martes, 19 de enero de 2016

La libélula



Ni siquiera podía mantenerse en pie, cada día disminuían sus fuerzas. Confinado a una celda sucia, mal oliente, con una deteriorada letrina de la que salía sin cesar un olor a drenaje y una  ventana que apenas permitía distinguir la luz del sol. Un hombre que alguna vez fue el ejemplo para su familia y la sociedad, cumplía su condena. Desde que era un niño, Bruce H. Reece se interesó por la vida de los insectos. Le gustaba explorar en los alrededores de su vecindario husmeaba, en los patios, en la escuela y en cualquier lugar a su alcance con la esperanza de encontrar cualquier bicho para poderlo admirar.
Con el transcurso de los años, su pasatiempo se convirtió en su pasión. Se graduó de biólogo con la tesis “El mundo de los insectos”.  Fue catedrático de Biología General en la Universidad de Kansas. Tenía a cargo proyectos de investigación en preservación y protección de la diversidad biológica y recursos. El Dr. Reece era admirado por compañeros de trabajo y alumnos. Con casi cincuenta años aún sentía la necesidad de seguir aprendiendo y de lograr un descubrimiento que aportara información relevante. 
Decidió realizar una investigación que consistía  en descubrir por qué la especie Pantala flavescens hace la migración más larga en el mundo de los insectos. Para él las libélulas eran fascinantes, tanto por sus características fisiológicas como conductuales. Disfrutaba ver los  extraordinarios coloridos, las espectaculares acrobacias en el vuelo y sus peculiares características.
Viajó al sur de la India en compañía de su colega el doctor Richard Watson, con la consigna de estudiar el viaje de las libélulas que comienza desde aquel lugar hasta África, incluso superando  el  recorrido de  la migración de las mariposas monarca. Les parecía un fascinante  debido a que las islas que componen las Maldivas se encuentran de 500 a 1.000 kilómetros de la costa del sur de la India y están formadas por arrecifes de coral que apenas tienen agua dulce, necesaria para que estos insectos completen su ciclo de vida, lo que implica un viaje de 600 a 800 kilómetros a través del océano.
El proyecto marchaba como se había planeado. En compañía de un guía local los dos científicos se adentraron  a uno de los litorales más vírgenes con la intención de obtener los resultados esperados. Por semanas, documentaron y realizaron las pruebas necesarias. Padecieron las inclemencias del clima y del entorno. No estaban acostumbrados a la incomodidad de pasar varias semanas en un lugar casi inhóspito, aun así la satisfacción de hacer  lo que más les gustaba y con la esperanza de conseguir más prestigio, impedía  que le dieran mayor importancia a las circunstancias que los rodeaban. Tres días antes de terminar la investigación, todo daría un abrupto cambio. 
Mientras dormía una sensación y un ruido extraño despertó a El Dr. Reece. Se levantó adormecido. Aunque era normal escuchar a animales por la noche, sintió que era observado. Salió de la tienda de acampar para averiguar qué sucedía.  Alejándose, alcanzó a distinguir algo que parecía a una figura encorvada y no humana. Regreso a dormir y no le dio importancia. Lo adjudico al cansancio o a un estado de sueño no muy profundo. La siguiente noche se volvió a repetir lo mismo, aunque esa vez, al salir de la tienda miró al ser a poca distancia de él. Ya no pudo dormir y al amanecer comenzó a contarle a sus acompañantes lo sucedido.
Como era de esperarse, su colega lo convenció de que olvidara el asunto alegando que los hombres de ciencia no debían sugestionarse o hacer caso al inconsciente, que muchas veces traiciona. Sin embargo no parecía muy convencido con la explicación del Dr. Watson. Se puso nervioso y expresó sus ganas de irse de inmediato. Aseguraba que los seres que vivían ahí no debían de ser molestados o todos sufrirían terribles consecuencias. Habían invertido horas de arduo trabajo, recursos de la Universidad y hasta de ellos mismos, no podían abandonar la investigación por creencias populares. Esa era la última noche y no había razón lógica para acelerar la partida. A la mañana  siguiente reunirían los resultados, levantarían el campamento y volverían a casa. No se percataban de que alguien los observaba.
Al caer la noche  los hombres se dispusieron a dormir. Todo cambió en cuestión de horas. El Dr. Reece despertó al amanecer, le pareció extraño que no hubiera ruido, a esas horas ya deberían de estar preparándose para volver a la ciudad. La calma lo angustió. Se dispuso a despertar a sus compañeros, pero su sorpresa fue tan grande y aterradora  cuando vio que Watson y el guía yacían muertos en sus tiendas, con el cuerpo destrozado, y frente a ellos dos criaturas deformes, con parecido a un humano, pero sin llegar a serlo. Lo invadió el pánico, esos seres lo veían  con curiosidad, para después alejarse del lugar y perderse entre los árboles. Con el paso de las horas se recuperó de shock y regresó al pueblo en busca de ayuda. Contó lo sucedido a las autoridades correspondientes que, atónitas, no podían creer lo que escuchaban. Como era de esperarse regresaron al litoral, encontraron los cuerpos brutalmente descuartizados. Al científico se le arraigó hasta que las pruebas periciales finalizaran. No se encontró ningún tipo de señal que indicara  que algo desconocido, parecía que Reece lo había hecho. Finalmente fue encarcelado y juzgado. A pesar de la ayuda legal que recibió de su país, no se podía hacer nada, todo estaba en su contra, concluyeron que el científico sufría una enfermedad mental, tal vez esquizofrenia la que provocó que asesinara a sus acompañantes.

Desde hace veinticinco años está encarcelado, muriendo poco a poco. Él no se cesa  de contar la misma historia, alegando su inocencia, pidiendo que busquen las pruebas que dejó en aquél lugar; sus documentos, las grabaciones en video y sonido, y las fotografías que hasta el momento no se han podido encontrar. Por las noches, antes de dormir, puede ver una libélula que es su única compañía y que se encarga de recordarle por qué está ahí.

Por Susi Cortes. 

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