sábado, 1 de diciembre de 2012

Una vida de silencio



Carlos no quiso llamar a la policía, él era oficial y sabía que si sus compañeros llegaban a la casa, alguno de sus familiares sería procesado por haber matado a papá Alberto. Ya había sido suficiente drama para la familia y además era Nochebuena. Qué iba a ganar con que su hermana o abuela fueran a dar, mínimo, 20 años a la cárcel. Sabía que su papá se lo tenía merecido. Una parte de él se sentía feliz, la otra preocupada.
Reunió a toda la familia en el comedor. Bajó la abuela, que tenía cerca de 90 años, sus dos hermanas gemelas, el tío Juan, que caminaba más lento que la abuela; tenía una sonda que le salía del estómago y a donde se moviera cargaba con su bolsa de fluidos.  También salió Linda del sótano, la criada, que en realidad era su tía, hermana del recién asesinado. Al nacer, le diagnosticaron “Síndrome de Apert”, una enfermedad que le provocó un sinfín de malformaciones, por lo que papá Alberto la llamaba “nuestro pequeño monstruo familiar”.
Todos se reunieron en la mesa. Carlos se levantó y les dijo que acababa de suceder algo trágico, alguien había matado a papá Alberto, cortándole las venas de manos y cuello. El cuerpo estaba abandonado en la tina del baño. Las gemelas se voltearon a ver, después regresaron la mirada hacia Carlos. La abuela bajó el rostro. El tío apretó con fuerza su bolsa de fluidos, luego la soltó. Linda se levantó de la silla, como si fuera a decir algo muy importante, aunque no dijo nada y al minuto se volvió a sentar.
Carlos los observó detenidamente, quería ver cada una de las reacciones al recibir la noticia.
 Esa noche, cenaron veinte minutos de silencio absoluto hasta que se llenaron. Luego las gemelas se retiraron de la mesa y subieron hacia el baño. Carlos esperaba escuchar los gritos cuando vieran el cuerpo, pero el silencio seguía imperando. Después el tío también decidió subir las escaleras. Ante la dificultad de hacerlo solo, Linda lo ayudó. Quedaron en la mesa Carlos y su abuela. Ella soltó una lágrima, Carlos la abrazó, la tomó de la mano y le pidió que subieran. Tenía que ver lo que había pasado.
 Veinte minutos después la familia entera observaba la tina con sangre y con el cuerpo de papá Alberto. Nadie lloró, nadie suspiró, solamente dejaron que el silencio escuchara sus pensamientos. Finalmente salieron del baño.
Carlos les preguntó:
¿Quién fue el responsable de esto?
Todos se quedaron callados. Carlos preguntó de nuevo:
¿Quién carajos lo asesinó?... ¡Contesten maldita sea!
Sólo el silencio y uno de ellos conocían la respuesta, otros la sospechaban, pero nadie dijo nada.
Se llevó los dedos a la barbilla pensando en lo que podría hacer. Levantó la mirada y ordenó a las gemelas que fueran por trapos y cobijas. A Linda la mandó  por cloro y cepillo. Él fue por dos sillas para sentar a su abuela y a Juan. Todos se movieron y coordinaron eficazmente. Carlos hacía analogías con los otros hogares, donde ponen el árbol y preparan la cena en conjunto; en cambio, su familia limpia las evidencias del asesinato de su padre.
Unas horas después la tina regresó a su blancura original y abajo, a un lado de la puerta, había siete bolsas negras y un cadáver envuelto en cobijas y cordones.
Los cinco integrantes de la familia esperaban frente a la puerta. Carlos tomó  pinzas y  martillo; con ellos rompió las cadenas y candados que mantenían la puerta cerrada desde hacía tantos años. Al abrirla, el simple sonido del viento contaminó, como nunca, el silencio que papá Alberto había construido en la casa.
Las primeras en salir fueron las gemelas. Cuando pisaron la calle y vieron las estrellas, recordaron las cicatrices de su cuerpo; papá Alberto se las había hecho con cigarrillos. Sonrieron porque la abuela tenía razón, ella les decía, todas las noches, que algún día podrían salir de la casa y finalmente conocer las estrellas. Siempre les dijo que hay más luces en el cielo que quemaduras en su cuerpo. Sin embargo ellas tampoco sabían quién había asesinado a su papá.
Después salió el tío Juan. Al ver de nuevo el exterior, después de tantos años, sintió que una inyección de aire puro entraba en sus pulmones y le nutría las entrañas cancerosas. Desde hace ya mucho tiempo él mismo quiso haber matado a Alberto, pero su condición se lo impedía; tuvo que convertirse en un muñeco más de la fantasía que enfermaba a su hermano.
Después salió Linda. Alberto le había dicho, toda la vida, que le hacía un favor al mantenerla encerrada, porque el día que la gente normal la viera en la calle, se aventarían sobre ella para matarla como un animal. “No sobreviviría ni un día”. Linda sabía que a partir de ahora nada podría ser peor que todo lo vivido. Inclusive un sentimiento de arrepentimiento la inundó. Era una lástima que ella no hubiera sido la responsable de la muerte de su hermano.
Por último, salieron Carlos y la abuela en silla de ruedas. Ella creía que iba a morir sin volver a ver el cielo, y lo peor, dejaría sola a la familia con su hijo. Sin embargo, todas las noches rezaba porque su nieto regresara a rescatarlos.
Carlos siempre fue el orgullo de su papá: alto, fuerte e inteligente, lo suficiente como para escapar y convertirse en policía, para regresar años después a cobrar venganza y liberar a la familia. Sabía que en las fechas navideñas nadie investigaba desapariciones, además estaba seguro de que nadie lo acusaría. Si algo había aprendido su familia, era la importancia del silencio.

Por: Ohmi Soni




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