jueves, 14 de agosto de 2014

«La poesía como institución», Salvador Elizondo.




El homenaje que se ha venido rindiendo a algunos de nuestros poetas modernos durante este año me ha dado el indicio de una fuerza tremenda que habiendo pasado su periodo de gestación está naciente en el futuro próximo de este país.
He escuchado por la radio el nombre de López Velarde asociado a una ‘‘promoción’’ de muebles hechos en México con ‘‘calidad de exportación’’ y también he oído en varias ocasiones (casi siempre de patrocinio oficial) los versos de este poeta —extraídos siempre del más flojo y compendioso de sus poemas— citados en apoyo de patrañas tales como ‘‘La participación activa de López Velarde en la revolución con los carrancistas, etcétera’’, como si se tratara de subrayar un hecho que contradice de la manera más contundente lo que el propio López Velarde nos dice acerca de su ‘‘actitud’’ política en toda su obra, incluyendo La suave patria, cuya última parte es especialmente reveladora de una convicción que ya con amargura había plasmado en el último verso de un poema anterior, uno de sus mejores: El retorno maléfico.
No sé a ciencia cierta si este afán de exaltar a López Velarde por encima de su comedimiento en cuestiones políticas se ha reflejado un poco en contra de los otros dos poetas conmemorados y en especial contra Tablada y su obra que, de las tres, es la única que puede ser considerada como realmente revolucionaria aun a pesar de las ideas políticas de su autor, que, tengo entendido, no eran particularmente avanzadas o cuando menos no tan avanzadas como lo eran sus ideas poéticas.
¿Cuál es el orden en que ‘‘la Revolución’’ puede más fácilmente exaltarse a sí misma en la obra de los poetas? He ahí una pregunta que en el caso de las conmemoraciones poéticas de este año da lugar a más de una respuesta en grado absoluto; es decir que da lugar a varias respuestas equívocas, sobre todo si se tiene en cuenta que el patrón sólo admite de dos medidas, ambas ambiguas. Por una parte se juzga la vida de López Velarde (una vida inscrita —como lo revela su obra— dentro de los más estrechos márgenes de la inmutabilidad y de la indiferencia política) como de actitud revolucionaria y por otra se juzga la ‘‘personalidad’’ de Tablada (que tenía más talento aunque menos genio que López Velarde —como lo demuestra el carácter de su obra, eminentemente revolucionaria en el orden de la poesía—, un afán intenso de subvertir el orden tradicional) como la personalidad de un cobarde y de un personaje de poca monta.
Los patrocinadores tal vez no se hayan percatado, por el escaso aparato crítico que envuelve a la obra de Tablada, que posiblemente estuviera muchísimo más de acuerdo con el objetivo de sus ‘‘promociones’’ y sólo de su poema Tianguis los redactores de spots radiofónicos de nuestro organismo de comercio podrían extraer un cuantioso tesoro de dísticos con alto poder de convencimiento, como:

‘‘Los áureos chiquihuites
están llenos de chalchihuites…’’

‘‘…verde jaspe de los chilacayotes;
cinabrio de la flor de calabaza
y alabastro de los chinchayotes…’’

El hecho es que el reaccionario se ve exaltado como revolucionario y el revolucionario de la poesía se ve infamado como reaccionario político. Pero esto no es una casualidad. Obedecen este tipo de juicios a un imperativo que es el que comanda esa fuerza que ahora ya comienza a dar sus primeros frutos en la formulación de juicios —acerca de las características de cosas tan alejadas de la política como pueden serlo las obras de estos poetas— tan descabellados como antes. Esa fuerza es el nacionalismo.
La ‘‘grandeza histórica’’ de los pueblos es la medida en que ellos han influido en la vida de otros pueblos. El patrón que permite determinar esa medida es casi siempre un patrón cultural entre los pueblos cultos. Entre los otros es un patrón de dominio. Este último interesa poco ya.
Cualquier manipulación o mixtificación a la que los valores que la cultura aporta como elementos dados y consumados con fines que no son aquellos a los que la obra misma se dirige o ha sido dirigida por su autor, constituye una interferencia y una obstaculización al libre desarrollo cultural de un pueblo. La preferencia que las ‘‘promociones’’ establecen en favor de La suave patria por encima de  El sueño de los guantes negros no tardará en actuar contra los mismos patrocinadores.
Se percibe que con una tenaz insistencia se trata de exaltar ciertos valores de nuestra cultura que tiendan a fomentar el orgullo en sus instituciones y el diálogo más amplio entre todos, pero se emplea para ello el procedimiento de acendrar nuestro orgullo o en las formas más superficiales del inconsciente colectivo, mágico, como lo es el folklore, o en los equívocos históricos o críticos más profundos. ¿Mediante qué operación se realiza esta manipulación de los ‘‘valores culturales’’?
Mediante la operación de su institucionalización. Esta larga palabra permite que exista no sólo una ‘‘poesía institucional’’, un ‘‘partido (único) institucional’’, una ‘‘oposición’’ institucional, una prensa ídem y, asombrosamente, hasta una Revolución Institucional. ¿Quién, me pregunto, es el que instituye?
Por otra parte el análisis más sumario revela de inmediato, en el caso de todos los pueblos que han pretendido fundar su cultura en el nacionalismo ‘‘institucional’’, que pronto son presa de graves males, pues para subsistir han de echar mano forzosamente de sus propios materiales sin tener acceso a materiales mejores, pero externos. Es menester que los pueblos nacionalistas se abstraigan de un movimiento más vasto y general, la cultura, para poder complacerse con sus propios logros menores y no con el aprovechamiento de las realizaciones universales mejores. Cuando más profundamente cavan los pueblos en sus propias raíces por vía de esas manifestaciones casi siempre ininteligibles, como el folklore, más menguan la fuerza de su tronco y el esplendor de su follaje que son las manifestaciones conscientes y evidentes de su arte y de su pensamiento. No existe en esa medida ni una ‘‘cultura mexicana’’ ni tampoco una ‘‘cultura portuguesa’’ o una ‘‘cultura inglesa’’ —existe simplemente la cultura a la que mexicanos, portugueses o ingleses pueden hacer aportaciones de diversa índole. Si esa cultura no fuera universal no sería, justamente, la cultura.
Los pueblos de reciente o escasa tradición espiritual son llevados con frecuencia por el nacionalismo a abrevar en las mismas fuentes a las que son llevados los pueblos de vasta tradición cultural exhausta. El folklore, especialmente, es un vehículo apto para crear un esplendor grandioso en torno a le entidad que es capaz de institucionalizarlo, porque esa entidad demuestra ciertos poderes mágicos al elevar, ante los ojos de un pueblo, un ‘‘judas’’ de cartón a la potencia espiritual de una estatua de Moore o de situarlo de tal manera que sea equiparable a una escultura mexica; esa forma intrascendente (intrascendente porque ha sido concebida intrascendentemente por su autor que la ha concretado con papel, carrizo y cola, y que además la ha minado con petardos para hacerla saltar) va a plantear primero y a exigir después una actitud ritual por parte de sus contempladores en el Museo (Institucional) de Obras Efímeras e Intrascendentes (artes populares). Esa disposición ritual no tardará en convertirse en una exigencia que, por ejemplo, la Iglesia bendecidora de cañones satisface en un país tan institucionalizado como España y esa disposición exigirá tarde o temprano el hecho institucional por excelencia: la ceremonia colectiva.
Tanto por nuestro pasado histórico como por el testimonio de la historia contemporánea, es por todos motivos desaconsejable participar en esas ceremonias.

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