Nunca faltaban los viejitos fitness dándole vueltas al lugar, una que otra señora paseando
algún perro diminuto y las parejas enamoradas. Oh sí, ésa era la razón por la
que Ernesto se encontraba ahí a esa hora, soportando a los mosquitos y acostado
boca abajo en una banca. Se hubiera sentado, pero después de clases el dolor ya
se había vuelto insoportable. Ayer en casa lo habían castigado. Los árboles le
tapaban un poco la vista, sólo un poco, ya que no había tantos como uno supondría
de ese lugar. Pero sí hay bancas, caminos con grava roja y a lo lejos se podía
ver los juegos para niños. Más allá se escuchaba el pasar de los carros y los
claxonazos. La iluminación del lugar era pobre, una lámpara aquí, otra hasta
allá. Esto ocasionaba zonas realmente oscuras, casi negras, como el cielo a esa
hora. Había encontrado un buen lugar para descansar, la banca se encontraba
poco iluminada y los policías no solían hacer su recorrido por ese tramo.
Recordaba cuando era niño, cuando hacía mucho calor y se metía en alguna de las
fuentes del lugar. En ese entonces su
mamá vendía dulces en el paradero cercano y lo miraba chapotear de vez en vez. Sonrió.
Ahora recreaba otro tipo de memorias, las cuales no podía mencionarle a su mamá:
memorias de cómo en cuanto anochecía las parejas se salían de los caminos y se
internaban entre los árboles. Para Ernesto era porno gratis y en vivo. A sus 16
años qué más podía pedir. No supo en qué momento habían empezado, pero escuchó gemidos
no muy lejos de donde estaba. Se emocionó y caminó de puntitas, con cuidado de
no pisar hojas secas o ramas. Atrás de un árbol enorme pudo ver los zapatos negros
de un hombre con traje gris, estaba boca arriba y una mujer blanca, rubia y muy
delgada, estaba encima de su cabeza. No
era una escena realmente excitante, la mujer no se movía y el señor ni siquiera
la tocaba. Podría estar dormido en el
aquellito de la chava y ella ni en cuenta, pensó. Era tan extraño que se
acercó para ver de qué diablos se trataba, no era la escena de sexo explícito
que esperaba. La mujer estaba desnuda de la cintura para abajo y tenía rasguños
en los muslos. Ernesto escuchó entre las piernas de la mujer un leve gemido y
algo que sonaba como el chasquido de los dientes al comer. Era rítmico, el
señor gemía y se escuchaba ese ruido. ¿Así
se hace el sexo oral a una mujer?, se preguntó. El señor se estremeció e
intentó quitarse a la mujer de encima, rasguñaba los muslos de ella y
pataleaba. La mujer abrió más las piernas y la cara del hombre se hundió un
poco. Gritó y también Ernesto. La mujer
volteó a verlo, era hermosa. En una sonrisa le mostro una hilera de dientes
blancos y perfectos, parecía sacada de un comercial. Empezó a abrir más y más
la boca como si le fuera a decir algo divertido, pero en lugar de eso se
asomaron dos, tres, cuatro hileras de dientes puntiagudos. Ernesto dio media
vuelta y corrió hacia el camino, quería salir de ahí. Sintió el peso de algo
sobre su pierna izquierda y cayó al piso. El dolor de las piedritas encajadas
en su cara no se comparaba con el dolor que ahora sentía en la pantorrilla,
volteó y vio a la mujer sentada con las piernas abiertas sobre de su pierna,
sonriéndole. Sabía que algo horrible le iba a pasar, como al hombre detrás del
árbol, así que giró su cuerpo y la pateó tan fuerte como pudo. Ella perdió el
equilibrio y cayó al suelo con las piernas abiertas. Entre las piernas de la
mujer no se encontraba una vulva o unos labios, sino una cueva de dientes que
chocaban entre sí, mordiendo el aire. El miedo hizo que Ernesto se sintiera
liviano y hueco, como si todos sus órganos se hubieran ido de él corriendo
juntitos a la chingada. Imitando a sus órganos imaginarios se incorporó como
pudo y corrió. No sentía dolor. Veía pasar los bancos, los árboles y los
juegos. Rebasó a una pareja que corría. Sentía su respiración y el bombeo de su
sangre en sus oídos mientras subía las escaleras que lo llevarían al nivel de
la avenida. Detrás de él, el chasquido rítmico se escuchaba ya muy lejano. El
pasto fue reemplazado por el piso de loseta roja tan característica de la zona.
Por instantes, mantenía la misma velocidad que los carros, después éstos
ganaban potencia y lo dejaban atrás. No era una carrera justa, pero prefería
perder contra ellos que perder contra esos dientes blancos. Cruzó la avenida,
recibió pitidos y mentadas de madre. No importaba. Si tan solo supieran lo que
le había pasado, hasta le habrían ofrecido un aventón. A lo lejos pudo ver a un grupo nutrido de
personas reunidas alrededor de unas luces improvisadas en la calle, como si se
tratara de un pequeño batallón, su madre lideraba a sus soldados repartiéndoles
sus armas con seriedad y rapidez. Dos quesadillas aquí, cuatro gorditas allá.
Los soldados se iban satisfechos, agradeciéndole a la teniente su velocidad y
devolviéndole el favor con unas monedas para la batalla de mañana. Cuando su mamá lo vio, ella no pudo evitar
dejar su puesto y dirigirse a su hijo. Ernesto era moreno, pero en ese momento
estaba tan pálido como la masa de las tortillas. Él mintió y le dijo que habían
intentado asaltarlo. Ella le acomodó un lugar cerca del comal y de la tele para
que se distrajera un poco. Ya casi terminaban por el día de hoy y no faltaba
mucho para que Arturo, el esposo de su mamá, pasara por ellos. Ernesto no supo
en qué momento se fue la gente, seguía sintiéndose extraño, demasiado ligero.
La pantorrilla no le dolía, pero ahora le picaba el ano. Así tal cual: tenía
unas ganas enormes de rascarse y no podía esperar a llegar a casa para hacerlo.
Arturo estaba en la esquina esperándolos
cuando la madre de Ernesto lo zarandeó para que la ayudara a mover las cosas a
la camioneta. ¿Cuánto tiempo había
pasado? Se preguntó. De repente estaba metiendo tubos a la camioneta cuando
parpadeó y se encontraba en el asiento delantero mirando por la ventana.
Parpadeó de nuevo y se encontraba a la orilla de su cama, ya sin el uniforme de
la escuela. No supo cuándo se quedó dormido. Al día siguiente, en clases, la
picazón había vuelto y con fuerza. Para poder aguantarse las ganas de rascarse,
se balanceaba entre una nalga y la otra. Por fin, a la hora del receso se quedó
escondido en el baño y, con bolitas de papel mojadas, intentó refrescar su ano.
Esto le servía de muy poco, así que se checó. Con miedo, sintió que tenía unos
granos duros alrededor. Algunos se sentían filosos, mientras que otros todavía
se encontraban debajo de su piel. Salió y pidió a unas amigas suyas un espejo
de mano. Regresó al baño y se inspeccionó con más atención. Los granos filosos
eran blancos y duros al tacto. Intentó sacarse uno pero le dolió, esa cosa era
parte de él. Salió y, sin importarle nada, saltó la barda de la escuela.
Escuchó los gritos de asombro y risas de sus compañeros del otro lado. De
nuevo, la sensación de ligereza lo acompañaba. Cuando cayó al piso no sintió
absolutamente nada.
En casa estaba dispuesto a encontrar unas
pinzas e intentar quitarse esas cosas del culo, cuando se dio cuenta de que no
estaba solo. Se sintió débil y sus piernas se doblaron mientras Arturo salía de
su cuarto con una cerveza en la mano. ¿Cómo pudo olvidarlo?, Arturo ya no
trabajaba y se quedaba ahí hasta que tuviera que recoger a su mamá. Hace unos años, cargaba costales para ganarse
la vida y se notaba en su cuerpo: tenía los brazos gruesos y las piernas
anchas; podía sujetarte y no salías de sus brazos hasta que él quisiera.
Ernesto bien que lo sabía. El chico no tuvo tiempo de reaccionar, sintió el
cuerpo de Arturo encima de su espalda. ¿Qué chingada madre haces aquí tan
temprano?, le preguntó mientras le jaloneaba los pantalones. Olía a alcohol y solvente. Ernesto tembló y
sintió como le separaba las nalgas. Luego, el dolor punzante ya tan conocido. Su
cuerpo se puso duro. Esta vez fue diferente, Arturo gruñó e intentó separarse
de él, pero no podía. Ernesto lo comprendió, recordó a la mujer y a sus
dientes; así que apretó tan duro como pudo y escuchó a Arturo gritar. Masticaba
el pito. Apretó con más fuerza, y más, y cada vez más, hasta que todo a su
alrededor se fue oscureciendo. Parpadeó y vio a Arturo tirado en el suelo.
Por Karina E. Perez
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