jueves, 29 de noviembre de 2012

Líneas forzadas



Llegué a Buenos Aires, me dije, como quien para ubicarse en la geografía se fía de esos cartelones fofos en los parques de diversiones que con firmeza aseguran: “Usted está aquí”. ¿Que qué hago aquí, Renata? Bueno, eso podría responderlo de muchas maneras. De hecho, en el avión y en el camino previo al vuelo, estuve pensando en varios tipos de respuesta, desde las palabras sosas que he visto en las películas y de las todavía más irreales que he encontrado en los libros.Descarté por completo las respuestas estúpidas que se muestran en las sitcoms y también las respuestas honestas que habitan en mí…
Y al final no tengo qué decirte. Pero tanto da. Renata no quiere respuestas de todos modos. A lo mucho estará buscando que me apene, que me avergüence, que diga que mejor siempre no y que dé la vuelta hacia el taxi que me espera abajo, para que vaya hacia el aeropuerto, hacia la sala de migración, quizás incluso ella me imagina suplicándole a la señorita de algún mostrador que por favor tome mi boleto mutilado y le ponga backward a mi desembarco.
Renata no me perdona.
Y tampoco me perdona que yo esté en el mismo suelo bonaerense que ella, no me lo perdona a pesar de que fue ella la que no dejó de insistirme en que viniera. Pero yo tenía que venir, tenía que venir hoy, ahora mismo, para que ella pudiera hacerme esta escena aquí en su pisito de soltera. Lo deseaba. Y ésta es la verdadera razón por la que estoy aquí, pero habérselo confesado no hubiese sido algo lindo de escuchar. Es probable que Renata haya escogido este escenario a propósito, con premeditación. Yo sé lo que ella espera, lo que ella quiere es escuchar por respuesta algo de eso a lo que ella llama lindo, pero yo no tengo esas palabras. Para mí, lo lindo es que ahora exista este escenario, conmigo en la puerta, con mis maletas en el umbral, y que Renata le haya puesto pausa y mute a nuestro momento. Lástima que esta pausa también se terminará. Antes de abrir la computadora, Renata pudo haber revisado sus opciones, pudo haberme dicho algo más, ¿un saludo, al menos? No lo hizo. Después de la pregunta, y en la ausencia de la respuesta que ensayé en el camino y que ya se me perdió, ella le pone playal computador y entonces yo sé que ahora ella le pertenece por completo a la pantallita digital. Yo quisiera decirle que la amo y que esa es la verdadera razón, pero ella lo hace impensable. Ella lo ignora, pero su play que ha dado al monitor no ha roto la pausa de nuestra escena.
Yo todavía recuerdo aquella otra vieja pregunta suya, «¿Me amas?», me dijo ella misma, hace tiempo en el aeropuerto de Santiago. En ese momento yo sólo pude reparar en lo ridícula que sería aquella escena vista desde cualquier punto; hasta en las cámaras de seguridad -que son sordas- se hubiera visto melodramático. «Sólo respóndeme», insistió en aquella ocasión, pero entonces una familia de estadounidenses obesos pasó a un lado de nosotros y tiró las maletas. Un aviso trilingüe salió de los altavoces y resonó en la sala; ella me dejó allí, en un slow motion interminable mientras mi mente trataba de unificar la imagen madura que tenía de ella y la última escena melodramática y de adolescente embrutecida que acababa de regalarme. Renata tampoco quería la verdad ese día, le bastaba entonces con un «sí», que yo le dijera «te amo» tan sólo por cumplir mi parte del guión y que luego fuera tratando de llenar la sensación a base de representaciones fallidas y frente al público, y sin nunca conseguirlo como le pasa a los malos actores del teatro. Eventualmente sí hubiera llegado a amarla. Lo sé ahora, pero mi cabeza no hubiese estado en calma. Mi cabeza odia las líneas forzadas, ésas que juegan a ser reales; también las falsas, ésas que suplican porque no las notes. Renata no lo sabía en Santiago, pero a veces, hasta cuando de verdad siento algo, no puedo decirlo. Porque si digo algo y se me endurecen las palabras en la garganta, entonces, aunque sea verdad, suena a mentira. Mi confianza en los diálogos es nula, por eso yo hago fotografías y no películas.
Renata no lo sabe ahora, conmigo aquí en la puerta y ella ignorándome frente al computador. Ella no sabe que tan sólo unas contadas veces en la vida tenemos la oportunidad de lo que, yo pienso, es la comunicación franca, una epifanía en forma de estornudo, que al momento se va pero que ha de esclarecerlo todo. Yo he tenido dos o tres veces en la vida esa comunicación franca, y ya es mucho, porque hay gente que llega al final con su marcador en cero. Hace años, por primera vez desde que pise un aula, hoy mi madre me lleva a la escuela. No usamos el coche, tomamos el tranvía y vamos hasta el cine. No me alegró, como siempre, estar con mi madre, ni me alegró faltar a clases, ni tampoco el cine: la película no la recuerdo. En el tranvía pensé, sin saber por qué, que esta avenida arbolada por la que tantas veces había pasado en realidad no existía y que nosotros no estábamos ahí sino en otro lado, lejos. Pensé, quizás por un recuerdo del que no tuve la certeza de que hubiera ocurrido, que así debería lucir Buenos Aires. Desde la estatura de un niño volteé los ojos arriba y vi a mi mamá: lo supe entonces. Supe que tan sólo por ese instante en nuestras vidas habíamos sido madre e hijo, cómplices o amigos. Ysupe también, con toda la claridad de la luz láctea y fría del interior del tranvía, que al terminar nuestra función no volveríamos a vernos.
Ése fue el primer momento.
El segundo momento vino hace poco. Y no del todo sucedió, me lo arrebataron las patas de puerco con las que unos norteamericanos tropezaron y tiraron las maletas de Renata en Santiago.
Se rompe por fin la pausa a nuestra escena, y se rompe el mute y nos inunda el sonido de la calle. Abajo, el taxi todavía espera por su paga. Renata sigue con los ojos iluminados por la pantalla, seguirá así hasta que me vea salir. El taxista es un buen tipo, habla español y no argentino. Las imágenes se agolpan en una pantalla dentro de mi cabeza: San Telmo, El Boca, Recoletos y todo lo demás que no recuerdo. Aquí no hay letreros fofos que me digan donde estoy.  El buen tipo me dice entonces, como viendo la misma pantalla mental que yo contemplo, que lo mejor de Buenos Aires es el río. Y yo me quedo entonces en Puerto Madero.
Ella lo sabe ahora y yo también.
Si ahora mismo me llamara Renata, yo podría decirle que la amo, y mis palabras no estarían endurecidas y mis líneas no serían forzadas, sonarían tan llenas de honestidad como un rioplatense alagando a este río, pero mi celular no sirve aquí y yo no tengo el número de ella. He empezado a pensar que es esta la naturaleza de la comunicación: ser puente roto; la comunicación franca nunca ha sido algo humano, y yo lo sé.
Camino con un travelling de diques y dársenas a la izquierda, voy buscando entre los restaurantes de lujo una mesa vacía, en algún lugar donde se escuchen muchas voces y haya apenas luz. Antes de entrar volteo a ver la avenida, pienso que yo ya estuve aquí, yo ya sabía que así lucía Buenos Aires. Entonces lo supe…


Por: Ulises Xolo

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