INVOCACIÓN Y EVOCACIÓN DE LA
INFANCIA
Por
Salvador Elizondo
En
este ensayo, me proponía yo, en principio, tratar de la obra de dos autores que
significativamente han hecho de la infancia el punto de partida de sus
creaciones maestras. Es con atención a este criterio con el que éste ha sido
pensado: “Proust y Joyce” ¡Qué fácil sería la vida si en el proferimiento de
esos dos nombres, que en cierto modo abarcan los límites extremos de nuestra
literatura, pudiéramos encontrar la clave mediante la cual descifrar ese
lenguaje y ese mundo misterios que es la infancia!
Al
ponerme a preparar este ensayo pensé que bastarían esas dos referencias
magníficas para desarrollar mi tema. En la obra de estos dos autores parecían
estar compendiados los aspectos más característicos del mundo de la niñez que
interesan. Sin embargo sufrí un desengaño. Al repasar las páginas de estos
autores que tratan de la niñez, me percaté de que, en cierto modo, resultaba
imposible decir “Proust y Joyce”, y que lo que había que decir era más bien
“¡Proust versus Joyce!”, porque esos
nombres, que a primera vista sugerían posibilidades de exégesis excelentes, de hecho representaban una
antítesis; las que parecían ser líneas paralelas en la historia de la
literatura no significaban sino un match de
boxeo, del espíritu.
¿Por qué?
Para
contestar esta pregunta he de salirme del tema, es decir, del tema Proust y
Joyce. Quise, cuando las preparaba, enriquecer estas notas con referencias
marginales, con ejemplos significativos que ampliaran esa relación que tanto
Proust como Joyce establecen con la memoria. Consulté y leí, no ya las obras
acerca de la infancia sino las obras literarias de la infancia.
No
tardé mucho en encontrarme con un ejemplar de «Coure» de Edmundo D’Amicis y de un
curioso bilderbuch alemán intitulado
«Der Struwwelpeter» entre las manos. Estas extralimitaciones, más allá del tema
prescrito, modificaron radicalmente mi disposición mental. Proust y Joyce
resultaban demasiado amplios, y demasiado limitados a la vez, para penetrar de
un modo consciente y crítico en una cuestión que, creo yo, trasciende los meros
límites de la crítica o de la historiografía literarias.
Debo
pecar, para conducir estas notas a buen término, de hacer una confidencia.
Conforme iba penetrando en el mundo de «Corazón, Diario de un niño», conforme
releía yo ciertos pasajes de «Poil de Carotte», mientras proyectaba en mi
imaginación, a partir del guión, las maravillosas escenas de «Zero de conduite»
de Jean Vigo, llegué a la conclusión de que tanto Proust como Joyce no
representaba sino los dos métodos arquetípicos mediante los cuales a los
adultos les es permitido volver a la infancia. Y es con este descubrimiento con
el que el curso de mis observaciones vuelve a entroncar en el tema de este
ensayo: invocación y evocación de la infancia. Pero ya no invocación y
evocación de la infancia en tal o cual autor, en tal o cual época literaria, en
tal o cual literatura nacional, sino invocación y evocación de la infancia a
secas… así no más… en la vida, si se quiere.
Invocación
y evocación, he aquí el bivio en el
que se separan los caminos que conducen a la niñez. La literatura, como
expresión del espíritu, no ignora esta bifurcación. Cuando nos lleva a ese
destino añorado e inalcanzable de casi todos los adultos, ha de seguir ya sea
uno u otro camino. Ahora bien, ¿por qué decimos que Proust evoca la infancia y
que Joyce la invoca? ¿En qué se diferencia el acto de evocar del acto de
invocar?
Creo
yo que la evocación es un intento de recrear, en este caso el mundo de la infancia,
mediante la concreción del recuerdo de las sensaciones experimentadas durante
ese periodo. Es decir, que más que volver a ese mundo específico, lo que
hacemos, cuando evocamos, es colocarnos en una situación propicia a la reexperiencia
de las sensaciones, si no de los estímulos. La evocación se atiene
invariablemente a los datos perceptivos; es un procedimiento, digamos,
sensorial. Si evocamos la infancia en conjunción con un acto, por así decirlo “actual”
–como la aspiración del perfume de una rosa, por ejemplo–, no podemos decir: «Ésta
es la rosa de entonces, de la época de la infancia…», y más bien lo que decimos
es: «El perfume de esta rosa me recuerda mi infancia». La relación entre el
presente y el pasado se establece mediante la identidad de las sensaciones sin
las cuales esa evocación sería imposible. A este propósito Proust resume en un
corto párrafo de «Du côté de chez Swann» esta conjetura, a la vez que
sintetiza, en un solo pensamiento, la esencia de su obra:
«Sucede
así con nuestro pasado –dice–, es un esfuerzo vano tratar de evocarlo, todos
los esfuerzos de nuestra inteligencia son inútiles. Está escondido fuera de su
dominio y de su alcance, en algún objeto material (en la sensación que nos
produce tal objeto) cuya existencia ni siquiera sospechamos. Depende del azar
que encontremos este objeto antes de morir o que no lo encontremos jamás.»
La
evocación, como retorno a los orígenes siempre es incompleta, deficiente. Es un
acto inscrito dentro de la temporalidad, y es esto lo que la convierte en una
hipótesis –a posteriori– acerca de
nuestros orígenes. Cuando evocamos la infancia, nos place sentir que la imagen
que ahora tenemos de ella corresponde enteramente a la imagen que entonces era.
Un principio de identidad dudoso nos hace sentir ahora que el olor de esta rosa
es igual que el olor de la rosa de entonces. «Esta rosa huele igual que la de
entonces», decimos, y esto es una falacia, porque entre el perfume de entonces
y el de ahora media el Tiempo.
Proust
no se mantiene ajeno a esta consideración. Su proceso de evocación es un largo
silogismo que termina en una conclusión unívoca; la de que el tiempo pervierte
las sensaciones en la memoria y les confiere un carácter que las hace válidas
más como sensaciones actuales que como sensaciones derivadas de sensaciones de
entonces.
El
cuerpo se convierte así, para los efectos de la evocación, en la referencia
fundamental de la que se deriva nuestro recuerdo de la experiencia infantil.
Fuera del cuerpo no podemos referir nuestras sensaciones a nada, y como dice
Merlau Ponty, en la «Phénoménologie de la Perception», el cuerpo es la
referencia del Universo. Ahora bien, el cuerpo, que ineluctablemente se
encuentra inscrito en el tiempo, sufre modificaciones con el transcurso de
éste, es decir, que la esencia misma de las sensaciones se ve modificada por
los años. Tal es el caso de ese fenómeno frecuente de la confrontación de las
escalas espaciales en relación con el transcurso del tiempo. Las dimensiones de
un salón, la disposición de los muebles y la relación de sus dimensiones parecen
aumentarse en la memoria. Cuando después de los años de la infancia volvemos a
encontrarnos por azar en ese salón, ante ese mobiliario, tenemos la sensación
de que, en relación con la imagen de la memoria, tales ámbitos, tales objetos,
son mucho más pequeños de lo que los imaginábamos. Lo mismo que sucede con los
objetos, con los espacios, sucede con los hombres y con los sentimientos. El
tiempo recobrado, en Proust, no es sino el término de una degradación racional de
la imagen de la memoria, hasta volver a situar los objetos y los hombres que
componían esa imagen en la posición justa que les corresponde en el mundo y no
en la memoria.
La
literatura abunda en ejemplos en los que se acentúa esta relación entre el
cuerpo y la evocación de la infancia. El gusto del bizcocho mojado en té, el
olor de los pinos florecido en el campo de Combray, los vitrales de la iglesia,
la frase significativa de la sonata de Vinteuil, la forma de las catleyas y el
sentido sexual que adquieren en París, en la vida de Swann; todas estas cosas
tienen un sentido sensorial estrechamente ligado al desarrollo del cuerpo a lo
largo de los años.
Es
realmente difícil encontrar una instancia de evocación de la infancia en la que
el cuerpo no juegue un papel fundamental. Aun en la poesía, que de hecho se
sustrae a las formulaciones más o menos lógicas, encontramos ejemplos de ello.
Esto se advierte claramente en un poema de Ramón López Velarde que es como una
evocación típica:
Fuérame dado remontar el río
de los años, y en una
reconquista
feliz de mi ignorancia, ser
de nuevo
la frente limpia y bárbara
del niño…
Volver a ser el arrebol, y
el húmedo
pétalo, y la llorosa y
pulcra infancia
que deja el baño por secarse
al sol…
Abundan,
como se puede ver, los elementos estrictamente sensoriales en estos versos.
Hay
casos en los que la evocación se invierte, en que el poema “evoca”, por así
decirlo, una sensación o una imagen futura cuya calidad ideal la asimila a la
calidad ideal del recuerdo. Tal es, por ejemplo, el caso de un poema de Rimbaud
escrito a la edad de 16 años, o sea cuando el poeta carecía aún de la
perspectiva necesaria para evocar su propio pasado. Evoca entonces, en cierto
modo, su futuro:
Par
le soirs bleus d’été j’irai par les sentiers,
picoté par les blés, fouler
l’herbe menue.
Reveur,
je sentirai la fraicheur a mes pieds;
Je
laisserai le vent biagner ma tête nue…
(En las tardes azules de verano, iré por los
senderos,
espinado por los trigos,
pisoteando la hierba menuda.
Soñador, sentiré la frescura
en mis pies;
Dejaré que el viento bañe mi
cabeza desnuda…)
Este
ejemplo de Rimbaud, con lo que tiene de falsa evocación, bien nos puede servir
para adentrarnos en los mecanismos de la invocación, ya que ésta consiste, en cierto modo, en hacer presente algo que,
como el futuro, de hecho está desprovisto de referencias sensoriales.
Hace
ya bastantes años, una de esas editoriales parisinas dedicadas a publicar obras
licenciosas y pornográficas en lengua inglesa, sacó a la luz una interesante
novelita intitulada «Numina», cuyo autor se supuso, muchas veces, no sin cierto
fundamento, y por encima del rimbombante pseudónimo de Ludwing di Belcazzo, que
era nada menos que George Bataille. La novela, constituida fundamentalmente por
los recuerdos sexuales de un jesuita renegado, entre muchos pasajes
interesantes, contiene una declaración de principios que bien vale la pena
citar, ya que en cierto modo sintetiza el sentido de lo que es la invocación.
En el curso de su ensoñación el personaje llega a un callejón sin salida de la
memoria, más allá del cual la imagen evocada no responde ya a su propia
intuición de la realidad. El personaje entonces se hace la siguiente reflexión:
Llega
un momento en el curso de esa vida que revivimos constantemente en la memoria,
en que todas las relaciones parecen romperse y en el que el recuerdo huye como
un fantasma aterrado por el exorcismo. El amor, esa relación que se desentiende
del significado de lo inanimado, no es susceptible de ser recordado. La memoria
no acepta sino los datos de los sentidos –y aun el amor físico no trasciende
este esquema rudimentario de la experiencia–. Somos capaces de recordar el
corte de un vestido, la textura de una tela, el olor de un perfume, la melodía
de una canción, pero un nombre siempre acaba por olvidársenos. Es por ello que
lo que acaba contando en la reconstrucción de las ruinas son los vestidos, las
telas, los colores, las melodías. De ellos está hecha, fundamentalmente, la
experiencia amorosa. Pero por ello mismo, ante esa experiencia que nos sitúa
frente a una abstracción constituida por los sentimientos, aquello que no está
impregnado de la realidad tangible que lo rodea, es como una oquedad que nos
impide recordarlo.
Esta
retórica tortuosa sirve –en pocas palabras– para decir que existen ciertos
tipos de experiencia, que por su carencia de cualidades tangibles, no pueden
ser evocados. “…pero un nombre siempre acaba por olvidársenos” –dice el
autor. Esto quiere decir que justamente
el concepto que sintetiza las cualidades tangibles de un modo abstracto es lo
que se vuelve irrecuperable para la evocación. Y en efecto…
Otro
poema de López Velarde que se llama «No me condenes» es interesante porque en
sus tres primeros versos sintetiza magistralmente las ideas expresadas en el
párrafo citado acerca de la evocación y prefigura en dos palabras el sentido de
la invocación. Estos versos dicen así:
Yo
tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre:
ojos
inusitados de sulfato de cobre,
llamábase
María…
“Llamábase
María”… ¡He ahí la clave de la invocación! La enunciación de ese nombre, esa
palabra –María– desprovista de todos sus atributos, desprovista de todo aquello
que rodeaba los ojos color sulfato de cobre, los ángeles de yeso, el silbido
lejano de la locomotora, han de servir, en ese rito milagroso y mágico de la
invocación para revivir, no de una manera sensible, sensorial, el amor y el
noviazgo de María, novia pobre, sino de una manera que trasciende la
superficialidad y la aparente banalidad de las sensaciones que se originan en
la carne. Los sentidos desaparecen, se vuelven como espectros inútiles al
contacto con esa presencia trascendental de las esencias.
No
somos ajenos al carácter mágico de la invocación en contraposición al carácter
“lógico” de la evocación. La evocación nos lleva a nuestro destino de
nostálgicos mediante un camino, que por medio del lenguaje pretende conducirnos
a la reconstrucción de otro momento. La invocación nos lleva a él mediante el
proferimiento de la palabra que –como en los encantamientos– encierra la clave
del misterio. La historia de la magia, que no es sino el aspecto irracional de
la historia de la poesía, consigna preeminentemente todos aquellos vocablos, o
combinaciones de vocablos, mediante los cuales el anhelo se concreta; desde el
“padrenuestro” hasta el “abracadabra”, las palabras de las invocaciones no son
sino fórmulas mediante las cuales hemos de darnos gusto. “Perdona nuestros
pecados…” dice uno, “Concédenos la vida eterna…” dice otro. Otro dice: “Quiero
poseer a Margarita la que hila en la rueca…”, y otro, mediante un circunloquio
alemán de 800 páginas dice: “Cambio la integridad de mis glóbulos sanguíneos y
de mis neuronas por el genio…” Este trueque y esta dádiva se concretan
invariablemente en una combinación de palabras, palabras que muchas veces,
desgraciadamente, no quieren decir nada… pues, ¿qué significan los nombres…
trascendentalmente?
Margarita,
el vocablo Margarita, ¿es acaso la concreción absoluta de ese “Eterno Femenino
que nos llama a lo alto”? “¡Combray!”, ¿es acaso este nombre el que evoca la
sensación del olor de los espinos blancos y el gusto de la madeleine? “Balbec”, ¿es acaso este nombre el que evoca la
visión de Albertina en bicicleta?, ¿o “catleya” –transmutado en un prodigioso
verbo–, el que describe los amores de Swann y Odette? Pareciera que no; sin
embargo, nuestras sensaciones, para recapturar ese tiempo perdido de las
páginas literarias, cuando quieren recurrir a esos pasados ficticios, no han de
acudir a ninguna otra referencia.
Al
final de cuentas no serán sino los nombres los que nos conduzcan a la recaptura
del tiempo perdido, porque en ellos, a través de la historia –es decir, a
través del tiempo– hemos de llegar a la figuración completa, a la
reconstrucción perfecta, de lo ya perdido.
Esta
divagación, que tiene un carácter desagradablemente lírico y estentóreo,
quisiera que sirviera, aunque sea torpemente, para aproximarnos a Joyce, en
quien la “reconquista feliz del pasado” no es sino un proferimiento exhaustivo
de fórmulas verbales. ¿Despreciables acaso, porque son verbales? ¡Todo lo
contrario! No hay que olvidar en ningún momento que Joyce, como todos los
grandes literatos de nuestra época, no sufre la condición de leader de la juventud o de acatador de
consignas. Sus fórmulas verbales lo aproximan más a la función de sacerdote
que, de hecho, invoca los espíritus, que a la de pedagogo que dicta reglas para
la infalible consecución de la respetabilidad. Y hablando de Joyce es preciso
hacer a un lado toda noción de respetabilidad y de decencia. Pasa, con Joyce,
lo que con Rimbaud¸ que las buenas maneras le son ajenas. Y para analizar al
niño que hay en Joyce y al niño que hay en Proust tendremos, forzosamente, que
prescindir de esa noción de enfant sage,
del good little boy que, por razones
de hipocresía consumada, infesta la literatura occidental a partir de Dickens.
El
niño de Joyce es un niño provisto de todas las armas arquetípicas del niño
arquetípico…, poco diligente, precozmente sensual, proclive a la pornografía y,
sobre todas las cosas, a la escatología. Si hemos de afrontarlo con valor,
dispongámonos a aceptarlo rodeado de prostitutas festivas, de frases soeces, de
gestos groseros, de hábitos inconfesables.
Hemos
de transportarnos en la imaginación a esa casa de mala nota en donde Stephen
Dedalus va a realizar el acto mágico de la evocación de su infancia. Hemos de
disponernos de la manera más liberal, a
convivir con viejas prostitutas, con soldados ebrios y con los espectros del
artista adolescente.
La
invocación de la infancia en Joyce es, en cierto modo, la invocación de la
presencia de la madre. Esa vida ideal que balbucea las primeras palabras
terribles en los primeros cuentos de «Dublineses», que descubre la sensualidad
y la belleza en «El retrato del artista adolescente», que penetra en el ámbito de la muerte para revivir a la madre en
el «Ulises» y que ahí mismo habrá de
desposarse con ella en la figura telúrica de Molly Bloom, no es sino la
concreción de una fórmula mágica que permite remontar el río de los años para
llegar hasta los orígenes.
El
sentido de ese proferimiento se ve definido por Joyce mismo cuando exclama por
boca de Stephen Dedalus: “Para que el gusto, entonces, y no la música ni los
olores, sea como un lenguaje universal el don de las lenguas que haga visible
no el sentido llano sino la primera entelequia…” Y ha de ser este gesto mágico el que concrete
la presencia, insensible, de la madre de Stephen, que se materializa en medio
de la ebriedad y de la orgía sin más característica que un nombre: “Yo fui una
vez… May Goulding”, dice el espectro ante el hijo horrorizado que más tarde, en
busca de la invocación absoluta, le dice al fantasma: “Dime la palabra madre,
si es que la sabes ahora. La palabra que todos los hombres entienden…” Sin
embargo, no ha de ser la madre espectral la que le dé la clave y el
encantamiento, sino esa madre que
representa el término de su propia evocación en conjunción con la invocación de
Stephen: Molly Bloom, a cuyo lecho ha de llegar Stephen como la reencarnación
de su propio hijo muerto y en donde éste recobrará el significado de su propia
infancia.
Es
curioso observar que Joyce, al conjugar el personaje de Molly Bloom con el de
Dedalus está jugando simultáneamente con la evocación y la invocación. Molly
representa ese ritmo discursivo, amplio, pormenorizante, en que se sustenta la
evocación de su pasado transcurrido en Gibraltar. Dedalus es la fórmula
sintética, el proferimiento mínimo, el gesto casi que encierra esa
recirculación de la vida que es el acto de recordar la infancia y que en «Finnegans
Wake» jugará una parte tan importante. Ambas contemplaciones del pasado se
sintetizan cuando quien ha evocado no extrae de esa evocación sino un vocablo
que representa la aceptación de la vida y la ineluctable realidad de lo
visible: Yes!
Los
extremos aparente se tocan: el hijo se desposa con la madre en un rito que aúna
el pasado y el presente. El parto y la muerte no son sino dos apariencias de
una misma cosa. No es de extrañar por ello que la literatura de Occidente se
complazca en presentar las dos caras de la moneda simultáneamente, poniendo al
niño en contacto con la muerte como si se tratara de una conjunción lógica.
Para el niño la muerte es un misterio sagrado y él es el guardián de ese
misterio. Ese secreto trascendental, depositado en la discreción frágil de los
niños se vuelve, además, un acto poético y terrible. Y no sólo la muerte, sino
el amor y la vida también, cobran en la visión del niño un significado
sobrenatural.
Las
imágenes alucinantes de «Juegos Prohibidos» no son sino un tratamiento in extenso
de la que en la literatura occidental muchas veces se reduce a unas cuantas
líneas.
Vuelvo
una vez más a la infancia –dice Drieu la Rochelle–, no por la razón de que en
ella se encuentran todas las causas, sino porque el ser está todo entero en su
germen y que uno encuentra correspondencias entre todas las edades de la vida.
He nacido melancólico, salvaje. Aun antes de haber sido maltratado y herido por
los hombres o de haber sentido remordimientos por haberlos herido y maltratado,
me confesaba a ellos. En los recesos del apartamento y el jardín, me encerraba
en mí mismo para gustar de alguna cosa furtiva y secreta. Ya entonces adivinaba
yo, mucho mejor de lo que podría hacerlo más tarde, cuando ya me encontraba de
lleno en el mundo y sabía que existía en mí alguna cosa que no era yo y que era
mucho más preciosa que yo. Y presentía que ello podría gozarse mucho más
exquisitamente en la muerte que en la vida y sucedía que no solamente jugaba a
estar perdido, a haber escapado de los míos para siempre, sino también a estar
muerto. Era una embriaguez triste y deliciosa la de estar acostado bajo el
lecho, en una pieza silenciosa, a la hora en que mis padres habían salido y en
que yo me imaginaba estar en el interior de una tumba. A pesar de mi educación
religiosa y de todo lo que me habían dicho acerca del cielo y del infierno,
estar muerto no era estar aquí o allá, lugares habitados donde uno era visible,
era más bien estar en un lugar tan oscuro, tan desconocido, que era como no
estar en ninguna parte y en el que se podía escuchar la caída, gota a gota, de
alguna cosa indecible que no era mía ni de los otros, sino una cosa inaprensible
y ajena a todo lo vivo y lo visible, y ajena también a todo lo invisible y a lo
muerto, que existía de alguna otra manera infinitamente deseable.
Ese
impulso primario encuentra en Drieu la Rochelle su término lógico en el
suicidio. Yo pienso que tal proceso es aplicable a todas las vidas que ya en la
infancia se ven determinadas ineluctablemente.
La
obra de Henry James, por ejemplo, nos muestra en innumerables instancias a los
niños en situaciones que determinan en un grado mucho más alto que las pasiones
el drama de los adultos. Resulta ya un lugar común citar, a este respecto, su
cuento «Una vuelta de tuerca», en que son propiamente los niños los que
detentan el influjo sobrenatural que se
ejerce en torno a ellos. Otro cuento importante es «El discípulo», en
que la vida de un hombre se ve totalmente minada por una simple relación
pedagógica con un niño.
Resulta
frecuente encontrarse en literatura con la falta de definición al respecto al
papel que juegan los niños en ella. Creo que es preciso, de una vez por todas,
decir que ese vasto campo de la novelística, del teatro y de la poesía al que
pude aplicársele el título genérico de “retorno a la infancia”, admite tres
modalidades: en primer lugar está la literatura para niños. Esta literatura por
lo general pocas veces trasciende los límites de la mediocridad, sólo que
generalmente se la confunde con literatura fantástica. Pocos son los niños que
logran comprender realmente esas obras que sólo por equivocación se supone que
les está dedicadas: es casi seguro que de cada cien niños que puedan haber
leído «Alicia en el país de las maravillas» hay uno que lo entienda como lo que
realmente es, o sea, como una prefiguración de la concepción serial del tiempo.
Lo que los niños pueden percibir en este libro no es sino una serie de imágenes
sensoriales mediante las cuales se expresa metafóricamente, por así decirlo, un
pensamiento abstracto. En segundo lugar tenemos el género más importante de los
que aquí hemos enunciado: la literatura sobre niños, género al que los niños
han de permanecer irremediablemente ajenos, pues esta literatura es Los hermanos Kamarazov, En busca del tiempo
perdido, El retrato del artista adolescente, Dafnis y Cloe, o El señor de las moscas… En todas estas
obras es indudable que los autores se asoman al mundo de los niños, no con la
finalidad de describir ese mundo, sino de desentrañar su misterio, y justamente
en función de algunos de los personajes infantiles que en estas obras aparecen,
la literatura occidental ha planteado algunas de sus más terribles
interrogantes. Baste, si no, recordar el inquietante problema que se plantea,
al final de «Los hermanos Karamazov» con la muerte de un niño.
Por
último existe la literatura de niños. A este género concurren algunas de las
obras más detestables de lo que sólo por extensión puede llamarse literatura.
Con excepción de Rimbaud, que representa más que nada un momento crítico de la
condición humana, la literatura producida por niños ha carecido casi siempre de
todo valor. Nuestro tiempo, casi más que ningún otro, ha pretendido valorizar
de una manera totalmente artificial la creación literaria infantil.
Todavía
hace algunos años tuvimos que confrontar ese fenómeno profundamente
desagradable de la niña poetisa Minou Druet, niña cuyo numen poético era algo
así como la sublimación última de la estupidez humana. A este fenómeno que, de
hecho, representa una tendencia inconsciente a desvalorizar el arte como
expresión del espíritu, han coadyuvado, sin duda, toda esa interminable legión
de escritores que inexplicablemente se rebajan a la condición de retrasados
mentales adoptando un tono y un estilo pretendidamente infantiles. El origen de
esta modalidad, hay que decirlo, se encuentra en uno de los libros más
pretenciosamente imbéciles, más estúpidamente inteligentes, más engañosamente
ingeniosos y más simplistamente morales que jamás se hayan escrito: «El
principito» de Antoine de Saint-Exupéry.
No
dudo, por ningún motivo, que esta afirmación resulte chocante a quienes han
creído encontrar en este libro algo así como “un deleite espiritual”, sólo que
considero que el tono y el principio estilístico en el que se funda encubren
una falacia, que pretende hacernos aceptar una serie de lugares comunes como si
fueran grandes descubrimientos filosóficos, por el solo hecho de que están
enunciados con una pretendida simplicidad infantil. Enumerar los sucedáneos de
este libro nefando sería interminable.
Para
volver a algunas de las obras que habíamos citado al principio quiero, de nueva
cuenta, patentizar mi desprecio, por lo que a este tema refiere, hacia esas
obras que se consideran como las cumbres del pensamiento filosófico infantil.
Creo yo que para penetrar verdaderamente dentro de ese misterio constituido por
el alma del niño es preciso desentenderse de consideraciones literarias. A este
respecto “invoco” las imágenes inverosímiles, retóricas, ramplonas si se
quiere, de «Corazón, Diario de un niño» con
la seguridad de que, lo que de ellas queda en las mentes y en la memoria de
todos nosotros, nos aproxima más a lo que ha sido la infancia que todas
aquellas ideas pretendidamente estúpidas que formulan los autores de libros
como «El principito».
No
quisiera llevar el caos de ideas que es
este ensayo a su conclusión sin apuntar otro aspecto relativo a la infancia que
para mí destaca notoriamente a través de ciertas obras. Esto es la frecuente
contigüidad de la existencia infantil con la crueldad. No se me escapa que
acabo de proferir un lugar común. Las imágenes de pájaros ahogados, ciegos
abandonados a mitad del arroyo son ciertamente frecuentes. Recordemos si no
esas dos maravillosas antologías de la crueldad infantil que han sido
concretadas por el cine: «Cero en conducta» de Vigo y «Los olvidados» de Buñuel. La literatura propone
también en algunos casos ejemplos magistrales de esta relación.
Sin
embargo, no es en esa literatura formal, en esa literatura cuyos autores están
perfectamente clasificados dentro de la historia, en la que nos hemos de
detener. ¿Para qué citar obras tan conocidas como algunos cuentos de Chéjov y
en especial el intitulado «Un asesinato» (del que por cierto existe una versión
casi idéntica de Katherine Mansfield)? De seguro que nos perderíamos en
especulaciones de orden estrictamente literario que en nada nos ayudarían a
aproximarnos, aunque sea un poco más, a ese misterio al que nos impulsa la
memoria de nuestra infancia. Para concretar mi idea acerca de la crueldad en la
infancia deseo, antes de sacar algunas conclusiones, hojear sumariamente un
pequeño libro.
Es
un pequeño libro alemán para niños. Su autor es el doctor Heinrich Hoffmann. El
doctor Hoffmann, a juzgar por el estilo de las ilustraciones, debió haber
producido su obrita durante la segunda mitad del siglo pasado. El libro se
intitula «Der Struwwelpeter», título
que aparece impreso en tortuosos caracteres góticos sobre la pasta cartoné.
Sobre la misma pasta se puede ver un grabado que representa al Struwwelpeter, que es un niño de edad
indefinida al que le ha crecido abundantísima cabellera rubia, así como las
uñas de los dedos, que alcanzan una longitud proporcional de unos veinte o
veinticinco centímetros. Este personaje se encuentra de pie, en actitud de
Cristo, sobre un zócalo adornado con peines y tijeras, y en el centro del cual
se dice que el libro contiene alegres historias e ingeniosos dibujos para
recreo de los chiquitines. La primera de estas graciosas historias se intitula «La
historia del malvado Federico». Los dibujos que la acompañan representan a
Federico en las siguientes circunstancias: después de haber dado muerte a un
gallo, a una paloma, a un gato; en el
acto de arrancar las alas a una mosca; en el acto de fustigar a su madre con un
látigo; en el acto de fustigar a un perro y en el acto de ser mordido por ese
perro. Como consecuencia de tal mordida Federico es recluido en la cama, se le
hacen curaciones dolorosísimas y se le suministran medicinas de horrible sabor,
mientras el perro que lo ha mordido se come el pastel y se bebe el vino de la
cena de Federico.
El
segundo cuento es el de «Paulina y los fósforos». Paulina es una niña que se ha quedado sola en su casa con sus dos
gatos. En repetidas ocasiones se la ha dicho que no juegue con los fósforos;
sin embargo, Paulina no hace caso y toma los fósforos para jugar. Se produce el
accidente fatal, Paulina se incendia y en la última imagen del cuento vemos a
los dos gatos, con sendos crespones de luto en la cola, llorar
desconsoladamente junto a un montoncito de cenizas humeantes que son los
últimos restos de la desobediente Paulina.
Una
de las más impresionantes historietas es la de «Conrado, el niño que se chupaba
el dedo». Al salir de la casa, su madre advierte a Conrado que no debe chuparse
el dedo, porque si lo hace vendrá el sastre con sus grandes tijeras y se lo
cortará. Una vez que ha salido la madre, como es lógico suponer, lo primero que
hace Conrado es chuparse los dedos y, como es totalmente ilógico suponer, entra
el sastre y con sus grandes tijeras le corta los dos pulgares. La historieta
termina con una tristísima imagen de Conrado llorando desconsoladamente con las
manos chorreando sangre. Como es fácil suponer, la moraleja del cuento es que
no hay que chuparse los dedos.
Otra
historia muy impresionante de este libro es la de «Gaspar Sopa». Gaspar Sopa es
un niño muy gordo, que un día decide no comer más. La historieta consta de
cuatro imágenes. En la primera vemos a Gaspar protestando que no quiere comer,
en la segunda lo vemos exactamente en la misma actitud después de haber perdido
un buen número de kilos. En la tercera lo vemos ya reducido a los puros huesos,
y en la última vemos una tumba con el nombre de Gaspar sobre la que humea un
gran plato de sopa.
Todas
las demás historias son más o menos por el estilo, y el libro termina con un
pequeño poema debido a la inspiración del doctor Hoffmann. Dice así:
Cuando
los niños son buenos
viene
a visitarlos el Niño Dios.
Cuando
comen su sopa y no olvidan comer también el pan,
cuando
juegan silenciosamente en su casa,
cuando
se dejan conducir par la mano de mamá en la calle,
entonces
el Niño Dios les trae muchos regalos
y un
bonito libro de historietas del doctor Hoffmann.
Ahora
bien, es indudable que todas las barbaridades contenidas en estas curiosas y
alegres historietas no pueden dejar indiferente el alma de los niños que en un
momento determinado las han leído con una fruición premonitoria. Este libro
tiene, en Alemania, una difusión muy amplia. El famoso Struwwelpeter es un personaje de orden nacional, algo así como
Huckleberry Finn en los Estados Unidos o como el Lazarillo de Tormes en España.
En algún momento la difusión del libro ha trascendido las fronteras del Reich.
En París existe una librería en el Barrio Latino dedicada exclusivamente a la
distribución de la versión francesa de las historietas. En Italia el Struwwelpeter es ampliamente conocido
como Pierino Porcospino (Pedrito
Puercoespín). Como quiera que sea, la amplitud editorial de esta pequeña obra
no hace sino acentuar un hecho que, si no del todo, sí tiene muchas
posibilidades de ser absolutamente
plausible. Es indudable que las últimas cuatro generaciones de alemanes han nutrido
su infancia con las alegres aventuras del malvado Federico y de Gaspar Sopa. Y
de seguro que Adolfito Schicklgruber, que más tarde pasaría a la historia de la
bestialidad humana con el nombre de Hitler, desde la más tierna infancia
conservaba en su mente la voluptuosa imagen de Paulina envuelta en llamas o de
Conrado mutilado y sangrante. Los años
no lograron borrar de la mente de Adolfo aquellas chistosas imágenes y aquellas
alegres e ingeniosas aventuras. Conforme fue creciendo sentía, en medio de las
terribles vicisitudes de su época, una nostalgia de su infancia cada vez más
pastosa y apremiante. Afortunadamente para él, la Historia llegó a colocarle,
en un momento de su vida, en la situación privilegiada en la que su voluntad
podría producir ese milagro definitivo de la vuelta a la infancia. Las jocosas
imágenes del doctor Hoffmann cobrarían vida nuevamente ante sus ojos,
aumentadas, multiplicadas a una escala, por así decirlo, “europea”. Cientos de
miles de millones de malvados Federicos se incorporarían a su voluntad
destinados a incendiar a millones de Paulinas desobedientes, a mutilar a todos
los Conrados que se chupaban el dedo. En medio de esa apoteosis Adolfito
Schicklgruber, empedernido lector del doctor Hoffmann, podía solazarse con las
tiernas imágenes de su infancia, jactándose a la vez, de haber elevado el
alegre mundillo del Struwwelpeter a
la categoría de un imperio universal.
He
aquí, pues, un ejemplo de lo que puede ser el retorno a la infancia llevado a
sus extremos críticos. Un hecho es importante: el de que las imágenes que han
poblado nuestras mentes infantiles jamás se borran. A ellas acudimos siempre
que queremos evocar ese periodo de nuestra vida, y es justamente por esto por
lo que la literatura de nuestra infancia puede jugar, llegado el caso, un papel
tan inmensamente importante.
Lo
que nos asombra, a final de cuentas, es que esas imágenes rara vez corresponden
a nuestra concepción “intelectual” del mundo. Una vez que hemos cobrado
conciencia de nuestra cultura tratamos de mistificar nuestros recuerdos. Una
vez que hemos leído a Proust elaboramos un Combray o un Balbec a la medida de
nuestros gustos literarios. Nos place pensar que, para nosotros, igual que para
Proust, existe una pequeña frase musical, en alguna sonata rebuscada, que nos
remite al pasado, y lo peor del caso es que casi siempre nos engañamos
irremediablemente, pues nuestros verdaderos recuerdos no son, como en el caso
de Proust, tampoco del orden “intelectual” sino más bien del orden sensorial.
Es precisamente esta deficiencia la que nos permite evocarlos en un momento
dado. En otros casos nuestros recuerdos se encuentran inmersos en una bruma que
trasciende el alcance de los sentidos; no son sino conceptos latentes de
sensaciones imprecisas que no pueden ser concretizados más que mediante el
proferimiento de una invocación adecuada, porque al igual que el
desfallecimiento de una rosa sigue siempre el florecimiento de otra rosa, el
olvido, que es la muerte de la memoria, sigue siempre el renacimiento del
recuerdo súbito y mágico de lo olvidado. No por nada se dice –claro que sin
ningún fundamento lógico– que el acto de morir es el acto de evocar, de pronto,
toda la vida.
Si
pensamos en la literatura –lo que no es sino nuestro deber en este ensayo–,
llegamos a conclusiones que desdicen de la efectividad de las grandes obras.
Conforme nos adentramos en la edad adulta –conforme consumamos eso que
justamente es el adulterio de la vida, la adulteración de nuestros recuerdos–,
sentimos cada vez con mayor apremio la necesidad de volver una mirada furtiva
hacia nuestros primeros años… ¿qué libros, qué frases, que versos encontramos
ahí?
Que
cada quien conteste estas preguntas como pueda. Es un hecho que sólo con los
años encontramos en Proust y en Joyce un significado que pueda ser el nuestro.
En todos los casos, y cuando mejor nos vaya, encontraremos un verso ramplón y
un párrafo cursi.
Si
he de contestar la pregunta en función de mi propia experiencia, no puedo sino
decir que lo que los libros me dejaron en el recuerdo de mis primeros años son
cosas como:
—¡Monzón!
—¡Maldita! –rugió el ladrón
reconocido–, ¡Tienes que morir! –y se volvió con el cuchillo levantado contra
la vieja, que quedó desvanecida en el mismo instante…
O
como:
…Un grito agudísimo, como el
de un herido de muerte, resonó de repente por toda la casa.
El niño respondió con otro
grito horrible y desesperado:
¡Mi madre ha muerto!
El médico se presentó en la
puerta y dijo:
Tu madre se ha salvado.
El muchacho lo miró un
momento, arrojándose luego a sus pies, sollozando:
Gracias, doctor.
Pero el médico le hizo
levantar diciéndole:
¡Levántate…! ¡Eres tú,
heroico niño, quien ha salvado a tu madre!
Estos
fragmentos son como la aspiración del perfume de la rosa de entonces, que se
hace más fragante y más verdadero en la rosa de ahora.
Para
terminar estas notas, una fórmula que es como una despedida a la infancia, como
una entrada en ese mundo en que la niñez empieza a convertirse en un recuerdo.
Como el supuesto autor de «Corazón, diario de un niño», me alejo de la infancia
evocada, supuesta, invocada, lleno de contrición:
A Garrón fue el
último a quien abracé, ya en la calle, y tuve que sofocar un sollozo contra mi
pecho; el me besó en la frente. Después corrí hacia mi padre y mi madre, que me
esperaban. Mi padre me preguntó si me había
despedido de todos. Respondí afirmativamente.
—Si hay alguno con el
cual no te hayas portado bien en cualquier ocasión, ve a buscarle y a pedirle
que te perdone. ¿Hay alguien?
—Nadie, ninguno
–contesté.
—Bueno, entonces
vamos –y añadió mi padre con voz conmovida, mirando por última vez la escuela–:
¡Adiós!
Y repitió mi madre:
—¡Adiós!
Y yo… yo no pude
decir nada.
A
esa ley que exige de todos el retorno a la niñez sólo escapa el niño terrible,
a tal grado, que es justamente esta falta de infancia, en la perspectiva de los
años, la que define al niño terrible. La infancia de Rimbaud es el equivalente
de su vida, pero, claro…, esto ya sería el tema de otro ensayo.
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