porque soy desdichada…
Los fines de semana, cuando me queda algún tiempo libre, me voy en el coche por la costa a visitar a Max. Vive con una familia de adoradores del sol y duerme colectivamente en el interior de una tienda de campaña de tela ahulada.
La última vez que lo fui a ver salimos a caminar por la playa.
—Hay algo que tú no sabes —me dijo deteniéndose. Yo quise seguir caminando y lo dejé unos pasos atrás de mí—. La última vez que estuvimos en el Baobab vi a Narda. Estaba sentada como la primera noche. Sola, en la mesita junto al estrado de Tchomba. Sólo fue un instante, pero estoy seguro de que era ella.
Yo seguí caminando como si no hubiera oído nada de lo que había dicho y él se quedó allí mirando las olas que se rompían en la arena muy cerca de nosotros.
Hoy han dado el wrapitup temprano porque ha sido un día muy pesado: 23 escenas todas en secuencia. Al pasar por Bellamare he notado que han arriado el Union Jack del Albergho d’ Inghilterra. Esto quiere decir que los ingleses se han marchado y que ha llegado el otoño. Joyce venía a mi lado en el coche y ascendimos a toda velocidad la cuesta que conduce a la casa. Detrás de nosotros se estaba poniendo el sol.

Pero basta de palabras. Un gesto. No escribo más.

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