La playa de Acapulco, tres y media de la
tarde: la camisa blanca ya se me ve negra de las mangas. Se le nota un poquito
la mancha de salsa de mango que le eché al postre en la cena, ayer por la
noche. La camisa
se
la robé a mi papá hace ya algunos años. Recuerdo que al ojete le pedí unos
zapatos, andaba buscando chamba y los traía agujereados:
—Papá, no seas
así, ¿cómo me van a dar chamba en estas garras?
—No mames, igual hasta te la dan por
eso.
Esa vez fui a
una oficina cercana al metro Balderas, aún eran tiempos de hacer la búsqueda en
El Aviso Oportuno del Universal: «Apóyeme
contestando teléfonos». Bueno, sé contestar teléfonos, pensé. Al llegar, de inmediato
supe que era una farsa. Me dijeron que esperara sentado en unas sillas junto a
unos tipos que se veían hasta más jodidos que yo. Nos pasaron a un pequeño
auditorio donde un chaparro percudido de la cara, trajeado con un saco que le
quedaba enorme, nos dijo que ahí íbamos a ganar lo que quisiéramos (umta
madre). Dotado de un léxico digno de niños de secundaria nos explicó el modelo
piramidal del negocio. Ya saben: nunca sabes qué venden, pero el caso es que
tienes que conseguir más vendedores que le entren al principio con una parte,
chale. Terminó la "cátedra" y después nos pasó una hoja donde venían
una serie de preguntas como: ¿es usted temeroso de Dios?
Uno se queda
hasta el último en esas pláticas por dos razones: la primera es que no tienes nada
más que hacer; la segunda, porque en tu desesperación esperas que tenga algo de
cierto.
Al terminar la
explicación nos mandaron de nuevo a la salita de espera, dijeron que en un
momento nos iba a llamar el reclutador para mencionar si nos quedábamos. Había
dos televisiones con MTV proyectando
una serie de mujeres buenotas y musculosos en la playa que, aunque se ven de
treinta, en la serie dicen tener dieciséis.
—¡Olegario
González!
—Presente,
¡voy!
—Olegario,
muchas felicidades, «fuistes acectado».
—Hijo de tu puta madre (pensé). Ah, este,
gracias.
—¿Qué, no
estás alegre por ser seleccionado? Se lo podemos dar a alguien más.
—No, sí me
alegra, gracias. (Vete a la verga).
—Preséntate
mañana con estos papeles.
Pensar que
encontré la pinche chamba que tengo ahora, después de haber ido a tantas «ofertas»
de empleo como aquella experiencia afuera del metro Balderas. Y lo peor es que
esto no fue lo mejor que encontré, fue lo único que encontré. Diez años en este
mugre archivo.
Es común que,
en la oficina, esta camisa blanca la combine con una corbata amarilla. Al menos
ya me puedo comprar mis zapatos.
Me arremangué
el pantalón oscuro de vestir para que no se me llenara de arena y me diera el
aire en las pantorrillas, mojarme los pies como las abuelitas.
Nos trajeron
ayer por la mañana desde la San Miguel Chapultepec. La empresa decidió que era
justo traer a la bola de empleados a la playa por ser fin de año. Los odio por
culeros -a la empresa y a mis compañeros-, mira que darle un reconocimiento al
inválido del área de nóminas, ¡nomás por ser inválido! Yo en su lugar les diría
que se fueran mucho a la mierda. El inválido es de los pocos que no detesto, a
media noche yacía sobre su silla con su rostro colgando, ultra pedo, vomitaba
sus piernas como diciendo: “Mírenme ojetes, también estoy vivo”.
Después de dar
los diplomas a los desgraciados que tenemos aquí más de cinco años, el gordo y
calvo director de la empresa pronunció su eterno discurso: «Jóvenes, este año
que entra nos esperan nuevos retos como empresa, todos somos un equipo, tenemos
que tener unidad». Ja, el jodido pelón que ni te voltea a ver cuando te lo
encuentras en el baño. Si tuviera huevos le diría a este cabrón que se metiera
su empresa por el culo y me largaba, aunque la verdad, me faltaba conocer el
mar.
Por Claudio Gordillo
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