Walter,
con el cuerpo casi convulso. Walter, torpe e inseguro, salió a traspiés de la
cantina. Era una gélida madrugada. Detectó un pequeño bulto no muy lejos de
donde se encontraba que, sin más, robó su atención. Se acercó y, justo iba a
patearlo, cuando “la cosa” salió disparada en un movimiento casi invisible
hacia un costado para evitar ser golpeado por el zapato del ebrio.
“La cosa” se acercó sigilosamente hacia el
hombre, quien gracias a la iluminación procedente de la cantina, alcanzó a
distinguir exactamente de qué se trataba. Era un gato gris. Un par de iris
fluorescentes se clavaron directo en su rostro, las pupilas que permanecían
verticales, rasgadas, como lagarto, se alejaron un poco del fuerte destello,
para expandirse como agujeros en la atmósfera. Abrió su hocico, acarició sus
largos bigotes con una lengua rosada y
le dijo:
—Sígueme. Tu suerte nos espera. —El gato se echó a
andar.
Walter, sin dar crédito a lo que
acababa de escuchar, distorsionó el rostro y se talló ambos ojos. Echó el tronco
hacia atrás y sacudió la cabeza negativamente. “Vaya, ya estoy muy borracho”.
Se dijo.
El Gato repitió:
—He dicho que me sigas. No perdamos
más tiempo ¡Anda! Tenemos que apresurarnos.
El hombre, no tuvo oportunidad de
razonar y obedeció la voluntad de aquella voz. Comenzó a andar siguiendo al
cenizo felino. Zigzagueante, intoxicado y con la visión doble, admiraba la
figura elástica y enigmática que lo atraía hacia callejones cada vez más
opacos. Fijada su atención en el animal, no se percató del poste que estaba en
su camino. Chocó contra él con la fuerza necesaria para perder el equilibro. Cayó cómo tabla, de
espaldas sobre la acera.
El gato se aproximó. Olfateo y en un
gesto cariñoso frotó su cabecita contra el costado del hombre que yacía de cara
al cielo. Ladeó su peluda cara, arqueó el lomo y levantó la cadera un poco
hasta terminar de acariciarlo con el último centímetro de su cola. El gato subió
al pecho del hombre y se sentó mientras relamía lentamente entre las
almohadillas de su pata izquierda.
—Los humanos son torpes por
naturaleza —dijo—. Nada como tener cuatro patas para no derrumbarse ante el
primer obstáculo.
—Justo lo que necesitaba. Un gato
que hablara sólo para burlarse de mí.
—Siempre he creído que los humanos
utilizan su lengua de la manera más inadecuada. Nosotros preferimos
contemplarnos y no decir ni “miau”…
Andando.
—Dame un minuto.
El gato desenvainó sus garras y le
arrojó un zarpazo directo al rostro:
¡No tenemos un minuto! —le gritó el
felino. Se hizo a un lado y comenzó a andar.
El hombre, muy a su pesar, se
incorporó y caminó detrás del misterioso animal.
Deambularon por las callejuelas cada
vez más negras, cada vez más vacías. Apenas iluminadas por un pálido rayo de la
luna; un luar. Por fin, el minino hizo un alto definitivo ante una casona,
aparentemente abandonada… Lo miró con los ojos semicerrados y le dijo:
—Bueno, aquí es: Entra. “Arriba te
esperan”.
Walter no separó los labios. Escuchó
un ronroneo suave; no se volvió. Abrió la apolillada puerta haciéndola rechinar
sin intención y la cerró tras de sí. El exquisito resplandor de unas telarañas
plateadas estratégicamente colocadas por toda la sala, aguardando por un
díptero, por la cena, por algo lo hicieron sentir como latía su corazón… Walter
sentía la presencia de una audiencia inexplicable…
—¿Hay alguien aquí?... —Nadie
respondió.
Notó con asombro que los empolvados
muebles estaban organizados. Parecía estar todo en perfecto orden. Curioso y
ansioso por lo que el gato le había
dicho, subió las escaleras de madera despertando pequeños crujidos bajo sus
pies.
Arriba había tres puertas; entreabrió
la más cercana. Echó un vistazo. Entró. Era el cuarto de baño. Una tina blanca
enmohecida formaba el plano principal. Las paredes guardaban humedad y sarro
crecido, esparcido libremente. Era la figura de la ausencia y olvido…
Inspeccionando con cuidado, notó la imagen caleidoscópica de su propio rostro
en un pequeño espejo estrellado. Su
barba seguía siendo roja, sus ojos tristes continuaban siendo azules. “Aquí,
no hay nada para mí”, se dijo. Y salió.
En la parte superior de la segunda
puerta, había una inscripción en latín: “Alea jacta est”.
Trató de abrirla: empujó, pateó, trastabilló y, finalmente, cayó de espaldas.
Débil, vencido y aún algo mareado. “Será mejor dejarla para el final”, pensó a modo
de consuelo y se incorporó.
La tercera entrada, al primer
intento desnudó el contenido de su interior. Se abrió. En medio de la
habitación estaba el cuerpo inmóvil de una mujer, pálido de piernas, como
estatua de cera, con la cara vuelta hacia el piso. Su cabeza era una isla, rodeada
por un mar de sangre.
Walter reaccionó impulsivamente,
corrió hacia ella, la tomó por el troncó y la giró para verla de frente
mientras preguntaba: “¿Está usted bien?”
La mujer tenía media cara hundida.
Walter soltó un grito ahogado, alzó la vista y encontró, a un metro de él un
martillo con manchas de sangre y cabellos de la víctima. Era el único testigo
de lo que allí había ocurrido. Horrorizado retrocedió, arrastrándose y
alejándose del piso desesperadamente.
Afuera, unas luces roji-azules,
acompañadas del canto de unas sirenas policiacas que se escuchaban cada vez más
y más cerca, se hicieron presentes. Los pasos de unos hombres hicieron crujir
los escalones de madera bajo sus pies mientras ascendían.
Abrieron la puerta de par en par y detrás
de las armas gritaron:
¡Quieto! No se mueva. Aléjese del
cuerpo y ponga las manos donde podamos verlas.
Walter, confundido y aterrorizado,
entre náuseas y con unas ganas insoportables de llorar, levantó sus temblorosas
y ensangrentadas palmas, suplicando un: “No disparen”.
Queda usted detenido. Tiene derecho
a permanecer en silencio. Todo lo que diga o haga podrá ser utilizado en su
contra.
El juicio se llevó a cabo con
presteza. Terminada la intervención del fiscal, el juez se dirigió a los
miembros del jurado y dijo: “Señores, pasen a la sala y hagan su veredicto. Se
abre un receso de media hora, el acusado deberá permanecer en su sitio hasta
que el fallo sea pronunciado”.
La media hora pasó. La sala esperaba
en silencio. El juez tomó su asiento y cada miembro del jurado tomó el suyo, el
juez habló:
—Bien, señores ¿tienen ya su
dictamen?
Sí señor, encontramos al acusado
culpable por el delito de asesinato en primer grado.
—Procederé a dictar sentencia: El acusado Walter McGregor
es condenado a cadena perpetua por el asesinato de la señora: Katherine Lennox
sin posibilidad de fianza. Caso cerrado.
El juez hizo sonar el mallete.
—No, ustedes no comprenden, fue un
gato, un gato grande, me tendió una trampa.
—Por favor, Mr. Walter McGregor, si
no deja de decir incoherencias podría ser investigado para terminar encerrado
en el manicomio. Cuidado con su lengua.
—Esto es un error. Comprendan. Es…
—¡Silencio!
El juez hizo azotar el mallete por
última vez y exigió que el detenido fuera expulsado de la sala.
Pasaron
más de dos décadas. Durante las cuales en todas y cada una de sus noches Walter
escuchaba aquella poderosa voz emergente de la pequeña pantera gris: “Entra.
Arriba te esperan”. Una y otra vez. Utilizaba los días para pintar extrañas
siluetas de felinos en cada espacio de las cuatro paredes que conformaban su
encierro, su hogar.
—Mr. Walter McGregor el director del
penal y una audiencia solicitan su presencia.
Extrañado, pero tranquilo, acudió a
la cita.
—Mr. McGregor, es un gusto tenerlo
con nosotros el día de hoy. Una conducta ejemplar y una actitud cooperativa
hablan de su calidad como individuo. Permítanos informarle que las autoridades
han dado con “el asesino del mazo”.
— ¿Quién? ¿Qué dice?
— Oh sí, permítame explicarle: Un
multihomicida de mujeres mayores. Su arma: un mazo. Ayer por la tarde fue aprehendido
por nuestro capacitado personal... Sin inconveniente y en tono burlesco el
sujeto se declaró culpable.
—No comprendo… ¿qué tiene que ver eso conmigo?
—Permítame explicarle, y por favor
no interrumpa. El asesino confesó que su primer delito lo había cometido
aproximadamente veinte años atrás, con su propia casera. Con engaños la había
llevado a un barrio abandonado. La golpeó y la subió a una habitación de una
casa que encontró deshabitada. La tiró al piso, le martilló la cara y la dejó
“besando el suelo”. Luego dijo de manera muy poco decente que él había dejado
el arma homicida de modo intencional para evidenciar la ineptidud de nuestro
cuerpo policiaco. ¡Vaya sujeto! También dijo sentirse satisfecho por haberlo
logrado. Gracias a los noticieros se enteró que un miserable infortunado había
sido inculpado por aquél crimen, lo que le generó aún más confianza para
continuar realizando sus fechorías pero esta vez con un mazo.
»—Mr McGregor: la situación es más
que clara. Y al no encontrar evidencias alguna para retenerlo. Su estancia, ya
no es justificada aquí. El Estado le ofrece sinceras disculpas y le comento que
estoy a punto de firmar su sentencia. Sr. Walter McGregor, es usted un hombre
libre ¡Felicidades!
Walter no pronunció palabra alguna.
En silencio fue desencadenado. En silencio tomó sus pocas cosas. Y en silencio
contempló las paredes con las siluetas de los extraños felinos pintados... Giró
sobre sus talones y salió de allí.
Una vez afuera, el sol le quemaba
las retinas, la brisa le ayudaba a secar las lágrimas que escurrían por su ya apergaminado
rostro. No cesaba de llorar. “Esto es lo peor que me pudo haber pasado”,
pensó. Había perdido su pasión por la
libertad.
—Hace tiempo te había dicho que los
humanos eran muy tontos. Tenía razón ¿cierto?
Esa voz, esa voz era la que lo había
perseguido y acompañado cada noche. Era el gato gris. Tal cual lo recordaba.
Con su par de iris fluorescentes, con
las pupilas verticales...
—¡Tú! Tú me engañaste, me tendiste
una trampa. Hiciste que me encerraran…
—No. Como siempre, estás equivocado,
humano. Yo no soy culpable. Todo lo hiciste tú. —Sus pequeñas orejas se
pusieron firmes y apuntaron hacia atrás.
Había permanecido echado, agitando su
cola como batuta orquestando al viento.
—¿Qué quieres decir?
—Eso. Sí, arriba, al subir las
escaleras te esperaba tu destino. En la segunda puerta había una inscripción “La
suerte está echada” era en latín y era para ti. Tu devenir estaba detrás de ahí…
Pero la dejaste pasar ¿Comprendes? La decisión fue y siempre será sólo
tuya.
Entonces el gato no me miró más. Giró
lentamente y echó a andar… Lo vi perderse entre un banco de niebla que parecía
lo estaba esperando... Esa noche fui a la ciudad y renté un pequeño cuarto. Por primera vez en más de veinte años por fin
pude conciliar el sueño y sin sentir la presencia del gato, martillando mí
destino.
Por Vanessa Carlos
Mi crítica es que te excediste un poco bastante con los detalles, si me doy a entender, los detalles estan bien pero son repetitivos, example:" Pasaron más de dos décadas. Durante las cuales en todas y cada una de sus noches Walter escuchaba aquella poderosa voz emergente de la pequeña pantera gris: “Entra. Arriba te esperan”. Una y otra vez." una y otra vez, se podría poner como un "constantemente en la oración anterior y todas y cada una, sacarle el todas y poner "cada una".
ResponderEliminarDigo esto porque me parece que le mensaje está muy bueno, pero refrena la lectura bastante y lo hace algunas partes tediosas, a la Umberto Eco :P. Saludos, suerte.