―¡Diles
que no nos maten, Nicolás! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles.
Diles que lo hagan por caridad.
―No
puedo. Hay allí un alcalde que no quiere oír hablar nada de ustedes.
―Haz
que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno.
―No
se trata de sustos. Parece que los van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero
volver allá.
―Anda
otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
―No.
No tengo ganas de eso, yo también trabajo para ti. Y si voy mucho con ellos,
acabarán por sospechar de mí y les dará por torturarme y matarme a mí también.
Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
―Anda,
Nicolás. Diles que dialoguen tantito. Nomás eso diles.
Nicolás
apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
―No.
Y
siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Nicolás
se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta
de la bodega. Luego se dio vuelta para decir:
―Voy,
pues. Pero si de perdida me torturan y me matan a mí también, ¿quién cuidará de
mi mujer y de los hijos?
El
colectivo, Nicolás. Ellos se encargarán de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué
cosas haces por nosotros. Eso es lo que urge.
A Arturo Hernández Cardona, a Félix Rafael
Bandera Román, y a Ángel Román Ramírez los habían traído de
madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y seguían todavía allí, amarrados a
un horcón, esperando. No se podían estar quietos. Habían hecho el intento de
dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se les había ido. También se les
había ido el hambre. No tenían ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabían
bien a bien que los iban a matar, les habían entrado unas ganas tan grandes de
vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién iba a decir que el
alcalde se tomaría a pecho aquel viejo asunto, tan rancio, tan enterrado como
creía que estaba. Aquel asunto de la muerte de Justino. Arturo se acordaba:
Justino
Carbajal, primer síndico municipal, por más señas su compadre. Al que el
alcalde, José Luis Abarca, tuvo que matar por eso; por no dejar que usaran el
dinero municipal y que, siendo su empleado, se negó a cooperar.
Primero
Abarca lo toleró por puro compromiso. Pero después, cuando el narco empezó a
presionar, y que Justino lo hacía quedar mal, a Abarca y a su mujer, fue
entonces cuando mandaron a golpearlo y a arrear a la bola de militares hasta
los campamentos para amedrentar a la gente de Justino y a los de la Unidad
Popular. Y Justino volvía a negarse, y Abarca volvía a mandar militares y
policías. Así, de día se oponían y de noche llegaban más militares, mientras
las protestas por los asentamientos seguían y Justino defendía a los opositores
de Abarca, siempre apareciendo en las calles, siempre esperando para incomodar
al alcalde; aquellos manifestantes que antes no tenían sus negocios.
Y
Justino y Abarca alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo.
Hasta que una vez Abarca le dijo:
―Mira,
Justino, otra manifestación más y mato a alguno.
Y
él contestó:
―Mire,
Abarca, yo no tengo la culpa de las manifestaciones. Ellos son inocentes. Ahí
se lo haiga si me los mata.
Y
mató a Justino.
Esto
pasó hace semanas, porque por mitades de marzo, Arturo Hernández Cardona, Félix Rafael Bandera Román, y Ángel
Román Ramírez, ya andaban en el monte, corriendo del exhorto. No
valieron ni las diez camionetas que le dieron a los militares, ni el embargo de
sus pertenencias. Todavía después, se cobraron con lo que quedaba nomás por no
perseguirlos, aunque de todos modos los perseguían. Por eso se fueron a vivir
al terreno del chalán Nicolás a ese otro terrenito por Puente de Ixtla. Y según
eso, las afrentas que tuvieron con Justino deberían estar olvidadas. Pero,
según eso, no lo estaban. Entonces calculó que con alejarse un rato quedaría
arreglado todo. El difunto Justino era solo, solamente con su mujer y los dos
muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena.
Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por
parte de ellos, Abarca no había que tener miedo. Pero los de la Unidad Popular
sabían que lo habían incomodado y querían acorralarlo. Cada vez que alguien más
protestaba en el pueblo le avisaban:
―Por
ahí andan los del colectivo UP enfurecidos, José Luis. Y el alcalde mandó a
perseguirlos.
Y
Arturo y los otros echaron pal monte, entreverándose entre los madroños,
pasándose los días comiendo verdolagas y planeando la forma de denunciar. A
veces tenían que salir a la media noche, como si los militares los estuvieran correteando
de día con los perros. Eso duró toda una eternidad. No fueron dos semana o
tres. Fue toda la eternidad.
Y
ahora habían ido por ellos luego de declarar en el ministerio público que sus
vidas estaban en riesgo y de haber protestado en la caseta, cuando no lo esperaban, confiados en la confianza que
le tenían a los opositores de Abarca; creyendo que al menos se levantarían.
"Al menos esto -pensó- conseguiré".
Se
habían dado a esta esperanza por entero. Por eso era que a Arturo Hernández le
costaba trabajo imaginar morir así, de repente, después de tanto oponerse; de
haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los
sobresaltos y cuando su reputación había acabado por ser un puro pellejo
correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose.
Tenía
que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza.
Tal vez Abarca se hubiera equivocado. Quizá buscaban a otro de los dirigentes
de la Unidad Popular.
Caminó
entre aquellos soldados en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era
oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y
traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Luego,
como queriendo decir algo, miraba a los soldados que iban junto a él. Iba a
decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho
daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado.
"Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta
imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía
quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para
ver por dónde seguía el camino. No les veía la cara; sólo veía los bultos que
se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no
supo si lo habían oído. Dijo:
―Yo
nunca le he hecho daño a nadie ―eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno pareció
darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Comenzaron a golpearlo, como
si hubieran sido entrenados para eso.
Entonces
pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en
algún otro lado. Dejó caer su cuerpo en medio de aquellos cuatro hombres
oscurecidos por el color negro de la noche.
―Mi
alcalde, ya le estamos dando al hombre.
Se
habían detenido. Arturo Hernández, con la mirada hacía la luz, esperando ver
salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
―¿Cuál
hombre? ―preguntó.
―El
de Unidad Popular, mi alcalde. El que usted nos mandó a buscar.
―Pregúntale
que si está satisfecho con sus alborotos ―volvió a decir.
El
militar que estaba frente a Arturo repitió la pregunta.
―Sí,
estoy satisfecho.
Abarca
se acercó.
―Me
daré el gusto de matarte.
Entonces
la voz de Arturo cambió de tono:
―¡Míreme,
alcalde! ―pidió él―. Ya no valgo nada. ¡No me mates...!
―¡Llévenselo!
―dijo.
―...Ya
entendí, alcalde. Todo me lo quitaron. Ya me castigaron. Me la he pasado
escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me
matarían. No merezco morir. ¡No me mates! ¡Diles que no nos maten!
Estaba
allí arrinconado. Había venido Nicolás, se había ido y había vuelto y ahora
otra vez venía.
Lo
echó en la cajuela, junto a Félix y Ángel. Los apretó bien apretados para que
no fuesen golpeándose por el camino. Metió cada una de sus cabezas dentro de un
costal diferente y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a carretera
con tiempo para escribir un letrero y dejarlos por ahí.
―Los
normalistas los extrañarán ―iba diciéndoles―. Los mirarán a la cara y creerán
que no son ustedes. Se les afigurará que los mató el narco cuando los vean con
esas caras tan desfiguradas y repletas de boquetes que les dejaron.
*Justino
Carbajal fue asesinado el 8 de Marzo de 2013
El 3 de junio de 2013 encuentran muertos a Arturo
Hernández Cardona, Félix Rafael Bandera Román, y Ángel Román Ramírez
El 4 de Junio el periódico La Jornada señala a
José Luis Abarca como responsable de los asesinatos de Arturo Hernández
Cardona, Félix Rafael Bandera Román, y Ángel Román Ramírez
Desde junio del 2013, a la PGR se le dio todo
tipo de pruebas y testimonios respecto a la complicidad de Abarca en los
asesinatos
La madrugada del 27 de septiembre del 2014, un
año y tres meses después, Abarca manda a matar a seis personas y a desaparecer
a 43 estudiantes en Ayotzinapa.
El 7 de noviembre del 2014, el procurador
general Murillo Karam dice en conferencia de prensa: “Ya me cansé”, respecto a
la investigación del caso Ayotzinapa
El 4 de diciembre del 2014, el presidente Enrique
Peña Nieto dice que “Hay que superar lo de Ayotzinapa”
El gobierno no sólo no investigó el caso, sino
que no dejó de brindarle apoyo militar y policiaco a Abarca
«Diles
que no nos maten» (intervención de Leonardo Garvas al cuento «Diles que no me
maten», de Juan Rulfo).
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