El homenaje que se ha venido
rindiendo a algunos de nuestros poetas modernos durante este año me ha dado el
indicio de una fuerza tremenda que habiendo pasado su periodo de gestación está
naciente en el futuro próximo de este país.
He escuchado por
la radio el nombre de López Velarde asociado a una ‘‘promoción’’ de muebles
hechos en México con ‘‘calidad de exportación’’ y también he oído en varias
ocasiones (casi siempre de patrocinio oficial) los versos de este poeta —extraídos siempre del más flojo y compendioso de sus poemas— citados
en apoyo de patrañas tales como ‘‘La participación activa de López Velarde en
la revolución con los carrancistas, etcétera’’, como si se tratara de subrayar
un hecho que contradice de la manera más contundente lo que el propio López
Velarde nos dice acerca de su ‘‘actitud’’ política en toda su obra, incluyendo La suave patria, cuya última parte es
especialmente reveladora de una convicción que ya con amargura había plasmado
en el último verso de un poema anterior, uno de sus mejores: El retorno maléfico.
No
sé a ciencia cierta si este afán de exaltar a López Velarde por encima de su
comedimiento en cuestiones políticas se ha reflejado un poco en contra de los
otros dos poetas conmemorados y en especial contra Tablada y su obra que, de
las tres, es la única que puede ser considerada como realmente revolucionaria
aun a pesar de las ideas políticas de su autor, que, tengo entendido, no eran
particularmente avanzadas o cuando menos no tan avanzadas como lo eran sus
ideas poéticas.
¿Cuál
es el orden en que ‘‘la Revolución’’ puede más fácilmente exaltarse a sí misma
en la obra de los poetas? He ahí una pregunta que en el caso de las
conmemoraciones poéticas de este año da lugar a más de una respuesta en grado
absoluto; es decir que da lugar a varias respuestas equívocas, sobre todo si se
tiene en cuenta que el patrón sólo admite de dos medidas, ambas ambiguas. Por
una parte se juzga la vida de López Velarde (una vida inscrita —como lo revela
su obra— dentro de los más estrechos márgenes de la inmutabilidad y de la
indiferencia política) como de actitud revolucionaria y por otra se juzga la
‘‘personalidad’’ de Tablada (que tenía más talento aunque menos genio que López
Velarde —como lo demuestra el carácter de su obra, eminentemente revolucionaria
en el orden de la poesía—, un afán intenso de subvertir el orden tradicional)
como la personalidad de un cobarde y de un personaje de poca monta.
Los
patrocinadores tal vez no se hayan percatado, por el escaso aparato crítico que
envuelve a la obra de Tablada, que posiblemente estuviera muchísimo más de
acuerdo con el objetivo de sus ‘‘promociones’’ y sólo de su poema Tianguis los redactores de spots radiofónicos de nuestro organismo
de comercio podrían extraer un cuantioso tesoro de dísticos con alto poder de
convencimiento, como:
‘‘Los áureos chiquihuites
están llenos de chalchihuites…’’
‘‘…verde jaspe de los chilacayotes;
cinabrio de la flor de calabaza
y alabastro de los chinchayotes…’’
El
hecho es que el reaccionario se ve exaltado como revolucionario y el
revolucionario de la poesía se ve infamado como reaccionario político. Pero
esto no es una casualidad. Obedecen este tipo de juicios a un imperativo que es
el que comanda esa fuerza que ahora ya comienza a dar sus primeros frutos en la
formulación de juicios —acerca de las características de cosas tan alejadas de
la política como pueden serlo las obras de estos poetas— tan descabellados como
antes. Esa fuerza es el nacionalismo.
La
‘‘grandeza histórica’’ de los pueblos es la medida en que ellos han influido en
la vida de otros pueblos. El patrón que permite determinar esa medida es casi
siempre un patrón cultural entre los pueblos cultos. Entre los otros es un
patrón de dominio. Este último interesa poco ya.
Cualquier
manipulación o mixtificación a la que los valores que la cultura aporta como
elementos dados y consumados con fines que no son aquellos a los que la obra
misma se dirige o ha sido dirigida por su autor, constituye una interferencia y
una obstaculización al libre desarrollo cultural de un pueblo. La preferencia
que las ‘‘promociones’’ establecen en favor de La suave patria por encima de El sueño de los guantes negros no tardará
en actuar contra los mismos patrocinadores.
Se
percibe que con una tenaz insistencia se trata de exaltar ciertos valores de
nuestra cultura que tiendan a fomentar el orgullo en sus instituciones y el
diálogo más amplio entre todos, pero se emplea para ello el procedimiento de
acendrar nuestro orgullo o en las formas más superficiales del inconsciente
colectivo, mágico, como lo es el folklore, o en los equívocos históricos o
críticos más profundos. ¿Mediante qué operación se realiza esta manipulación de
los ‘‘valores culturales’’?
Mediante
la operación de su institucionalización. Esta larga palabra permite que exista
no sólo una ‘‘poesía institucional’’, un ‘‘partido (único) institucional’’, una
‘‘oposición’’ institucional, una prensa ídem y, asombrosamente, hasta una
Revolución Institucional. ¿Quién, me pregunto, es el que instituye?
Por
otra parte el análisis más sumario revela de inmediato, en el caso de todos los
pueblos que han pretendido fundar su cultura en el nacionalismo
‘‘institucional’’, que pronto son presa de graves males, pues para subsistir
han de echar mano forzosamente de sus propios materiales sin tener acceso a
materiales mejores, pero externos. Es menester que los pueblos nacionalistas se
abstraigan de un movimiento más vasto y general, la cultura, para poder
complacerse con sus propios logros menores y no con el aprovechamiento de las
realizaciones universales mejores. Cuando más profundamente cavan los pueblos
en sus propias raíces por vía de esas manifestaciones casi siempre
ininteligibles, como el folklore, más menguan la fuerza de su tronco y el
esplendor de su follaje que son las manifestaciones conscientes y evidentes de
su arte y de su pensamiento. No existe en esa medida ni una ‘‘cultura
mexicana’’ ni tampoco una ‘‘cultura portuguesa’’ o una ‘‘cultura inglesa’’
—existe simplemente la cultura a la que mexicanos, portugueses o ingleses pueden
hacer aportaciones de diversa índole. Si esa cultura no fuera universal no
sería, justamente, la cultura.
Los
pueblos de reciente o escasa tradición espiritual son llevados con frecuencia
por el nacionalismo a abrevar en las mismas fuentes a las que son llevados los
pueblos de vasta tradición cultural exhausta. El folklore, especialmente, es un
vehículo apto para crear un esplendor grandioso en torno a le entidad que es
capaz de institucionalizarlo, porque esa entidad demuestra ciertos poderes
mágicos al elevar, ante los ojos de un pueblo, un ‘‘judas’’ de cartón a la
potencia espiritual de una estatua de Moore o de situarlo de tal manera que sea
equiparable a una escultura mexica; esa forma intrascendente (intrascendente
porque ha sido concebida intrascendentemente por su autor que la ha concretado
con papel, carrizo y cola, y que además la ha minado con petardos para hacerla
saltar) va a plantear primero y a exigir después una actitud ritual por parte
de sus contempladores en el Museo (Institucional) de Obras Efímeras e
Intrascendentes (artes populares). Esa disposición ritual no tardará en
convertirse en una exigencia que, por ejemplo, la Iglesia bendecidora de
cañones satisface en un país tan institucionalizado como España y esa
disposición exigirá tarde o temprano el hecho institucional por excelencia: la
ceremonia colectiva.
Tanto
por nuestro pasado histórico como por el testimonio de la historia
contemporánea, es por todos motivos desaconsejable participar en esas
ceremonias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario