Ni siquiera podía mantenerse en pie, cada
día disminuían sus fuerzas. Confinado a una celda sucia, mal oliente, con una
deteriorada letrina de la que salía sin cesar un olor a drenaje y una ventana que apenas permitía distinguir la luz
del sol. Un hombre que alguna vez fue el ejemplo para su familia y la sociedad,
cumplía su condena. Desde que era un niño, Bruce H. Reece se interesó por la vida
de los insectos. Le gustaba explorar en los alrededores de su vecindario
husmeaba, en los patios, en la escuela y en cualquier lugar a su alcance con la
esperanza de encontrar cualquier bicho para poderlo admirar.
Con el transcurso
de los años, su pasatiempo se
convirtió en su pasión. Se graduó de biólogo con la tesis “El mundo de los
insectos”. Fue catedrático de Biología
General en la Universidad de Kansas. Tenía a cargo proyectos de investigación en
preservación y protección de la diversidad biológica y recursos. El Dr. Reece
era admirado por compañeros de trabajo y alumnos. Con casi cincuenta años aún sentía
la necesidad de seguir aprendiendo y de lograr un descubrimiento que aportara
información relevante.
Decidió realizar
una investigación que consistía en descubrir
por qué la especie Pantala flavescens hace la migración más larga en el mundo
de los insectos. Para él las libélulas eran fascinantes, tanto por sus
características fisiológicas como conductuales. Disfrutaba ver los extraordinarios coloridos, las espectaculares acrobacias
en el vuelo y sus peculiares características.
Viajó al sur de la
India en compañía de su colega el doctor Richard Watson, con la consigna de estudiar
el viaje de las libélulas que comienza desde aquel lugar hasta África, incluso
superando el recorrido de la migración de las mariposas monarca. Les
parecía un fascinante debido a que las
islas que componen las Maldivas se encuentran de 500 a 1.000 kilómetros de la
costa del sur de la India y están formadas por arrecifes de coral que apenas
tienen agua dulce, necesaria para que estos insectos completen su ciclo de
vida, lo que implica un viaje de 600 a 800 kilómetros a través del océano.
El proyecto marchaba
como se había planeado. En compañía de un guía local los dos científicos se
adentraron a uno de los litorales más vírgenes
con la intención de obtener los resultados esperados. Por semanas, documentaron
y realizaron las pruebas necesarias. Padecieron las inclemencias del clima y
del entorno. No estaban acostumbrados a la incomodidad de pasar varias semanas
en un lugar casi inhóspito, aun así la satisfacción de hacer lo que más les gustaba y con la esperanza de
conseguir más prestigio, impedía que le
dieran mayor importancia a las circunstancias que los rodeaban. Tres días antes
de terminar la investigación, todo daría un abrupto cambio.
Mientras dormía una
sensación y un ruido extraño despertó a El Dr. Reece. Se levantó adormecido.
Aunque era normal escuchar a animales por la noche, sintió que era observado. Salió
de la tienda de acampar para averiguar qué sucedía. Alejándose, alcanzó a distinguir algo que
parecía a una figura encorvada y no humana. Regreso a dormir y no le dio importancia.
Lo adjudico al cansancio o a un estado de sueño no muy profundo. La siguiente noche
se volvió a repetir lo mismo, aunque esa vez, al salir de la tienda miró al ser
a poca distancia de él. Ya no pudo dormir y al amanecer comenzó a contarle a
sus acompañantes lo sucedido.
Como era de
esperarse, su colega lo convenció de que olvidara el asunto alegando que los
hombres de ciencia no debían sugestionarse o hacer caso al inconsciente, que
muchas veces traiciona. Sin embargo no parecía muy convencido con la explicación
del Dr. Watson. Se puso nervioso y expresó sus ganas de irse de inmediato.
Aseguraba que los seres que vivían ahí no debían de ser molestados o todos
sufrirían terribles consecuencias. Habían invertido horas de arduo trabajo,
recursos de la Universidad y hasta de ellos mismos, no podían abandonar la
investigación por creencias populares. Esa era la última noche y no había razón
lógica para acelerar la partida. A la mañana
siguiente reunirían los resultados, levantarían el campamento y
volverían a casa. No se percataban de que alguien los observaba.
Al caer la
noche los hombres se dispusieron a
dormir. Todo cambió en cuestión de horas. El Dr. Reece despertó al amanecer, le
pareció extraño que no hubiera ruido, a esas horas ya deberían de estar
preparándose para volver a la ciudad. La calma lo angustió. Se dispuso a
despertar a sus compañeros, pero su sorpresa fue tan grande y aterradora cuando vio que Watson y el guía yacían
muertos en sus tiendas, con el cuerpo destrozado, y frente a ellos dos criaturas
deformes, con parecido a un humano, pero sin llegar a serlo. Lo invadió el
pánico, esos seres lo veían con
curiosidad, para después alejarse del lugar y perderse entre los árboles. Con el
paso de las horas se recuperó de shock y regresó al pueblo en busca de ayuda. Contó
lo sucedido a las autoridades correspondientes que, atónitas, no podían creer
lo que escuchaban. Como era de esperarse regresaron al litoral, encontraron los
cuerpos brutalmente descuartizados. Al científico se le arraigó hasta que las
pruebas periciales finalizaran. No se encontró ningún tipo de señal que
indicara que algo desconocido, parecía
que Reece lo había hecho. Finalmente fue encarcelado y juzgado. A pesar de la
ayuda legal que recibió de su país, no se podía hacer nada, todo estaba en su
contra, concluyeron que el científico sufría una enfermedad mental, tal vez
esquizofrenia la que provocó que asesinara a sus acompañantes.
Desde hace
veinticinco años está encarcelado, muriendo poco a poco. Él no se cesa de contar la misma historia, alegando su
inocencia, pidiendo que busquen las pruebas que dejó en aquél lugar; sus
documentos, las grabaciones en video y sonido, y las fotografías que hasta el
momento no se han podido encontrar. Por las noches, antes de dormir, puede ver
una libélula que es su única compañía y que se encarga de recordarle por qué está
ahí.
Por Susi Cortes.
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