domingo, 9 de noviembre de 2014

DE CÓMO TRATÉ DE CREAR MONSTRUOS O DE LO JODIDO QUE ESTÁ HACER CIENCIA EN MÉXICO



No me pregunten por qué decidí dedicarme a hacer ciencia en este país, supongo que porque me gusta sufrir, como diría Carlos mi tutor; o quizás porque sin dolor no hay recompensa. La ciencia en primer mundo es aburrida, allá tienes todo a tu disposición, desde material de laboratorio, equipo especializado de última generación y personal técnico el cual, prácticamente, es el que hace tus experimentos y tú simplemente eres el que pone la sapiencia para analizar los datos y llegar a una conclusión que culminará en una bonita publicación en alguna de las revistas más prestigiadas dentro del ámbito científico. En cambio aquí, uno tiene que luchar a contracorriente, ser investigador en México significa que tienes que hacerla de administrador, contador, empresario, divulgador, articulista, político, innovador, hacker (por aquello de los programas para hacer análisis de tus datos que cuestan miles de pesos la suscripción anual), amante del riesgo (por aquello de trabajar con sustancias sumamente peligrosas) y, lo más importante, chorero. Sí, se necesita cierta habilidad tanto verbal como escrita para convencer a CONACYT de que tu proyecto es lo máximo, tanto como para recibir apoyos económicos, sino no podremos salvar a México de la diabetes y del cáncer. Como podrán imaginárselo, el país está manejado por una bola de burócratas que creen que la ciencia sólo sirve para resolver problemas a corto plazo. Por otra parte, uno tiene que lidiar con la comunidad científica universitaria e institucional,  allí tienes qué olvidarte del choro que le dijiste a CONACYT, porque éstos –la comunidad científica– son los que saben. Para ellos, hacer ciencia es la adquisición de nuevos conocimientos que, con uso de la tecnología, podrían aplicarse para posterior beneficio de la sociedad. Pero eso es después de años y años de esfuerzos y de conocimientos acumulados. Básicamente los descubrimientos en ciencia son así: “¡Oigan!, he descubierto tal cosa, no tengo idea de qué significa, pero con el paso de los años se le podrá encontrar alguna utilidad”. Imagínate decirle eso a CONACYT. No habría becarios de ciencias y tendríamos que conformarnos con los becarios del FONCA, qué horror.  
Pero mejor vayamos al relato, después de esta pequeña introducción. Era lunes y yo no quería salir de la ciudad.  Verán, yo trabajo con un tipo de células “especiales”, la gente no conocedora del tema las llama células madre. En teoría, cada una de estas células tiene la habilidad de poder formar cualquier tipo celular del organismo. Para demostrarlo es necesario que las células sean inyectadas en un modelo animal no humano, para que con el paso del tiempo se formen tumores. Pero no es cualquier tumor, es un teratoma. Esta palabra viene del latín teratos, que significa monstruo. Imagínate que te comience a crecer una bola en la espalda o en el muslo. Si la extirpamos, lo que obtendremos será un mazacote de tejido compuesto de diente, piel, hueso, ojo, etc. Algo así como tu hermano gemelo en potencia, pero sin ningún eje corporal estructurado. Si esa visión no les parece monstruosa, entonces no sé qué podría ser.
Mi trabajo era inyectar unas células madre de origen mexicano en mi modelo animal. Eran unos ratones transgénicos. El problema es que ellos estaban en un centro especializado ubicado en alguna Provincia al norte del país, mientras que yo estaba en un laboratorio de la Ciudad de México con mis células madre  ¿Por qué? ¿Cómo es posible que tengan una cepa muy valiosa de ratones en dicho centro? ¿Qué no saben que las condiciones no son las adecuadas? Esas son las preguntas frecuentes que me hacen mis colegas. Pero créanme, allá están mucho mejor que en la pocilga de laboratorio que tenemos en la capital, les respondía.
La situación era la siguiente: el veterinario  (de esas personas que afirman que son doctores, pero no era más que un médico de animales) de nuestro laboratorio llevaba veinte años haciendo las mismas cosas. Sí, a él no le gustaban los cambios. Su trabajo consistía en alimentar y cuidar a los animales de experimentación, de los cuales sacrificaba alrededor de cuarenta por mes. ¿Por qué? Porque simplemente nadie los ocupaba, porque nadie trabajaba. Hace un par de años llegó al laboratorio Carlos mi jefe actual, científico egresado de la UNAM. Traía consigo un caudal impresionante de conocimientos y la experiencia respaldada por varios artículos publicados. Venía con ganas de trabajar pues. No es por desdeñar a otras personas que trabajan allí,  pero él tenía la “calidad moral” suficiente como para afirmar que el veterinario no hacía bien su trabajo. Hubo pleito y el susodicho veterinario trató de sabotear las investigaciones. Los animales se le escapaban, no limpiaba sus jaulas y por lo tanto vivían sobre su propio excremento, y la temperatura de la habitación estaba por arriba de los 30°C. Los que no morían a causa del calor solían ser devorados por sus compañeros murinos de celda. Una vez encontramos una ratita que le faltaba una pata trasera. Si el animal ya traía una mutación o fue víctima de un trasplante clandestino es mejor no saberlo. Por último, el inmueble tenía algunos ocupantes poco agraciados: grandes cucarachas en el almacén de alimentos, chinches besuconas (¿de dónde rayos salen?) en el área de cirugía y larvas de algún insecto semiacuático entre los contenedores de agua. Precisamente eso representa la población mexicana, somos un conjunto de células que crecen en condiciones adversas, viviendo entre la bazofia y los parásitos.
Es por eso que los ratones transgénicos estaban mucho mejor en La Provincia. Allá por lo menos les limpian la jaula y los alimentan diario. Habría sido mucho esfuerzo en vano si los ratones se hubieran muerto.
Después de varios meses de trámites y dando por perdida su importación, los de la aduana se comunicaron al último momento para avisarnos que los ratones ya estaban en el país. Teníamos que ir a recogerlos al sur de la ciudad y partir hacia La Provincia, en donde se les reubicaría en su nuevo hogar. Todo en el menor tiempo posible, porque los ratones, al ser transgénicos, son delicados y era probable que no sobrevivieran al viaje. Recuerdo que en esa ocasión al llegar nos quedamos tres horas varados sobre la avenida principal, por efecto de las lluvias torrenciales de temporada y la mala planificación de la ciudad. Maldito tráfico provinciano, a veces se pone igual que en el DF. De milagro sobrevivieron los ratones, quizá ni siquiera son transgénicos.
Seis semanas después, nos informaron que los animales ya habían crecido y estaban listos para el trasplante con células madre. Si había sido una proeza llevar de una ciudad a otra de tercer mundo ratones extranjeros genéticamente modificados que no toleraban ningún tipo de alimento más que sus croquetas estériles de exportación nada baratas, eso no se comparaba con la siguiente parte del experimento. Objetivo: las células tenían que estar vivas al momento de ser trasplantadas. Pequeño inconveniente: había cientos de kilómetros de distancia entre mis células y los ratones.
Afortunadamente Carlos había anticipado que íbamos a tener las distancias en nuestra contra, por lo que dentro del presupuesto contábamos con la adquisición de una pequeña incubadora portátil. Uno se ve muy profesional cuando pasas con esa cosa, de acero inoxidable, fabricación alemana y con batería con seis horas de duración para mantener la temperatura a 37°C.  Quién nos viera con sofisticado aparato, con el único objetivo de preservar células vivas, mientras que en otros hospitales llevan los órganos para trasplante de un sitio a otro en hielo dentro de cajas de unicel marca OXXO.
El día esperado del trasplante tuve que llegar al laboratorio desde las 5 AM para tener todo listo. Solo nos faltaba un documento en donde nos daban autorización para poder sacar la incubadora portátil del laboratorio, no vaya a ser que nos la robáramos. Después de lidiar toda la mañana para conseguir las firmas de todos los jefes que puede haber (Jefe de Departamento, Sudirector de Investigación, Director de Investigación, Subdirector del Centro, Director del Centro de Salud, etc.), Carlos y yo por fin partimos hacia La Provincia, yo cargando la incubadora. Sobra decir que el guardia ni nos preguntó qué era lo que llevábamos dentro de la incubadora ni nos pidió el documento de permiso de salida. Tanta burocracia para perder nuestro tiempo, el de las células y el de los ratones.
Antes de abordar el auto, alguien me preguntó si con el aparato que yo traía me comunicaba con mis amigos extraterrestres. Quizá si le hubiera dicho que, técnicamente, llevaba millones de seres humanos en potencia dentro de esa incubadora, los cuales estaban destinados a formar monstruos dentro de ratones, habrían llamado de inmediato a Provida o a Greenpeace. 
Debo admitir que Carlos la hizo bien de chofer, conduciendo a 160 km/hora procurando esquivar todos los baches de la autopista, so peligro de que mis células saltaran de sus placas de vidrio y se desparramaran dentro de la incubadora.
Al llegar a nuestro destino, procedimos a hacer la operación quirúrgica para el trasplante. Nos habían procurado un especialista técnico para que nos ayudara a anestesiar los ratones. Sin embargo, el “especialista” se limitó a observarnos con una mascarilla puesta, detrás de la puerta de cristal, mientras nosotros dos estábamos encerrados en un cuarto improvisado para la cirugía, lidiando con los ratones y con las células. Todo porque el anestésico, cuyo nombre era fluor-ano (así se pronuncia, flúor-ano) era supuestamente peligroso, que te mataba las neuronas. Y el instituto no tenía la infraestructura necesaria para trabajar con esos materiales. Pero así es como se hacen las cosas aquí en México, a marchas forzadas e improvisando. Yo sólo recuerdo que me sentía muy contento y relajado mientras inyectaba las células a los ratones dormidos.  El “especialista” también se negó a ayudarnos en el antes y después de las operaciones, porque usábamos luz ultravioleta para esterilizar. Quién sabe por qué tanto miedo, si los rayos solares que inciden en algunas ciudades de La Provincia son mucho más peligrosos que una exposición directa de cinco minutos de luz ultravioleta.
En fin, han pasado dos meses desde aquello y me informan que los teratomas no se han desarrollado en los animales. Habrá que repetir el experimento.

Por: La vengadora de la ciencia.



1 comentario:

  1. No me digas!! Y yo que quiero hacer mi maestria en biología molecular, entonces me tengo que enfrentar a la burocracia del conacyt. u.u

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