jueves, 22 de junio de 2017

Cernícalo



Me gusta, eso lo sé desde que veo su cara, pero su uniforme de escuela pública me parece tan corriente. Camina un par de pasos hacia donde estoy sentado y su pierna casi toca mi hombro. La tela barata y acartonada de su vestimenta se ha convertido en algo que aumenta mi deseo. Está a milímetros de mi brazo y el suéter que trae amarrado en la cintura roza con mi brazo con cada movimiento brusco del microbús. No me acerco, no me muevo ni un ápice. Me domina ese temor de que note mis intenciones y me rechace. Aprieto con fuerza el libro que traigo en mis manos.
Quisiera cederle mi lugar, preguntarle sobre la música que escucha, cuáles son sus películas favoritas… su nombre. Pero me emociona más la posibilidad del encuentro. ¿Es un delito disfrutar que alguien te toque por accidente aunque la otra persona no lo note? ¿Es alevosía hacerlo con la esperanza de que evolucione a algo más sexual?
Está un poco más cerca de mí, su pubis queda a la altura de mi cara, pero ahora es más difícil forzar un contacto que parezca producto del hacinamiento y la coincidencia. Hay tanta gente en el pasillo que no puede moverse ni a su izquierda o su derecha. Atrás tiene a más personas. Enfrente estoy yo. ¿Se dio cuenta de mi interés? ¿Se movió un poco porque lo notó, o porque no tuvo opción? Por el momento no hay nada que pueda hacer, quizá un enfrenón o que suban más pasajeros haga que volvamos a quedar pegados.
Hay un tipo de tela deportiva, un material que se inventó quizá en los noventa. Brilla, es suave. Lo que me importa es la forma que da al cuerpo cuando cubre los bultos. Algo tiene la redondez, la pronunciación debajo de la ropa, que nos invita a querer agarrar o traspasar. Como cuando queremos arrojar una fuerte nalgada a un par de glúteos aprisionados como embutidos, como si fuera una masa que grita para que la liberemos. Apretar. Pellizcar. Frotarnos.
No trae esa tela deportiva, trae ese uniforme corriente de escuela pública, pero lo que eso representa logra en mi cabeza cierto encanto rústico que no puedo describir.
No he disimulado lo suficiente y me le quedé viendo más tiempo del que debería. Ahora sólo pueden pasar tres cosas: o se aleja, o me hace notar su disgusto, o está de acuerdo. Pasan segundos de silencio e indiferencia que me desesperan por ser tiempo perdido o que pospone el rechazo. Balancea su pierna cerca de mi brazo en algo que podría ser un acto reflejo o un síntoma de ansiedad que nada tiene que ver conmigo. Pero yo sé que no es eso. Si se moviera un poco más, su pene quedaría justo en fricción o incluso en presión contra mi hombro, así sabría yo si ha entendido de qué se trata esto. Pero puede que tenga miedo y tampoco sepa bien lo que yo pretendo. Si no se actúa pronto, el miedo o las circunstancias lo arruinarán todo. Mientras se sujeta al tubo superior que atraviesa el microbús, hace su cuerpo hacia enfrente por culpa del jaleo que provocan las curvas. Es como si acercara sus genitales a mi cara, como si dijera: Míralos, están aquí debajo de esta tela barata, apacibles, aburridos esperando a que alguien haga algo con ellos, recuesta tu cabeza, acerca tu nariz y presiónala contra mí para olerme; si quieres muerde despacio, poco a poco hasta que tenga una erección. Le abriría la bragueta enfrente de esta gente que sale cansada de sus trabajos y metería su miembro a mi garganta para chuparlo hasta que salpicara sobre mí y sobre la señora dormida que va a mi lado. El escándalo sería instantáneo. Los pasajeros, el chofer, los bravucones, la gente ofendida. Pero si lo está haciendo para mí, ¿por qué no hay signos evidentes de una erección? Los bultos de las vergas se agrandan al mínimo indicio de estarse parando. La simple idea me excita más. Que fuera algo tan notorio y no supiera cómo disimularlo. Mi erección está contenida por el pantalón de mezclilla, bastaría que me inclinara hacia adelante o pusiera mis manos en esa área para que no se notara. ¿Pero qué haría él? No puede soltar ambas manos del tubo para taparse. No podría agacharse, no hay espacio y sería más llamativo. Yo nada más con ver el bulto del pantalón sabría si tiene un pito fuerte y grueso, o quizá uno largo que al menor descuido salga por arriba. Uno pequeño que ataque directo en horizontal y por lo mismo sea igual o más escandaloso.
Una mujer gorda pasó por en medio del pasillo para bajar y él de nuevo se acercó a mí, para luego regresar cerca de mi hombro. Un pasajero más que suba y no tendrá de otra más que estar justo donde lo quiero o podría alejarse lo suficiente como para que todo esté perdido. Quisiera moverme yo también para quizá iniciar, pero no estoy muy seguro de eso. Sería una declaración, aceptar mis intenciones, y si nada es como pensaba, podría soltarme un golpe y armar un escándalo. Aunque estoy seguro de que tiene una idea precisa de lo que intento. He endurecido el cuerpo para situarme a su alcance, para que sepa que no me haré para atrás ni me quitaré. Son unos cuantos milímetros para sentir esa flacidez que vaya endureciéndose.
La primera vez que tuve una experiencia así, todo inició por accidente. Ese muchacho era más joven que éste. Quizá tendría trece años, no más de quince. Íbamos en el área para usuarios en silla de ruedas, en la que jamás verás a alguien en silla de ruedas. Ahí caben cuatro, seis personas, a lo mucho. No lo había visto hasta que subieron más pasajeros y mi mano tocó su mano. Iba a quitarla de inmediato, pero por alguna razón no lo hice. Él empezó a mover su dedo índice acariciando el mío. Me quedé paralizado. Esa indeterminación contribuyó a que aquello continuara, ese momento en que no sabes si el otro se da cuenta. Pensé que era un movimiento inconsciente del muchacho y aun así yo no quería que terminara.  La agitación del transporte siempre ayuda. Un par de saltos bruscos y su cuerpo estuvo pegado al mío. Mi pierna se encontraba contra la suya, como si yo le diera una zancadilla por detrás. Su mano encima de la mía. Extendió el brazo para ya no estar a un lado sino justo enfrente de mí. Pasó su mano izquierda hacía atrás, sin voltear a verme, como si nada pasara, y buscó mi bragueta. Acariciaba mi pantalón como si lo rascara. Mi pene se hinchó de inmediato, lo sentí más gordo y duro que nunca y él hacía círculos con su uña en mi glande cubierto por la tela. Una anciana nos vio con asco y de inmediato volteó a otro lado. Nadie más hacía caso. Las cosas trascurrían a la perfección. Subió la velocidad de sus caricias. Es el mismo efecto de la masturbación: entre más velocidad, más apresuras que la otra persona se venga. Como si se esforzara. Yo de cierto modo seguía paralizado, pero de eso no me percaté hasta después. Llevado por un impulso más poderoso que toda mi prudencia junta, rodeé su cintura con mi brazo izquierdo y metí mi mano en el bolsillo de su pantalón. Lo atraje hacia mí, comencé a masturbarlo sin importar que la tela me estorbara. Él hizo movimientos con su cadera frotando sus nalgas contra mi verga. Infamia pública. Yo mancharía mis calzones y parecería que me oriné, pero no me importaba. Sin embargo no fue una historia feliz. Todo acto sublime acaricia con malicia el infierno. No había notado que la gente se acumulaba, caminaba en dirección hacia donde estábamos, con ese paso hipnótico que adoptan los pasajeros. El bus se había detenido. Era la última parada y como fuga de una presa la gente bajaba con velocidad, como el agua que escapa de una grieta vencida. Entre esa fuga, estaba mi muchacho. Sin decir más, sin que pudiera alcanzarlo, se fue entre la multitud. Sin importar que yo apresurara el paso a su alcance entre el tumulto, no pude alcanzarlo, o quizá no tuve el valor para detenerlo aunque me pareció que hubo un segundo donde él esperaba a que yo lo hiciera. ¿Qué haría yo con un muchacho con el que no compartía nada en común más que el contacto físico?
De ahí han sido pocas las ocasiones en que algo similar sucedería, pero nunca tan placentero. Es una receta precisa que consiste en no saber, hasta el momento en que las cosas pasan, si la otra persona sabe o no que la deseas. El otro par de veces fue tan evidente el gusto que tenían por mí, que esa falta de suspenso mató casi por completo la excitación. En una terminamos en un hotel, en otra otro adolescente lo hacía a escondidas de su familia que lo acompañaba, familia que se percató de lo sucedido y que prefirió, para mi buena suerte, no decir nada al respecto.
Este muchacho del uniforme corriente de escuela pública se sentó justo en el momento en el que una universitaria se paró de su asiento detrás de donde yo estaba. Estoy convencido de que él quería que continuara con el juego, pero no actué. Esperaba que él tuviera una iniciativa parecida a la de aquella primera vez. No habría estado nada mal si yo empezaba y él accedía. De hecho hubiera sido algo muy cercano a lo que deseaba, pero me perdí en mis pensamientos y me distraje. Una distracción es igual a desinterés y eso lo notan de inmediato. Las cosas cambiaron. Ahora tendría que hablarle o ser más directo, y no lo haré. Han sido docenas, quizá cientos, de hombres con quienes he tenido un contacto que tal vez ni siquiera notaron o que no llegó a mayores. Pero lo tuve. Y este mundo es grande y ni que me griten o me golpeen evitará que un día vuelva a ese momento al que el muchacho de unos trece, máximo quince, me llevó.

Abro mi libro y me pongo a leer.    

Por Leonardo Garvas

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