Me gusta, eso
lo sé desde que veo su cara, pero su uniforme de escuela pública me parece tan
corriente. Camina un par de pasos hacia mi asiento y su pierna casi toca mi
hombro. La tela barata de su vestimenta ha dejado de ser lo que fue en un
inicio y se convirtió en algo que aumenta mi deseo. Está a milímetros de mi
brazo y el suéter que trae amarrado en la cintura roza con mi brazo con cada
movimiento brusco del microbús. No me acerco, no me muevo ni un ápice. Me
domina ese temor de que note mis intenciones y me rechace.
Quisiera levantarme, preguntarle sobre la música que escucha, cuáles son
sus películas favoritas, su nombre, pero me emociona más la posibilidad del encuentro.
¿Es un delito disfrutar un contacto por accidente aunque la otra persona no lo
note? ¿Es alevosía hacerlo con la esperanza de que ese contacto evolucione a
algo más sexual? Me cuestiono, pero no quiero pensar en las respuestas.
Está un poco más cerca de mí, su pubis queda a la altura de mi cara, pero
ahora es más difícil forzar un contacto que parezca producto del hacinamiento y
la coincidencia. Hay tanta gente en el pasillo que no puede moverse ni a su
izquierda o su derecha. Atrás tiene a más personas. Enfrente estoy yo. ¿Se dio
cuenta de mi interés? ¿Se movió un poco porque lo notó, o porque no tuvo
opción? Por el momento no hay nada que pueda hacer, quizá un enfrenón o que
suban más pasajeros haga que volvamos a quedar pegados.
Hay un tipo de tela deportiva, un material que se inventó quizá en los
noventa. Brilla, es suave. Cuando cubre los bultos del cuerpo hace que parezcan
más perfectos. Algo tiene la redondez, la pronunciación debajo de la ropa, que
nos invita a querer agarrar o traspasar. Como cuando queremos sujetar los músculos
aprisionados como embutidos, como si se tratara de una masa que grita para que
la liberemos.
Apretar. Pellizcar.
No trae esa tela deportiva, trae ese uniforme corriente de escuela
pública, pero lo que eso representa logra en mi cabeza cierto encanto rústico
que no puedo describir.
No he disimulado lo suficiente y me le quedé viendo más tiempo del que
debería. Ahora sólo pueden pasar tres cosas: o se aleja, o me hace notar su
disgusto, o está de acuerdo. Pasan segundos de silencio e indiferencia que me
desesperan, tiempo perdido o que pospone el rechazo. Balancea su pierna cerca
de mi brazo en algo que podría ser un acto reflejo o un síntoma de ansiedad que
nada tiene que ver conmigo. Pero yo sé que no es eso. Si se moviera un poco más
su pene quedaría justo en fricción o incluso en presión contra mi hombro, así
sabría yo si ha entendido de qué se trata esto. Pero puede que tenga miedo y tampoco
sepa bien lo que pretendo. Si no se actúa pronto, el miedo o las circunstancias
lo arruinarán todo.
Mientras se sujeta al tubo superior que atraviesa el microbús hace su
cuerpo hacia enfrente por culpa del jaleo que provocan las curvas. Es como si
acercara sus genitales a mi cara, como si dijera: Míralos, están aquí debajo de
esta tela barata, apacibles, aburridos esperando a que alguien haga algo con
ellos, recuesta tu cabeza, acerca tu nariz y presiónala contra mí para olerme;
si quieres muerde despacio, poco a poco hasta que tenga una erección. Le
abriría la bragueta enfrente de esta gente que sale cansada de sus trabajos y
metería su miembro a mi garganta para chuparlo hasta que salpicara sobre mí y
sobre la señora dormida que va a mi lado. El escándalo sería instantáneo. Los
pasajeros, el chofer, la gente ofendida. Pero si lo está haciendo para mí, ¿por
qué no hay signos evidentes de una erección? Los penes se agrandan al mínimo
indicio de estarse excitando. La simple idea me gusta. Que fuera algo tan
notorio y no supiera cómo disimularlo. No puede soltar ambas manos del tubo
para taparse. No podría agacharse, no hay espacio y sería más llamativo. Nada
más con ver el bulto del pantalón sabría si lo tiene fuerte y grueso, o quizá tenga
uno largo que al menor descuido salga por arriba. O uno pequeño que ataque
directo en horizontal y por lo mismo sea igual o más escandaloso.
Una mujer con sobrepeso pasó por en medio del pasillo para bajar y él de
nuevo se acercó a mí para luego regresar cerca de mi hombro. Un pasajero más
que suba y no tendrá de otra más que estar justo donde lo quiero, o podría
alejarse lo suficiente como para que todo esté perdido. Quisiera moverme yo
también para quizá iniciar, pero no me parece seguro. Sería una declaración,
aceptar mis intenciones, y si nada es como pensaba, podría armarse un escándalo.
Debe saber lo que intento. He endurecido el cuerpo para situarme a su alcance, que
sepa que no me haré para atrás ni me quitaré. Son unos cuantos milímetros para
sentir esa flacidez que vaya endureciéndose.
La primera vez que tuve una experiencia así, todo inició por accidente.
Ese muchacho era más joven que éste. Quizá tendría trece años, no más de
quince. Íbamos en el área para usuarios en silla de ruedas, en la que jamás
verás a alguien en silla de ruedas. Ahí caben cuatro, seis personas, a lo
mucho. No lo había visto hasta que subieron más pasajeros y mi mano tocó su
mano. Iba a quitarla de inmediato, pero por alguna razón no lo hice. Él empezó
a mover su dedo índice acariciando el mío. Me quedé paralizado. Esa
indeterminación contribuyó a que aquello continuara, ese momento en que no
sabes si el otro se da cuenta. Pensé que era un movimiento inconsciente del
muchacho y aun así yo no quería que terminara. La agitación del transporte
siempre ayuda. Un par de saltos bruscos y su cuerpo estuvo pegado al mío. Mi pierna
se encontraba contra la suya, como si yo le diera una zancadilla por detrás. Su
mano encima de la mía. Extendió el brazo para ya no estar a un lado sino justo
enfrente de mí. Pasó su mano izquierda hacía atrás, sin voltear a verme, como
si nada pasara, y buscó mi bragueta. Acariciaba mi pantalón como si lo rascara.
Mi pene se hinchó de inmediato, lo sentí más gordo y duro que nunca. Él hacía
círculos con su uña en mi glande cubierto por la tela. Una anciana nos vio con
asco y de inmediato volteó a otro lado. Nadie más hacía caso. Las cosas
trascurrían a la perfección. Subió la velocidad de sus caricias. Es el mismo
efecto de la masturbación: entre más velocidad, más apresuras que la otra
persona se venga. Como si se esforzara. Yo de cierto modo seguía paralizado,
pero de eso no me percaté hasta después. Llevado por un impulso más poderoso
que toda mi prudencia junta, rodeé su cintura con mi brazo izquierdo y metí mi
mano en el bolsillo de su pantalón. Lo atraje hacia mí, comencé a masturbarlo
sin importar que la tela me estorbara. Él hizo movimientos con su cadera
frotando sus nalgas contra mi verga. Infamia pública. Yo mancharía mis calzones
y parecería que me oriné, pero no me importaba. Sin embargo no fue una historia
feliz. Todo acto sublime acaricia con malicia el infierno. No había notado que
la gente se acumulaba, caminaba en dirección hacia donde estábamos, con ese
paso hipnótico que adoptan los pasajeros. El bus se había detenido. Era la
última parada y como fuga de una presa la gente bajaba con velocidad, como el
agua que escapa de una grieta vencida. Entre esa fuga estaba mi muchacho. Sin
decir más, sin que pudiera alcanzarlo, se fue entre la multitud. Sin importar
que yo apresurara el paso a su alcance entre el tumulto, no pude alcanzarlo, o
quizá no tuve el valor para detenerlo aunque me pareció que hubo un segundo
donde él esperaba a que yo lo hiciera. ¿Qué haría yo con un muchacho con el que
no compartía nada en común más que el contacto físico?
De ahí han sido pocas las ocasiones en que algo similar sucedería, pero
nunca tan placentero. Es una receta precisa que consiste en no saber, hasta el
momento en que las cosas pasan, si la otra persona sabe o no que la deseas. El
otro par de veces fue tan evidente el gusto que tenían por mí, que esa falta de
suspenso mató casi por completo la excitación. En una terminamos en un hotel,
en otra otro adolescente lo hacía a escondidas de su familia que lo acompañaba,
familia que se percató de lo sucedido y que prefirió, para mi buena suerte, no
decir nada al respecto.
Este muchacho del uniforme corriente de escuela pública se sentó justo en
el momento en el que una universitaria se paró de su asiento detrás de donde yo
estaba. Estoy convencido de que él quería que continuara con el juego, pero no
actué. Esperaba que él tuviera una iniciativa parecida a la de aquella primera
vez. No habría estado nada mal si yo empezaba y él accedía. De hecho hubiera
sido algo muy cercano a lo que deseaba, pero me perdí en mis pensamientos y me
distraje. Una distracción es igual a desinterés y eso lo notan de inmediato.
Las cosas cambiaron. Ahora tendría que hablarle o ser más directo, y no lo
haré. Han sido docenas, quizá cientos, de hombres con quienes he tenido un
contacto que tal vez ni siquiera notaron o que no llegó a mayores. Pero lo
tuve. Y este mundo es grande y ni que me griten o me golpeen evitará que un día
vuelva a ese momento al que el muchacho de unos trece, máximo quince, me llevó.
Por Leonardo Garvas
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