Lunes 4
de mayo, siete y media de la mañana. El sujeto se encuentra despierto. No mucho
tiempo después del sonido de la alarma sale por la puerta del D1360, cruza
amodorrado por la estancia central y se dirige hasta la ventanilla pequeña. Da
un pequeño salto hasta acomodarse en la posición habitual. Espera paciente y
tranquilo.
—¿Otra vez te estuviste arrancando las costras? Pequeñín, tienes
que hacer un esfuerzo muy grande. No vamos a avanzar aquí si tú no nos ayudas
–dijo la voz detrás de la ventanilla. Era María, que se estaba terminando de
ajustar los guantes y comenzaba a revisar las zonas afectadas. El pus rezumaba
por los pequeños pero profundos túneles negros en las llagas de la piel de
Diego. Al despertar, comenzaba a hincharse el dolor en las heridas húmedas,
pero ambos sabían que todo cedía después de la inyección de la primera hora. Eso
los tranquilizaba.
María era la más amable de
todo el personal, por mucho.
—¿María? –preguntó Diego, mientras su cuerpo era recorrido con
húmedas bolitas de algodón-, si salimos adelante con todo esto, quiero decir,
si encuentran la cura o yo me pongo mejor, ¿crees que me dejen salir? Me
refiero a…quizás no «salir», lo que se dice salir, pero no sé, unas vacaciones.
Yo extraño muchas cosas, mi casa, tú sabes…
Las bolitas de algodón, ahora humedecidas por los fluidos, fueron
frotadas contra la gelatina de una caja de Petri y después cayeron directo en
el bote rojo. Diego la miró de reojo y notó cómo había aumentado la
consternación en ella después de mirar el color de la gelatina. María tomó unas
ampolletas y comenzó a agitarlas.
—Bueno, no sería mucho, Mari –le dijo para calmarla-, a lo mejor un
mes o dos. Lo mínimo para ver de nuevo mi casa, pasearme un rato, bajar al río.
Tú me conoces, yo soy muy formal en esto. Y de todos modos al cabo de un rato
tendría que volver, empezar con otro proceso, un nuevo tratamiento.
Los ojos de María se humedecieron del todo, se acercó a la
ventanilla y con la mejilla derecha pegada al vidrio intentó abrazar a Diego.
Mientras las manos plastificadas de María recorrían el pelo y las orejas, Diego
se topó con la solución.
—¡Ya lo tengo, Mari! Podríamos ir juntos, tú pides unas vacaciones
aquí y cuando me dejen salir nos vamos juntos. Yo te puedo enseñar el río, y
las riberas, y mi casa, y mi familia. Todo el lugar donde crecí, y tú me puedes
ayudar si hace falta, si me pongo peor o si necesito ayuda. Tú sabes, eso les
va a encantar, que tú vengas conmigo. Y si quieres hasta puedes hacer tus anotaciones,
seguir llevando la bitácora. Sabremos mucho más de lo que sabemos ahora. Me
ayudaría a curarme, y tú podrías incluso encontrar esa cura. ¡Imagínate lo útil
que sería! Y nos la pasaríamos muy bien, te lo prometo. Tienes que confiar en
mí, hay que decirles que nos den vacaciones.
María de nuevo no le contestó, sus lágrimas seguían chocando contra
el vidrio. Cuando su llanto amainó se separó de Diego. La mujer entonces se
quitó los guantes, sacó las manos de la ventanilla y fue retrocediendo sin
molestarse siquiera en secarse los ojos o acomodarse el pelo.
—Te voy a extrañar mucho, pequeñín. Hoy te van a soltar. Y nos vas
a hacer mucha falta aquí. Estuvimos muy cerca de conseguirlo. No sabes todo lo
que nos has ayudado. Yo también hubiera querido que todo saliera mejor, pero hoy
ya no hay tiempo –murmuró la mujer mientras seguía retrocediendo sin voltear la
mirada, caminando hasta el escritorio en el rincón de la habitación.
Con la frustración engarrotada en las manos, María tomó el
bolígrafo y comenzó sus anotaciones en la última hoja de la bitácora: Se descarta continuación del tratamiento
beta en sujeto Oryctolagus
Cuniculus D1360. Carcinoma basocelúlar nodular extendido a
metástasis. Se procede a administrar Embutramida-Mebezonio ioduro. Lunes 4 de
mayo.
Por: Ulises Xolo
Por: Ulises Xolo
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