Los sollozos de mi mujer me
despertaron antes que la alarma. No hay nada que me moleste más que dormir
poco, pero esta vez no dije nada. Me rogó para que la llevase a urgencias, pero
ella sabía muy bien que no la podía sacar de casa, no todavía. Los médicos o
las enfermeras harán preguntas y no me creerían un “se cayó por las escaleras”.
Son señas de que los tiempos han cambiado. En la época de mis abuelos todos
entendían perfectamente que esos eran asuntos normales de pareja. Y es que mi
mujer se ha vuelto incontrolable. Empezó alzando la voz y anoche me respondió
los golpes. Es por eso que se me pasó la mano.
Le di naproxeno
para el dolor y salí a la cocina a hacerme desayuno.
Todo era nuevo:
platos, sartenes, estufa, refrigerador, hasta lavavajillas para mi princesa.
Ella solía vivir en una cueva horrible con sus ocho hermanos y ahora tenía su
propio palacio. Me despedí de ella y prometí regresar temprano. Cerré la puerta
con llave, de la cual yo tengo la única copia.
Como salí antes
de lo habitual el camino estaba vacío. La ciudad se ve tan distinta sin tanto
auto y mugroso cruzando a media calle sin usar las esquinas o los puentes
peatonales.
Mi trabajo
consiste en administrar varias decenas de vendedores ambulantes. El dueño de la
mercancía y el que mueve sus influencias para que las autoridades no nos causen
problemas es un político poderoso. Dicen que comenzó como franelero, luego
taxista, líder de taxistas y así hasta agarrar buen hueso en su partido.
El trabajo estuvo tranquilo, hasta
pude darme el gusto de ver la final de la copa en uno de los puestos. Nuestro
equipo perdía por paliza después de muchos años invicto. Un comentarista decía
en tono melancólico que era el fin de una época. Su compañero contestó que en
realidad esa época había terminado hace tiempo. Que si no eras observador te
podrías dar la impresión de que el final fue abrupto, cuando en realidad la
decadencia había sido notoria.
Tras finalizar el partido en un corto
noticioso informaron que nuestro patrón había sido arrestado. Sin duda era el
final de una época para nosotros.
Regresando a casa me topé con una
multitud que cerró una calle. Eran vecinos que protestaban por la tala de unos
árboles. Cuando me lo dijeron no lo creí. Debía haber otro motivo o era una
broma, pero no. Toqué el claxon y les grité que se dejaran de pendejadas, que
habíamos personas que sí trabajamos y que queríamos regresar a nuestras casas,
pero me contestaron con rechiflas. Gente
sin quehacer.
Seguí conduciendo y calle tras calle las
cosas parecían empeorar. Era como si el mundo hubiera cambiado súbitamente
mientras veía el futbol. Apenas si había autos. La mayoría de la gente viajaba
en bicicleta o autobús y todos le daban preferencia al peatón. En una esquina
vi un grupo de mujeres golpear a un par de ebrios que las habían piropeado. Un
hombre, un niño y un travesti caminaban tomados de las manos, como si fueran
una familia normal. Una pareja cogía en la banqueta, frente a un policía, que
en vez de arrestarlos se bajaba el pantalón y pedía ser el siguiente en
recibir.
Lo primero que noté al llegar a casa
es que seguía a oscuras y esto me espantó. Ella se había quejado mucho en la
mañana. Abrí la puerta e intenté prender la luz del recibidor, pero el interruptor
no funcionaba. Seguí hacia el dormitorio intentando prender sin éxito todas las
luces en el camino. Abrí la puerta de nuestra alcoba y lo primero que noté fue
un olor raro, como a trapo que ha estado húmedo por varios días. La oscuridad
dentro de la habitación era total. Me quedé paralizado en la entrada por unos
segundos, hasta que la pude ver. Más bestia que mujer, se deslizaba por el
suelo mientras me veía con sus ojos amarillos llenos de odio. Agazapada, como una
gata lista a saltar sobre su presa.
Autor: Joel Aguilar.
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