Mi casa es muy oscura. No tiene
ventanas ni habitaciones, sólo un hueco de entrada y salida, pero no me importa
porque sólo voy en las noches. En ella he conocido a mis mejores amigos, aunque
ahora no estén aquí. Puede que alguno regrese o que vengan otros que serán tan
buenos como aquéllos.
Llegué
aquí de pequeño. Había salido con mi familia de paseo y, jugando a las
escondidas, cuando menos lo pensé ya estaba solo. Caminé preocupado sin hallar
el camino de regreso y vagué hasta que encontré a los que me invitaron a
entrar. Como no sabía a dónde más ir, me quedé esperando a que mi familia
volviera, pero ya no los volví a ver. Supongo que no supieron cómo encontrarme.
Pronto me acostumbré a mi nueva vida. Mis camaradas me enseñaron cosas muy
prácticas. Aprendí que en los lugares en los que hay mucha gente, como en los
parques, se puede encontrar todo lo que se necesita: comida y diversión. A
veces competíamos a ver quién era el que brincaba más alto o el que corría más
rápido, o simplemente nos echábamos al sol a descansar. Cuando nos alejábamos,
preferíamos buscar otro sitio en donde guarecernos. Es fácil encontrar lugares
en los que nadie moleste, algunas veces hasta hay cajas de cartón o cobijas; no
entiendo por qué las tiran, si son de mucha utilidad, sobre todo a la hora de
dormir.
Lo
que más me gusta de los parques es perseguir ardillas. Yo quiero jugar con
ellas, pero son tan rápidas que en un momento trepan a los árboles y por más
que las llamo no quieren bajar. Otra cosa que también disfruto es pasar tiempo
con las estatuas que hay en medio de los jardines, porque siempre sabes qué
esperar de ellas. En cambio, de las personas, nunca puedes estar muy seguro:
algunas te sonríen, juegan y hasta comparten su comida contigo, aunque no las
hayas visto antes; otras, en cambio, sin ninguna razón te tiran piedras o te
gritan. Pero las estatuas permanecen serenas y nada parece afectarles. O al
menos eso pensaba antes de conocer una a la que acabé tomándole cariño. Me
llamó la atención por los individuos que durante muchos días vi reunidos,
gritando molestos a su alrededor. No entendía muy bien lo que sucedía, pero mi
instinto me ha enseñado a reconocer el desagrado en los demás. Por esos días
dormíamos cerca del parque, así que fui a ver a la estatua de noche, sabiendo
que estaría libre del gentío. Se habían esmerado en el cuidado del jardín que
rodeaba la plataforma de piedra pulida sobre la que se alzaba. Era la escultura
de un hombre sentado en una silla. Se veía sonriente y a gusto, mirando hacia
el cielo. Me senté a contemplarla y, después de unos minutos, contenta por mi
visita, empezó a hablarme de lo que había sido en vida.
—Fui
un buen gobernante. Luché por los habitantes de mi nación y todo lo que hice
fue por ayudarlos a vivir bien. Yo, que conozco la naturaleza humana, sabía lo
que era bueno para ellos, aún mejor que ellos mismos, pero no todos lo entendieron
y ahora muchos me llaman de maneras injustas. Por eso, permíteme darte un
consejo: sigue con los de tu clase, que son los únicos entre los que
encontrarás un compañero leal, y aléjate de la muchedumbre.
Me
quedé dormido a sus pies y por la mañana nos despedimos. Ese día partí con mis
amigos rumbo al cerro en el que se encuentra nuestra morada. Íbamos tan
contentos que no nos dimos cuenta de la inusual cantidad de gente que había en
los alrededores, que repentinamente nos atrapó llevándonos hasta un horrible
lugar en el que nos encerraron. Sabíamos que estábamos todos, porque nos
escuchábamos, pero no podíamos vernos ni mucho menos salir. Unas rejas nos lo
impedían. Pasé más miedo que aquél día en que me encontré perdido en el bosque,
de pequeño, sólo me consolaba saber que mis amigos seguían cerca y que no nos
faltaba agua ni comida. Ninguno de nosotros sabía por qué estábamos ahí, ni por
cuánto tiempo más.
Pasaron
días hasta que empezamos a notar que nos iban soltando. Una tarde abrieron mi
celda, me sacaron a la calle e insistieron en que me fuera con unos
desconocidos. Por más que me resistí, lograron subirme en la parte de atrás de
una camioneta. No tenía idea de a dónde me llevarían, pero afortunadamente reconocí
el camino y salté sin que se dieran cuenta. Corrí tan rápido como pude y no me
detuve hasta encontrarme seguro en mi añorado refugio.
He
hecho nuevos amigos y con ellos me dirigí a visitar a la estatua del parque. Al
llegar ya no la encontré y tampoco a los gritones mal encarados. Me entristeció
pensar que se la habrían llevado para encerrarla en una cárcel. Sólo espero que
también la liberen. Ahora comprendo sus palabras y sigo sus consejos. Me aparto
de las personas si están en grupo y sólo confío en los de mi propio género,
entre los que encuentro compañía desinteresada y afecto. Aún espero
reencontrarme con mis antiguos compañeros y por eso trato de no alejarme mucho,
por si logran regresar un día a nuestra cueva en el Cerro de la Estrella.
Alguna vez hasta he creído escuchar sus ladridos.
Por Rose Casanova.
Lo siento con ritmo y bien llevado. Únicamente creo que al perro le hace falta personalidad, inclusive siendo un perro, puede desarrollar un ser mas formado dentro de sí.
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