Yo ya no sé cuándo he muerto. Siempre
me ha parecido haber muerto viejo, hacia los ochenta años, y qué años, y que mi
cuerpo daba fe de ello, de la cabeza a los pies. Pero esta noche, solo en mi
cama helada, siento que voy a ser más viejo que el día, la noche, en que el
cielo con todas sus luces cayó sobre mí, el mismo cielo que tanto había mirado,
desde que erraba sobre la tierra lejana. Porque tengo demasiado miedo esta
noche para observar cómo me pudro, para esperar los grandes descensos rojos del
corazón, las torsiones del intestino sin salida y para que se cumplan en mi
cabeza los largos asesinatos, el asalto a pilares inquebrantables, el amor con
los cadáveres. Voy, pues, a contarme una historia, voy, pues, a intentar
contarme una vez más una historia, para intentar calmarme, y es ahí dentro
donde siento que voy a ser viejo, viejo, más viejo aún que el día en que me
derrumbé, pidiendo socorro, y el socorro vino. O es posible que en esta
historia haya vuelto sobre la tierra, después de mi muerte. No, no parece
probable, volver a la tierra después de mi muerte.
¿Por qué
haberme movido, estando en casa de nadie? ¿Me echaban fuera? No, no había
nadie. Veo una especie de antro, con el suelo cubierto de latas de conservas.
No es el campo sin embargo. Se trata quizá de unas simples ruinas, quizás las
ruinas de una quinta, en las inmediaciones de la ciudad, en un campo, porque
los campos llegaban hasta el pie de los muros, sus muros, y por la noche las
vacas se acostaban al abrigo de las fortificaciones. He cambiado tanto de
refugio, a lo largo de mi desconcierto, que me sorprendo confundiendo antros y
escombros. Pero fue siempre la misma ciudad, Es verdad que uno va muchas veces
en un sueño, el aire ennegrece de casas y fábricas, se ven pasar tranvías y
bajo los pies que moja la hierba aparecen de pronto adoquines. Yo no conozco
más que la ciudad de la infancia, he debido ver la otra, pero sin lograr jamás
creer en ella. Todo lo que digo se anula, nada habré dicho. ¿Tenía hambre al
menos? ¿Me tentaba el tiempo? Estaba nublado y fresco, así lo prefiero, pero no
hasta el punto de atraerme afuera. No pude levantarme a la primera tentativa,
ni pongamos a la segunda, y una vez por fin de pie, y apoyado en la pared, me
preguntaba si podría seguir, de pie me refiero, apoyado contra el muro. Salir y
caminar, imposible. Hablo como si fuera ayer. Ayer en efecto, está reciente
pero no lo bastante. Porque lo que cuento esta noche ocurre esta noche, a esta
hora que se desvanece. Ya no estoy con esos asesinos, en aquel lecho de terror,
sino en mi lejano refugio, las manos cruzadas, la cabeza inclinada, débil,
jadeante, tranquilo, libre y más viejo de lo que nunca he sido, si mis cálculos
son exactos. Conduciré sin embargo mi historia al pasado, como si se tratara de
un mito o de una fábula antigua, porque necesito esta noche otra edad, que se
convierta en otra edad aquella en la que yo me convertí en lo que he sido. Oh,
os voy a dar yo tiempos, cerdos de vuestro tiempo.
Pero poco a poco salí y me eché a andar, a
pasitos, en medio de los árboles, vaya, árboles. Una vegetación enloquecida invadía
los senderos de antaño. Me apoyaba en los troncos, para recordar el aliento, o
agarrándome a una rama, me lanzaba hacia delante. De mi último recorrido ya no
quedaba el menor rastro. Eran los perecedores robles d`Aubignè. Apenas un
bosquecillo. El lindero estaba cerca, una luz menos verde y como desastrada lo
decía, calmosamente. Sí, donde uno estuviera, en ese pequeño bosque, aunque
fuese en lo más profundo de sus pobres secretos, por todas partes veías
resplandecer aquella luz más pálida, testimonio de no sé qué eternidad. Morir
sin sufrir demasiado, un poco, eso sí que vale la pena, cerrar uno ante el
cielo ciego los ojos por socavar, después rápido convertirse en carroña, para
que los cuervos no se confundan. Esa es la ventaja de morir ahogado, una de las
ventajas, los cangrejos, ellos, no llegan nunca demasiado pronto.
Todo es
cuestión de organización. Pero cosa rara, salido por fin del bosque, habiendo
cruzado distraídamente la zanja que lo ceñía, me puse a pensar en la crueldad,
la risueña. Ante mí se extendía un herbaje espeso, tréboles, quizá, qué me
importa, chorreando del rocío nocturno o de la lluvia reciente. Más allá del
prado, lo sabía, un camino, luego un campo, luego por último las murallas,
cerrando la perspectiva. Las murallas, ciclópeas y dentadas, recortándose
débilmente sobre un cielo apenas más claro, no ofrecían aspecto de ruinas
comparadas con las mías, pero lo eran, lo sabía. Esta era la escena que se
abría ante mí, inútilmente, porque la conocía y me horrorizaba. Lo que yo veía
era un hombre calvo trajeado de marrón, un charlatán. Contaba una historia
divertida, a propósito de un fiasco. Yo no entendía nada. Pronunció la palabra
caracol, babosa quizá, para la alegría general. Las mujeres parecían divertirse
todavía más que sus acompañantes, si eso fuera posible. Sus risas agudas
penetraban los aplausos, y calmados éstos, se desparramaban aún, aquí y allá,
hasta turbar el exordio de la historia siguiente. Pensaban quizás en el pene
titular, sentado quién sabe a su lado, y desde esta suave proximidad lanzaban
sus gritos de alegría, hacia la tempestad cómica, qué talento. Pero soy yo esta
noche a quien debe suceder algo, a mi cuerpo, como en los mitos y metamorfosis,
a este viejo cuerpo al que nunca ha sucedido, o tan poco, que nada nunca ha
encontrado, nada amado, nada querido, en su universo galvanizado, mal
galvanizado, nada deseado más que los espejos se derrumben, los planos, los
curvos, los de aumento, los de disminución, y desaparecer, en el estruendo de
sus imágenes. Sí, esta noche es necesario que suceda como en el cuento que mi
padre me leía, noche tras noche, cuando yo era pequeño y él saludable, durante
años me parece esta noche, y del que no he retenido gran cosa, salvo que se
trataba de las aventuras de un tal Joe Breem, o Breen, hijo de un farero, mozo
de quince años, fuerte y musculoso, ésa es la frase exacta, que nadó durante
millas, de noche, con un cuchillo entre los dientes, persiguiendo a un tiburón,
ya no sé por qué, por puro heroísmo. Ese cuento, hubiera podido simplemente
contármelo, se lo sabía de memoria, yo también, pero así no me hubiera calmado,
tenía que leérmelo, o simular leérmelo, noche tras noche, pasando las páginas y
explicándome las páginas y explicándome las imágenes que ya eran yo, noche tras
noche las mismas imágenes, hasta que me amodorraba en su hombro. Con una sola
palabra de texto que se hubiese saltado, yo le habría golpeado, con mi puñito,
en su gordo vientre que saltaba fuera del chaleco de punto y del pantalón
desabrochado que le descansaban de su indumentaria de oficina. Me toca a mí
ahora la marcha, la lucha y el regreso quizá, le toca a este viejo que soy yo
esta noche, más viejo de lo que fuera nunca mi padre, más viejo de lo que yo
jamás seré. Y aquí me tenéis abocado a los futuros. Atravesé el prado, a
pasitos crispados y blandos a un tiempo, los únicos de que disponía. Ni el
menor rastro de mi último recorrido, hacía mucho tiempo de mi último recorrido.
Y los tallitos magullados crecen rápido de nuevo, en la necesidad de aire y
luz, y los rotos son reemplazados rápidamente. Penetré en la ciudad por la
puerta llamada de los Pastores, sin haber visto a nadie, tan sólo los primeros
murciélagos como crucificados voladores, ni oído nada salvo mis pasos, mi
corazón en el pecho y luego por último, cuando pasaba bajo la bóveda, el ulular
de un búho, ese grito a la vez tan suave y tan feroz y que de noche, llamando,
respondiendo, en mi bosquecillo y en los colindantes, llegaba a mi choza con un
toque a rebato. La ciudad, a medida que me internaba en ella, me sorprendía por
su aspecto desértico. Estaba iluminada como de costumbre, más que de costumbre,
aunque las tiendas estuvieran cerradas. Pero sus escaparates permanecían
iluminados, con la finalidad sin duda de atraer al cliente y obligarle a decir, Vaya, qué bonito es eso, y no es caro,
volveré mañana, si vivo aún. Estuve a punto de decirme, Vaya, es domingo. Los
tranvías circulaban, también los autobuses, pero poco numerosos, al ralentí,
vacíos, sin ruido y como bajo el agua. ¡No vi ni un caballo! Llevaba mi enorme
abrigo con cuello de terciopelo, estilo abrigo de automovilista 1900, el de mi
padre, pero no tenía ya mangas ese día, no era más que una amplia capa. Pero
era siempre sobre mí el enorme peso muerto, sin calor, y los faldones barrían
el suelo, lo rastrillaban más bien, tanto se habían deshilachado, tanto me había
empequeñecido. ¿Qué iba, qué podía sucederme en esta ciudad vacía? Pero yo
sentía las casas abarrotadas de gente, ocultos tras las cortinas miraban la
calle o, sentados al fondo de la habitación, la cabeza entre las manos, se
abandonaban al ensueño. Allá arriba, en la cúspide, mi sombrero siempre el
mismo, yo no llegaba más lejos. Atravesé la ciudad de punta a punta y llegué ante el mar, habiendo seguido el río
hasta su desembocadura. Decía, Voy a volver, sin creérmelo demasiado. Los
barcos en el puerto, anclados, sujetos por cabos al malecón, no me parecían
menos numerosos que en tiempo normal, como si yo supiera algo del tiempo
normal. Pero los muelles estaban desiertos y nada anunciaba un movimiento de
navíos próximo, ni una partida ni una llegada. Aunque todo podía cambiar de un
instante a otro, transformarse bajo mis ojos en un santiamén. Y en eso
consistiría el bullicio de la gente y de las cosas del mar, el imperceptible
balanceo de la arboladura de los grandes navíos y el más danzante de los
pequeños, me apetece, y oiría el terrible grito como sin timbre y que no se
sabe con exactitud si es triste o alegre y que contiene algo de espanto y cólera,
porque no sólo pertenecen al mar, los marineros, sino también a la tierra. Y yo
podría quizá deslizarme a bordo de un carguero a punto de partir, furtivamente,
y marcharme lejos, y pasar lejos unos cuantos meses, quizás incluso un año o
dos, al sol, en paz, antes de morir. Y sin llegar hasta ahí me extrañaría mucho
que, en esta muchedumbre hormigueante y desengañada, no consiguiera establecer
un pequeño encuentro que me calmara un poco o cambiar algunas palabras con un
navegante, por ejemplo, palabras que me llevaría conmigo, a mi choza, para
añadirlas a mi colección. Esperaba, pues, sentado sobre una especie de
cabrestante sin protector, diciéndome, Por lo menos esta noche los cabrestantes
no se han retirado de la circulación. Y escrutaba hacia alta mar, más allá de
los rompeolas, sin descubrir embarcación alguna. Ya era de noche, o casi, veía
luces, a ras del agua. Los bonitos fanales a la entrada del puerto, también los
veía, y otros a lo lejos, parpadeando en la costa, en las islas, los
promontorios. Pero al comprobar que no se producía la menor animación, me
dispuse a marcharme, a apartar la vista, tristemente, de esa ensenada muerta, porque hay escenas que
abocan a extrañas despedidas. No tenía más que bajar la cabeza y mirar al suelo
bajo mis pies, delante de mis pies, porque en esa posición siempre he sacado
fuerzas para, cómo explicarlo, no lo sé, y ha sido de la tierra más que del
cielo, sin embargo mejor cotizado, de donde me ha venido el socorro, en los
momentos difíciles. Y allí, sobre la losa, a la que no miraba fijamente, porque
para qué mirarla fijamente, vi a lo lejos la bahía, en lo más encrespado de
esta negra marejada, y rodeándome por completo la tempestad y la perdición.
Nunca volveré aquí, dije. Pero habiéndome levantado, buscando apoyo con las dos
manos en el borde del cabrestante, me encontré ante un chico que sujetaba una
cabra por un cuerno. Me volví a sentar. Él no decía nada, mirándome sin temor
aparente ni asco. Es cierto que estaba oscuro. Que no dijera nada me parecía
natural, a mí el de más edad correspondía hablar primero. Iba descalzo y
harapiento. Habitual de aquellos parajes, se había apartado de su camino para
ver qué era aquella masa sombría abandonada al borde de la dársena. Así
razonaba yo. Muy cerca de mí ahora, y con su mirada de golfillo, era imposible
que no hubiera comprendido. Sin embargo se quedaba. ¿Es realmente mía, esa
bajeza? Emocionado, porque después de todo yo debía haber salido para eso, en
cierto sentido, y aunque no esperaba sino un escaso provecho de lo que podía
suceder, me decidí a dirigirle la palabra. Preparé así mi frase y abrí la boca,
creyendo que iba a orilla, pero no oí más que una especie de estertor,
ininteligible incluso para mí que conocía mis intenciones. Pero no era nada,
nada sino la afonía debida al prolongado silencio, como en el bosquecillo donde
se abren los infiernos, os acordáis, yo apenas. Él, sin soltar la cabra, vino
justo a mi lado y me ofreció un bombón, en un cucurucho de papel, de los que se
encontraban por un penique. Hacía por lo menos ochenta años que nadie me había
ofrecido un bombón, pero yo lo cogí ávidamente y me lo metí en la boca, recuperé
el viejo gesto, cada vez más emocionado, puesto que me apetecía. Los bombones
se habían pegado y me costó trabajo, con mis manos temblorosas, separar de los
demás el que apareció primero, uno verde, pero él me ayudo y su mano rozó la mía.
Gracias, dije. Y como unos instantes más tarde se alejaba, tirando de su cabra,
le hice un gesto, con un gran movimiento de todo el cuerpo, para que se
quedara, y dije, en un murmullo impetuoso, ¿Dónde vas tú así, hijo mío, con tu
cabrita? Esa frase apenas pronunciada, de vergüenza me tapé la cara. Era, sin
embargo, la misma que había querido decir hacía un momento. ¡Dónde vas, hijo
mío, con tu cabrita! Si hubiera sabido sonrojarme lo hubiera hecho, pero mi
sangre ya no llegaba a las extremidades. Si hubiera tenido un penique en el
bolsillo se lo hubiera dado, pero no tenía un penique en el bolsillo, ni nada
que se le pareciera, nada que pudiera gustar a un pequeño desgraciado, en el
linde de la vida. Creo que ese día, que había salido por decirlo así sin
premeditación, sólo llevaba conmigo mi piedra. De su personilla estaba escrito
que yo no vería sino los cabellos rizados y negros y el hermoso perfil de las
largas piernas desnudas, sucias y musculosas. La mano también, fresca y viva,
no estaba dispuesto a olvidarla. Busqué otra frase para decirle. La encontré
demasiado tarde, estaba ya, oh lejos no, pero lejos. Fuera de mi vida también,
tranquilamente se iba, ya nunca uno solo de sus pensamiento sería para mí, tan sólo
quizá cuando fuera viejo y, hurgando en su primera juventud, encontrara esta
alegre noche y sujetara aún la cabra por el cuerno y se detuviera un instante
ante mí, con quién sabe esta vez un asomo de ternura, de celos incluso, pero no
cuento con ello. Pobres bestias queridas, me habréis ayudado, ¿Qué hace tu papá,
en la vida? Eso es lo que hubiera dicho, de darme tiempo. Seguí con la mirada
las patas traseras de la cabra, descarnadas, patizambas, espatarradas,
sacudidas por bruscos temblores. Pronto no fueron sino una minúscula masa sin
detalles y que de no saberlo hubiera podido tomar por un joven centauro. Iba a
hacer cagar la cabra, después recoger un puñado de bolitas tan rápidamente frías
y duras, olerlas e incluso probarlas, pero no, eso no me ayudaría esta noche.
Digo esta noche, como si se tratara siempre de la misma noche, pero ¿hay dos
noches? Me puse en camino, la intención de regresar cuanto antes, porque no volvía
del todo con las manos vacías, repitiendo, Jamás volveré aquí. Las piernas me
hacían daño, gustosamente cada paso hubiera sido el último. Pero las ojeadas
rápidas y como solapadas que lanzaba hacia los escaparates me mostraban un
enorme cilindro lanzado a toda marcha y que parecía deslizarse sobre el
asfalto. Yo debía en efecto avanzar deprisa. Porque alcancé a más de un peatón,
he ahí los primeros hombres, sin forzarme, a mí a quien normalmente los
parkinsonianos dejaban atrás, y entonces me parecía que atrás de mí los pasos
se detenían. Y sin embargo cada uno de mis pasitos hubiera sido gustosamente el
último. Hasta tal punto que, desembocando en una plaza en la que no había
reparado al venir, y al fondo de la cual se alzaba una catedral, decidí entrar,
si estaba abierta, y esconderme allí, como en la Edad media, durante un
momento. Digo catedral, pero yo de eso no entiendo nada. Pero me dolería, en
esta historia que se pretende la última, haber ido a refugiarme en una simple
iglesia. Noté el Stützenwechsel de Sajonia, de un efecto encantador, pero que
no me encantó. Iluminada con esplendor la nave parecía desierta. Di varias
vueltas, sin ver alma viviente. Se escondían quizá bajo los sitiales del coro o
dando vueltas alrededor de las columnas, como los pájaros carpinteros. De
repente muy cerca de mí, y sin que yo hubiera oído los largos chirridos
preliminares, el órgano se puso a mugir. Me levanté de un salto de la alfombra
sobre la que me había tumbado, ante el altar, y corrí al otro extremo de la
nave, como si quisiera salir, pero no era la nave, era un crucero, y la puerta
que me engulló no era la buena. Porque en lugar de ser devuelto a la noche me encontré
al pie de una escalera de caracol que me puse a subir a grandes zancadas,
descuidando mi corazón, como el que persigue de cerca a un maniaco homicida. La
escalera, débilmente iluminada, no sé con qué, con tragaluces quizá, la subí
jadeando hasta la plataforma en saliente adonde moría y que, flanqueada por el
lado vacío de un pretil cínico, corría alrededor de un muro liso y redondo
coronado por una pequeña cúpula recubierta de plomo, o de cobre reverdecido, uf,
con tal de que esté claro. Se debía venir aquí para gozar la vista. Los que
caen de esta altura mueren antes de llegar abajo, como es sabido. Pegándome al
muro me dispuse a dar la vuelta completa, en el sentido de las agujas del
reloj. Pero apenas hube dado algunos pasos encontré a un hombre que daba la
vuelta en sentido contrario, con extrema precaución. Cómo me gustaría
precipitarlo, o que él me precipitara, abajo. Me miró fijamente un momento con
ojos despavoridos y después, sin atreverse a pasar ante mí por el lado del
parapeto y previendo con razón que yo no me apartaría amablemente del muro, me
volvió bruscamente la espalda, la cabeza más bien, porque la espalda continuaba
aglutinada contra el muro, y se puso de nuevo en marcha en dirección opuesta,
lo que le redujo en poco tiempo a una mano izquierda. Ésta dudó un momento, después
desapareció, en un resbalón. Ya no me quedaba más que la imagen de dos ojos
desorbitados y crispados, bajo una gorra a cuadros. ¿Qué es este horror objetal
en el que me he metido? Mi sombrero voló, pero no fue lejos, gracias al cordón.
Volví la cabeza del lado de la escalera y agucé la vista. Nada. Después
apareció una niñita, seguida de un hombre que la llevaba de la mano, los dos
pegados al muro. La empujó hacia la escalera, y allí se precipitó él a su vez.
Se volvió y levantó hacia mí una cara que me hizo retroceder. Sólo veía su
cabeza, desnuda, por encima del último escalón. Más tarde, cuando se fueron, llamé.
Di rápidamente la vuelta a la plataforma. Nadie. Vi en el horizonte, allí donde
se unen al cielo montaña, mar y planicie, algunas estrellas bajas, no confundir
con los fuegos que encienden los hombres, por la noche, o que se encienden
solos. Basta. De nuevo en la calle busqué mi camino, en el cielo donde conocía
bien los carros. Si hubiera visto a alguien le hubiera abordado, ni el más
cruel semblante me hubiera detenido. Le hubiera dicho, llevándome la mano al
sombrero, Perdón, señor, perdón, la puerta de los Pastores, por piedad. Creía
que no podía ya avanzar, pero apenas llegó el impulso a las piernas me precipité
hacia delante, Dios mío con cierta rapidez. No volvía con las manos vacías, traía
a casa la casi certeza de pertenecer todavía a este mundo, también a este
mundo, en cierto sentido, pero lo pagaba caro. Hubiera sido preferible pasar la
noche en la catedral, sobre la alfombra ante el altar, hubiera seguido mi
camino al amanecer o me hubiera encontrado tumbado, rígido, muerto con la
estricta muerte carnal, bajo los ojos azules, pozos de tanta esperanza, y se
hubiera hablado de mí en los periódicos de la tarde. Pero heme aquí
descendiendo una larga travesía vagamente familiar, donde no era fácil sin
embargo que hubiera puesto nunca los pies, vivos. Aunque percatándome pronto de
la pendiente di media vuelta y continué en sentido opuesto, porque temía al
descender, regresar al mar, a donde había dicho que no regresaría más. Di media
vuelta, pero en realidad fue una larga curva trazada sin pérdida de velocidad,
porque temía al pararme no poder moverme de nuevo, sí, también temía esto. Y
esta noche tampoco me atrevo ya a pararme. Cada vez me sorprendía más el
contraste entre la iluminación de las calles y su aspecto desértico. Decir que
aquello me angustiaba, no, pero lo digo de todas formas, con la esperanza de
calmarme. Decir que no había nadie en la calle, no, no me atrevería a tanto,
porque noté varias siluetas, tanto de mujer como de hombre, extrañas, pero no más
que de costumbre. En cuanto a la hora que podía ser, no tenía la menor idea,
salvo que debía ser una hora cualquiera de la noche. Pero podían ser las tres o
las cuatro de la madrugada como podían ser las diez o las once de la noche, dependía
probablemente de que uno se extrañara de la penuria de los transeúntes o del
extraordinario resplandor que arrojaban los reverberos y luces de circulación.
Porque de uno de estos dos fenómenos había que extrañarse, a no ser que se
hubiera perdido la razón. Ni un solo coche particular, y muy de rato en rato un
vehículo publico, lenta tromba de luz silenciosa y vacía. Me avergonzaba
insistir en estas antinomias, porque estamos, claro está, en una cabeza, pero
me veo obligado a añadir a las siguientes observaciones. Todos los mortales que
veía estaban solos y como ahogados en sí mismos. De debe ver esto todos los
días, pero mezclado con otra cosa imagino. La única pareja estaba formada por
dos hombres luchando cuerpo a cuerpo las piernas enmarañadas. ¡Sólo vi a un
ciclista! Iba en el mismo sentido que yo, todos iban en el mismo sentido que
yo, los vehículos también, en este momento me doy cuenta de ello. Circulaba
lentamente en medio de la calzada, leyendo un periódico que con las dos manos
mantenía abierto ante los ojos. De vez en cuando tocaba el timbre, sin dejar su
lectura. Le seguí con la vista hasta que no fue más que un punto en el
horizonte. De pronto una mujer joven, de mala vida quizá, desgreñada y con la
ropa en desorden, cruzó la calzada de un lado a otro, como un conejo. Eso es
todo lo que quería añadir. Pero cosa rara, una más no me dolía nada, ni
siquiera las piernas. La debilidad. Una buena noche de pesadilla y una lata de
sardinas me devolverían la sensibilidad. Mi sombra, una de mis sombras se
lanzaba ante mí, se encogía, se deslizaba bajo mis pies, me seguís, como hacen
las sombras. Que yo fuera opaco hasta ese punto me parecía concluyente. Pero he
ahí ante mí un hombre, en la misma acera y en el mismo sentido que yo, puesto
que siempre hay que machacar lo mismo, únicamente para no olvidarlo. La
distancia entre nosotros era grande, setenta pasos por lo menos, y temiendo que
se me escapara apresuré el paso, lo que me hizo volar hacia delante, como sobre
patines. No soy yo, dije, pero aprovechemos, aprovechemos. Al llegar en un
abrir y cerrar de ojos a unos diez pasos de él aminoré la marcha, para no
exacerbar, apareciendo con estrépito, la aversión que inspiraba mi persona,
incluso en sus actitudes más borrosas y anodinas, Y poco después, Perdón,
señor, dije, manteniéndome humildemente a su altura, la puerta de los Pastores
por el amor de Dios. Visto de cerca me parecía más bien normal, bueno, salvo
ese aspecto de retroceso hacia su centro que ya he señalado. Me adelanté un
poco, algunos pasos, me volví, me incliné, me llevé la mano al sombrero y dije,
¡La hora exacta, por lo que más quiera! Como si no existiera. Pero ¿y el bombón?
¡Fuego!, grité. Dada mi necesidad de ayuda me preguntó por qué no le intercepté
el camino. No hubiera podido, eso es, no hubiera podido tocarle. Viendo un
banco al borde de la acera me senté y crucé las piernas, como Walther. Debí de
adormecerme, porque de repente había un hombre sentado a mi lado. Mientras le
examinaba con detalle abrió los ojos y los posó sobre mí, se hubiera dicho que
por primera vez, porque retrocedió sin poder remediarlo. ¿De dónde sale usted?,
dijo. Oírme dirigir de nuevo la palabra en tan poco tiempo me produjo un gran
efecto. ¿Qué le pasa a usted?, dijo. Intenté adoptar la actitud del que no
dispone más que de sus atributos estrictamente naturales. Perdón, señor, dije,
levantando ligeramente el sombrero e incorporándome con un movimiento
inmediatamente reprimido, la hora exacta, ¡por piedad! Me dijo una hora, ya no
me acuerdo cuál, una hora que nada explicaba, eso es todo lo que sé, y que no
me calmó. Pero qué hora lo hubiera conseguido. Ya sé, ya sé, vendrá una que lo
hará ¿pero hasta entonces? ¿Decía usted?, dijo. Desgraciadamente yo no había
dicho nada. Pero me desquité preguntándole si podría ayudarme a encontrar el
camino que había perdido. No, dijo, no soy de aquí, y si estoy sentado en esta
piedra es porque los hoteles están llenos o porque no han querido admitirme, no
opino. Pero cuénteme usted su vida, después pensaremos lo que debe hacerse. ¡Mi
vida!, exclamé. Claro, hombre, dijo, ya sabe esa especie de— ¿cómo diría yo? Reflexionó
largamente, buscando sin duda aquello por lo que la vida podía ser una especie
de. Por fin siguió, con voz irritada, Vamos a ver, todo el mundo lo sabe. Me
empujo con el codo. Sin detalles, dijo, los hechos principales, los hechos
principales. Pero como yo seguía callado dijo, Quiere usted que le cuente la mía,
así entenderá. El relato que me ofreció fue breve y denso, hechos, sin
explicación. Eso es lo que yo llamo una vida, dijo, ¿lo ve usted ahora? No
estaba mal, su historia, de hadas incluso, en algunas partes. Le toca a usted,
dijo. Pero esa Paulina, dije, ¿sigue usted con ella? Sí, dijo, pero voy a
abandonarla y liarme con otra más joven y más gruesa. Viaja usted mucho, dije.
Las palabras me llegaban poco a poco, y la manera de subrayarlas. Todo eso se acabó
para usted, sin duda, dijo. ¿Piensa permanecer mucho entre nosotros?, dije.
Esta frase me pareció especialmente bien construida. Sin indiscreción, dijo, ¿qué
edad tiene usted? No lo sé, dije. ¡Que no lo sabe!, exclamó él. No exactamente,
dije. ¿Piensa usted a menudo en muslos, dijo, culos, coños y alrededores? Yo no
comprendía. A usted ya no se le empina, naturalmente, dijo. ¿Empinárseme?,
dije. El nabo, dijo, ¿sabe usted lo que es, el nabo? No lo sabía. Aquí, dijo,
entre las piernas. Ah, eso, dije. Se hincha, se alarga, se endurece y se
levanta, dijo, ¿o no? No eran éstos los términos que yo hubiera empleado, sin
embargo asentí. A eso le llamamos empinarse, dijo. Se abstrajo un momento,
luego exclamó, ¡Fenomenal! ¿No le parece? Es curioso, dije, en efecto. Por otra
parte todo está aquí, dijo. Pero ¿qué va a ser de ella? ¿Quién?, dijo. Paulina,
dije. Envejecerá, dijo, con tranquila seguridad, primero lentamente, luego cada
vez más aprisa, en el dolor y el rencor, padeciendo. El rostro no era abundante,
pero por más que lo mirara, permanecía revestido de sus carnes, en lugar de
volverse de yeso y como trabajando gubia. Incluso el vómer conservaba su
abultamiento. Por otra parte las discusiones nunca me han servido para nada. Yo
añoraba los tréboles, los hubiera hollado suavemente mis zapatos en la mano, y
la sombra de mi bosque, lejos de esta luz terrible. ¿Qué son esas muecas?,
dijo. Mantenía sobre las rodillas un gran bolso negro, parecía un estuche de
comadrón imaginario. Lo abrió y me dijo que mirara. Estaba lleno de frasquitos.
Brillaban. Le pregunté si eran todos parecidos. Oh, no, dijo, según. Cogió uno
y me lo tendió. Un chelín, dijo, seis peniques. ¿Qué quería de mí? ¿Qué lo
comprara? Partiendo de esta hipótesis le dije que no tenía dinero. ¡No tiene
dinero!, exclamó. Bruscamente su mano se abatió sobre mi nuca, sus dedos
poderosos se cerraron y de una sacudida me obligó a precipitarme contra él.
Pero en lugar de rematarme se puso a murmurar cosas tan dulces que yo me abandoné
y mi cabeza rodó sobre su regazo. Entre la voz acariciadora y los dedos que me
trabajaban el cuello el contraste era insólito. Pero poco a poco las dos cosas
se fundieron, en una esperanza abrumadora, si me atrevo a decirlo, y me atrevo.
Porque esta noche nada tengo que perder, que pueda diferenciar. Y si he llegado
al punto en el que estoy (de mi historia) sin que haya cambiado nada, porque si
hubiera cambiado algo creo que lo sabría, sin embargo he llegado hasta aquí, y
ya es algo, y nada ha cambiado, siempre eso he ganado. No es una razón para
forzar las cosas. No, hay que cesar suavemente, sin arrastrarse pero
suavemente, como cesan en la escalera los pasos del amado que no ha podido amar
y que no volverá nuca, y cuyos pasos lo dicen, que no ha podido amar y que no
volverá nunca. Me rechazó de repente y me enseñó de nuevo el frasquito. Todo está
aquí, dijo. No debía ser el mismo todo de hace un momento. ¿Lo quiere?, dijo.
No, pero dije sí, para no molestarle. Me propuso un cambio. Deme su sombrero,
dijo. Me negué. ¡Qué vehemencia!, dijo. No tengo nada, dije. He salido sin
nada. Deme un cordón, dijo. Me negué. Largo silencio. Y si usted me diera un
beso, dijo por fin. Yo sabía que había besos en el aire. ¿Puede quitarse el
sombrero?, dijo. Me lo quité. Póngaselo, dijo, está mejor con el sombrero
puesto. Reflexionó, era muy ponderado. Vamos, dijo, deme un beso y no hablemos más.
¿No temía ser rechazado? No, un beso no es un cordón, y él debió leer en mi
rostro que me quedaba un fondo de temperamento. Venga, dijo. Me enjugué la
boca, al fondo de los pelos, y la acerqué a la suya. Un momento, dijo. Suspendí
mi vuelo. ¿Usted sabe qué es un beso?, dijo. Sí, sí, dije. Sin indiscreción,
dijo, cuándo ha sido el último beso que ha dado usted. Hace un momento, dije,
pero aún sé darlos. Se quitó el sombrero, hongo, y se palmeó en mitad de la
frente. Aquí, dijo, no en otro sitio. Tenía una bonita frente alta y blanca. Se
inclinó, entornando los párpados. De prisa, dijo. Puse la boca en forma de culo
de gallina, como mamá me había enseñado, y la coloqué en el sitio indicado.
Basta, dijo. Levantó la mano hacia el sitio, pero ese gesto, no lo terminó. Volvió
a ponerse el sombrero. Me volví y miré la acera de enfrente. Fue entonces
cuando me di cuenta de que estábamos sentados frente a una carnicería de
caballo. Tenga, dijo, tome. Ya se me había olvidado. Se levantó. De pie era muy
pequeño. Esto para ti esto para mí, dijo, con una sonrisa radiante. Sus dientes
brillaban. Escuché cómo se alejaban sus pasos. Cuando levanté la cabeza ya no había
nadie. ¿Cómo contar el resto? Pero es el final. ¿O lo he soñado, sueño? No, no,
nada de eso, he ahí mi respuesta, porque el sueño no es nada, una broma boba.
¡Y a pesar de todo significativo! Dije, Quédate aquí, hasta que amanezca.
Espera, durmiendo, que los faroles se apaguen y las calles se animen. Preguntarás
tu camino, a un guardia municipal si es preciso, estará obligado a informarte,
bajo pena de faltar a su juramento. Pero me levanté y me alejé. Habían vuelto
mis dolores, pero con un no sé qué de inhabitual que me impedía hacerme un
ovillo. Pero decía, Poco a poco vuelves a ti. Con sólo observar mi caminar,
lento, tenso, y que a cada paso parecía resolver un problema estatodinàmico,
sin precedentes, me hubieran reconocido, si alguien me hubiera conocido. Crucé
y me detuve ante la carnicería. Tras los cierres las cortinas estaban echadas,
toscas cortinas de tela a rayas azules y blancas, colores de la Virgen, y
manchadas con grandes manchas rosas. Pero se acoplaban mal en el centro y a
través de la rendija pude distinguir los esqueletos tenebrosos de los caballos
vaciados, suspendidos con garfios cabeza abajo. Me pegué a las paredes,
hambriento de sombra. Pensar que en un momento todo será dicho, todo se dispondrá
a comenzar de nuevo. Y los relojes públicos, ¿qué tenían en definitiva, los
relojes públicos, cuyo sonido me asestaba, a través del aire, hasta en mi
bosquecillo, grandes bofetadas frías? ¿Qué más? Ah sí, mi botín. Traté de
pensar en Paulina, pero se me escapó, apenas iluminada el tiempo de un
relámpago, como la joven de hace un momento. Sobre la cabra también mi
pensamiento se deslizó desolado, incapaz de detenerse. Así iba en la claridad
atroz, enfundado en mis viejas carnes, tenso hacia una vía de salida y
pasándolas todas, a derecha y a izquierda, y el espíritu jadeante hacia esto y
lo otro y siempre devuelto, allí donde nada había. Conseguí no obstante
agarrarme brevemente a la niñita, el tiempo de distinguirla un poco mejor que
hace un rato, de forma que llevaba una especie de cofia y apretaba en su mano
libre un libro, de oraciones quizás, y tratar de hacerla sonreír, pero no sonrió,
sino que desapareció engullida por la escalera, sin haberme enseñado su carita.
Tuve que detenerme. Primero nada, después poco a poco, quiero decir creciendo
desde el silencio y enseguida estabilizado, una especie de cuchicheo espeso,
proveniente quizá de la casa que me sostenía. Eso me recordó que las casas
estaban llenas de gente, de sitiados, no, no sé. Habiendo reculado para mirar
por las ventanas pude darme cuenta, a pesar de los postigos, persianas y
misterios, que muchas habitaciones estaban iluminadas. Era una luz tan débil,
comparada con la que inundaba el bulevar, que a menos de estar advertido de lo
contrario, o de sospecharlo, se hubiera podido suponer que todo el mundo
dormía. El rumor no era continuo, sino entrecortado por silencios sin duda
consternados. Me planteé llamar a la
puerta y pedir asilo y protección hasta la mañana. Me puse de nuevo en marcha.
Pero poco a poco, con una caída a la vez brusca y suave, se hizo la oscuridad a
mí alrededor. Vi apagarse, en una prodigiosa cascada de tonos lavados, una
enorme masa de tonos resplandecientes. Me sorprendí admirando, a lo largo de
las fachadas, el lento esparcirse de cuadros y rectángulos, rayados y unidos,
amarillos, verdes, rosas, según las cortinas y los toldos, encontrándolo
bonito. Después, por fin, antes de caer, primero de rodillas, a la manera de
los bueyes, después cuan largo era, me encontré en medio de una muchedumbre. No
perdí el conocimiento, cuando pierda yo el conocimiento será para no
recuperarlo jamás. Nadie me hacía caso, aunque evitaban pisarme, consideración
que debió impresionarme, yo había salido para eso. Me encontraba bien,
penetrado de oscuridad y de calma, al pie de los mortales, al fondo del día
profundo, si de día era. Pero la realidad, demasiado fatigado para encontrar la
palabra exacta, no tardó en restablecerse, la muchedumbre se retiró, volvió la
luz, y yo no tenía la necesidad de levantar la cabeza del asfalto para saber
que me encontraba en el mismo vacío cegador de hace un momento. Dije, Quédate
aquí, tumbado sobre estas losas amigas o neutras al menos, no abras los ojos,
espera que venga el samaritano, o que llegue el día y con él los guardias
municipales o quién sabe un miembro del Ejército de Salvación. Pero heme aquí
de nuevo en pie, recuperado por el camino que no era el mío, a lo largo del
bulevar que continuaba subiendo. Menos mal que no me esperaba, el pobre padre
Breem, o Breen. Dije, El mar está al este, hay que ir hacia el oeste, a la
izquierda del norte. Pero en vano levanté sin esperanza los ojos al cielo, para
buscar los carros. Porque la luz donde me maceraba cegaba las estrellas,
suponiendo que estuvieran allí, de lo que dudaba, acordándome de las nubes.
Samuel Beckett, 1945.
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