lunes, 11 de mayo de 2015

Discurso de Fernando Paredes, leído el 26 de marzo del 2009 en el Museo del Estanquillo

     


     Buenas noches tengan todos ustedes.

     Antes de comenzar quiero externar un afectuoso saludo a los señores embajadores de los pueblos amigos de Cracovia, Libia y Sudáfrica, que nos honran con su presencia, así como a sus distinguidas esposas; sobre todo a la señora Lita Kurniskaya, primera dama del Estado Libre de Cracovia, quien amablemente nos recibió en su casa de descanso en Las Antillas hace apenas una semana atrás, en compañía de su embajador esposo, Pietr.

     Lita: déjeme expresar una vez más mi admirado placer por la exquisita crema de scargots  que nos sirvió aquella noche, junto a ese filete de antílope bañado en gravy de cerezas , y la ambrosía que usted llamó vino pero que en mi paladar redunda con el sólo término de Gloria. Para un gourmet del bajío mexicano, como yo, esos manjares significan auténticas epifanías, colapsos en el centro mismo de las certezas, placeres fulminantes de los que jamás se sale indemne y hacen que las cosas cambien para siempre. Aprovecho para disculparme por mi repentina desaparición de la isla, pero bajo esas circunstancias no pude más que obedecer a mi conciencia y partir lo más rápido posible, tomando el primer vuelo hacia cualquier lugar.

     La razón por la que esta noche no estoy ahí con todos ustedes tiene mucho que ver con lo acontecido en mi espíritu después de aquella cena inenarrable. Me encuentro en una ciudad de nombre impronunciable, cuya característica principal la conforman sus ciudadanos, todos de estatura pequeña, cabellos largos, dentaduras perfectas y facultades extraordinarias para el canto. No son el pueblo más amable del planeta, pero tienen un alto sentido del servicio. Soy el único hombre en la zona que sobrepasa el 1.50 de estatura y eso parece incomodarles sobremanera. Curiosamente, son las mujeres quienes más descorteses se han mostrado, hasta el punto en que he preferido dirigirme solamente a los maricones, el grupo más numeroso y tolerante del lugar. También soy el único con pelo corto, dientes disparejos y voz destemplada.

     Esto de llamarlos maricones no es ofensivo; es ese el fonema que utilizan para sí mismos (“hmairiknes”) y no se refiere tanto a sus preferencias sexuales como a su posición en la jerarquía de clases. Acá, bien diferenciadas, hay tres: los maricones, mayoría conformada por el pueblo trabajador, prestador de servicios; los pecas (“pek’s”), minoría de parias a cargo de la administración pública y el comercio de drogas; y las pachitas (así como se oye), las mujeres, que por ese sólo hecho conforman una clase aparte, como en cualquier otro rincón de la Tierra.

     No crean que me he puesto al tanto de todo esto en tan pocos días gracias a una insólita comprensión del medio. Todo lo referente al pueblo está impreso en una hoja tamaño tabloide que me dieron al traspasar el aeropuerto, escrita a mano, en un inglés básico, con tinta color bermellón. Supongo que ésta es la temporada baja de turistas, ya que, como he dicho, no he visto a nadie distinto (en este caso, parecido a mí) deambulando por la ciudad. Y aún así no me explico qué tendrían que hacer acá cualquier clase de turistas. Bueno, sí. Los cantos de esta gente son merecedores de un viaje indómito sólo para escucharlos.

     La ciudad carece de atractivos naturales, su arquitectura se acerca a lo anodino, el clima es insoportablemente húmedo y un hedor a flores putrefactas envuelve todo el ambiente. No obstante, creo que he llegado al sitio en donde al fin podré ordenar mi vida. Han sido muchos años posponiendo este quehacer ineludible, y ahora, aquí, rodeado de lo ajeno, me encuentro en el estado anímico que antecede a la toma de decisiones trascendentales. Sé que después de mis próximos movimientos, todo aquello que conforma mis patrones de conducta será transformado en algo que, aún sin saber sus características, significará el comienzo de una existencia libre de pretensiones, y por lo mismo, libre de desengaños.

      Sé que muchos de los que ahora se encuentran reunidos en esta presentación son hombres y mujeres cultos, artistas y literatos, buceadores del concepto, astronautas de la forma, copilotos de la muerte o verduleros del Parnaso; sé que el guión no escrito de estos eventos apunta, por lo que toca a los asistentes, a una postura acrítica ante lo que el o los autores y comentaristas del libro en cuestión dicen que dice o quisieron decir en su obra, y que ante todo esperan que la pasta de los canapés no tenga ese regusto a producto chino o que el vino dure al menos lo suficiente para ponerse alegres, dicharacheros y ocurrentes; por lo que toca a los autores… bueno, a una seriedad que, cuando es impostada, deviene en disparates casi siempre desafortunados, y cuando es auténtica… pff, es un espectáculo deprimente.

     Así que, obedeciendo a esto, dejaré de ponerlos al tanto de mi situación personal y diré lo que tengo que decir acerca de Al Diablo Adentro, libro que, como quinceañera ganosa, se presenta en sociedad con la esperanza de ser manoseada por la mayor cantidad de aficionados a la carne nueva. Aunque en estos tiempos una quinceañera suele no ser tan nueva y un libro nuevo suele ser no tan apetitoso.

     El libro es un desmadre, pero un desmadre como esos desmadres en los que subyace un orden, una lógica particular, en el que todo está a la vista, dispuesto a ser tomado, usado según la propia necesidad. Creo que su mayor virtud estriba en no ser un libro homogéneo. Y no es que se trate de uno de esos frankensteins posmodernos con ínfulas deconstructivistas, a los cuales se accede por completo sólo si se considera que lo aburrido es sinónimo de lo profundo y lo inconexo es pariente de lo genial. Acá no hay genios, ni propuestas novedosas, ni asesinos de Carlos Fuentes, ni mucho menos admiradores de Fadanelli o algún otro radical de venta en Samborns. Creo que es disparejo como las calles de Guanajuato, absurdo como sueldo de diputado, obsceno como gasto de campaña, divertido como hablar mal de los ausentes, pendejo como niño pendejo, como vieja pendeja, como pendejo con iniciativa, insoportable como locutor de Tv Azteca, efectista como Luis Miguel, personal como ojo de pescado, plagiador como pasito duranguense; es un libro EMO, punk, pop, RBD; un conjunto de escritos de autores aficionados a la buena y mala literatura, a la buena y mala vida, comprometidos apenas con las letras, más ocupados en el cómo llego, el cuánto traigo o el qué le invento, que en cosas como la teleología, el contexto sociopolítico o las últimas escuelas de literatura japonesa.

     Parece que estoy hablando mal de la edición, pero en realidad estoy diciendo que me parece que son todas esas cosas las que lo hacen apreciable, disfrutable. Nada en la vida es parejo, ni totalmente divertido, ni continuamente inteligente, y acá no se hace la excepción. Es como una charla entre varios desconocidos que poco a poco van encontrado similitudes a base de ser ellos mismos, de ser distintos, complementarios.

     Entre Alejandra, Carlos, Leonardo, Daniel, Tonatiuh, Mario, W., y Paredes, no se podrían poner de acuerdo en gustos musicales, ni en películas preferidas, ni en qué se les antoja para cenar, pero no sería nada difícil que todos soltaran una carcajada al mismo tiempo por la misma cosa.

     Para el probable lector tengo una consideración mínima. Ojalá les guste el libro entero, porque a mí no. Pero me ha encantado su imprevisibilidad, su desenfado y su clarísima vocación de chingaquedito. Estoy seguro de que será releído después de terminarlo por primera vez; de que creará filias y fobias con los autores; de que los mantendrá despiertos lo mismo que lo usarán como Valium...

     Yo, por lo pronto, me desentiendo de lo que ya no está en mis manos. Además, en estos momentos de mi vida, difícil metamorfosis estimulada por una cena anonadante, me da lo mismo la suerte con que corra este o cualquier otro libro en el mundo. Yo ya leí a quien quería leer. Ciertamente no he escrito lo quiero escribir, pero acá estoy deshaciéndome de la pretensión idiota del Autor con Mayor Proyección a la Inmortalidad.

    Gracias.




*El discurso fue leído por Arturo Tapia, ante la ausencia del autor. 






   





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